El día anterior había paseado por aquellos mismos jardines con Putzi, exactamente como le había prometido. Habían paseado tranquilamente por los viejos senderos de caza de los káiseres, se habían sentado junto a los arroyos y arrojado centavos al estanque de las carpas. Qué maravilloso había sido mostrarle a Putzi el blanco Palacio de Bellevue y la altísima Columna de la Victoria, aquellas referencias de Berlín sobre los que ella jamás había posado los ojos; como una turista de algún lugar remoto. ¿Qué estaría haciendo en ese momento?, se preguntó Willi. ¿Seguiría tumbada en la cama? ¿O estaría en el baño, lavándose?
Tardó una hora en llegar al otro extremo del Tiergarten. La gente que ya estaba allí se dejaba caer sobre los bancos, se quitaba los zapatos a pesar del frío y se frotaba los pies. El magnífico edificio gris del Reichstag que surgía de entre los árboles con su dedicatoria, «Al pueblo alemán», parecía medio amortajado en la niebla. Para entonces, unas patrullas de policía a caballo se estaban desplegando ya a su alrededor, preparándose para las manifestaciones masivas. O para otra revolución. O para un golpe de Estado militar. O para el regreso del káiser.
En esos días sólo Dios lo sabía.
Delante en línea recta se alzaba la magnífica Puerta de Brandeburgo, coronada por su diosa y su carruaje de oro, el símbolo por excelencia de Berlín. Probablemente, Putzi tampoco la hubiera visto jamás. Mientras pasaba por debajo de sus gigantescas arcadas, el tiempo mismo pareció detenerse. De repente, Willi se encontró de nuevo en 1915, marchando hacia la guerra. Su madre y su hermana agitaban los pañuelos entre la multitud. Y de nuevo en 1923: otro uniforme, otra banda de música. En esta ocasión un detective de policía hecho y derecho, y entre el público, su esposa y su bebé para animarlo. Cada hebra y cada fibra de su memoria, se percató, acababan en esa ciudad.
Más allá de la puerta, en la Pariser Platz, se sumó a la masa de coches y peatones que inundaban el Unter den Linden, de cuyos famosos tilos alineados, entonces pelados, colgaban innumerables luces navideñas. Pasó junto a las embajadas francesa y británica, el hotel Adlon, la concurrida esquina de los cafés de Friedrich Strasse: el Schon, el Bauer, el Kranzler, el Victoria. Las elegantes damas sentadas en las terrazas abrigadas con chaquetones y guantes blancos, bebiendo café a sorbos y comiendo
Brötchen,
mientras observaban el caos provocado por la huelga. Una vergüenza, un escándalo. El nuevo gobierno era de chiste; y con todas sus promesas, Von Schleicher no hacía más que empeorar las cosas.
Pasó por el Palacio del Príncipe Heredero, por el gran Teatro de la Opera de Schinkel, por la catedral de Berlín… El centro de la ciudad era gigantesco, rimbombante. Ni de lejos tan hermoso como París o Roma; ni tan distinguido como Londres; ni tan excitante como Nueva York. Pero bullicioso, sí. Vivo. Su hogar.
Al otro lado del puente más elegante de la ciudad, con estatuas de mármol de dioses griegos flanqueándolo a ambos lados, se alzaba el barroco
Stadt Schloos,
el palacio urbano de los Hohenzollern. Durante quinientos años la dinastía había gobernado desde aquel ciclópeo palacio marrón, el corazón absoluto del Berlín imperial. Entonces, prácticamente de la noche a la mañana, habían sido derrocados y se habían exiliado. En ese momento, el edificio estaba vacío y nadie tenía muy claro qué hacer con él. Qué hacer con Alemania.
