Los señores de la instrumentalidad (97 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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En Viola Sidérea, en el consejo de la liga de ladrones

—Poned dos cruceros policiales modificados en órbita solar. Registradlos para alquiler o para venta, así no nos molestará la policía.

»Poned un agente en cada nave de pasajeros que se dirija a la Tierra dentro del tiempo establecido.

»Recordad, no queremos al hombre. Sólo su equipaje. Sin duda llevará media tonelada de
stroon.
Con semejante fortuna podríamos saldar todas las deudas que acumulamos con el asunto Bozart. Es curioso, no hemos oído hablar más de Bozart. Nada.

»Poned tres ladrones veteranos en Terrapuerto. Aseguraos de que tengan
stroon
falso, diluido hasta una milésima, para que puedan cambiar el equipaje si tienen oportunidad.

»Sé que todo esto cuesta dinero, pero tenéis que gastar dinero para conseguirlo. ¿De acuerdo, caballeros de las artes del latrocinio?

Un coro aprobatorio resonó alrededor de la mesa. Sólo un viejo y sabio ladrón intervino:

—Ya sabéis mi opinión.

—Sí —dijo el presidente, con seguro y amable odio—, conocemos tu opinión. Asaltar cadáveres. Limpiar ruinas. Convertirnos en hienas humanas y no en lobos humanos.

Con inesperado humor el viejo replicó:

—Es una forma poco amable de decirlo, pero es correcta. Y más segura.

—¿Es necesaria una votación? —preguntó el presidente, mirando en torno.

Hubo un coro de negaciones.

—Aprobado, pues —dijo el presidente—. Golpead duro, y golpead el blanco pequeño, no el grande.

Diez kilómetros bajo la superficie de la tierra

—¡Él viene, padre! Él viene.

—¿Quién viene? —dijo la voz, resonante como un gran tambor.

A'lamelanie lo dijo como si rezara:

—El bendito, el designado, el fiador de nuestro pueblo, el nuevo mensajero sobre el cual coincidieron el robot, la rata y el copto. Viene con dinero para ayudarnos, para salvarnos, para abrirnos la luz del día y las bóvedas del cielo.

—Estás blasfemando —advirtió el A'telekeli.

La muchacha calló. No sólo respetaba a su padre, sino que lo adoraba como su líder religioso personal. Los grandes ojos del A'telekeli fulguraron como si pudieran escudriñar las honduras del espacio a través de miles de metros de tierra y piedra. Quizás alcanzara a ver tan lejos. Ni siquiera sus propios seguidores estaban seguros de los límites de su poder. La cara y las plumas blancas daban a sus penetrantes ojos un aire de milagrosa agudeza.

Con calma y amabilidad añadió:

—Te equivocas, querida. Simplemente no sabes quién es ese hombre, McBan.

—¿No podría estar escrito? —entonó ella —. ¿No podría estar prometido? Esa es la dirección del espacio desde donde el robot, la rata y el copto enviaron nuestro muy especial mensaje: «De las más hondas profundidades vendrá alguien que traerá tesoros incontables y una entrega segura.» Podría ser ahora. ¿O no?

—Querida —respondió el A'telekeli—, aún tienes una idea muy simple de lo que es un tesoro si piensas que se mide en megacréditos. Ve a leer el Recorte del Libro, luego piensa, y después ven a decirme qué has pensado. Pero entre tanto, basta de charla. No debemos excitar a nuestro pobre pueblo oprimido.

Ruth, en la playa cerca de Meeya Meefla

Ese día Ruth no pensaba en Norstrilia ni en tesoros. Trataba de pintar acuarelas de los acantilados y le salían bastante mal. Las olas reales seguían siendo demasiado hermosas y los colores del agua parecían acuarelas.

El consejo temporal de la Commonwealth de Vieja Australia del Norte

—Toda la chusma de todos los mundos. Todos se abalanzarán sobre ese tonto muchacho nuestro. —Correcto.

