—Como una sirena, ¿verdad? —Schmidt sonrió con complicidad.
—Así es como la hemos llamado, señor —dijo otro policía, dejando claro que la broma no era de Schmidt—.
Fräulein Wassernixe.
—Eso me trae sin cuidado. ¿Han avisado al forense?
—Jawohl,
Herr Inspektor–Detektiv —dijo Schmidt con un saludo militar—. Debería llegar de un momento a otro.
—Nunca he visto nada parecido —declaró el doctor Ernst Hoffnung minutos más tarde, después de que Schmidt y los otros hubieran trasladado a la pobre chica a la parte posterior de la ambulancia.
Willi observó mientras el jefe forense revisaba rápidamente el cadáver.
—Marcas de sutura —señaló Hoffnung con certeza—. Alguien forzó esas piernas. Es extraordinario. Por el aspecto que tienen… bueno, mejor me callo. Tendré que abrirlas y mirar. —Hoffnung recorrió de arriba abajo el cadáver, presionando y punzando con sus dedos enguantados, y acabó con un rápido examen del interior de la boca—. Todavía no sé muy bien cuál es la causa de la muerte, pero le diré una cosa: estoy casi seguro de que la chica no es alemana.
Willi había trabajado con Hoffnung las veces suficientes como para no subestimar sus aptitudes, pero aquello era magia.
—¿En qué se basa?
—Las muelas del juicio han sido extraídas. Ni una entre mil alemanas podría permitírselo.
—¿Alguna idea sobre su procedencia?
—El único lugar donde tratan la dentadura así de forma rutinaria es en Norteamérica.
Willi miró al otro lado de la amplia extensión de agua grisácea donde los dos ríos convergían. La lluvia venía del oeste, formando una cortina plateada a medida que atravesaba la tupida red de islas y brazos de río de la otra orilla. Allí, en algún lugar, rumió, sintiendo una docena de ojos sobre él, aquella chica había exhalado su último suspiro.
—¿Quién les avisó de esto? —Se volvió hacia Schmidt.
—Una tal Frau Geschlecht. Vive en esa casa de ahí. El número 17 de Kroneburg Strasse.
Le entregó a Willi un informe escrito con letra borrosa. ¿O era su vista?
Incapaz de observarlo detenidamente, echó una mirada al otro lado de la calle.
La casa era más como un recinto, donde se levantaban varios edificios viejos detrás de un muro alto y blanco. Entrecerrando los ojos, logró descifrar un cartel colocado encima de la entrada: «INSTITUTO PARA LA VIDA MODERNA». Un repentino estruendo retumbó en su cabeza. Un trueno, las primeras gotas de lluvia. Consultó su reloj y vio que eran más de las seis; a las siete tenía una cena a la que no podía faltar. Regresaría por la mañana.
La lluvia lo alcanzó, y cuando llegó a la avenida Kurfürstenamm, o Ku–damm, como la llamaban popularmente —el Broadway de Berlín—, su veloz y pequeño BMW se vio irremediablemente atrapado en medio del tráfico. Cuando era niño, los vehículos a motor eran una rareza, incluso en la Ku–damm. A esas alturas, y a pesar de las señales de tráfico, entre los automóviles, camiones, tranvías, motocicletas y autobuses de dos pisos, era más rápido caminar por el magnífico bulevar que conducir por él. Todos los adornos de escayola de los edificios, todas aquellas volutas, conchas y rosas del pasado, habían sido arrancados y sustituidos por el racionalismo del acero y el cristal. Miles de anuncios de neón parpadeaban desde las elegantes fachadas, los rojos y los azules desdibujándose bajo la lluvia, desangrándose en los charcos, hipnotizándolo mientras avanzaba lentamente junto a las aceras atestadas de gente que salía a raudales de los cines y los abarrotados cafés y se arremolinaba ante los esplendentes escaparates de los grandes almacenes. Gentío, neones, ruido… Berlín seguía adelante. Pese a todo.