Mientras recorría penosamente la ciudad manzana tras manzana, en su cerebro empezaron a revolotear los recuerdos de la larga marcha hasta casa de 1918, la del derrotado ejército alemán que volvía sobre sus pasos por la ruta de la invasión de 1914: el norte de Francia, las llanuras de Bélgica, vuelta a cruzar el Rin. Pueblo tras pueblo, una ciudad tras otra, no habían encontrado más que escombros ennegrecidos. En aquella ocasión, Alemania se había ahorrado todo aquello. Dios no lo quisiera, pero ¿y si hubiera otra guerra? ¿Ya con una aviación y unos carros de combate desarrollados y una artillería más letal de lo que nadie hubiera imaginado quince años atrás? Una imagen grotesca llenó su mente: todo Berlín, todas las majestuosas avenidas y concurridas calles que acababa de transitar, los palacios y los parques, la ópera, el Reichstag, todo hasta la Kürfurstendamm… convertido en un mar interminable de ruinas.
Era demasiado terrible para pensar en ello.
Cuando llegó a la Alexanderplatz, los pies le palpitaban. La enorme plaza parecía vacía sin los tranvías y autobuses. Por suerte, se suponía que la huelga sólo duraría hasta la una; al menos conseguiría algo en lo que volver a casa… si no un asiento.
Antes de subir a su despacho, se detuvo en el Alexander Haus para ver a su conservadora de papel. La buena mujer no había conseguido llegar al trabajo, cosa nada sorprendente, y Willi no esperaba que fuera a ir caminando desde Dios sabía dónde. Pero eso significaba que no podría recoger su documento hasta después de Navidad. ¿Qué podía hacer? Estaba hambriento y helado, y el centelleante letrero rojo del café Rippa lo atrajo a su interior.
Mientras disfrutaba a conciencia de un cuenco de sopa caliente, percibió de súbito una presencia extraña sobre su hombro. A punto estuvo de dejar caer la cuchara: la imponente figura de Kai, el antiguo Apache Rojo convertido en nazi, surgió ante él. Durante un instante Willi temió lo peor, pero al ver al muchacho vestido de nuevo con un poncho de lana verde, los ojos maquillados de negro y el pendiente de oro colgando de su oreja, respiró aliviado.
—¡Kai! ¿Has desayunado? ¡Vaya!, ¿qué ha pasado con tu nueva situación?
—Eso no era para mí. —El muchacho contrajo sus marcadas facciones en una mueca cuando se unió a Willi en la mesa y encendió un cigarrillo—. El uniforme es demasiado feo. Además —expulsó el humo, y su sonrisilla se tornó virtuosa—, Roehm es un cerdo. Y si le voy a poner el culo a un cerdo viejo y seboso, preferiría que me pagaran por ello.
—Entiendo. —A Willi le pareció que la cosa tenía lógica.
—¿Se puede creer lo de esta huelga? —Los brillantes ojos azules de Kai volvían a destilar rebeldía—. ¿En la víspera de Navidad? Que jodan a esos nazis. Y a los comunistas.
Willi compartía sus sentimientos.
—Kai, tal vez… pudiéramos ayudarnos mutuamente otra vez.
Al chico se le iluminó la cara, y eso hizo que Willi no diera toda la mañana por perdida.
Cuando se quitó el sombrero al entrar en la Dirección General de la Policía, el olor a cera del vestíbulo activó automáticamente la mente de Willi. Entonces decidió que se llevaría de vacaciones a casa los expedientes de los principales cirujanos ortopédicos de Alemania y que los volvería a examinar con lupa. Ya se los había leído docenas de veces, pero salvedad hecha de lo relativo a Meckel, no había nada. Ni uno de aquellos médicos había escrito algo sobre trasplantes de huesos, y ninguno estaba afiliado al Partido Nazi. Aunque uno, Rudolf Kreuzler, jefe de la Unidad de Traumatología del Hospital de la Caridad, tenía entre los miembros de su personal a un joven cirujano llamado Oscar Schumann, el mismo apellido que su amigo de la posada de El Ciervo Negro. Pero ¿y qué? En Berlín había montones de Schumann, y hasta el momento nada de lo que había podido encontrar sobre éste lo relacionaba con Meckel ni Spandau. En cualquier caso, y aunque sólo fuera por cautela, después de las fiestas navideñas tenía intención de visitar al sujeto en cuestión. También tenía el propósito de visitar al general Von Schleicher y asegurarse de que el canciller supiera de qué manera su compañero Ernst Roehm había manejado el caso Meckel. No es que el hombre no tuviera ya bastantes preocupaciones, con los nazis y los comunistas conspirando contra él, pero…
No le sorprendió descubrir que Ruta había conseguido llegar; la mujer caminaría bajo el fuego de la artillería con tal de llegar al trabajo.
