Los señores de la instrumentalidad (53 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—Si hubieras dicho eso en la superficie —rezongó el señor Sto Odín—, tu llama de magnesio automática te habría volado la cabeza. Sabes que allá te controlan para que no albergues pensamientos ilegales.

—Claro que lo sé —dijo Livio—, y también sé que alguna vez debí de morir como hombre, ya que existo con forma de robot. La muerte no me pareció dolorosa entonces y quizá no lo sea tampoco la próxima vez. Pero la verdad es que nada tiene mucha importancia cuando estamos a tal profundidad bajo la superficie. Cuando se llega tan lejos, todo cambia. En realidad nunca comprendí por qué el interior de la Tierra era tan vasto y nauseabundo.

—No importa lo lejos que estemos —replicó el señor Sto Odín en tono huraño—, sino dónde estamos. Éste es el Gebiet, donde todas las leyes pierden vigencia, y allá abajo, más adelante, está el Bezirk, donde nunca ha habido leyes. Llevadme deprisa. Quiero mirar al extraño músico con rostro de Akhenatón y quiero hablar con la muchacha que lo adora, Santuna. Corred con cuidado. Un poco hacia arriba, un poco a la izquierda. No os preocupéis si me duermo. Seguid andando. Despertaré cuando nos acerquemos a la música del congohelio. ¡Si la oigo ahora, a tal distancia, pensad cómo será cuando nos acerquemos!

Se tendió en el asiento. Los robots alzaron las varas de la litera y corrieron hacia donde les habían indicado.

6

Habían corrido más de una hora, con demoras ocasionales cuando les costaba desplazarse con firmeza en cañerías goteantes o pasajes derruidos, cuando la luz se volvió tan brillante que tuvieron que hurgar en los talegos y ponerse gafas de sol, las cuales tenían una apariencia muy extraña bajo los yelmos romanos de dos legionarios con armadura completa. (Más raro aún, por cierto, era que los ojos no fueran ojos; los ojos de los robots eran como canicas blancas nadando en peceras de tinta reluciente, y la mirada era opaca y lechosa.) Miraron a su amo y vieron que aún no había despertado, así que asieron un extremo de la túnica del anciano y lo torcieron hasta formar una venda para protegerle los ojos de la resplandeciente luz.

La nueva luz hizo que las lámparas amarillas del pasillo parecieran opacas. La luz era como una aurora boreal comprimida y proyectada por el corredor del sótano de un hotel abandonado. Ninguno de los dos robots conocía la naturaleza de la luz, pero palpitaba en ritmos de cinco tiempos.

La música y las luces entorpecían a los robots mientras caminaban o trotaban rumbo al centro del mundo. El sistema de ventilación debía de ser muy potente, pues el calor interior de la Tierra todavía no les afectaba, a pesar de la gran profundidad.

Flavio ignoraba cuántos kilómetros habían recorrido bajo la superficie. Sabía que no era mucho en distancia planetaria, pero que sin duda era mucho para un paseo común.

El señor Sto Odín se incorporó de pronto en la litera. Cuando los dos robots redujeron la marcha, rezongó.

—Adelante, adelante. Elevaré mi energía vital. Tengo suficientes fuerzas para resistirlo.

Extrajo el maniquí meee y lo estudió a la luz de la pequeña aurora boreal que palpitaba en el pasillo. El maniquí sufrió los cambios de diagnóstico y de colores. El señor Sto Odín quedó satisfecho. Con dedos expertos y firmes se llevó el cuchillo a la nuca y subió el flujo de energía vitales a un nivel todavía más alto.

Los robots obedecieron las órdenes.

Las luces habían sido deslumbrantes. A veces dificultaban la marcha. Costaba creer que docenas, quizá cientos o miles de seres humanos hubieran podido orientarse en esos pasillos desconocidos para descubrir las entrañas del Bezirk, donde todo estaba permitido. Pero los robots tenían que creerlo. Ellos mismos habían estado antes allí y apenas recordaban cómo se habían orientado la anterior ocasión.

¡Y la música! Vibraba con más fuerza que antes. Les llegaba en pulsaciones de cinco notas, desgranando las tonalidades del pentapablo, el verso de cinco palabras que el gato-trovador G'pablo había elaborado siglos antes mientras tañía su g'laúd. La forma misma confirmaba y reforzaba la agudeza de los gatos combinada con la conmovedora inteligencia del ser humano. No resultaba extraño que la gente hubiera podido encontrar el camino.

En toda la historia del hombre, no había acto que no pudiera cometerse mediante una de las tres fuerzas más enconadas del espíritu humano: la fe religiosa, la vanagloria vengativa o la pura perversidad. Aquí, por amor a la perversidad, los hombres habían hallado el abismo ignoto y lo habían sometido a usos salvajes y obscenos. La música los llamaba.

