—¿Y le gustaría saber el número de internos que han desaparecido sólo de una de esas instituciones, el Psiquiátrico de Berlín–Charlottenburg, durante el último año?
—Imagino que siempre hay una cantidad considerable.
—¿Qué le parece doscientos cincuenta y cinco?
—Parece elevado.
Gunther deslizó sobre la mesa una relación mecanografiada que ocupaba varias páginas.
—¿Se escapó toda esta gente?
—Ni uno solo. Fueron sacados. Ochenta y cinco cada vez. En tres evacuaciones realizadas con meses de diferencia.
Willi leyó el encabezamiento de cada una de las páginas.
—¿Qué es esto de «Tratamiento Especial»?
—Nadie parece tener la menor idea.
—Esto es absurdo. —Willi empezaba a enfadarse. ¿Por qué le molestaba Gunther con aquello? —. Alguien tiene que saber quién se los llevó. ¿Por qué dices eme han desaparecido?
—Porque así es, señor. Han desaparecido. En ninguna parte hay registro alguno de adonde fueron.
—Gunther… —Willi tuvo que esforzarse al máximo para controlarse—. No me puedo preocupar de esto ahora.
—Pero ¿no cree que al menos yo debería…?
En la guerra, recordó Willi, cuando habían penetrado en los campos de minas del enemigo, sólo había una manera de lograrlo. Con un pie delante del otro, los ojos clavados al frente justo en el lugar donde tenía que pisar el siguiente pie. Todo lo que tenías a la derecha o a la izquierda era superfluo, una distracción potencialmente mortal. Incluso aunque tu mejor amigo saltara en pedazos por los aires.
—Vas a dejar este asunto inmediatamente, Gunther, ¿me has oído?
El muchacho lo miró asombrado; era la primera vez desde que trabajaban juntos que Willi le había levantado la voz.
—Tienes que averiguar dónde vivía Gina Mancuso, y dónde trabajaba y a quién conocía en Berlín. Nada más.
Willi encontró a Konstantin Kaparov, un hombre afligido y roto, llorando en su suite del hotel Adlon. Se había retirado de la Carrera Ciclista de los Seis Días y, acto seguido, su equipo se había venido irremediablemente abajo.
—No me puedo concentrar. Sólo pienso en mi Magdelena.
Willi deseó poder ofrecer alguna noticia alentadora, pero no tenía más que preguntas. Al menos, ahora Kaparov estaba en mejores condiciones para responder.
—La última vez olvidé decirle… antes de ir a cenar, Magdelena fue al médico… por lo del tobillo. Estaba muy hinchado.
—¿La acompañó usted?
—Sí. El doctor dijo eme sólo había esguince, no rotura. Lo vendó y le dio unas pastillas. Luego nos fuimos.
—¿El nombre del médico?
—Eso no lo recuerdo. Pero me lo recomendaron en la recepción del hotel.
—¿Qué hay del nombre del club al que dice que fueron a cenar? ¿Recuerda eso ahora?
—Encontré una caja de cerillas. Pone «Klub Infierno».
El Infierno. Willi lo conocía. Una cara trampa para turistas bajo la apariencia de uno de los grandes salones decadentes de Berlín. Espectáculos en vivo atrevidos y actuaciones de cabaré.
—También olvidé decirle esto la última vez. Un hipnotizador actuó en el Klub. Para la actuación quería voluntarios en el escenario. Magdelena se levantó. Le gustan las tonterías. Y el protagonismo. Le encanta el protagonismo.
—¿Y logró hipnotizarla? —Willi no pudo evitar recordar lo que Rudy, el portero, había dicho.
—¡Oh, sí! Sí. Fue muy divertido. Me reí mucho. Hizo hablar a Magdelena ¡en chino!
Willi sabía un poco sobre hipnosis gracias a su primo Kurt, un médico que trabajaba en el prestigioso Instituto Psicoanalítico de Berlín. Kurt había sido alumno de Sigmund Freud en Viena, y empleaba la hipnosis en su trabajo. Odiaba a los sinvergüenzas que la utilizaban como un espectáculo grosero.
—¿Recuerda el nombre del hipnotizador?
—El Gran… algo.
—¿El Gran Gustave?
—¡Sí!
Y más que a nadie, Kurt odiaba al Gran Gustave, el mentalista más famoso de Berlín, el «Rey de la Mística», que recientemente había acaparado los titulares de los periódicos —y hecho el ridículo, a ojos de mucha gente— al predecir la toma absoluta del poder por parte de los nazis para 1933.
¿Cómo se encontraba la princesa después de su número de hipnosis?
—Completamente normal —insistió el marido—. Como le digo, hasta unas horas más tarde, cuando se puso el abrigo para ir a comprar cigarrillos.
Willi percibió un rayo de esperanza. Así que la princesa búlgara había sido hipnotizada por el Gran Gustave la noche de su desaparición.
