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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (9 page)

BOOK: Los Sonambulos
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Los botines resplandecían incluso desde el otro lado de la avenida.

En Berlín, una ciudad de la que algunos decían que su principal actividad industrial era el sexo, las «Chicas de los Botines» de Tauentzien Strasse eran prácticamente una marca comercial. Había diez mil mujeres registradas a las que las autoridades de Berlín certificaban como profesionales sanas. Millares de ellas más competían a un nivel amateur con un precio más bajo y un riesgo mayor. Todas las Chicas de los Botines tenían su propia categoría: la de las profesionales más cualificadas, puesto que en Tauentzien Strasse un botín no era simplemente un calzado; era un anuncio cuidadosamente coordinado. De la variedad más pervertida.

—¿Un baño de lodo? —podría susurrarte la chica de las argollas de cuero en los tobillos al pasar por su lado; o su amiga la de las botas amarillas hasta la cadera—: Mejor aún, ¿qué tal una refrescante ducha matutina, eh,
Bübchen?

Había guías enteras dedicadas a interpretar el código de colores.

Antes de cruzar la calle, Willi observó a la señorita Putzi Hoffmeyer. Menudo modelito. De cintura para arriba, iba vestida con ropa formal de caballero: levita de frac negra, pajarita y un clavel blanco en la solapa. Perfecto en todos los detalles, incluido la fusta de amazona de piel que llevaba bajo el brazo. El pelo castaño, despuntado en el cuello, engominado y formando unas tensas ondas según la moda imperante, y las manos enfundadas en unos mitones negros. Llevaba los ojos casi con tanto maquillaje como el Gran Gustave. De cintura para abajo, era una
femme fatale.
Unos pantalones cortos de seda negros dejaban al descubierto las ligas y los tirantes que le sujetaban las medias. Y aquellos botines. De piel acharolada, morados, puntiagudos y con un tacón de aguja extralargo, atados hasta arriba con cordones de un color rojo intenso.

Sin guía de la que valerse, Willi fue incapaz de descifrar el significado. Salvo por el hecho de que, a diferencia de las demás chicas que se paseaban casi exclusivamente formando equipos, Putzi se contoneaba por la acera sola, con el cuerpo erguido, se diría que de manera casi inhumana. Willi esquivó dos tranvías y cruzó como una flecha la concurrida avenida.

Un camión hizo sonar su bocina.

Un motorista lo esquivó con un rugido.

En la esquina más alejada, un vendedor de periódicos voceaba los titulares de primera hora de la tarde: «Hitler…
¡Nein
a la vicecancillería! ¡Hindenburg…
Nein
a Hitler!».

—Fräulein. —Willi le dio una palmadita en la espalda a la señorita Hoffmeyer.

La chica se volvió con una sonrisa descarada.

—¿Nos morimos por algo de disciplina? ¡Vaya!, debes de haber sido muy malo… —La sonrisa se desvaneció en cuanto vio la placa—. ¿Qué pasa? Estoy al día. ¿Así que ahora tengo que mostrar mi permiso? — Empezó a rebuscar en su chaqueta—.
Mein Gotl!,
este lugar se está convirtiendo en un auténtico estado policial.

—No estoy interesado en su permiso, señorita. Soy de la Kriminal Polizei.

Willi se dio cuenta de que la chica perdía el color.

—¿Puedo invitarla a una taza de café?

—Es una broma, ¿verdad? Me quiere invitar a un café. Bueno, debe de tratarse de algo realmente malo. Cuénteme, Inspektor. Vamos. Puedo soportarlo. ¿Quién recibe esta vez?

—Por favor. Deje que la invite a un café. Donde quiera.

—¿Donde quiera? ¡Hum! Déjeme pensar. —La chica se dio unos golpecitos en la barbilla con las manos medio enguantadas—. ¿Qué le parece el Romanische, entonces?

