Los rojos Redmayne (21 page)

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Authors: Eden Phillpotts

BOOK: Los rojos Redmayne
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Poggi se apresuró a encargar una comida digna de la ocasión; en tanto que su mujer, que era también ferviente admiradora de Albert Redmayne, preparaba los dormitorios. Virgilio estaba encantado de que se hubiera presentado la oportunidad de ser útil a su más caro amigo. Planearon sabrosos y abundantes platos y Joanna ayudó a la dueña de casa a prepararlos.

El anfitrión brindó por la felicidad temporal y eterna del grato huésped y Albert devolvió el cumplido. Después de comer se sentaron fuera, en el jardín de rosas de Virglio, a disfrutar del atardecer de junio. En la brisa vespertina flotaba la fragancia de las adelfas y los mirtos; las luciérnagas encendían su fosforescencia contra el fondo de los olivos pardos y de los cipreses oscuros, y los truenos estivales gruñían suavemente sobre las cimas montañosas de Campione y Croce.

Joanna se retiró temprano y con ella María Poggi. Virgilio y Albert conversaron hasta muy entrada la noche y fumaron varios cigarrillos antes de ir a dormir.

A la mañana siguiente, a las nueve, Albert Redmayne y Joanna regresaron en bote a su casa y se enteraron de que ningún intruso había perturbado la tranquilidad nocturna de «Villa Pianezzo». Tampoco se produjo ninguna novedad en el transcurso del día, y antes del anochecer volvieron a refugiarse en Bellagio. Durante tres días hicieron lo mismo. Al cuarto, llegó un telegrama de Turín anunciando que Doria regresaba inmediatamente a Como por la línea ferroviaria que pasaba por Milán. El mismo día de su llegada a Menaggio, su mujer recibió una carta de Marc Brendon. Se había puesto en contacto con Ganns y avisaba que ambos emprenderían viaje a Italia a los pocos días.

—Es imposible hospedar aquí a los dos —declaró Albert—; les reservaremos buenas habitaciones en el Hotel Victoria. El hotel está casi lleno; pero su dueño, mi excelente amigo Bullo, encontrará un rincón par ellos, al saber que son personas de mi relación.

11

Peter Ganns

La larga carta de Joanna Doria despertó en Marc Brendon diversas y encontradas emociones. La misiva lo esperaba en Scotland Yard, y cuando la sacó del casillero y reconoció la caligrafía su corazón latió con violencia. Rara vez el recuerdo del pasado ensombrecía el atareado presente de Marc; pero ahora, al parecer, Robert Redmayne se interponía nuevamente entre él y sus vacaciones anuales. Pensó que el tiempo había borrado la desilusión más grande de su vida y que podía evocar la imagen de Joanna sin sentir otra cosa que el resquemor de una vieja herida. La carta llegó una semana antes del día fijado por el detective para iniciar sus vacaciones. Había proyectado un viaje a Escocia, porque no deseaba todavía volver a Dartmoor; pero esta desgana no se debía al completo y desconcertante fracaso profesional que había tenido allí. Los recuerdos eran demasiado punzantes y dolorosos para que lo sedujera, por el momento, la idea de visitar de nuevo aquella región. Por consiguiente, había decidido conocer otros horizontes y recibir nuevas impresiones.

Titubeó antes de aceptar el inesperado desafío a su habilidad, contenido en la carta. Pero, al leer por segunda vez la petición de auxilio de Joanna, resolvió contestar afirmativamente; porque ella no buscaba protección sólo para sí, sino también para su tío. En uno de los párrafos le recordaba su buena voluntad, expresándole que agradecería su presencia y que se sentiría más segura y confiada en su compañía. Le sugería también que no era muy feliz; pero tal insinuación estaba tácitamente implícita en su larga carta y tal vez hubiera pasado inadvertida a una persona menos interesada en Joanna que Marc.