—Si se queda aquí, vendrán aquí. —Correcto. —Que se vaya a la Tierra. Tengo la sensación de que ese granuja de Dama Roja lo sacará esta noche ilegalmente para ahorrarnos el problema.

—Correcto.

—Al cabo de un tiempo él podrá regresar. No arruinará nuestra defensa hereditaria de aparentar estupidez. Temo que, a pesar de ser brillante, sea sólo un patán según las pautas de la Tierra.

—Correcto.

—¿Deberíamos enviar veinte o treinta Rod McBan más para confundir a los atacantes?

—No.

—¿Por qué no, señor y propietario?

—Porque sería astuto. Nuestra técnica es no parecer astutos. Tengo una solución mejor.

—¿Cuál es?

—Sugerir en todos los mundos realmente duros que somos conscientes de que un buen impostor podría adueñarse del dinero de McBan. Hacer la sugerencia de tal modo que no sospechen que nosotros lanzamos el rumor. Las rutas estelares se llenarán de Rod McBans con falso acento norstriliano durante doscientos años. Y nadie sospechará que nosotros los instigamos. Estúpido es la palabra, cama-rada, estúpido. Si llegan a pensar que somos listos, no habrá nada que hacer. —El hombre suspiró—. ¿Cómo creen los muy tontos que nuestros antepasados escaparon de Paraíso VII, sí no eran listos? ¿Cómo creen que mantuvimos este pequeño y lucrativo monopolio durante miles de años? Son estúpidos al no pensar en ello, pero no los hagamos pensar. ¿Correcto?

—Correcto.

Exilio cercano

Rod despertó con una extraña sensación de bienestar. En un rincón de la mente tenía recuerdos de un pandemonio: cuchillos, sangre, medicamentos, un mono que ejercía de cirujano. ¡Extraños sueños! Miró alrededor y quiso saltar de la cama.

¡El mundo entero estaba en llamas!

Un fuego brillante, ardiente, intolerable como un soplete.

Pero la cama lo retuvo. Notó que su holgada y cómoda chaqueta terminaba en cintas que estaban atadas a la cama.

—¡Eleanor! —gritó—. Ven aquí.

Recordó el ataque del gorrión loco. Recordó que Lavinia lo había llevado a la cabaña del enjuto terrícola, el Señor Dama Roja. Recordó medicamentos y agitación. Pero ¿qué era esto?

La puerta se abrió dejando entrar más de esa luz intolerable. Era como si hubieran arrancado todas las nubes del cielo de Vieja Australia del Norte, dejado sólo el cielo ardiente y el sol abrasador. Algunas personas habían visto este espectáculo cuando las máquinas climáticas se estropeaban y un huracán horadaba las nubes, pero desde luego no había ocurrido en tiempos de Rod, ni en tiempos de su abuelo.

El hombre que entró parecía afable, pero no era norstriliano. Tenía los hombros estrechos, no parecía capaz de levantar una vaca, y se había lavado la cara con tanto esmero que parecía un rostro de bebé. Llevaba puesto un extraño traje de médico, totalmente blanco, y su sonrisa revelaba la simpatía de un buen profesional.

—Veo que nos sentimos mejor —dijo.

—¡Por la Tierra! ¿Dónde estoy? —preguntó Rod—. ¿En un satélite? Es muy raro.

—No estás en la Tierra.

—Ya lo sé. Nunca he estado allí. ¿Qué es este lugar?

—Marte. La Estación Vieja Estrella. Yo soy Jean-Jacques Vomact. —Rod murmuró el nombre con tanta dificultad que el hombre tuvo que deletrearlo. Cuando eso quedó claro, Rod insistió en su pregunta.

—¿Dónde queda Marte? ¿Puedes desatarme? ¿Cuándo se apagará esta luz?

—Te desataré en seguida —aseguró el doctor Vomact—, pero quédate en cama y tómalo con calma hasta que te hayamos dado algo de comer y te sometamos a algunas pruebas. La luz... es la luz del sol. Yo diría que tardará unas siete horas, tiempo local, en irse. Estamos a media mañana. ¿No sabes qué es Marte? Es un planeta.

