Aunque cuando ella se le acercó, manteniendo sus pechos grandes y blancos apuntados hacia él, los largos y rosados pezones erectos y en los ojos una mirada vidriosa de lacrimógeno deseo, Willi tuvo que admitir que su pene nunca había estado tan erecto. Y cuando Putzi se le subió encima, la calidez de aquel contacto fue tan maravillosa, que tuvo la sensación de que ella fuera un ángel enviado desde los cielos para liberarlo de sus años de dolor.
Entonces empezó a temer el momento en que ella le suplicaría que la pegara, y la idea hizo que todo empezara a darle vueltas. Desde la última vez que habían estado juntos, Willi había leído sobre el tema. El masoquismo sexual, especulaban los psiquiatras, era una «erotización» neurótica de algún trauma de la primera infancia. Fuera eso cierto en el caso de Putzi o no lo fuera en absoluto, decidió que la cuestión relevante era que él no obtenía ningún placer en hacerlo; que, de hecho, lo encontraba verdaderamente desagradable. Y no sabía qué haría si Putzi insistía en ello.
Lo que sí quería era proporcionarle a aquella mujer su cuota de felicidad.
Por suerte, aquel día ella continuó siendo tan convencional en sus relaciones sexuales como en su indumentaria. Se quedaron en la cama toda la mañana hasta bien entrada la tarde, y sólo el sol al desvanecerse de su dormitorio y el tañido de las campanas de la iglesia del Káiser Guillermo lo arrancaron de los encantos de Putzi.
—¡Dios mío! —exclamó Willi, sintiéndose como un adolescente—. Tengo que volver.
Cuando salió del baño, ella seguía tumbada en la cama, acariciándose el pelo con sus dedos medio enguantados.
—¿Sabes una cosa? Que puedes quedarte —dijo él—. Todo el día, si quieres.
—¿De verdad puedo? —contestó ella con aire soñador.
—Sí, sí. —Willi la besó, subiendo y bajando por el cuello. Aunque cuando empezó a ponerse los pantalones, ella se sentó, tirando de la manta hacia su pecho.
—Willi, sabes que nunca me lo has dicho. ¿Cómo murió Gina?
El se detuvo antes de subirse la cremallera de la bragueta.
—Gina se ahogó —dijo, cogiendo la camisa—. En el Havel. Su cuerpo apareció justo debajo de la ciudadela de Spandau.
—Mein Gott!
—balbució Putzi, apretándose la manta contra el cuello—. ¿Quieres decir… que la arrojaron desde ese yate?
—No —contestó Willi sin pensar.
Putzi dirigió sus ojos verdes hacia él como una bala, exigiendo la verdad:
—¿Cómo lo sabes?
Willi recordó las piernas deformes de Gina Mancuso extendidas allí, dentro del agua helada.
—Tendrás que confiar en mí.
Cuando regresó a la oficina eran casi las tres. Supuso que Ruta estaría pendiente de él cual mamá gallina alterada, pero más bien al contrario, se la encontró en un estado más próximo al de la apoplejía.
—Willi —balbució, sin darse cuenta siquiera de que lo estaba tuteando, algo que sólo hacía en las fiestas cuando habían estado bebiendo—. No te puedes imaginar quién se acaba de ir de esta oficina hace diez minutos.
—Pancho Villa —dijo él, probando suerte con el humor.
—Nein, nein.
—Ruta lo miró, verdaderamente blanca de miedo, incapaz siquiera de encender su cigarrillo—. Un capitán de los Camisas Pardas, Willi… ¡con un mensaje del Führer de las SA! Ernst Roehm te invita a cenar esta noche en el Kaiserhof. ¡A las nueve!
Willi sintió la garganta reseca. Así que Von Schleicher no se había tirado ningún farol.
—Bueno, Ruta, no hay que inquietarse por una insignificante invitación a cenar.
