Los señores de la instrumentalidad (96 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
11.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las mujeres jadearon. Hopper y Bill miraron horrorizados al pequeño animal.

—¡Eres una subpersona! —aulló Hopper—. Nunca hemos dejado esas criaturas sueltas en Norstrilia.

—No soy una subpersona. Soy un animal. Condicionado para...

El mono saltó. El grueso cuchillo de Hopper vibró como un instrumento musical al chocar contra el blando acero de la pared. En la otra mano, Hopper empuñaba un cuchillo largo y delgado, listo para clavarlo en el corazón de Dama Roja.

La mano izquierda del Señor Dama Roja relampagueó. Algo lanzó un silencioso y terrible fulgor. Se oyó un siseo.

Donde había estado Hopper, una nube de humo denso y aceitoso que apestaba a carne quemada se elevó en una lenta espiral hacia los conductos de ventilación. En la silla donde se sentaba Hopper quedaron sus ropas y pertenencias, entre ellas un diente postizo. Estaban intactos. La copa aún estaba en el suelo: Hopper nunca terminaría la bebida.

El médico miró a Dama Roja con un raro destello en los ojos.

—Verificado e informado a la Armada de Vieja Australia del Norte.

—Yo también lo informaré... —declaró el Señor Dama Roja—. Uso de armas en zona diplomática.

—No tiene importancia —dijo John Fisher cien, no enfadado, sino pálido y demudado. La violencia no lo intimidaba, pero la firmeza sí—. Continuemos. ¿Qué caja escoges, muchacho, la grande o la pequeña?

La criada Eleanor se levantó. No había dicho nada pero ahora dominaba la situación.

—Llevadlo allí, muchachas —ordenó—, y lavadlo como si lo preparaseis para el Jardín de la Muerte. Yo también me lavaré allí. Siempre he querido ver los azules cielos de la Tierra, y nadar en una casa frente a las grandes aguas. Yo viajaré en la caja grande, Rod. Si llego viva, me deberás algunas recompensas en la Tierra. Toma la caja pequeña, querido Rod, toma la caja pequeña. Y a ese pequeño y peludo doctor. Rod, confío en él.

Rod se levantó.

El y Eleanor eran el blanco de todas las miradas.

—¿Estás de acuerdo? —preguntó el Señor Dama Roja.

Rod asintió.

—¿Aceptas ser reducido y colocado en la caja pequeña para tu traslado instantáneo a la Tierra?

Rod asintió de nuevo.

—¿Pagarás todos los gastos adicionales?

Rod aceptó una vez más.

—¿Me autorizas a seccionarte y reducirte —preguntó el médico—, con la esperanza de que seas reconstituido en la Tierra?

Rod también asintió.

—El gesto no es suficiente —advirtió el médico—. Tienes que expresar tu asentimiento para que quede constancia.

—Estoy de acuerdo —murmuró Rod.

La tía Doris y Lavinia se le acercaron para conducirlo al vestidor y cuarto de baño. Cuando iban a cogerle los brazos, el médico palmeó la espalda de Rod con un movimiento extraño y veloz. Rod se estremeció.

—Un hipnótico profundo —explicó el médico—. Podéis llevar el cuerpo, pero las próximas palabras que pronuncie, si la suerte es favorable, las dirá en la Vieja Tierra.

Las mujeres estaban atónitas, pero se llevaron a Rod a fin de prepararlo para las operaciones y el viaje.

El médico se volvió hacia el Señor Dama Roja y John Físher, el secretario financiero.

—Buen trabajo —comentó—. Lástima por ese hombre.

Bill estaba paralizado de pena en su silla, contemplando la ropa vacía de Hopper en la silla de al lado.

La consola tintineó:

—Doce horas, hora de Greenwich. No hay informes meteorológicos adversos en la costa del canal ni en Meeya Meefla o los edificios de Terrapuerto. ¡Todo correcto!

El Señor Dama Roja sirvió bebidas a los señores y propietarios. No ofreció nada a Bill. A estas alturas no tenía sentido.