Ésta era una música muy especial. Ahora llegaba hasta Sto Odín y sus legionarios de dos modos muy distintos, golpeándolos a través de la roca sólida y a través del laberinto de pasillos, transmitida por el aire denso y oscuro. Las luces del pasillo aún eran amarillas, pero los destellos electromagnéticos que seguían el ritmo de la música parecían anular la luz corriente. La música controlaba todas las cosas, determinaba el tiempo, llamaba a todos los seres vivos. Era una canción de un tipo que los dos robots no habían captado con tanta intensidad en su anterior visita.

Ni siquiera el señor Sto Odín, pese a todos sus viajes y experiencias, la había oído antes.

Era todo esto:

El fragor, el calor y el sopor de las notas que brotaban del congohelio, un metal jamás fabricado para la música, materia y antimateria encerrados en una delicada malla magnética para ahuyentar los peligros más remotos del espacio. Ahora un fragmento sonaba en las honduras del cuerpo de la Vieja Tierra, emitiendo cadencias extrañas. El meneo, pataleo y ardiente contoneo de la música cabalgando en la roca viva, acompañándose a sí misma con ecos que se transmitían por el aire. La flecha deshecha de una erótica endecha gimiendo y gruñendo contra la piedra maciza.

Sto Odín despertó y dirigió una fiera mirada hacia delante, sin ver nada pero experimentándolo todo.

—Pronto aparecerán la puerta y la muchacha —anunció.

—¿Conoces esto, hombre? ¿Tú, que nunca has estado aquí? —se extrañó Livio.

—Lo conozco —afirmó el señor Sto Odín—, porque lo conozco.

—Llevas las plumas de la inmunidad.

—Llevo las plumas de la inmunidad.

—¿Eso significa que nosotros, tus robots, también somos libres en el Bezirk?

—Tan libres como queráis —dijo el señor Sto Odín—, siempre que cumpláis con mis deseos. De lo contrario, os mataré.

—Si seguimos andando —preguntó Flavio—, ¿podemos cantar la canción del subpueblo? Quizás haga que nos olvidemos de esta música terrible. La música tiene todos los sentimientos y nosotros no tenemos ninguno. Aun así nos perturba. No sé por qué.

—Mi contacto por radio con la superficie se ha interrumpido —señaló Livio—. Yo también necesito cantar.

—Adelante, cantad —admitió el señor Sto Odín—. Pero seguid andando o moriréis.

Los robots cantaron al unísono:

Como mi furor.

Trago mi dolor.

No tienen alivio

la edad ni el martirio.

Llega nuestra hora.

Trabajo y no siento,

respiro mi aliento.

La muerte he de ver

sin una mujer.

Llega nuestra hora.

Los subhombres sudamos,

molemos, paleamos.

Pronto habrá clamores,

truenos y fragores.

Llega nuestra hora.

Aunque la canción tenía el bárbaro y antiguo ronquido de las gaitas, la melodía no podía conjurar ni anular el ritmo salvaje y coherente del congohelio, que ahora los asediaba desde todas partes.

—Bonito ejemplo de subversión, esta pieza —comentó con sequedad el señor Sto Odín—, pero prefiero vuestra música al ruido que avanza a zarpazos por las honduras del mundo. Adelante, adelante. Debo conocer este misterio antes de morir.

—Nos resulta difícil soportar la música que nos llega a través de la roca —dijo Livio.

—Parece mucho más intensa que cuando vinimos aquí hace ya unos meses. ¿Es posible que haya cambiado? —preguntó Flavio.

—Éste es precisamente el misterio. Les dejamos tener el Gebiet, más allá de nuestra jurisdicción. Les dimos el Bezirk, para que actuaran a su antojo. Pero esta gente ordinaria ha creado o descubierto un poder extraordinario. Ha traído cosas nuevas a la Tierra. Quizá sea preciso que muramos los tres para resolver este problema.

—Nosotros no podemos morir como tú —objetó Livio—.

Somos robots, y las personas cuya personalidad llevamos ya han muerto hace tiempo. ¿Quieres decir que nos apagarías?

—Quizá yo, o alguna otra fuerza. ¿Os importaría?

—¿Importarnos? ¿Quieres decir si nos afectaría emocionalmente? No lo sé —dudó Flavio—. Creía tener una experiencia real y plena cuando pronunciaste la frase
summa nulla est y
nos diste nuestra plena capacidad, pero esa música que oímos surte el efecto de mil consignas pronunciadas al mismo tiempo. Empiezo a preocuparme por mi vida, y creo estar experimentando lo que tu referencia explicaba con la palabra «miedo».

—Yo también lo siento —intervino Livio—. Antes no sabíamos que este poder existía en la Tierra. Cuando yo era estratega, alguien me habló de los indescriptibles peligros relacionados con los planetas Douglas-Ouyang, y ahora me parece que un peligro de esta especie se cierne sobre nosotros en este túnel. Algo que la Tierra jamás engendró. Algo que el hombre jamás creó. Algo que ningún robot podría dominar con sus cálculos. Algo salvaje y muy fuerte que surgió del uso del congohelio. Mira.

No era preciso que lo dijera. El pasillo mismo se había convertido en un arco iris viviente y pulsátil.

Doblaron en un recodo del corredor y llegaron...