Había estado examinando los expedientes de los principales cirujanos ortopédicos de Alemania, pero hasta el momento nada parecía vincular a ningún otro con el caso. Tal vez Meckel hubiera sido sólo un cabeza de turco, pero ¿qué otra posibilidad había aparte de ir tras él e intentar averiguar quién había tendido la trampa?
—Willi, no deberías ir. En absoluto. Esa gente no es humana.
—Sí, sí que lo es, Ruta. Demasiado humana.
El descomunal hotel Kaiserhof de la Wilhelm Platz, situado en la misma manzana que la Cancillería del Reich, era un edificio mucho más antiguo y bastante más lúgubre que el resplandeciente Adlon, aunque incuestionablemente se contaba entre los más imponentes de Berlín. En cuanto Willi entró por las puertas giratorias de bronce recordó que las plantas superiores habían sido alquiladas recientemente al Partido Nazi… como cuartel general. ¿Era de extrañar, por tanto, que se sintiera transportado a su época en el ejército, cuando penetraba en las líneas enemigas? El vestíbulo estaba verdaderamente abarrotado de nazis, principalmente de los Camisas Pardas de las SA, pero también de toda una horda de Camisas Negras. El negro era el uniforme de las
Schutzstqffel
—las SS—, Escuadrones de Defensa, que siendo originariamente la guardia personal de Hitler, en los últimos tiempos había evolucionado hasta convertirse en el servicio de inteligencia del Partido. En su guerra casi civil con el Frente Rojo Comunista, los Camisas Negras decidían con quién, cómo y dónde tenían que ir a pelearse los Camisas Pardas.
Al avanzar entre aquella gente, sintiendo que se le clavaban unos aguijones de hielo en la nuca, tuvo la sensación de que la nariz le hubiera crecido varios centímetros y llevara puesto un alto capirote amarillo. Aunque después de avanzar varios pasos por la alfombra roja, cayó en la cuenta de que las camisas pardas y negras por igual se apartaban a su paso. ¿Por qué? Era incapaz de comprenderlo… Hasta que por fin lo entendió. Para encontrarse con Ernst Roehm, un auténtico soldado de soldados, se había puesto su Cruz de Hierro en la parte superior derecha de su chaqueta; una táctica transparente, de eso no cabía duda, pero había decidido que debía utilizar toda la ayuda que pudiera conseguir. Así que en ese momento la vistosa medalla estaba obrando el milagro de Moisés de abrir los mares, ganándole no sólo inclinaciones de cabeza, sino también saludos. ¿Y por qué no? Se lo merecía.
Una semana antes de la gran ofensiva de la primavera de 1918 había conducido a un pelotón de cinco hombres, entre los que se encontraba Fritz Hohenzollern, a una incursión tras las líneas francesas para hacer un reconocimiento de las posiciones de la artillería y las tropas enemigas. Al cabo de más de una semana de enviar informes valiéndose de una paloma mensajera, fueron descubiertos y acabaron atrapados en una granja, donde presentaron batalla a toda una compañía francesa. Willi se había quedado atrás para cubrir la retirada de sus hombres hacia tierra de nadie. Tres días después, todo el ejército alemán se quedó atónito al enterarse de que también había regresado vivo a las líneas alemanas. En la Gran Guerra habían sido muchos los condecorados con las medallas al valor, e incluso también muchos los que ganaron la Cruz de Hierro. Pero muy pocos consiguieron la más alta de las condecoraciones: la Cruz de Hierro de Primera Clase.
De pronto, la tensión se apoderó de toda aquella gente del Kaiserhof.