—Nuevo Marte, querrás decir —replicó Rod con orgullo—, el que tiene las enormes tiendas y los jardines zoológicos.

—Las únicas tiendas que tenemos aquí son la cafetería y el teatro de imágenes. ¿Nuevo Marte? He oído hablar de ese lugar en alguna parte. Tiene grandes tiendas y una especie de espectáculo con animales. Elefantes que puedes sostener en la mano. Sí. Pero no estás en ese lugar. Espera un segundo, empujaré tu cama hasta la ventana.

Rod miró ávidamente al exterior. Era estremecedor. Un oscuro y desnudo cielo sin nubes. Aquí y allá se veían algunos orificios. Parecían las «estrellas» que la gente veía cuando estaba en una nave espacial, en tránsito de un planeta nuboso a otro. Una luz espantosa y explosiva que colgaba en lo alto del cielo sin apagarse lo dominaba todo. Sintió el impulso de protegerse de la explosión, pero comprendió que el doctor no sentía el menor temor ante esa bomba de hidrógeno crónica, fuera lo que fuese. Tratando de dominar la voz para no parecer un niño, preguntó:

—¿Qué es eso?

—El Sol.

—Sin rodeos, amigo. Dime la verdad. Todos llaman sol a su estrella. ¿Cuál es ésa?

—El Sol. El Sol original. El Sol de la Vieja Tierra. Y esto es Marte. Ni siquiera Viejo Marte. Ni Nuevo Mane, por supuesto. Es el vecino de la Tierra.

—¿Esa cosa nunca se apaga, nunca explota, nunca se va?

—¿Te refieres al Sol? —preguntó el doctor Vomact—. No, no lo creo. Supongo que ya brillaba así para tus antepasados y los míos hace medio millón de años, cuando todos correteábamos desnudos por la Tierra. —El doctor no dejaba de moverse mientras hablaba. Cortó el aire con una extraña llavecita, y las cintas se aflojaron. Los guantes cayeron de las manos de Rod. Rod se miró las manos bajo la intensa luz y advirtió que tenían un aspecto extraño. Le parecían tersas, desnudas y limpias, como las manos del doctor. Evocó extraños recuerdos, pero sus dificultades para Iinguar y audir lo habían vuelto cauteloso e intuitivo, así que no se delató.

—Si estamos en el viejo viejo Marte, ¿por qué me hablas en el idioma de Vieja Australia del Norte? Pensaba que mi pueblo era el único del universo que aún hablaba inglés antiguo. —Pasó orgullosa pero torpemente a la Vieja Lengua Común—: Como ves, mis parientes designados también me enseñaron este idioma. Nunca antes había estado fuera de mi mundo.

—Hablo tu idioma porque lo aprendí —explicó el doctor—. Lo aprendí porque me pagaste muy generosamente para aprenderlo. En los meses que pasé reconstituyéndote, ha resultado bastante útil. Sólo hoy hemos abierto el portal de la memoria y la identidad, pero ya he hablado contigo cientos de horas.

Rod trató de hablar.

No podía emitir una palabra. Tenía la garganta seca y temía vomitar la comida, si es que tenía algo en el estómago.

El doctor le apoyó una mano cordial en el brazo.

—Calma, señor y propietario McBan, calma. Todos estamos así cuando volvemos.

—¿He estado muerto? —graznó Rod—. ¿Muerto? ¿Yo?

—No exactamente muerto, pero casi.

—La caja... ¡La pequeña caja! —exclamó Rod.

—¿Qué pequeña caja?

—Por favor, doctor... la caja donde vine...

—La caja no era tan pequeña —dijo el doctor Vomact. Juntó las manos en el aire y trazó una forma de sombrerera, como la caja que Rod había visto en la sala de operaciones del Señor Dama Roja—. Era de este tamaño. Tu cabeza viajó sin reducir. Por eso fue tan fácil devolverte a la normalidad sin problemas y tan pronto.