Una vez abajo, Willi consiguió el nombre del médico al que la princesa había sido enviada: un tal Hermann Meckel, especialista en traumatología, que tenía la consulta a unas cuantas manzanas de distancia por el Unter den Linden. Un rápido escalofrío lo sacudió cuando vio con asombro que el nombre de Meckel estaba en la lista de los principales traumatólogos que le había entregado Gunther. ¿Otra coincidencia? ¿Sería posible? Por dos veces ya, algo relacionaba a la princesa desaparecida con la Sirena.
La consulta del médico era excesivamente ostentosa: arañas de cristal y alfombras persas, muebles de caoba. Por desgracia, según la joven y atractiva recepcionista, el doctor no se encontraba allí esa tarde; los martes los dedicaba al trabajo voluntario en la
Klinik.
—Entiendo. ¿Y qué
Klinik
se supone que es ésa?
—La
Klinik
de las SA. En Spittlemarkt.
—Entiendo —insistió Willi.
Así que el sofisticado médico también era nazi.
En la cafetería de la policía, en un intento desesperado por redimirse, Gunther entregó orgullosamente por encima de la comida la última dirección conocida de la norteamericana desaparecida, Gina Mancuso, que había descubierto en el Registro de Alojamiento.
—Y —añadió, la enorme nuez rebotándole arriba y abajo en aquel cuello de jirafa— tenía una compañera de piso, Putzi Hoffmeyer, que aún vive allí.
Willi leyó la dirección: estaba en uno de los barrios más pobres del norte de Berlín.
—Excelente. Iré yo mismo en la primera ocasión que tenga. —Metió la dirección en su libreta—. Gunther, dime una cosa… ¿has estado alguna vez en el Infierno?
—¿Cómo dice, señor?
—El Infierno. El club. ¿Has estado alguna vez allí?
—No. —En la cara larga del muchacho se dibujó una sonrisa histriónica—. Pero, ¡qué caramba!, le aseguro que me encantaría.
—Cómprate un esmoquin. Iremos esta noche. Mientras tanto, averigua todo lo que puedas sobre este tal doctor Hermann Meckel.
El centro médico de los nazis en Spittlemarkt se parecía más a un hospital que a una clínica. Disponía de rayos X, quirófanos y grandes salas atiborradas de guardias de asalto que se habían peleado en las reyertas callejeras con los Rojos. Willi había servido en el ejército el tiempo suficiente para reconocer los galones en la manga del uniforme del hombre que alguien le señaló como Meckel. El buen doctor era un general de las SA.
Las
Slurmabteilung,
Divisiones de Asalto, no eran un verdadero cuerpo militar, sino tan sólo uno de los diversos ejércitos paramilitares privados que la República de Weimar había permitido prosperar en nombre de la tolerancia, pese a que aquello estaba destinado a acabar con la república. En Berlín, el Frente Comunista Rojo había sido igual de poderoso que las SA, pero a causa del trauma de la Gran Depresión, y bajo el carismático liderazgo de Ernst Roehm, la expansión de las SA había sido fulgurante. Su militancia, ataviada con las típicas botas hasta la rodilla, pantalones de montar pardos con camisas a juego, gorras de visera alta y brazaletes de un rojo vivo con la esvástica, había superado recientemente el medio millón de miembros, cinco veces el tamaño del ejército alemán. La función inicial de las SA había sido la de salvaguardar el orden en los mítines políticos nazis. Sin embargo, el Führer descubrió enseguida la conveniencia de usarlas para romper la crisma a sus oponentes, principalmente, aunque en absoluto de manera exclusiva, comunistas. Al final, bajo el mando de Roehm, las SA desarrollaron un extenso programa de servicios sociales: comedores de beneficencia, programas de formación profesional y clínicas gratuitas. Ahora no había pueblo ni ciudad en Alemania que careciera de una unidad de los Camisas Pardas.
—Doktor Meckel. —Willi alzó su identificación.
El médico era un hombre de mediana edad, sin mucho pelo pero con un físico rubicundo y unas manos fuertes y ágiles de pianista. Examinó la placa de la Kripo que Willi le enseñaba, y por un momento la mirada se endureció en sus penetrantes ojos azules. Luego, refulgieron con una luz encantadora.
—¡Vaya, Inspektor Kraus, menudo honor! Por supuesto que lo conozco. ¿Y quién no en Berlín? La manera en que utilizó la penetración psicológica para acosar al Devorador de Niños… fue absolutamente ejemplar. ¿En qué puedo servirlo hoy? Siéntese. Tomemos un café.
—Estupendo. Estoy aquí con relación a una paciente que lo visitó recientemente en su consulta. —Willi sacó la fotografía de la princesa.
El médico la miró como si le trajera el más afectuoso de los recuerdos.
—¡Ah, sí! Marilyn no–sé–qué, ¿verdad?
—Magdelena.
—Sí, claro, por supuesto. Vino a verme por un esguince de tobillo. Hizo un drama de aquello, como siempre hacen algunas mujeres, ya sabe. Se lo vendé y le di unos cuantos comprimidos de codeína. Le dije que evitara en lo posible cargar el peso sobre ese tobillo.
¿Codeína?, se preguntó Willi. ¿Podría ser ésa la causa del estado de perplejidad que Rudy interpretó como sonambulismo?
—¿Cómo eran de fuertes esos comprimidos, doctor?