Willi tuvo que reconocérselo. Putzi podía haber dicho el Kaiserhof o el Adlon, pero era evidente que aquella chica sabía infligir daño, además de recibirlo. De los cientos de cafés de Berlín, el único en el que por encima de todo no habría querido ser visto con alguien como ella era el Romanische. No es que fuera un local elegante ni terriblemente caro, pero era exactamente la clase de lugar donde seguro que todos lo conocían.

—De acuerdo, pues —dijo Willi— —. Vamos.

Por suerte para ellos estaba prácticamente a dos pasos, porque en cuanto empezaron a caminar, el cielo se oscureció y empezó a caer una lluvia absolutamente glacial.

—¡Me ha salvado de un destino deprimente! —gritó Putzi sin quitarse las manos de encima de la cabeza al pasar bajo la iglesia en honor al Káiser Guillermo. En lo alto, las enormes campanas empezaron a dar las cinco en punto. Willi la cogió del brazo mientras cruzaban la Breitscheidplatz sorteando el tráfico.

En una de las esquinas más concurridas del Berlín Oeste, con sus múltiples salas de techos altos y abovedados, sus innumerables y cómodas sillas de mimbre y una embriagadora mezcla de cafés que enriquecía su ya enrarecida atmósfera, el café Romanische acogía a muchos de los gigantes de la intelectualidad y el arte de Berlín. No es que Willi formara parte de aquella gente, por supuesto, pero Fritz, sí. Allí el periodista y pariente lejano del antiguo káiser era verdaderamente íntimo de casi todo el mundo. Y decididamente todo quisque conocía al mejor amigo de Fritz, a su salvador y compañero de armas, otrora el Detektiv y a la sazón el gran hombre que había atrapado al
Kinderfresser,
Willi.

Max Reinhardt, el ilustre empresario teatral, y Bertolt Brecht, el brillante y joven dramaturgo, ataviado con su característica capa de piel negra, levantaron la vista de su mesa y saludaron con la mano, reparando no sin curiosidad en la Chica de las Botas que le acompañaba. Thomas Mann, el novelista moderno más famoso de Alemania, se levantó para estrecharle la mano y, fascinado, fue presentado a su acompañante. Y a quién podía haber pertenecido aquel pelo que gravitaba desenfrenadamente alrededor de la cabeza, si no al alemán más famoso de todos, Albert Einstein, que dejó su periódico el tiempo suficiente para agarrar a Willi por la manga y susurrarle con vehemencia:

—He decidido marcharme a Norteamérica, Willi. Justo después de Año Nuevo. El ambiente aquí se está enrareciendo. Tú también deberías considerar irte, mientras aún se pueda.

Willi apretó la mano del gran científico y le deseó toda la suerte del mundo.

En cuanto él y Putzi llegaron a una mesa, el policía notó que le daban una fuerte palmada en la espalda.

—¡Viejo zorro! —Fritz lo agarró de los hombros, sacudiéndolo con varonil aprobación. Luego, pasándose un dedo por el bigote, estudió a Putzi desde la cabeza hasta las puntas moradas de sus botas—. Y yo pensando que te pudrías de soledad.

Willi se dispuso a dar una explicación, pero la chica lo cortó.

—Putzi. —Alargó una de sus manos medio enguantadas—.
Enchantée.
Lamento haber convertido esto en semejante secreto de Estado, pero ahora que estamos seguros, podemos decírselo a todo el mundo. Inspektor… ¿cómo te llamas,
Liebchen?
Willi, eso. ¡Willi y yo nos vamos a casar!

Fritz se la quedó mirando de hito en hito como si la chica estuviera irremediablemente loca, y entonces estalló en una carcajada, haciendo que la antigua cicatriz de duelista que le cruzaba la mejilla adquiriera una tonalidad rojo brillante.

—¡Viejo zorro! —repitió, agitando alegremente un dedo hacia Willi.

Apartándose, Fritz simuló que marcaba un número de teléfono, y entonces gritó, articulando exageradamente las palabras:

—¡Llámame, puñetero sabueso!

Putzi y Willi se miraron el uno al otro.