Lamentando tener que ponerse en comunicación con el amigo de Albert Redmayne y esperando que el célebre norteamericano le daría algunos días de ventaja, Brendon buscó su dirección y la halló sin dificultad. Peter Ganns había ido a New Scotland Yard a visitar a varios amigos y Marc se enteró de que se alojaba en el Gran Hotel, situado en Trafalgar Square. Después de pasar su tarjeta, un botones del hotel le rogó que lo siguiese hasta el salón de fumar.

Marc miró a su alrededor y, en el primer momento, no pudo localizar al famoso detective. Aquella mañana de junio el salón de fumar se hallaba casi vacío, y no vio más que a un joven soldado que escribía cartas, y a un señor de cabellos blancos, bastante corpulento que, sentado de espaldas a la luz, leía
The Times
. Tenía el rostro afeitado, y sus abultadas facciones recordaban vagamente los rasgos de un rinoceronte; en su nariz hipertrofiada se dibujaban finas venas purpúreas. Usaba gruesas gafas de carey, que parecían ojos de búho, y de su frente ancha y aplastada arrancaba una blanca y abundante cabellera peinada hacia atrás.

Brendon dirigió la mira a otro lugar del aposento, pero el botones se detuvo, giró sobre sus talones y se marchó, mientras el hombre corpulento se levantaba, poniendo de manifiesto su fuerte contextura, la anchura de sus hombros y la robustez de sus piernas.

—Encantado de conocerlo, Mr. Brendon —dijo con voz cordial; luego le estrechó la mano, se quitó las gafas y volvió a sentarse—. Es un gusto que tenía la intención de proporcionarme antes de dejar la ciudad —siguió diciendo—. He oído hablar de usted y más de una vez, durante la guerra, lo he admirado. Quizá usted también haya oído hablar de mí.

—Todos los de nuestra profesión sabemos quién es usted, Mr. Ganns. Pero no he venido solamente a manifestarle mi admiración. Me enorgullece que le agrade conocerme, y esta entrevista es un privilegio para mí; pero vengo, además, por algo urgente; hoy he recibido, de Italia, una carta que se refiere especialmente a usted.

—¿De veras? Pienso ir a Italia en el otoño.

—Vengo a preguntarle si lo que dice la carta influirá sobre sus proyectos y lo decidiría a anticipar ese viaje.

El otro lo miró con asombro, extrajo del bolsillo del chaleco una cajita de oro, la abrió, le dio varios golpecitos y tomó un poco de rapé. Esta costumbre explicaba la leve deformidad de su nariz. Era el tabaco, no el alcohol, la causa del exagerado brillo y de la hipertrofia de aquel órgano.

—Detesto cambiar de itinerario —contestó Ganns—. Soy el hombre más ordenado de la tierra. En lo que me concierne, únicamente una persona en toda Italia podría estropear, de golpe, mis proyectos; y si no hay novedad, veré a esa persona en septiembre.

Brendon sacó la carta de Joanna.

—La que escribe es sobrina de la persona a quien usted se refiere —dijo, y entregó la misiva a Peter Ganns.

Éste volvió a ponerse las gafas y leyó lentamente. A decir verdad, Marc nunca había visto leer una carta con mayor lentitud. Parecía escrita en un idioma esotérico que a Ganns le costara mucho descifrar. Cuando terminó la lectura, devolvió la carta a Marc y le manifestó su deseo de reflexionar en silencio. Marc encendió un cigarrillo, se sentó y se puso a observar, de soslayo, al otro.

Por fin, Peter Ganns habló.

—¿Y usted? ¿Puede ir?

—Sí; he obtenido permiso del jefe para proseguir con este asunto. Es mi turno de vacaciones y, en lugar de ir a Escocia como pensaba, iré a Italia. Me ocupé de este caso desde el principio, ¿lo sabía usted?

—Sí, lo sabía... Mi viejo amigo Albert Redmayne me refirió lo ocurrido. Me envió el informe más lúcido que he leído en mi vida.

—¿Irá a Italia, Mr. Ganns?

—Tengo que hacerlo, muchacho. Albert me necesita.

—¿Podrá salir de viaje dentro de una semana?

—¡Una semana! Esta misma noche.

—¡Esta noche! ¿Cree usted que Mr. Redmayne corre peligro?