—¿Qué tal fue la excursión, Inspektor? —La mujer estaba moliendo briosamente café en su molinillo. Por un momento, Willi había pensado que lo iba a llamar «cerdo judío».
—¡Ah, bien, bien! Un paseo nunca hace daño a nadie.
—Por supuesto que no. Mírese las mejillas… qué lozanas y qué buen color que tienen. Está más guapo. Lo cual es excelente, porque una preciosa mujer está esperando para verlo. Lleva ya más de una hora.
Willi se quitó el abrigo.
—¿La misma de la última vez? —preguntó.
—No, Herr Inspektor–Detektiv. —Ruta apenas se molestó en disimular su regocijo—. Otra. Quizá no tan sensual, pero muy bonita. Y elegante.
—Bueno. Debe de ser mi nueva colonia.
—¡Tonterías! Es usted un hombre guapo. Un solterón de lo más apetecible.
Se sorprendió de encontrar a su vieja amiga Sylvie, la ex esposa de Fritz, sentada junto a su mesa, por supuesto elegantísima con un traje negro brillante y un velo de encaje rojo que le cubría la mitad de la cara. Hubo una época en que ella y Vicki habían sido como hermanas.
—¡Willi! —Aplastó un cigarrillo—. ¡Por fin!
—No me digas que pasabas por aquí.
Sylvie se rió, cruzando sus piernas largas y delgadas.
—Au contraire.
He tenido que luchar a brazo partido con sacerdotes y viejas para conseguir un taxi.
—¿Y qué te trae por estos lares?
A través del velo, Willi distinguió una expresión de decepción. Hacía ya bastantes meses que ella le había dado a entender que, puesto que Vicki había muerto y que lo de ella con Fritz estaba acabado, bueno… Sin duda era una mujer más adecuada para él que Putzi. De buena familia y educada, y muy guapa, como había dicho Ruta. Y con unas piernas divinas. Pero ella no era su tipo; nunca lo había sido.
Bueno, ¿y qué podía hacer él?
Sylvie se levantó el velo. Del interior de su bolso de cocodrilo sacó un periódico cuidadosamente doblado y lo extendió sobre la mesa. Willi lo reconoció de inmediato:
Der Stürmer,
la revista más obscenamente antisemita de todas las publicaciones nazis. El dibujo de la primera plana de un judío de nariz aguileña y aspecto diabólico era el consabido. Sólo que, en esa ocasión, como Willi se percató… la caricatura era de él. Justo encima, el titular proclamaba: «El Inspektor judío Kraus, ¡un agente rojo!».
—Sabes que ni en un millón de años te habría enseñado algo así —balbució Sylvie, más roja que su velo—. Pero creo que debes saberlo. Sigue. Léelo.
Como si fuera necesario convencer aún más al público sobre la corrupción de la policía de Berlín…, según fuentes internas, la Unión Soviética paga al Inspektor más famoso del departamento —el judío Willi Kraus— para que fracase en el caso de la desaparecida princesa Magdelena y, con ello, desestabilizar las armoniosas relaciones entre Alemania y el reino de Bulgaria. Se dice que el presidente del Reich, Von Hindenburg…
Willi apartó el periódico:
—¿Y qué esperabas que publicaran?
