Los robots del amanecer (31 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Los robots del amanecer
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—¿No sucede así también en Aurora y los demás mundos espaciales? —preguntó Baley.

—En teoría, así es. Pero en la práctica, no. Las presiones en una sociedad longeva son menores. Aquí, los científicos disponen de tres siglos o más para dedicarse a un problema, por lo que se piensa que un trabajador en solitario puede conseguir en ese período de tiempo progresos significativos en su campo concreto. Así se hace posible sentir una especie de avaricia intelectual, de ansia por conseguir algo por uno mismo o de asumir el derecho de propiedad sobre una faceta concreta del progreso. El científico puede desear entonces que el progreso general adquiera un ritmo más pausado, antes que ofrecer a la comunidad lo que concibe como asunto propio y de su exclusiva propiedad. Como resultado de esa manera de pensar, el progreso general presenta una considerable ralentización en los mundos espaciales, hasta el punto de resultar difícil seguir el ritmo del trabajo efectuado en la Tierra, pese a nuestras enormes ventajas sobre su planeta.

—Supongo que no me diría usted todo esto si no quisiera darme a entender con ello que el doctor Han Fastolfe se comporta de esta manera.

—Desde luego. Su análisis teórico del cerebro positrónico ha hecho posible el robot humaniforme. Así, lo ha utilizado para construir, con la ayuda del fallecido doctor Sarton, a su amigo el robot Daneel. En cambio, no ha publicado los detalles más importantes de su teoría ni los ha facilitado a nadie. Con su actitud, él y únicamente él está bloqueando la producción de robots humaniformes.

Baley frunció el ceño y preguntó:

—¿Y el Instituto de Robótica se dedica a la colaboración entre los científicos?

—Exactamente. El Instituto está compuesto por más de cien roboticistas de primera línea y de diferentes edades, especializaciones y facultades, y esperamos establecer delegaciones en otros mundos hasta convertir al Instituto en una sociedad interestelar. Todos nosotros nos dedicamos a comunicar nuestros descubrimientos o especulaciones individuales al fondo común. Hacemos voluntariamente, y por el bien común, lo que ustedes los terrícolas se ven obligados a hacer debido a lo cortas que son sus vidas.

»En cambio, el doctor Han Fastolfe se niega a colaborar en ello. Estoy segura de que considera usted al doctor como un patriota aurorano, noble e idealista. Sin embargo, Fastolfe no desea poner su propiedad intelectual (así la considera él) en el fondo común, y por tanto no quiere tener contactos con nosotros. Y nosotros no queremos tenerlos con él, porque se atribuye unos derechos de propiedad personal sobre los descubrimientos científicos. Supongo que ahora ya no le parecerá tan ilógico nuestro desagrado mutuo.

Baley asintió con la cabeza y preguntó.

—¿Cree usted que eso funcionará... esa renuncia voluntaria a la gloria personal?

—Tiene que funcionar —respondió Vasilia inexorablemente.

—¿Y no ha conseguido el Instituto, a través del trabajo comunitario, llevar a cabo la labor individual del doctor Fastolfe y redescubrir la teoría del cerebro positrónico humaniforme?

—Todavía no, pero con el tiempo lo lograremos. Es inevitable.

—¿Y no han intentado ustedes reducir ese tiempo convenciendo al doctor de que les revele su secreto?

—Creo que estamos camino de conseguirlo.

—¿Por medio del escándalo Jander?

—No creo que realmente sea necesaria esa pregunta. Bien, terrícola, ¿le he dicho ya todo lo que deseaba saber?

—Me ha dicho algunas cosas que no sabía —contestó Baley.

—Entonces, es hora de que me hable de Gremionis. ¿Por qué ha mencionado el nombre de ese peluquero relacionándolo conmigo?

—¿Peluquero?

—Él se considera un esteta, entre otras cosas, pero no es más que un peluquero, simple y llanamente. Hábleme de él, o daremos por terminada la entrevista.

Baley se sintió abatido. Parecía evidente que Vasilia había disfrutado con el intercambio de estocadas. La mujer le había dado suficientes datos para estimular su apetito y ahora iba a verse obligado a comprar el resto del material dando a cambio información que había afirmado poseer. Pero no era así. Carecía de datos concretos y sólo podía exponer suposiciones. Y si alguna de ellas resultaba errónea, vitalmente errónea, estaba perdido.

Así pues, también él se decidió a lanzar una estocada.

—Comprenderá, doctora Vasilia, que no tiene sentido seguir fingiendo que es ridículo suponer la existencia de una relación entre usted y Gremionis.

—¿Por qué no, si es realmente ridículo?

—¡Ah, no! Si lo fuera, se habría reído usted de mí y habría apagado inmediatamente el contacto tridimensional. El mero hecho de que haya accedido a abandonar su postura anterior y a recibirme, y el hecho de que haya conversado largo rato conmigo sobre tantas cosas, es un claro reconocimiento de que cree que yo podría tener mi cuchillo sobre su yugular.