—Lo lamento. —La chica se encogió de hombros sin apenas molestarse en disimular su placer—. Aunque debe admitir que ha sido divertido.

Bajo todo aquel maquillaje resultaba difícil precisar hasta qué punto era guapa, aunque Willi sospechaba que lo era más de lo que permitía ver. Sin embargo, su tipo eclipsaba su cara. Al menos, por lo que hacía al negocio. Los exagerados senos pugnaban con fuerza contra la tela blanca de algodón de la camisa de hombre, y tensaban los botones hasta casi hacerlos saltar. Donde acababa la camisa, las curvas de sus muslos hacían brillar los pantalones cortos de seda negra, y los escasos centímetros de carne blanca y rosada que asomaban por delante de la liga casi resultaban irresistibles. Y aquellas piernas —que Willi advirtió que ella cruzaba lentamente por debajo de la mesa— sin duda eran del tipo Ideal del Gran Gustave.

Una vez les sirvieron lo pedido, la chica engulló con avidez su tarta Selva Negra, como si llevara días sin comer. En cambio, cuando se bebió su café a sorbos, lo hizo extendiendo delicadamente el dedo meñique, sin duda como había visto hacer en el cine.

Mal que le pesara, Willi estaba fascinado. Le parecía como si algo terriblemente real y conmovedor estuviera intentando atravesar el aura de un sueño que la chica llevaba con la misma resolución que su indumentaria.

La chica tragó y dejó la taza del café.

—Muy bien. Vayamos al grano, Willi. ¿De qué se trata?

—Gina Mancuso.

Las últimas migas de tarta cayeron del tenedor de la chica.

—Mein Gott!

—No estamos seguros de que sea la persona que hemos encontrado, pero creemos que sí. Queremos que nos ayude a estar seguros.

—Supongo que no está… viva, ¿verdad?

—No.

Putzi permaneció inmóvil en su asiento, salvo por las lágrimas que de pronto le resbalaron por sus dos mejillas, arrastrando la máscara de rímel por sendas ringleras negras.

—La verdad es que no creía que pudiera estarlo, después de tantos meses transcurridos. ¡Ay!, sus padres quedarán destrozados. Vinieron nada menos que desde Schenectady, Nueva York, para buscarla. —Hundió la cabeza en la servilleta y sollozó— —. Quería a esa chica. La única amiga de verdad que he tenido nunca. ¡Pobre niña! Vino aquí porque había oído decir que no había un sitio mejor, ¡lodo el mundo tiene que ver Berlín! ¡Dios!, le encantaba vivir. Vivir como si el mañana no existiera. Y para ella no existió, ¿verdad?

—¿Dónde se conocieron?

—En un club nocturno de la Kleist Strasse. ¡Qué manera de bailar la de aquella chiquilla! ¿Le parece que tengo buenas piernas? No sea tonto, Willi: le he visto mirarlas fijamente antes. Las de Gina le habrían dejado sin sentido.

A Willi se le hizo un nudo en la garganta al pensar en el aspecto que tenían en ese momento aquellas piernas.

—Fräulein, cuando hablé con su madre antes, me dijo que le había mencionado que Gina andaba con la gente equivocada. ¿A qué se refería?

Los ojos de Putzi, tan verdes y chispeantes aunque extrañamente distantes todo ese rato, se ensombrecieron completamente.

—¿Ha oído hablar alguna vez de Gustave Spanknoebel?

—¿El Gran Gustave?

—Sí, el Grande.

Willi tuvo que hacer un gran esfuerzo para no gritar: «¡Eureka!». Gina Mancuso, la Sirena y la princesa Magdelena Eugenia habían caído todas en las mismas manos. No sólo el doctor Meckel, sino también el Gran Gustave; ambos estaban involucrados. ¿Qué clase de círculo siniestro y malsano era ése? Pero, por otro lado… espera un segundo. La lógica le hizo retroceder un paso o dos. ¿Cómo es posible que me haya dado de bruces en esto de manera tan conveniente, como si algún poder superior lo hubiera organizado todo con suma amabilidad?