—De cinco miligramos. Básicamente, por el efecto placebo. ¿Por qué? ¿Le ha ocurrido algo? Usted es de la Brigada de Homicidios. ¿Ella no estará…?
—Espero que no, doctor. Pero la princesa ha desaparecido.
—¡La princesa! —Parecía sinceramente sorprendido.
El sexto sentido de Willi estaba dando saltos mortales: Meckel mentía como un bellaco.
—Sí. Es la hija del rey de Bulgaria. Su padre está deseando que su hija regrese. Al igual que el presidente Von Hindenburg. La policía de Berlín está removiendo cielo y tierra, y puesto que usted fue uno de los últimos en verla, Doktor Meckel, es probable que queramos seguir hablando con usted.
—Sí, faltaría más. Pero ya le he dicho todo lo que sé.
Apareció un camillero.
—Doktor Meckel, ha habido una importante refriega callejera en Wedding. Los heridos están empezando a llegar.
—Herr Inspektor, debe perdonarme.
—Sí, claro, Herr Doktor. Hasta más ver.
B
ienvenidos al Infierno. —La chica del guardarropa guiñó un ojo a Gunther mientras le entregaba un resguardo a cambio de su abrigo.
—Sosiégate, muchacho —le aconsejó Willi—. Recuerda que estamos de servicio.
Entre los círculos de iniciados, el mismísimo nombre de «Berlín» había sido durante más de una década sinónimo de decadencia y depravación, y el Klub Infierno de la sicalíptica Friedrich Strasse proporcionaba una versión especialmente teatral de todo aquello. Camareras desnudas de cintura para arriba con cuernos de diablesas, surrealistas murales del Infierno de Dante, y unos cuantos calderos bullentes con hielo seco que mantenían el lugar envuelto en una niebla perpetua. Gunther estaba en la gloria.
Les dieron una mesa en la platea con una excelente vista del escenario. Willi podía comprender que una princesa provinciana se sintiera extasiada por el teatral encanto de la iluminación y la decoración. Pero ¿quién la había enviado allí? ¿El Doktor Meckel?
Cuando las luces se atenuaron, Gunther se removió en la silla como un niño en el circo. Delante de una gasa de un rojo chillón, que hacía las veces de telón de fondo, el espectáculo en vivo dio comienzo: una sucesión de cuadros vivientes creados por un pelotón de brujas someramente vestidas, que en cada escena describían un instante especialmente lascivo de la historia: Juana de Arco quemada en la hoguera, desnuda de cintura para arriba; Jack el Destripador descuartizando a una mujer de la noche londinense desnuda… Estas eran seguidas por unas composiciones veladas con mujeres situadas detrás de la gasa: principalmente torturas erotizadas, placer forzado,
bondage,
humillación. Un interminable restallar de látigos, palmadas en los genitales y exagerados gritos pidiendo clemencia llenaban la sala. Willi se fijó en que Gunther no sólo estaba embelesado, sino ruborizado hasta la raíz del pelo, y que su cara larga y huesuda pasaba sin solución de continuidad de una tonalidad del rojo a otra del púrpura.
—¡Por amor de Dios! —susurró Willi—. No te comportes como si nunca hubieras salido de la granja.
Es que no lo hice hasta que fui a la Academia de Policía.
—Bueno, pero debías de tener vacas, toros y todas esas cosas.
—Pues claro. Pero ¡nunca se daban azotes unos a otros!
Una acróbata pechugona llamada Helga se retorció enseguida hasta convertirse en una rosquilla bávara; tres negras en
topless
hicieron una demostración del último baile de moda en Nueva York, el shimmy; y un ventrílocuo satánico intentó seducir a una sensual muñeca vestida de colegiala.
Finalmente, las luces se apagaron por completo, a excepción de un único foco que caía sobre el escenario. La sala se llenó de un silencio expectante. Desde las vigas, y por medio de unos cables, descendió un pequeño coro de ángeles medio vestidos con unas mallas de lentejuelas plateadas que transportaban una gran jaula. Dentro, como si estuviera siendo arrojado del cielo al infierno, estaba el Gran Gustave, de frac y chistera, con las manos colocadas teatralmente encima de la cabeza, como si estuviera retorciéndose de dolor.
El público aplaudió frenéticamente.
Una vez encima del escenario, los ángeles lo liberaron y Gustave abandonó su encierro, inspeccionando en silencio su nuevo entorno. Luego, despojándose lenta y deliberadamente de sus guantes blancos, tironeando de cada uno de los dedos, se preparó para dominar cualquier cosa que se interpusiera en su camino.
—Meine Domen und Herren.
—Su grave voz de barítono atronó por la sala—. ¡Así que esto es el infierno!
Todo el club nocturno tembló con las carcajadas.
Gustave era un veterano del espectáculo, según sabía Willi por las diatribas de su primo. Un histrión nato que había llegado a dominarlo todo, desde la doma de leones hasta el mentalismo. Después de treinta años en el mundo del espectáculo, todo en él era de una depurada técnica teatral, desde su cara maquillada de blanco y sus siniestros ojos hasta su exagerada mímica de cine mudo.