Los músculos de la mandíbula de Vasilia se tensaron mientras respondía, en un tono de voz grave e irritado:

—Verá, pequeño terrícola. Mi posición es vulnerable y probablemente usted lo sabe. Al fin y al cabo, soy hija del doctor Fastolfe y aquí en el Instituto hay algunas personas lo bastante estúpidas, o lo bastante viles, para desconfiar de mí por esa razón. No sé qué historia le habrán contado, pero estoy segura de que será más o menos ridícula. Pese a ello, por ridícula que sea, puede ser utilizada eficazmente en contra mía. Por eso estoy dispuesta a pagar por ella. Ya le he contado algunas cosas y quizá le diga algunas más, pero sólo si me explica ahora mismo lo que tiene usted entre manos y si me convence de que está diciéndome la verdad, así que ya puede empezar.

»Si está usted jugando conmigo, no estaré en peor situación que ahora si le echo de una patada, y al menos eso me dará una cierta satisfacción. Además, utilizaré toda la influencia que pueda tener con el Presidente para que cancele su decisión de dejarle entrar en Aurora y será usted enviado de vuelta a la Tierra inmediatamente. Ya existen considerables presiones al respecto, y no querrá usted que se añada la mía, ¿verdad? Ahora, ¡hable!

39

El primer impulso de Baley fue ir directamente al grano y buscar el medio de comprobar si tenía razón. Aquello no resultaría, se dijo. Vasilia comprendería lo que estaba haciendo, pues no era tan estúpida, y le detendría. Baley sabía que estaba sobre la pista de algo y no quería echarlo a perder. Lo que Vasilia acababa de decir acerca de la vulnerabilidad de su situación como resultado de su relación con su padre podía ser cierto, pero aun así no habría mostrado tanto temor de verse con él de no haber sospechado que alguna de las cartas que Baley parecía guardar en la manga no era totalmente ridícula.

Así pues, Baley tenía que decir algo, algo importante que estableciera instantáneamente algún tipo de dominio sobre Vasilia. ¡A jugar!, se dijo.

—Santirix Gremionis se ha ofrecido a usted. —Y antes de que Vasilia pudiera reaccionar, subió la apuesta añadiendo, en tono de mayor crudeza—: Y no una, sino muchas veces.

Vasilia cerró las manos sobre una de sus rodillas, recuperó el control de sí misma y tomó asiento en el taburete, como si quisiera ponerse más cómoda. Miró a Giskard, que permanecía inmóvil e inexpresivo a su lado.

Después volvió a mirar a Baley y contestó:

—Bueno, ese idiota se ofrece al primero que pasa, sin que le importe el sexo o la edad. Sería muy raro que no me hubiera prestado atención también a mí.

Baley hizo un gesto como indicando que dejara de lado todo aquello. (Vasilia no se había reído. No había dado por terminada la entrevista. Ni siquiera habia realizado una demostración de furia. Estaba aguardando para ver lo que Baley sacaría de aquella frase, así que tenía algo cogido por los pelos.)

—Eso es una exageración, doctora Vasilia —prosiguió Baley—. Nadie se ofrece a otra persona sin haberla elegido antes, por pocas discriminaciones que haga. En el caso de Gremionis, él la eligió a usted y, pese a su negativa siguió ofreciéndose, cosa poco frecuente según las costumbres auroranas.

—Me alegro de que se haya dado cuenta de que le he rechazado. Hay quienes creen que todos los ofrecimientos, o casi todos, deben ser aceptados aunque sólo sea por cortesía. Sin embargo, ésa no es mi opinión. No veo por qué razón tengo que someterme a un contacto que no me interesa y que sólo constituye una pérdida de tiempo. ¿Encuentra algo criticable en eso, terrícola?

—No tengo nada que opinar en relación a las costumbres auroranas, ni a favor ni en contra.

(Vasilia seguía aguardando, atenta a sus palabras. ¿Qué estaba esperando? ¿Sería lo que Baley deseaba decir, pero todavía no estaba seguro de atreverse a hacerlo?)

Esforzándose por dar un aire de ligereza a sus palabras, la mujer añadió:

—¿Tiene realmente algo que ofrecer, terrícola... o hemos terminado ya la conversación?

—Todavía no —dijo Baley, obligado ahora a hacer una nueva jugada—. Usted advirtió esta constancia tan poco aurorana en Gremionis, y se le ocurrió que podría aprovecharla.

—¿De verdad? ¡Qué locura! ¿Y qué uso podría hacer yo de ella?

—Dado que Gremionis se sentía atraído por usted con una evidente intensidad, no le resultaría muy difícil disponer las cosas de manera que el muchacho se sintiera atraído por otra mujer que se parecía mucho a usted. Le instó a hacerlo quizá con la promesa de aceptarle si la otra no lo hacía.

—¿Y quién es la pobre mujer que tanto se parece a mí?

—¿No lo sabe? Vamos, no sea ingenua, doctora Vasilia. Le estoy hablando de la mujer de Solaria, Gladia, quien, como ya le he dicho, se encuentra bajo la protección del doctor Fastolfe precisamente porque se parece mucho a usted. No ha mostrado sorpresa alguna cuando me he referido a ello al principio de nuestra charla. Ahora ya es demasiado tarde para simular ignorancia.