A la última frontera del reino de la desolación.

A la fuente de la música diabólica.

Al límite del Bezirk.

Lo supieron porque la música los cegó, la luz los ensordeció, sus sentidos tropezaron y se aturdieron. Estaban en presencia del congohelio.

Había una puerta inmensa, tallada con intrincados ornamentos góticos. Una puerta demasiado grande para la necesidad de cualquier ser humano. En la puerta se dibujaba una silueta solitaria, los senos transfigurados en resplandores y oscuridades vividas por la brillante luz que manaba de un solo lado de la puerta, el derecho.

A través de la puerta se veía un salón inmenso cuyo suelo estaba cubierto por cientos de guiñapos andrajosos. Eran las personas, inconscientes. Entre ellas bailaba la alta figura de un hombre que blandía un objeto centelleante. El hombre se arqueaba, brincaba, ondulaba y giraba al son vibrátil de la música que él mismo producía.

—Summa nulla est
—dijo el señor Sto Odín—. Quiero que los dos os sintonicéis al máximo. ¿Estáis, pues, absolutamente alerta?

—Lo estamos, señor —corearon Livio y Flavio.

—¿Tenéis vuestras armas?

—Nosotros no podemos usarlas —objetó Livio—, pues va contra nuestra programación, pero tú sí puedes, señor.

—No estoy seguro —murmuró Flavio—. No estoy nada seguro. Estamos equipados con armas de superficie. Esta música, este hipnotismo, estas luces... quién sabe cómo nos han afectado a nosotros y nuestras armas, que no están diseñadas para funcionar a tanta profundidad.

—No temáis —dijo Sto Odín—. Yo me encargaré de todo.

Desenfundó un pequeño cuchillo.

Cuando el cuchillo relampagueó bajo las luces oscilantes, la muchacha del pórtico reparó al fin en el señor Sto Odín y sus extraños compañeros.

La muchacha habló, y su voz hendió el aire denso con el acento de la claridad y la muerte.

7

—¿Quién eres —dijo—, que te atreves a traer armas a los últimos confines del Bezirk?

—Esto es sólo un pequeño cuchillo, señora —dijo el señor Sto Odín—, y con él no puedo herir a nadie. Soy un viejo y estoy regulando mi botón de vitalidad para obtener más energía.

La muchacha lo observó sin curiosidad mientras Sto Odín se llevaba la punta del cuchillo a la nuca y lo hacía girar tres veces, resueltamente.

—Eres extraño, señor —le dijo luego, escrutándolo—. Quizá resultes peligroso para mis amigos y para mí.

—No soy peligroso para nadie.

Los robots lo miraron, sorprendidos ante la riqueza y la plenitud de la voz. Había elevado su vitalidad en exceso, dándose con ese ritmo no más de un par de horas de vida, pero había recobrado la fuerza física y el vigor emocional de sus mejores años. Contemplaron a la muchacha. Había aceptado literalmente la afirmación de Sto Odín, casi como una verdad canónica e incontrovertible.

—Llevo estas plumas —continuó Sto Odín—. ¿Sabes qué significan?

—Veo que eres un señor de la Instrumentalidad —respondió la muchacha—, pero no sé qué significan las plumas.

—Mi renuncia a la inmunidad. Quien sea capaz de hacerlo, tiene permiso para matarme o herirme sin peligro de castigo. —Sonrió con amargura—. Desde luego, tengo derecho a defenderme, y sé pelear, no lo dudes. Mi nombre es Sto Odín. ¿Por qué estás aquí, muchacha?

—Amo al hombre que está ahí dentro... si todavía es un hombre.

La muchacha calló y frunció los labios desconcertada. Resultaba extraño ver esos labios de niña apretados en un momentáneo tartamudeo del alma. Estaba allí, más desnuda que un recién nacido, el rostro embadurnado de cosméticos provocativos y excéntricos. Vivía para una misión de amor en las honduras de la nada y de ninguna parte, pero seguía siendo una muchacha, una persona, un ser humano capaz, como ahora mismo, de mantener una relación inmediata con otro ser humano.

—Él era un hombre, mi señor, aun cuando volvió de la superficie con ese fragmento de congohelio. Hace sólo unas semanas, esas personas también bailaban. Ahora sólo yacen en el suelo. Ni siquiera mueren. Yo misma sostuve también el congohelio, y compuse música con el metal. Ahora el poder de la música está devorando a ese hombre, que baila sin cesar. Él no quiere venir a mí y yo no me atrevo a entrar donde está él. Temo terminar como otro guiñapo en el suelo.

Un crescendo de la intolerable música le hizo intolerable el lenguaje. Esperó a que pasara mientras el salón escupía una vibración violeta.

Cuando la música del congohelio se atenuó un poco, Sto Odín habló:

—¿Cuánto hace que él baila solo con ese extraño poder que lo posee?

—Un año. Dos años. Quién sabe. Yo bajé aquí y perdí la noción del tiempo cuando llegué. Los señores no nos permiten tener siquiera relojes y calendarios en la superficie.

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