Del otro lado de la puerta, donde estaban aseando el cuerpo, la ropa y el cabello del hipnotizado Rod, Lavinia y tía Doris reanudaron sin darse cuenta la ceremonia del Jardín de la Muerte y alzaron la voz en una suerte de salmodia elegiaca:

En el Jardín de la Muerte, nuestros jóvenes

han saboreado el valiente gusto del miedo.

Con brazos musculosos y lengua locuaz,

ganaron y perdieron, se nos fueron.

Los tres hombres escucharon atentamente unos instantes. Desde el otro cuarto les llegaron los ruidos de la criada Eleanor, que se lavaba, sola y sin ayuda, para un largo viaje y una posible muerte.

El Señor Dama Roja soltó un suspiro.

—Tómate una copa, Bill. Hopper se lo buscó.

Bill rehusó hablar pero aceptó la bebida.

El Señor Dama Roja llenó su copa y las de los demás. Se volvió hacia John Fisher cien y le dijo:

—¿Lo embarcarás?

—¿A quién?

—AI muchacho.

—Eso pretendía hacer.

—Será mejor que no —advirtió el Señor Dama Roja.

—¿Quieres decir que hay peligro?

—Por decirlo de forma suave —dijo el Señor Dama Roja—. No puedes pensar en desembarcarlo en Terrapuerto. Ponlo en un buen puesto médico. Hay uno antiguo, todavía utilizable, en Marte, si no lo han clausurado. Conozco la Tierra. La mitad de la población de la Tierra estará esperando para saludarlo y la otra mitad estará esperando para asaltarlo.

—Tú representas al gobierno de la Tierra, señor y comisionado —dijo John Fisher—. No hablas muy bien de tu propia gente.

—No son siempre así —rió Dama Roja—. Sólo cuando se acaloran. El sexo no se puede comparar con el dinero cuando hablamos de los humanos de la Tierra. Todos creen que desean poder, libertad y otras seis cosas imposibles. No hablo en nombre del gobierno de la Tierra al decir esto. Sólo en mi propio nombre.

—Si nosotros no lo embarcamos, ¿quién lo hará? —preguntó Fisher.

—La Instrumentalidad.

—¿La Instrumentalidad? No os dedicáis al comercio. ¿Cómo lo haréis?

—No nos dedicamos al comercio, pero nos hacemos cargo de emergencias. Puedo consignar un crucero de salto largo y él estará allí meses antes de lo que todos esperan.

—Ésas naves son de combate. ¡No se pueden usar para transportar pasajeros!

—¿No? —sonrió el Señor Dama Roja.

—¿La Instrumentalidad sería capaz de...? —murmuró Físher, con una sonrisa de asombro—. El importe sería tremendo. ¿Cómo lo pagarás? Sería difícil de justificar.

—El pagará. Una donación especial por un servicio especial. Un megacrédito por el viaje.

El secretario financiero silbó.

—Es un precio exorbitante por un solo viaje. Supongo que quieres dinero REAL y no dinero de superficie.

—No. Dinero TAL.

—¡Pasteles calientes con mantequilla, hombre! Este viaje será mil veces más caro que el que nadie haya hecho.

El gigantesco médico lo estaba escuchando e intervino:

—Señor y propietario Fisher, yo lo recomiendo.

—¿Tú? —exclamó airadamente John Fisher—. ¿Eres un norstriliano y quieres robar a ese pobre muchacho?

—¿Pobre muchacho? —resopló el médico—. De ninguna manera. Y el viaje no sirve de nada sí no llega vivo. Nuestro amigo es extravagante pero tiene buenas ideas. Sugiero un cambio.

—¿Cuál es? —se apresuró a preguntar el Señor Dama Roja.

—Un megacrédito y medio por el viaje de ida y vuelta. Si llega en buenas condiciones y con su misma personalidad, al margen de las causas naturales. Pero con esta condición: sólo un kilocrédito si llega a la Tierra muerto.