Vasilia le lanzó una mirada cortante.

—Y por el interés que Gremionis siente por ella, usted ha deducido que Gremionis se interesó antes por mí, ¿no es eso? ¿Y ha sido esa pobre pista lo que ha utilizado para llegar hasta aquí?

—No es sólo una pista. Existen otros factores que la sostienen. ¿Niega usted todo esto?

La mujer pasó la vista en actitud pensativa por el gran escritorio situado a su lado, y Baley se preguntó qué detalles ofrecerían las grandes hojas de papel que se encontraban sobre el mismo. Desde la distancia en que se hallaba, Baley pudo reconocer una complejidad de dibujos que estaba seguro de no poder entender en absoluto, por muy meticulosa y concienzudamente que los estudiara.

—Ya estoy harta —dijo Vasilia—. Acaba de decirme que Gremionis se interesaba primero por mí, y luego por alguien que se me parece. Y ahora pretende que lo niegue. ¿Por qué iba a molestarme en hacerlo? ¿Qué importancia tiene eso? Aunque fuera verdad, ¿cómo podría perjudicarme? Está usted diciendo que yo estaba harta de tantas atenciones que no deseaba, y que encontré un sistema ingenioso para librarme de ellas. ¿Qué más?

—No es tanto lo que hizo usted, sino el porqué —replicó Baley—. Usted sabía que Gremionis era del tipo de persona que puede hacerse muy insistente. Él se había ofrecido a usted varias veces, y lo seguiría haciendo una y otra vez con Gladia.

—Si ella le rechazaba.

—Gladia era de Solaria y, por ello, tenía problemas sexuales y rechazaba a todo el mundo. Me atrevería a decir que eso es algo que usted sabía, pues imagino que, pese al distanciamiento existente entre usted y su pa... y el doctor Fastolfe, sus sentimientos hacia él eran lo bastante fuertes como para tener en observación a su sustituta.

—Bueno, mucho mejor para ella. Si rechazaba a Gremionis, demostraba tener buen gusto.

—Usted estaba segura de que no existía ese «si...». Gladia le rechazaría, con toda certeza.

—Volvemos a lo mismo: ¿y qué?

—La repetición de su ofrecimiento significaría que Gremionis acudiría con frecuencia al establecimiento de Gladia, que la acosaría.

—Por última vez. ¿Y qué?

—Y en el establecimiento de Gladia había un objeto muy poco usual: uno de los dos robots humaniformes que existían, Jander Panell.

Vasilia titubeó. Después preguntó:

—¿Dónde pretende usted llegar?

—Supongo que se le ocurrió la idea de que, si conseguía de algún modo que el robot humaniforme resultara muerto en ciertas circunstancias que complicaran al doctor Fastolfe, podría utilizar eso como arma para sonsacar a éste el secreto del cerebro positrónico humaniforme. Gremionis, molesto por la persistente negativa de Gladia a aceptarle y dada su presencia constante en el establecimiento de ella, podía ser inducido a llevar a cabo una temible venganza asesinando al robot.

Vasilia parpadeó con rapidez.

—El pobre peluquero podría tener veinte motivos como éste y veinte oportunidades perfectas para hacer algo así, y seguiríamos igual. Gremionis no sabe ni cómo ordenar a un robot que estreche una mano. ¿Cómo podría soñar siquiera con imponer un bloqueo mental a un robot como Jander?

—Lo cual nos lleva por fin al meollo del asunto —añadió Baley en tono suave—. Algo que me parece que usted ya preveía. He notado cómo se contenía para no echarme de la casa, pues antes tenía que asegurarse de si yo realmente tenía esta idea en la cabeza. Lo que afirmo es que Gremionis hizo el trabajo, con la ayuda del Instituto de Robótica, por intermedio de usted.

10
OTRA VEZ VASILIA
40

Fue como si un programa de hiperondas se hubiera detenido en una foto fija holográfica.

Ninguno de los robots se movió, naturalmente, pero tampoco lo hicieron Baley o la doctora Vasilia Aliena. Transcurrieron unos largos segundos —anormalmente largos— hasta que Vasilia dejó escapar el aliento y lenta, muy lentamente, se puso en pie.

Su rostro se había vuelto tenso, con una sonrisa carente de humor y murmuró en voz baja:

—¿Está usted diciendo que he sido cómplice en la destrucción del robot humaniforme, terrícola?

—Sí, algo así se me ha ocurrido, doctora —respondió Baley.

—Le agradezco la idea. La entrevista ha terminado y puede usted irse —sentenció ella al tiempo que señalaba la puerta.

—Me temo que yo no deseo irme todavía —protestó Baley.

—No me importan sus deseos, terrícola.

—Pues deberían importarle porque, ¿cómo piensa obligarme a salir en contra de mis deseos?

—Tengo robots que, a petición mía, le pondrán en la calle con educación pero con firmeza, sin causarle ningún daño más que a su autoestima, si es que tiene.

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