Nunca dejaba de hacérsele un nudo en la garganta cada vez que pasaba junto a la Joachimstaler Platz, donde habían matado a Vicki. Un camión se había subido a la acera una mañana y se había empotrado en el ventanal del café donde ella estaba sentada. Un cristal le había seccionado la arteria carótida. Dos años, y el dolor sólo había remitido ligeramente. Pero la imagen de Stefan y Erich, que lo esperaban a unas cuantas manzanas de distancia, lo animó.
Llegó con más de media de retraso al café Strauss, un establecimiento colosal en la Tauentzien Strasse que parecía albergar a cientos de camareros con guantes blancos. Incluso a través del atestado comedor, los niños lo divisaron y empezaron a gritar:
«¡Vati!¡Vati!
¡Estamos aquí!». Willi vio a la maternal abuela de los niños, Frau Gottman, ataviada con un traje ribeteado en piel y sombrero negro, que los miraba ceñuda por semejante demostración de júbilo, que atraía las miradas sobre ellos como si fueran pigmeos. Y luego a él, por llegar tarde. Sin embargo, Stefan, de ocho años, y Erich, de diez, que no eran de los que se dejaban intimidar por la etiqueta, saltaron de sus sillas con las servilletas aún metidas en los cuellos de las camisas, y se arrojaron a sus brazos.
Tras la muerte de Vicki, él y los Gottman habían acordado que quizá fuera más saludable para los niños quedarse en Dahlem con la familia materna. Los Gottman tenían una gran villa, con un gran jardín, y la hermana pequeña de Vicki, Ava, podría cuidar de ellos mientras terminaba la carrera. Milagrosamente, el arreglo había dado resultado. Los niños estaban creciendo sanos y fuertes, y la artífice del milagro era Ava. Con qué satisfacción contemplaba ella la felicidad de los chicos, se percató Willi al abrazar a los niños. Él siempre había pensado que se parecía a Vicki, aunque en una versión ligeramente más pragmática; pero el amor que sentía por los niños hacía que el parecido fuera aún mayor.
Cuando Willi se sentó entre los niños, que engancharon sus pequeños brazos en los suyos, Frau Gottman se caló su sombrero negro con plumas. Una gran belleza, otrora actriz de la escena vienesa, poseía un consumado repertorio de sutiles recursos emocionales.
—Es más que evidente que sabías que la cena era a las siete. —Y señalar la culpa era uno de los que mejor sabía manejar.
Por lo general, la cena de los domingos se hacía en casa de los Gottman, y de vez en cuando Willi llegaba tarde. No pasaba nada; era un largo viaje desde la ciudad, así que se lo perdonaban. Pero ese día los Gottman habían llevado a los niños a la ciudad para ver la Puerta de Ishtar, así que para Frau Gottman no había ningún motivo razonable para la tardanza de Willi, puesto que vivía a un paso del restaurante.
—Si quieres saberlo —dijo Willi con mayor sequedad que la pretendida—, se trataba de un asunto policial. El cuerpo de una joven en el Havel.
Su suegra abrió los ojos como platos. ¡Cómo decía esas barbaridades delante de los niños! Pero sus hijos no eran de los que se inquietaban por su trabajo, y él lo sabía. Cuando la mujer empezó a juguetear con sus perlas, Willi alargó la mano y le dio un apretón en la suya, lo que le ganó una leve sonrisa. Después de todo, ambos habían perdido a Vicki, y ambos vivían en una Alemania que por semanas empeoraba para gente como ellos.
Para los Gottman, para la mayoría de los judíos alemanes —para sus propios padres, si hubieran vivido lo suficiente—, era incomprensible que se hubiera hecho detective. Siglos de opresión habían convertido en anatema las carreras profesionales en las fuerzas del orden. La policía era el enemigo, el instrumento de los tiranos. Si tan interesado estaba en la ley, ¿por qué no se había hecho abogado? Pero no, se había hecho poli. Y se había hecho famoso por eso. Para un hombre con un arraigado sentido práctico como Max Gottman, fundador de Lencería Gottman, lo que importaba eran los logros, no la sensibilidad burguesa.