John Fisher se frotó la barbilla. Sus ojos desconfiados se volvieron hacia Dama Roja, quien se había sentado y escrutaba al médico, cuya cabeza aún chocaba contra el techo.

Una voz habló a sus espaldas.

—Acepta, secretario financiero —aconsejó Bill—. De nada le valdrá el dinero si llega muerto. No puedes luchar contra la Instrumentalidad, no puedes mostrarte intransigente con la Instrumentalidad, y tampoco puedes comprarla. Con lo que nos han sacado durante todos estos miles de años, tienen más
stroon
que nosotros. Oculto en alguna parte. ¡Tú! —se dirigió rudamente al Señor Dama Roja—, ¿sabes cuántas riquezas posee la Instrumentalidad?

El Señor Dama Roja arrugó el gesto.

—Nunca he pensado en ello. Supongo que tendrán un límite. Pero nunca se me ocurrió pensarlo. Aunque sí tenemos contables.

—Como ves —dijo Bill—, incluso la Instrumentalidad odiaría perder dinero. Acepta la oferta del médico, Dama Roja. Compromételo, Fisher. —El uso de los apellidos constituía una extrema descortesía, pero los dos hombres quedaron convencidos.

—Lo haré —aceptó Dama Roja—. Se parece mucho a un seguro, para el cual no estamos autorizados. Lo incluiré como su cláusula de emergencia.

—Acepto —declaró John Fisher—. Pasarán mil años hasta que otro secretario financiero de Norstrilia pague dinero por un billete como éste, pero vale la pena. Por él. Lo registraré en sus cuentas. Por nuestro planeta.

—Yo seré testigo —dijo el médico.

—No —masculló Bill—. Ese muchacho tiene un amigo aquí.
Yo
seré testigo.

Los tres lo contemplaron.

Él sostuvo la mirada.

Al fin cedió.

—Señores, por favor, permitidme ser el testigo.

El Señor Dama Roja asintió y abrió la consola. Él y John Fisher redactaron el contrato. Luego Bill gritó su nombre completo como testigo.

Las dos mujeres trajeron a Rod McBan, desnudo como cuando llegó al mundo. Estaba inmaculadamente limpio y miraba hacia delante como sumido en un sueño inabarcable.

—Allí está la sala de operaciones —indicó el Señor Dama Roja—. Si no os molesta, usaré antiséptico para rociarnos.

—Desde luego —observó el médico—. Debes hacerlo.

—¿Vais a cenarlo y hervirlo aquí y ahora? —exclamó la tía Doris.

—Aquí y ahora —respondió el Señor Dama Roja—, si el doctor lo aprueba. Cuanto antes parta, mayor oportunidad tendrá de llegar con vida.

—Consiento —dijo el médico—. Apruebo.

Cogió la mano de Rod para guiarlo hacia el cuarto donde estaban el ataúd largo y la caja pequeña. A una señal de Dama Roja, las paredes se habían abierto para mostrar un quirófano completo.

—Un momento —objetó el Señor Dama Roja—. Llama a tu colega.

—Desde luego —dijo el médico.

El mono saltó rápidamente del cesto cuando mencionaron su nombre.

Juntos, el gigante y el mono condujeron a Rod al cuarto reluciente. Cerraron la puerta.

Los demás se sentaron con nerviosismo.

—Señor y propietario Dama Roja —dijo Bill—, ya que me quedo, ¿puedo tomar un poco más de esa bebida?

—Desde luego, señor —respondió el Señor Dama Roja, sin tener idea de cuál era el título de Bill.

Rod no gritó, no pataleó, no protestó. Sólo les llegó el tufo dulzón de medicamentos desconocidos atravesando los conductos de ventilación. Las dos mujeres callaban. Eleanor, envuelta en una enorme toalla, fue a sentarse con los demás. En la segunda hora de la operación de Rod, Lavinia se echó a llorar.

No pudo evitarlo.