—He visto una actuación en vivo del Gran Gustave recientemente. Me pareció absolutamente inocua.

—El espectáculo, por supuesto. Es lo que pasa detrás del telón, Willi. Detrás. Gustave tiene ese yate, ¿sabe? Lo saca a pasear por el Wannsee y el Havel, siempre que el tiempo lo permite. Y da fiestas. Si se les puede llamar así.

—¿Cómo lo sabe? ¿Ha ido alguna vez?

—Gina me contó más que de sobra. Gustave es un nazi importante. Bueno, quizá no tanto, pero se codea con todos los mandamases del Partido. Ha predicho que Hitler llegaría al poder el año que viene.

—Eso he oído.

—Todos acuden a su yate para esas… escapaditas. Tiene a las chicas más guapas de Berlín a mano. Y las hipnotiza. Deja que los hombres hagan lo que quieran con ellas. Todo era diversión y juegos, hasta lo de Gina. —El verde de los ojos de Putzi casi se desvaneció—. Fue la primera que nunca regresó.

—¿Ha habido otras?

—No lo sé. Sólo oigo cosas.

—Fräulein Hoffmeyer, cuando Gina desapareció, ¿informó usted a la policía de lo que sabía sobre el Gran Gustave?

—Lo hice. A todo el que me quisiera escuchar. Pregúnteme si les importó algo. Ya le he dicho que ese tipo tiene amigos. Amigos importantes.

—Fräulein…

—¡Por amor de Dios! Deje de llamarme así. Sólo mis clientes me llaman Fräulein, y sólo después de que se lo ordene. Por favor. Soy Putzi.

—De acuerdo, Putzi. Déjeme que le pregunte una cosa. ¿Cree que hay alguna manera de conseguir que me invitaran a unas de las «excursiones» de Gustave?

Ella lo miró y prorrumpió en una carcajada.

—Perdóneme, Herr Inspektor–Detektiv, Willi. La verdad. Es que no tiene usted mucha pinta de nazi.

—Hay maneras de disfrazarse, Putzi. Creo que de eso sabe un rato.

Ella dejó de reír:

—Supongo que sí.

En sus ojos brilló de pronto el respeto, y sonrió con cierta turbación:

—Conozco a algunas personas. Podría intentar arreglar algo.

—Se lo agradecería de verdad. Quiero poner fin a esta pesadilla. Antes de que desaparezcan más Ginas.

—¿Sabe?, creo sinceramente que lo hará.

Fuera, la lluvia helada se había convertido en aguanieve y una gruesa capa de nieve derretida cubría ya el suelo.

Willi no podía plantarla sin más en la acera.

—Vamos. Llamaré un taxi que la lleve a casa.

—Pero todavía no he ganado ningún dinero.

Willi se metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de cincuenta, lo que para ella era el salario de medio mes.

—Le he robado bastante tiempo.

Un taxi largo y negro se detuvo junto a la acera. Willi abrió la puerta, y cuando ella entró, sus ojos verdes se iluminaron con una gratitud que atravesó de lado a lado el blindaje que el policía había remachado con cuidado alrededor de su corazón.

Willi intentó cerrar la puerta.

—Por favor. —Putzi se lo impidió; parecía más una joven solitaria que una puta con botas—. No es por usted. Es por mí —susurró—. Se lo prometo.

A pesar de todos los impulsos lógicos que seguían actuando en su cerebro, Willi se metió en el taxi.

Y allá se fueron juntos. El detective y la fulana.

Capítulo 8

L
a habitación del ático, dos plantas más arriba del piso de su madre, no era mucho más grande que la celda de una cárcel y casi igual de aireada. En un rincón, una pequeña estufa de carbón servía tanto de calefacción como de cocina, y la única cama que había estaba cubierta por un descolorido edredón de rosas rojas. Una ventana con un cajón de geranios muertos se abría a un profundo patio interior en el que se entrecruzaban las cuerdas de tender la ropa.

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