Del ascensor salió un pequeño grupo de hombres, y todo el mundo se apartó rápidamente para dejarlos pasar. A Willi se le heló la sangre en las venas. Entre aquel grupo estaba la inconfundible figura de Hermann Goering, el número dos de los nazis en Alemania. A pesar de su reputación como temerario as de la aviación de la Gran Guerra, aquellos pantalones militares abombados en los muslos y el estómago que le colgaba con el
Grqf Zeppelin
sobre el cinturón le conferían un aspecto ridículo. En el extremo más alejado, cojeando ostentosamente debido a la cortedad de una de sus piernas, estaba Josef Goebbels, el brillante propagandista, y a su izquierda, el apuesto secretario del Partido Nazi, Gregor Strasser. Y en el centro, apartándose su famoso mechón de pelo y meneando su bigote cuadrado en todas las direcciones imaginables, el mismísimo Adolf Hitler, gritando a voz en cuello como era costumbre en él.
—¡Es una traición de primerísimo orden, Strasser! ¡No puedes librarte de esto con tu palabrería!
—Al contrario,
mein Führer
—se defendió Strasser—. Sólo pienso en el Partido. Y en cómo salvarlo de la quiebra y la ruina.
—¡Cómo te atreves! ¡Cómo te atreves! —Hitler se paró en seco y levantó el puño como si estuviera a punto de atizarle—. ¿Von Schleicher te ofrece la vicecancillería y tú le dices que lo pensarás? Cualquier idiota puede darse cuenta de que está intentando socavar nuestra unidad. Destruir todo aquello para lo que he trabajado durante una década: un pueblo, un partido, ¡un führer!
Dándose ampulosamente la vuelta, el enrabietado Führer reanudó su rápido avance por el vestíbulo con su corta corbata volando detrás de él. A medida que se iba acercando a Willi, los quebrados relámpagos de histeria se multiplicaban en sus ojos. El alma de este hombre, pensó Willi cuando el salvador de Alemania pasó por su lado corriendo como un caballo desbocado, es tan retorcida como su esvástica.
—Si el Partido se hace añicos —gritó Hitler, volviéndose hacia Goering y Goebbels, que corrían para mantener su paso—, pondré fin a todo en un segundo. —Y se apuntó a la cabeza con un dedo—. Ya lo veréis. Pero antes de hacerlo —y volvió a lanzar una mirada iracunda a Strasser—, ¡lo aplastaré como se aplasta a una cucaracha!
Y con la misma ostentación con que entraron, los jerifaltes nazis desaparecieron por las puertas giratorias.
Aquel pequeño drama fue seguido rápidamente por la sorpresa que recibió Willi al entrar en el Salón Apolo, el comedor para banquetes más pequeño del Kaiserhof, donde tuvo la sensación de haber entrado directamente en una bacanal romana. O griega.
Bajo una réplica a escala de la fuente de Apolo, y respaldados por una chimenea crepitante, alrededor de una treintena de fornidos ejemplares arios de pelo rubio, la mayoría jóvenes y muchos desnudos de cintura para arriba, se corrían una juerga en torno a una larga mesa de banquete engalanada con ramas de pino y relucientes cirios rojos. Todos mantenían un corpulento brazo sobre el hombro del que tenían a la derecha y con la otra mano sujetaban una gigantesca jarra de cerveza, mientras se mecían adelante y atrás y cantaban al unísono acompañados de un acordeón:
Bier hier! Bier hier!
Oder ich fall um!
Willi nunca había visto una colección semejante de tarzanes de exagerada masculinidad, como si todo un rebaño de sementales hubieran sido acorralados en una mesa: unas criaturas descerebradas, duras como rocas, de músculos tensos, torsos cuadrados gigantescos y brazos del tamaño de troncos de árboles, a las que sólo les faltaban los aros en las narices. Sin embargo, algunos de ellos, advirtió Willi, se acurrucaban acogedoramente en los regazos de un vecino o pasaban los dedos por el pelo rubio del semental que tenían al lado.
Bier hier! Bier hier!
Oder ich fall um!
