Los señores de la instrumentalidad (49 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Ésa era la nueva arma, el amor y la buena muerte.

Rastra, en su orgullo, se lo había perdido.

Más tarde, los investigadores hallaron el cuerpo de Rastra en el pasillo. Fue posible reconstruir quién había sido y qué le había pasado. El ordenador donde la imagen incorpórea de la dama Pane Ashash había sobrevivido, fue encontrado y desmantelado unos días después del juicio. En el momento nadie pensó en recoger las opiniones y últimas palabras de la dama muerta. Por esto, muchos historiadores han rechinado los dientes por ello.

Los detalles están claros. Los archivos conservan incluso el largo interrogatorio y las respuestas de Elena cuando la procesaron y le concedieron la libertad después del juicio. Pero no sabemos de dónde surgió la idea de la hoguera.

En alguna parte, más allá del alcance de la cámara grabadora, la palabra debió de circular entre los cuatro señores de la Instrumentalidad que dirigían aquel juicio. Hay constancia de la protesta del jefe de los pájaros (robot), o jefe de policía de Kalma, un subjefe llamado Fisi.

Las grabaciones muestran su aparición. Entra por la derecha, se inclina respetuosamente ante los cuatro señores y levanta la mano derecha con la tradicional seña «ruego interrumpir», un extraño movimiento de la mano alzada que a los actores les resultó muy difícil de imitar cuando intentaron incluir toda la historia de Juana y Elena en un solo drama. (El policía ignoraba, tanto como los demás, que las edades futuras estudiarían su casual aparición. Todo el episodio se caracterizó por la rapidez y la improvisación, a la luz de lo que sabemos ahora.) El señor Limaono dice:

—Interrupción denegada. Estamos tomando una decisión.

El jefe de los pájaros habló a pesar de todo.

—Mis palabras conciernen a vuestra decisión, señores y damas.

—Dilas pues —ordenó la dama Goroke—, pero sé breve.

—Apagad las cámaras. Destruid a ese animal. Lavad el cerebro de los espectadores. Someteos a la amnesia para olvidar esta hora. Toda esta escena puede resultar peligrosa. No soy más que un supervisor de ornitópteros que mantiene el orden, pero yo...

—Ya hemos oído bastante —exclamó el señor Femtiosex—. Tú maneja tus pájaros, que nosotros nos encargaremos de los mundos. ¿Cómo te atreves a pensar «como un jefe»? Tenemos responsabilidades que ni siquiera imaginas. Lárgate.

Fisi, en las imágenes, retrocede con rostro huraño. En esta secuencia se puede observar que algunos espectadores se marchan. Era hora de almorzar y tenían hambre; ni sospechaban que se perderían la mayor atrocidad de la historia, sobre la cual se compondrían más de mil grandes óperas.

Femtiosex apresuró el desenlace.

—Más conocimiento, y no menos, es la respuesta a este problema. He oído acerca de un sistema que no es tan malo como el planeta Shayol, pero que también puede servir de escarmiento en un mundo civilizado. Tú —le dijo a Fisi, el jefe de pájaros—, trae petróleo y un rociador. Al instante.

Juana lo miró con compasión y añoranza, pero calló. Sospechaba lo que iba a hacer. Como muchacha, como perra, lo odiaba; como revolucionaria, lo consideraba la consumación de su destino.

El señor Femtiosex levantó la mano derecha. Dobló el anular y el meñique, poniendo el pulgar sobre ambos. Los otros dos dedos quedaron extendidos. En aquella época, esta señal de un señor a otro significaba: «canales privados, telepáticos, de inmediato». Desde entonces ha sido adoptada por el subpueblo como signo de unidad política.

Los cuatro señores entraron en trance y deliberaron.

Juana se puso a cantar en un gemido suave, terco y perruno emitiendo el discordante sonsonete monótono que el pueblo había entonado antes de la decisión de abandonar Pasillo Marrón y Amarillo. Sus palabras no eran nada especial repeticiones del «pueblo, querido pueblo, te amo» que había comunicado desde su ascenso a la superficie de Kalma. Pero su modo de cantar ha frustrado a los imitadores durante siglos. Hay miles de letras y melodías que se titulan
El cantar de Juana
, pero ninguna se acerca al
pathos
desgarrador de cintas originales. Él tono, al igual que su personalidad, era, único.

El efecto fue devastador. Aun las personas verdaderas intentaron escuchar, desviando la mirada desde los inmóviles señores de la Instrumentalidad hacia la muchacha de ojos castaños. Algunos no pudieron soportarlo. Con un comportamiento muy humano, olvidaron por qué estaban allí y fueron distraídamente a comer.

De pronto Juana interrumpió su canción.

Con voz vibrante exclamó:

—El fin está cerca, querido pueblo. El fin está cerca.

Todos los ojos se volvieron hacia los dos señores y las dos damas de la Instrumentalidad. La dama Arabella Underwood se había puesto de mal talante después de la conferencia telepática. La dama Goroke estaba demacrada, muda de pesar. Los dos señores tenían un aspecto severo y resuelto.