—Ésa no es la cuestión. —Su delgada figura se irguió—. Ahora estás en su punto de mira, Willi. ¿No te das cuenta?… Una vez que empiezan, no aflojan nunca.
—¿Y qué quieres que haga yo?
Las mejillas de Sylvie palidecieron.
—Si tuvieras dos dedos de frente, saldrías del país. Hasta que todo este lío se aclare.
—¿Y si tuviera menos de dos dedos?
Ella se encogió de hombros con impotencia:
—Entonces no tengo ningún consejo que darte. Sólo que, si alguna vez necesitaras… —Le pasó una tarjeta con su dirección—. Haré todo lo que pueda para ayudarte.
A Willi se le hizo un nudo en la garganta.
—Gracias. —Se obligó a sonreír—. Es realmente amable por tu parte, Sylvie. Recemos para que nunca tenga que tomarte la palabra. Bueno, ¿qué tal una buena taza de café?
El día de Navidad fue dichosamente tranquilo. Bajo la ventana de Willi los tranvías volvían a chisporrotear y traquetear para tranquilidad de todos. A mediodía, telefoneó a su familia. Estaban disfrutando de lo lindo. Habían estado en el Louvre, y paseado en barco por el Sena, y al día siguiente iban a ir a Versalles. Cuando colgó, la terrible añoranza que sentía por ellos hizo que le doliera la garganta.
Se tiró todo el día en pijama sin hacer nada, salvo leer y releer aquellos condenados expedientes. Era inútil. No se podía concentrar. Se quedó mirando las fotografías de la pared, desde las que sus antepasados lo miraban de hito en hito. Sylvie era la tercera persona esa semana que le había dicho que se marchara de Alemania. La cosa empezaba a ponerse pesada. Su familia llevaba allí, ¿cuánto: desde los tiempos de Carlomagno? ¿Por qué alguien habría de pensar que haría las maletas sin más y saldría corriendo? Y sin embargo… no podía dejar de preguntarse, si alguna vez tuviera realmente que irse… ¿adónde?
A tomar un baño caliente, se dijo.
Al meterse en la humeante bañera, intentó imaginarse a la pobre Gina Mancuso metiéndose en el agua helada aquel día. El Havel era un río anchísimo, casi como un lago en algunas partes. Si había intentado escapar, reflexionó Willi, sumergiéndose en el agua hasta que la espuma le llegó a las orejas, tenía que haber habido algún sitio hacia el que nadara, ¿no? Una isla, quizás, u otra orilla; algún sitio antes de que el río se ensanchara. Y desde el que se pudiera llegar a Spandau flotando.
Salió de la bañera de un salto.
Hoffhung dijo que la chica había muerto a los veinte minutos de meterse en el agua, unas seis o siete horas antes de que la encontraran. Aquellas corrientes eran fuertes, pero el tiempo transcurrido acotaba la distancia. Se envolvió una toalla por la cintura y fue a buscar un mapa de Berlín.
Aunque, en cuanto lo desplegó sobre la mesa, un violento golpeteo en la puerta lo paralizó.
—¡Kraus!
Aufmachen!
—se oyó gritar desde el descansillo.
Sin duda, no era Santa Claus. ¿Tal vez una delegación del «negociante» Ernst Roehm?
De un brinco echó mano de su albornoz, cogió una pistola y se apostó junto a la puerta, goteando espuma todavía.
—
Machst
auf,
idiota! Soy yo. ¡Fritz!
—Mensch!
Casi me matas del susto.
Willi abrió la puerta. Fritz, vestido con chistera, esmoquin y una larga capa negra sobre los hombros, apareció en el umbral con los brazos llenos de botellas de champán.
—Sabía que estarías escondido aquí. —Fritz entró sin ningún protocolo, y sus ojos vidriosos proclamaron la ventaja que llevaba en el asunto—. Y no podía soportar la idea de que te pasaras todo el día de fiesta… —Entonces reparó en la pistola—. Willi…