Trampas, fortunas y observadores

Todos sabemos que ningún sistema de comunicaciones es impenetrable. Aun dentro de las vastas redes de comunicaciones de la Instrumentalidad, había puntos débiles, zonas frágiles, hombres dudosos. El ordenador MacArthur-McBan, oculto en el palacio del Gobernador de la Noche, había tenido tiempo para elaborar abstracciones económicas y patrones meteorológicos, pero no había saboreado el amor ni la maldad humana. Todos los mensajes relacionados con la especulación de Rod acerca de las cosechas de santaclara y la exportación de
stroon
habían salido sin cifrar. No era de extrañar que en muchos mundos la gente viera en Rod una ocasión, una oportunidad, una víctima, un benefactor o un enemigo. Pues todos conocemos el viejo poema:

La suerte es cara, la gente es rara.

Todos aman el dinero.

Si pierdes, vende a tu madre,

gana el premio y compra otra.

¡Mientras otros se derrumban,

quizá consigas un montón de dinero!

Esto se aplicaba también a este caso. La noticia causó un gran revuelo.

En la tierra, el mismo día, en terrapuerto

El comisionado Bebedor de Té tamborileó sobre sus dientes con un lápiz.

Cuatro megacréditos de dinero TAL, y mucho más al caer.

Bebedor de Té vivía en una fiebre de humillación perpetua. Él la había escogido. Se llamaba «la vergüenza honorable», y se aplicaba a los ex Señores de la Instrumentalidad que escogían una larga vida en vez del servicio y el honor. Tenía más de mil años, pues había rechazado su carrera, su reputación y su autoridad a cambio de una larga vida de más de mil años. (La Instrumentalidad había aprendido, tiempo atrás, que el mejor sistema para proteger a sus miembros de la tentación era tentándolos ella misma. Al ofrecer la «vergüenza honorable», y puestos bajos y seguros dentro de la Instrumentalidad a aquellos Señores que podían sentir la tentación de cambiar una larga vida por sus secretos, retenía a sus desertores potenciales. Bebedor de Té era uno de ellos.)

Vio la noticia, y era un hombre hábil y astuto. Con dinero no podía hacer nada contra la Instrumentalidad, pero el dinero obraba milagros en la Tierra. Podía comprar un mínimo de honor. Quizá pudiera hacer falsificar los documentos para casarse de nuevo. Se sonrojó ligeramente, aun después de cientos de años, cuando recordó el enfado de su primera esposa al ver que él solicitaba una larga vida y la vergüenza honorable: «Vive, estúpido, vive y mírame morir sin ti, dentro de los decentes cuatrocientos años que disfrutan todos los demás si trabajan por ello y lo desean. Mira cómo mueren tus hijos, tus amigos, mira cómo todas tus aficiones e ideas se vuelven anticuadas. ¡Haz lo que quieras, hombrecito mezquino, y déjame morir como un ser humano!»

Unos cuantos megacréditos solucionarían ese problema.

Bebedor de Té estaba a cargo de los visitantes. Su subhombre, el vacuno T'dank, era el guardián de las arañas depredadoras, insectos de una tonelada, domesticadas a medias, que realizaban trabajos de emergencia cuando fallaban los servicios de la torre. No necesitaría retener mucho tiempo al comerciante norstriliano. Tan sólo el tiempo imprescindible para registrar una orden y asesinarlo.

Tal vez no. Si la Instrumentalidad lo sorprendía, lo sometería a castigos de sueño, cosas peores que Shayol mismo.

Tal vez sí. Si triunfaba, cambiaría una cuasi inmortalidad de aburrimiento por unas décadas de jugosa diversión.

Tamborileó de nuevo sobre los dientes.

—No hagas nada, Bebedor de Té —se dijo—, pero piensa, piensa, piensa. Esas arañas pueden tener posibilidades.

Other books

Striking Distance by Pamela Clare
Touching Darkness by Jaime Rush
Mutual Consent by Gayle Buck
One Man's Justice by Akira Yoshimura
Dark Visions by Jonas Saul