El señor Femtiosex sentenció:

—Te hemos juzgado, animal, Tu ofensa es grande. Has vivido ilegalmente. La pena por eso es la muerte. Has interferido a robots por un sistema que no entendemos. Por este nuevo delito, la pena debería ser más que la muerte; y hemos recomendado un castigo que se aplicó en un planeta de la Estrella Violeta. También has pronunciado muchas palabras ilegales e indecorosas, denigrantes para la felicidad y la seguridad de la humanidad. Por eso la pena es la reeducación, pero como ya tienes dos sentencias de muerte, eso no importa. ¿Tienes algo que añadir antes de la sentencia?

—Si hoy enciendes una hoguera, señor, nunca la apagarás en el corazón de los hombres. A mí puedes destruirme. Puedes rechazar mi amor. Pero no podréis destruir la bondad que hay en vosotros, por mucho que esta bondad te enfurezca...

—Cállate! —rugió el señor Femtiosex—. Te he pedido un alegato, no un sermón. Morirás por el fuego, aquí y ahora. ¿Qué dices a eso?

—Te amo, querido pueblo.

Femtiosex hizo una seña a los hombres del jefe de pájaros, quien había traído un barril y un rociador hasta la calle.

—Atadla a ese poste —ordenó—. Rociadla. Encendedla. ¿Están enfocadas las cámaras? Queremos que esto se grabe y se difunda. Si el subpueblo organiza otro intento, verá que la humanidad controla los mundos. —Contempló a Juana y los ojos se le enturbiaron. Con voz desacostumbrada añadió—: No soy un mal hombre, niña-perro, pero tú eres un animal malo y tenemos que ejecutarte para dar ejemplo. ¿Lo comprendes?

—Femtiosex —exclamó ella, sin usar el título de señor—, lo lamento mucho por ti. También te amo.

Estas palabras exasperaron de nuevo al señor Femtiosex. Bajó la mano en un ademán tajante.

Fisi repitió el gesto y los hombres que llevaban el barril y el rociador lanzaron un siseante chorro de aceite sobre Juana. Dos guardias ya la habían sujetado al poste de un farol, usando una improvisada cadena hecha con esposas para asegurarse de que Juana se mantuviera erguida y todos pudieran verla.

—Fuego —ordenó Femtiosex.

Elena sintió que el cuerpo del Cazador, que estaba junto a ella, se ponía rígido y muy tenso. Se sintió como cuando la habían descongelado al sacarla de la cápsula adiabática en donde había viajado desde la Tierra: náusea en el estómago confusión en la mente, emociones contradictorias.

—He tratado de llegar a la mente de Juana para que muriera tranquila —le susurró el Cazador—. Alguien ha intervenido primero... No sé quién.

Elena miró hacia el poste.

Acercaron el fuego. La llama tocó el petróleo y Juana ardió como un tea humana.

10

La hoguera de P'Juana en Fomalhaut duró poco tiempo pero los siglos no la olvidarán.

Femtiosex había dado el paso más cruel.

Mediante una invasión telepática le había anulado la mente humana, para que solamente quedara el primitivo sustratos canino.

Juana no permaneció erguida como una reina en el mal tirio.

Luchó contra las llamas que la lamían, trepando por su cuerpo. Aulló y gimió como un perro herido, como un animal cuyo cerebro —por bueno que sea— no puede comprender la insensatez de la crueldad humana.

El resultado fue totalmente opuesto a lo que había planeado el señor Femtiosex.

La muchedumbre avanzó, no por curiosidad, sino por compasión. Todos habían eludido las zonas de la calle donde yacían los cadáveres de las subpersonas ejecutadas, algunas en un charco que había formado su propia sangre, algunas despedazadas a manos de los robots, otras reducidas a pilas de cristal escarchado. Caminaron sobre los muertos para contemplar a la moribunda, pero no miraban con el obtuso tedio de quienes asisten a un espectáculo; era el movimiento de seres vivos, instintivos y profundos, hacia otro ser vivo que sufre peligro y dolor.

Incluso el guardia que aferraba con fuerza a Elena y el Cazador se adelantó irreflexivamente unos pasos. Elena estaba en la primera fila de espectadores, y el olor acre y desconocido del petróleo ardiente le hacía temblar la nariz mientras los aullidos de la niña-perro agonizante le desgarraban los tímpanos. Juana se contorsionaba en la hoguera tratando de eludir las llamas que la rodeaban como un traje ceñido. Un hedor nauseabundo y extraño flotó sobre la multitud. Pocos habían olido antes la pestilencia de la carne quemada.

Juana jadeó.

En los momentos de silencio que siguieron a la escena, Elena percibió algo que nunca había esperado oír: el llanto de seres humanos adultos. Hombres y mujeres sollozaban sin saber por qué.

Femtiosex se erguía ante la multitud obsesionado por el fracaso de su escarmiento. No sabía que el Cazador, que había causado mil muertes estaba cometiendo la infracción de sondear la mente de un señor de la Instrumentalidad.

El Cazador susurró a Elena:

—Dentro de un instante lo intentaré. Ella merece algo mejor que esto...

Elena no preguntó qué. Ella también estaba llorando.