Sentada como en un trono en el centro de la mesa estaba la breve y rechoncha figura de Ernst Roehm, amo absoluto de las SA. Tenía la facha de un carnicero de barrio, pensó Willi: el pelo muy corto dividido en dos por una raya muy marcada, y la cara mazacotuda culminada por una nariz de patata. Sus relaciones con los nazis se remontaban a la época en que había sido más poderoso que Hitler, el único líder del Partido, se decía, que se dirigía al Führer con el familiar tuteo,
Du,
en lugar del
Sie,
usted. Como genio absoluto en materia organizativa, Hitler dependía de él como de un tercer brazo. Pero un año atrás, un periódico comunista, cuyo director había desaparecido desde entonces, publicó un paquete de su correspondencia personal más explícita, y la homosexualidad de Roehm se había convertido en noticia de primera plana. No es que lo hubiera intentado ocultar alguna vez, pero aquello, según las fuentes de Fritz, dejó al comandante de las SA con una evidente falta de amigos entre los mandamases nazis. Así que en ese momento, Roehm dependía tanto del Führer como éste de aquél.
Puede que el hombre hubiera renunciado al ejército para convertirse en soldado político, pero seguía siendo un soldado hasta la médula, y en cuanto divisó la Cruz de Hierro de Primera Clase en el pecho de Willi, se levantó.
—Herr Inspektor–Detektiv. Es magnífico que haya podido venir. Espero que tenga hambre.
—Mein.
Sólo me puedo quedar un momento.
Para entonces la atención de Willi había sido captada por la que quizá fuera la sorpresa más irónica de la noche. Justo al lado del jefe de las SA, cuya mano brutal le acariciaba la rubia cabeza, estaba sentado el jefe de los Apaches Rojos, Kai, sin maquillaje ni pendiente de oro, convertido en un nazi de aspecto bastante siniestro, y sus ojos, de habitual alegres, eran en ese momento penetrantes y lejanos como los de un zorro. Así que aquélla era su nueva «situación» ¿Y de qué había que sorprenderse? Sencillamente había pasado del mundo de las bandas infantiles a la primera división. No obstante, allí estaba el remordimiento por la traición. Willi le caía bien; se habían ayudado mutuamente, y más de una vez. Durante un segundo, la penetrante mirada prusiana del joven de dieciocho años reparó en él y, con un destello secreto, pareció decir: «¿No es ridículo? ¡Yo, un nazi!». Luego apartó la mirada como si no hubiera visto a Willi en toda su vida.
En el ínterin, Roehm se había tomado la negativa a sentarse de Willi todo lo bien que cabía esperar.
—Ach so
—dijo, adoptando un aire de risueña tolerancia—. Entonces, hablemos allí, en aquel rincón. Por supuesto, Herr Inspektor–Detektiv, estoy al corriente de con qué tiene que ver todo esto —añadió el jefe de las SA cuando se plantó frente a él. El hombre era verdaderamente feo, sus buenos treinta centímetros más bajo que Willi y con una cara plagada de cicatrices de bala y quemaduras—. Y tendrá mi cooperación al cien por cien.
Willi también se acordó de Von Schleicher, diciéndole que aquel animal era un hombre con el que se podía negociar. Y, sin duda, Roehm hablaba más como un ejecutivo empresarial que como el habitual nazi vocinglero.
—Cuando asumí el mando de las
Sturmabteilung
—Roehm cruzó los brazos con aire pensativo— en 1930… apenas contábamos con setenta y siete mil miembros. Sólo un año después habíamos triplicado nuestra fuerza. Y este año la hemos vuelto a doblar. Los problemas para cualquier organización con un crecimiento tan rápido son cuantiosos, se lo aseguro.
Absorber a tantas decenas de miles cada mes y mantenerlos a raya es toda una proeza. Hemos tenido brotes de indisciplina, tengo que admitirlo. Y hemos padecido la falta de líderes capaces. Pero jamás he tolerado ninguna clase de desobediencia y, sin duda, ninguna actividad criminal. La cohesión y la disciplina son de suma importancia para mí. Aunque sólo haya una manzana podrida, ha de ser purgada.