—¿No lo cree usted?

—Está sobre aviso y sabemos que toma grandes precauciones.

—Brendon —dijo Ganns—, vaya y averigüe a qué hora sale el barco nocturno de Dover, o de Folkestone. Creo que podremos llegar a París mañana temprano, tomar el rápido de Milán y estar en los lagos al día siguiente. Lo haremos, ya verá usted. Telegrafíe después a esta señora, diciéndole que emprenderemos viaje «dentro de una semana». ¿Comprende?

—¿Quiere llegar de improviso, sin que nadie lo sepa?

—Exactamente.

—¿Supone, entonces, que Albert Redmayne está en grave peligro?

—No lo supongo. Sé que lo está. Pero como sólo ahora empieza a cernirse sobre su cabeza, y Albert tiene los ojos bien abiertos, espero que todo marche bien durante algún tiempo. Entretanto, nosotros llegaremos.

Aspiró otra toma de rapé y recogió
The Times
.

—¿Quiere almorzar conmigo aquí, en el
grill room
, a las dos?

—Con mucho gusto.

—Bien. Y telegrafíe ahora mismo que esperamos emprender el viaje dentro de una semana.

Volvieron a encontrarse a la hora indicada, y frente a un suculento bistec con guisantes Brendon comunicó a Ganns que el tren hacia la costa salía de la estación Victoria a las once de la noche y que el rápido partía de París a la mañana siguiente a las seis y media.

—Y estaremos en Baveno mañana al mediodía, aproximadamente —continuó diciendo—. De allí podríamos seguir a Milán, retroceder a Como y cruzar por barco hasta Menaggio, donde vive Mr. Redmayne; o bien, bajar del tren en Baveno, embarcarnos en el Lago Maggiore, cruzar a Lugano y dirigirnos a Como. Siguiendo este último itinerario llegaríamos directamente a Menaggio. Es el camino más corto.

—Tomaremos, entonces, este camino y, de paso, veré los lagos.

Mientras almorzaba frugalmente Peter Ganns habló poco. Encargó un lenguado frito y bebió dos vasos de vino blanco. Luego pidió un plato de guisantes y comparó sus virtudes con las del maíz tierno. El espectáculo del apetito voraz de Brendon lo hacía feliz y lamentó no poder, como él, comer carne y beber medio litro de Bourbon.

—Dichoso de usted —le dijo—. Cuando era joven hacía lo mismo. Me encantaba comer. En nuestra profesión no hay que temerle a ningún trabajo duro mientras se está en condiciones de ingerir un bistec y beber cerveza. Pero hoy en día no realizo trabajos duros..., estoy demasiado viejo y demasiado gordo.

—No diga eso. Usted ha cumplido plenamente su misión. Nadie, en su país, ha estado más cerca de los grandes bandidos, ni afrontado más veces que usted los disparos de sus pistolas.

—Es verdad.

Peter Ganns levantó la mano izquierda: le faltaban los dedos anular y meñique.

—He aquí un recuerdo del último tiro que disparó en su vida Billy Benyon. Un gran tipo, ese Billy. Nunca habrá otro que lo iguale.

—¿El asesino de Boston? ¡Era un genio!

—Dice usted bien. Un cerebro extraordinario. Cuando lo envió a la silla eléctrica fue como si un bosquimano matara a un elefante.

—A veces los pobres diablos le inspiran lástima, ¿verdad?

—Sí; de cuando en cuando me gusta que al torero lo coja el toro y que el salvaje se coma al misionero.

Terminado el almuerzo fueron al salón de fumar y, ante su gran sorpresa, Brendon se vio sometido a una lección asombrosa que despertó en él emociones semejantes a las de un colegial que se entrevista con el director de escuela.

Peter Ganns pidió café para los dos, tomó rapé y rogó a Marc que lo escuchase sin interrumpirlo.