—¿Y Eleanor?

—¿Tu compañera? También ha logrado llegar. Nadie interceptó la nave.

—Es decir, que el resto también es cierto. ¿Todavía soy el hombre más rico del universo? ¿Y me he ido de casa? —Rod habría querido golpear la manta, pero se contuvo.

—Me alegra verte expresar tantos sentimientos acerca de tu situación —sonrió el doctor Vomact—. Te mostraste muy emotivo cuando estabas bajo los sedantes e hipnóticos, pero empezaba a preguntarme cómo te ayudaríamos a comprender tu situación cuando regresaras, como lo has hecho, a la vida normal. Perdóname por hablar así. Parezco una revista de medicina. Es difícil trabar amistad con un paciente, aunque te resulte simpático...

Vomact era un hombre menudo, una cabeza más bajo que Rod, pero tan grácilmente proporcionado que no parecía corto de estatura. Tenía la cara delgada, y un mechón de pelo negro y rebelde le caía sobre la frente. Entre los norstrilianos, se había considerado una excentricidad; pero dado que otros terrícolas se dejaban crecer mucho el pelo, debía de ser la moda de la Tierra. A Rod le parecía tonta, pero no repugnante. Pero no lo impresionaba el aspecto de Vomact sino su personalidad, que rezumaba por todos los poros. Vomact podía mostrar calma cuando sabía, por su experiencia médica, que la amabilidad y la serenidad eran necesarias, pero estas cualidades no eran habituales en él. Era vivaz, sensible, animado, locuaz en extremo, pero considerado con su interlocutor: nunca lo aburría. Ni siquiera entre las mujeres norstrilianas Rod había visto una persona que expresara tanto, con tal fluidez. Cuando Vomact hablaba, movía las manos constantemente, perfilando, describiendo, explicando lo que decía. Al hablar sonreía, fruncía el ceño, enarcaba las cejas inquisitivamente, dirigía miradas sorprendidas, ladeaba la cabeza con asombro. Rod estaba acostumbrado al espectáculo de dos norstrilianos entablando una conversación telepática, linguando y audiendo mientras los cuerpos descansaban cómodos e inmóviles y las mentes se comunicaban de forma directa. Hacer todo eso con lenguaje articulado era, para un norstriliano, una maravilla digna de ver y oír. La grata vivacidad de este médico de la Tierra contrastaba declaradamente con la peligrosa y rápida firmeza del Señor Dama Roja. Rod pensó que si la Tierra estaba llena de personas como Vomact, debía de ser un lugar delicioso pero confuso. Una vez Vomact insinuó que su familia era excepcional, de modo que incluso en el largo y fatigoso período de la perfección, cuando todos los demás tenían números, ellos habían recordado en secreto su apellido.

Una tarde Vomact sugirió que caminaran unos kilómetros por la planicie marciana, hasta las ruinas de la primera colonia humana de Mane.

—Tenemos que hablar —dijo—, pero resulta bastante fácil conversar a través de los cascos blandos. El ejercicio te será beneficioso. Eres joven y puedes resistir mucho condicionamiento.

Rod aceptó.

Durante esos días se hicieron amigos.

Rod descubrió que el doctor no era tan joven como parecía. Aparentaba apenas diez años más que él, pero tenía ciento diez años y se había sometido al primer rejuvenecimiento sólo diez años antes. Le quedaban dos más, y moriría a los cuatrocientos años si se mantenía el sistema actual para Marte.

—Quizá creas, McBan, que eres un personaje excéntrico y extravagante. Te aseguro, jovencito, que la Vieja Tierra es hoy un disparate tal que nadie te prestará atención. ¿No has oído hablar del Redescubrimiento del Hombre?

Rod titubeó. No había prestado atención a esa noticia, pero no quería dejar en mal lugar a su mundo natal haciéndolo parecer más ignorante de lo que era.

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