—Bien sabe Dios, Bettie —dijo, dirigiendo a su esposa la más severa de sus miradas—, que es la policía la única que mantiene algo de estabilidad en este país. El hombre sirve a la república, no al zar. —Se volvió hacia Willi con una expresión de preocupación—: ¿Cómo estás, hijo mío? ¿Qué tal ese terrible resfriado que tenías?
Después de que los niños hubieran recitado un rosario de éxitos escolares —Erich había sacado la nota más alta en un examen de geografía, y Stefan tenía un papel en el festival de invierno de primaria—, Willi le preguntó a Ava cómo iban las cosas en la universidad.
—Willi, no me digas que lo has olvidado. Ya estoy licenciada. Desde hace año y medio.
Willi se puso rojo.
—¡Sí, claro! ¡Qué tonto soy! —Examinó su plato como si hubiera algo escrito en él—. Entonces, ¿qué estás haciendo ahora? Además de criar a los niños tan magníficamente.
A veces le resultaba realmente difícil mirar a Ava, por el tremendo parecido que guardaba con su difunta esposa. La misma piel aterciopelada, los mismos ojos castaños, aquella larga y elegante curva del cuello.
—Te lo he contado una docena de veces. Tengo un trabajo a tiempo parcial.
—Sí. Lo siento. ¿Y haciendo qué, una vez más?
—Soy corresponsal, Willi. Envío reportajes sobre lo que sucede en la universidad a uno de los grandes periódicos de Ullstein.
—Eso es fascinante. Ya sabes que mi viejo camarada de armas, Fritz…
—Claro que lo sé, no seas tonto. Es para Fritz para quien trabajo.
Willi se percató de la desconcertada sonrisilla de Ava. «¡Qué bien vives en tu pequeño mundo!», parecía decir.
Vicki tenía un aire muy sofisticado. Por más que la hubiera mirado al cabo del día, siempre acababa pensando que alguien debía mostrar aquella actitud en una de las vallas publicitarias de la Potsdamer Platz, tal era su perfección, tal la gracia inconsciente que rebosaba. Por su parte, siempre había pensado que el sitio de Ava estaba más detrás de la cámara que delante de ella. No es que careciera de encanto, sino que estaba dotada de una elegancia diferente: la que confiere un agudo intelecto y el arte. Y a él le complacía saber que su cuñada ejercía la profesión de escritora. Lo que hiciera con Fritz era harina de otro costal.
—Entonces… ¿cómo están las cosas en la universidad?
El castaño de los ojos de Ava se ensombreció rápidamente.
—Pues muy mal. Hace un año, nadie lo diría. Todos los estudiantes han salido corriendo en masa para unirse a los nazis. El cuerpo docente antinazi está siendo boicoteado, y los profesores y estudiantes judíos reciben cartas amenazantes diciéndoles que se larguen. En los institutos, la situación no es diferente. Erich todavía no se ha quejado al respecto, pero soy yo quien lo va a recoger a la
Volksschule.
Y no pasa una semana sin que aparezcan más estudiantes con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas. No sé hasta cuándo las cosas allí seguirán siendo tolerables para él.
Willi se sintió como un hombre a bordo de un transatlántico que de repente se ve con el agua en los pies.
—Pero… ¿qué insinúas, Ava?
—No lo sé. —Ava arqueó una ceja exactamente como Vicki acostumbraba hacerlo—. Tal vez tendríamos que enviarlo de nuevo a La Joven Judea, con Stefan.
—Erich. —Willi miró a su hijo mayor—. ¿Tienes problemas en la
Volksschuk
por ser judío?
Erich se puso pálido; dio la sensación de estar a punto de decir algo, y se detuvo. No era un niño reservado con las palabras.
A Willi aquello le dijo más que suficiente.