La muchedumbre oyó los gritos de un soldado. Tardaron varios segundos en apartar la mirada de la ardiente y agonizante Juana.

El soldado era uno más entre los presentes. Tal vez era el que minutos antes había sido incapaz de maniatar a Juana cuando los señores dictaminaron que la tomara en custodia.

Ahora gritaba frenéticamente, fuera de sí, sacudiendo el puño ante el señor Femtiosex.

—Eres un embustero, un cobarde, un necio, y te desafío...

El señor Femtiosex se volvió hacia el hombre y escuchó sus gritos. Abandonó su profunda concentración y dijo con relativa calma, considerando las circunstancias:

—¿Qué quieres decir?

—Éste es un espectáculo descabellado. Allí no hay muchacha. No hay fuego. Nada. Nos estás haciendo víctimas de una alucinación por alguna razón inconfesable, y te desafío por ello, animal, necio, cobarde.

En tiempos normales incluso un señor tenía que aceptar un desafío o zanjar la cuestión con palabras claras.

Pero aquélla no era una circunstancia normal.

—Todo esto es real —declaró el señor Femtiosex—. No engaño a nadie.

—¡Si es real, Juana, estoy contigo! —gritó el soldado ante el chorro de petróleo sin que los demás soldados pudieran impedirlo, y brincó al fuego junto a Juana. El cabello de Juana había ardido, pero sus rasgos aún eran visibles. Había dejado de gimotear como un perro, el soldado había empezado a arder junto a ella. Femtiosex había sufrido una interrupción. Juana ofreció al soldado la más suave y femenina de las sonrisas. Luego frunció el ceño, como si se acordara de algo, a pesar del dolor y el terror que la rodeaban.

—¡Ahora! —susurró el Cazador. Y empezó a cazar al señor Femtiosex con tanta saña como había perseguido a las extrañas mentes nativas de Fomalhaut III.

La muchedumbre no supo qué había ocurrido con el señor Femtiosex. ¿Se había acobardado? ¿Había enloquecido? (En realidad, el Cazador, usando hasta el último reducto de su poder mental, había llevado a Femtiosex al cielo; él y Femtiosex se habían convertido en machos de una especie de pájaro, y gorjeaban desenfrenadamente por una hermosa hembra qua se ocultaba mucho más abajo)

Juana quedó libre mentalmente, y supo que estaba libre.

Envió su mensaje. Ese mensaje interrumpió los pensamientos del Cazador y de Femtiosex; inundó a Elena; incluso Fisi el jefe de los pájaros, respiró con tranquilidad. El mensaje fue tan potente que al poco tiempo llegaron a Kalma transmisores de otras ciudades preguntando qué había ocurrido. Ella pensó un mensaje simple, sin palabras. Pero podría traducirse en algo parecido a esto:

«Amados míos, me matáis. Es mi destino. Traigo amor, y el amor debe morir para seguir viviendo. El amor no pide nada, no hace nada. El amor no piensa nada. El amor consiste en conocerse uno mismo y conocer a todas las demás personas y cosas. Conoced y regocijaos. Muero ahora por todos vosotros, queridos míos...»

Abrió los ojos por última vez, abrió la boca, sorbió la abrasadora llama y se desvaneció. El soldado, que había conservado la compostura mientras le ardían las ropas y el cuerpo, salió corriendo del fuego, envuelto en llamas, hacia su escuadrón.

Un disparo lo detuvo y cayó de bruces.

El llanto de las personas se oía por todas las calles. Subpersonas dóciles y legales se detenían desvergonzadamente entre ellas y también lloraban.

El señor Femtiosex se volvió fatigosamente hacia sus colegas.

El rostro de la dama Goroke era una rígida y congelada caricatura de la pena.

Se volvió hacia la dama Arabella Underwood.

—Creo que he cometido un error, querida. Hazte cargo de la situación, por favor.

La dama Arabella se levantó.

—Apaga el fuego —ordenó a Fisi.

Contempló la multitud. Sus duros y sinceros rasgos norstrilianos eran inescrutables. Elena, observándola, sintió un escalofrío al pensar en todo un planeta lleno de personas tan tercas, obstinadas y sagaces.

—Ha terminado —dijo la dama Arabella—. Gente, marchaos de aquí. Robots, limpiad. Subpueblo, a vuestra tarea.

Miró a Elena y al Cazador.

—Sé quiénes sois y sospecho lo que habéis hecho. Soldados, lleváoslos.

El cuerpo de Juana estaba renegrido por el fuego. La cara ya no parecía humana; la última llamarada le había alcanzado la nariz y los ojos. Sus pechos de doncella revelaban con conmovedora impudicia que había sido una mujer joven. Ahora era sólo un cadáver.

Los soldados la habrían tirado en una caja si hubiera sido una subpersona. En cambio, le rindieron los honores de guerra que habrían tributado a uno de sus propios compañeros o a un civil importante en tiempos de desastre. Montaron una parihuela, acomodaron allí el pequeño cuerpo carbonizado y lo cubrieron con su bandera. Nadie les había ordenado que lo hicieran.

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