—Como usted y yo vamos a ocuparnos de este caso, quiero poner bien en claro algunos puntos que, a mi juicio, no ha afrontado usted con precisión —expresó—. Tal vez no dilucidemos por completo este misterio; pero, si lo ponemos en claro, el crédito será para usted, no para mí. Dentro de un instante hablaremos del asunto Redmayne. Primeramente, si no le aburre demasiado, desearía analizar a Marc Brendon.

El otro rió.

—No es persona que llame la atención, sobre todo tratándose de este caso.

—Así es— reconoció Peter afablemente—. Su actuación no fue muy destacada y el primer sorprendido fue el mismo Marc Brendon. También se sorprendieron algunos de sus superiores. Por consiguiente, examinaremos la situación desde este ángulo, antes de analizar el problema propiamente dicho.

Revolvió el café, le echó una cucharadita de coñac, bebió un sorbo, se reclinó en el sillón, adoptando una postura cómoda y, sin pestañear, fijó en Marc una mirada directa. Sus ojos eran celestes, hundidos y pequeños, pero no habían perdido su brillo.

—Pertenece usted a Scotland Yard —prosiguió Ganns—, y Scotland Yard constituye la organización policiaca más perfecta que existe en el mundo. El Central Bureau de Nueva York la sigue de muy cerca, y sería injusto no reconocer la habilidad del Servicio Secreto francés y la del italiano; pero es indiscutible que Scotland Yard marcha a la cabeza y usted se ha ganado, y con justicia, el lugar que allí ocupa. Es un puesto importante, y con toda seguridad no lo obtuvo sin trabajo y sin suerte, Brendon. Pero..., ¡este asunto Redmayne! Estuvo usted presente en el lugar del hecho, se encargó de la investigación antes de que se borraran las huellas, tenía la ayuda deseable; sin embargo, un novicio no hubiese fracasado de manera más desgraciada. En otras palabras: su modo de proceder en aquella ocasión no coincide con su fama. Desde el principio, su desempeño no obtuvo el menor éxito. ¿Por qué? Porque, sin duda alguna, tenía usted una teoría y se extravió tratando de seguirla.

—No lo crea. No tenía ninguna teoría.

—¿Ninguna? Entonces el fracaso se debe a otra causa. Su modo de malograr el asunto me interesa mucho. Conozco a fondo lo sucedido y no estoy hablando a tontas y a locas. Por tanto, veamos por qué y cómo anduvo usted tan descaminado.

»Ahora bien, Brendon, tomemos un espectáculo cinematográfico y considerémoslo. Quizá le haga ver las cosas con mayor claridad. Una película cinematográfica nos presenta dos realizaciones completamente distintas. A decir verdad, presenta diez; pero sólo analizaremos dos. Nos muestra una sábana blanca en la cual se proyecta una luz; la luz atraviesa una serie de manchas y sombras, y las manchas se amplifican mediante lentes antes de llegar a la pantalla. Como usted ve, se trata de un mecanismo complicado; pero el espectador no recuerda estas cosas porque el efecto que producen despierta el interés de un sector completamente distinto de su mente. Olvida la sábana, la linterna, la película y el resto, ante la ilusión creada por dichos elementos.

»Aceptamos el convencionalismo del cinematógrafo, las luces y la oscuridad, los tonos y medios tonos, porque esas manchas y sombras animadas adoptan la forma de objetos conocidos, y nos narran cuentos coherentes, presentándonos la vida en acción. Pero mientras miramos la película sabemos, subconscientemente, que aquellas imágenes no son más que imitación de la realidad, como lo son un cuadro, una novela o una pieza teatral. Ciertas ingeniosas aplicaciones de la ciencia y el arte, combinados, crean una apariencia de verdad y nos refieren un cuento. Pues bien, en el caso Redmayne, ciertas ingeniosas operaciones se han combinado para contarle a usted un cuento; y usted se interesó tanto en el relato que en ningún momento se fijó en el mecanismo. Pero el mecanismo era lo primero que usted hubiera debido considerar; en cambio, los prestidigitadores, distrayendo su atención, pusieron en práctica cuanto se habían propuesto. Echemos un vistazo al mecanismo, muchacho, y veamos cómo los archibandidos que tramaron la cosa lo engañaron.»

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