—¿Puedes terminar el semestre? —preguntó, alarmado—. Sólo son, ¿qué?… ¿otras dos semanas?
Erich sacudió la cabeza:
—No es tan malo,
Vati.
De verdad.
—Durante las vacaciones ya estudiaremos la situación y tomaremos las medidas pertinentes. ¿Qué te parece?
Erich asintió con la cabeza. Willi se fijó en que el niño se limpiaba rápidamente las lágrimas.
Después del plato fuerte, el abuelo ordenó a los niños que fueran a echar un vistazo al mostrador de los postres.
—Tomaos vuestro tiempo. Examinadlos todos con atención antes de escoger —les advirtió, sabiendo que había expuestas docenas de tartas con crema y afiligranados pasteles de múltiples pisos.
En cuanto los niños se fueron, la sonrisa jovial desapareció de su rostro.
—Willi, escúchame. —Su voz descendió hasta convertirse en un susurro tembloroso—. Sé que no estás metido en política, que tan sólo eres un Inspektor–Detektiv de la policía. Pero sirves al gobierno, y tienes amigos. Así que te pido, mejor dicho, te suplico, que si tienes o si alguna vez llega a tu conocimiento la más leve pista de lo que va a suceder… me prometas que me lo harás saber, ¿de acuerdo? Ocurre que tenemos todo el dinero inmovilizado en el negocio. Si pasara algo, bueno… Pienso en los niños, en su futuro. Si ha llegado el momento de irse, quiero saberlo antes de que sea demasiado tarde.
—¿Irse? ¿De qué estás hablando?
—De vender la empresa. De liquidar mis activos y transferir el dinero al extranjero.
—¿Y por qué narices habrías de hacer eso? —A Willi se le hizo un nudo en la garganta—. Todos están en el mismo barco. Inglaterra, Francia, incluso Norteamérica… todos tienen el mismo número de parados.
—Pero ellos no tienen a los nazis. —Max abrió los ojos de par en par—. ¿Y si, Dios no lo quiera, esos maníacos consiguen hacerse con el poder? ¡Con las cosas que prometen! ¿Cómo puede alguien tomar una elección racional en una atmósfera así, sin saber lo que deparará el futuro?
Willi respetaba enormemente a su suegro, pero en su interior explotó una furia que hizo que le entraran ganas de cogerlo de las solapas y zarandearlo hasta que recuperara la cordura. ¿Irse? ¿De qué estaba hablando? ¿Es que el miedo había aplastado toda lógica? Seguían teniendo una constitución, ¿verdad? Y un ejército. Y leyes. ¿Tan poca fe tenía Max en Alemania, en sus hermanos alemanes, que pensaba que se venderían a una banda de criminales? ¿Acaso hombres como Willi habían luchado, derramado su sangre y muerto en la Gran Guerra y ganado la Cruz de Hierro al valor tras las líneas francesas, para que hombres como Max tuvieran que hacer las maletas y salir corriendo?
L
a Alexanderplatz —o la Alex— era el centro neurálgico de Berlín, una plaza que se desparramaba sin orden ni concierto entrecruzada por líneas de tranvía, atestada de vehículos a motor, bicicletas y peatones, y enmarcada por dos de los mayores templos del consumo de masas de la ciudad: los grandes almacenes Wertheim y Tietz. Debajo de todo aquello se situaba la nueva estación del U–Bahn, un nudo ferroviario donde confluían varias de las líneas de metro más concurridas de Berlín, y por encima, la estación del S–Bahn, cuyos trenes elevados circulaban a toda velocidad hacia los rincones más remotos de la metrópolis. La Alex también albergaba el inmenso y viejo edificio de la Dirección General de la Policía, que ocupaba una esquina completa del costado suroriental de la plaza, un edificio mastodóntico cubierto de hollín, construido en la década de 1880, con seis plantas de altura y varias cúpulas que recordaban a las de las iglesias. Abrigo y sombrero ya en mano, Willi atravesó la entrada Seis a las ocho en punto de la mañana.