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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (17 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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Como era normal, el maestro de flauta pronunció unas palabras al principio, resumió el año transcurrido y aclaró alguna de las piezas que estaban en el programa. Luego comenzaron los jóvenes principiantes con sus representaciones, una forma de actuar que estaba probada, ya que eran los que sufrían en mayor grado de miedo escénico y no había que dejarlos esperar demasiado.

El principio fue lento. El primer alumno olvidó una repetición, perdió el compás cuando se percató de ello y se puso a tocar cada vez más y más deprisa para terminar cuanto antes. Hubo algunos rostros con sonrisitas indulgentes y el alumno recibió pese a todo unos aplausos cuando inclinó la cabeza, roja hasta las orejas. La segunda alumna, una mujer más vieja, sorprendió al propio Opur con la desacostumbrada fluidez de su ejecución. Por lo visto esta vez había estado ensayando de verdad. Y poco a poco el concierto se fue volviendo más ágil, a veces incluso verdaderamente bueno y Opur percibió poco a poco que iba desapareciendo la tensión que no le había abandonado durante los últimos días.

Y entonces Piwano comenzó a tocar.

En el momento en que posó la triflauta en los labios y sopló el primer tono, un escalofrío atravesó a los oyentes. De pronto, la habitación se llenó de electricidad. Las cabezas miraron hacia arriba y las espaldas se enderezaron, como llevadas por unas cuerdas invisibles. En el momento en que surgió el primer sonido de su flauta estaba claro que surgía una estrella. A su alrededor había tonos grises, aquí había colores. A su alrededor había trabajo con éxito, aquí perfección sin esfuerzo. Era como si se abriera un cúmulo de nubes y lo atravesara un rayo de pura luz.

Piwano tocó el
pau-no-kao
, una ligera pieza polifónica que también había tocado antes uno de los otros alumnos. No tocó nada que no hubieran tocado otros antes que él, ¡pero cómo lo tocaba!

El propio Opur, que le había escuchado tocar interminablemente cosas más difíciles y que tenía la opinión más alta de él, estaba como petrificado. Era una revelación. Con aquella simple pieza, el magro joven rubio consiguió finalmente madurar sobre sí, alcanzar como en un salto cuántico un nuevo nivel del arte de la triflauta. Con aquella simple pieza superó a todos los otros que estaban junto a él, los envió a sus lugares y dejó bien claro de una vez por todas quién era el principiante y quién el maestro. Nadie podría después acordarse de alguna de las otras piezas y todos se acordarían de ésta.

Sus dedos bailaban tan ligeros y sin esfuerzo sobre las flautas como otros respiran o hablan, ríen o aman. No se conformaba con la polifonía de la pieza, sino que la utilizaba para que el mismo tono de la flauta de metal tuviera otro matiz que el de la de madera, cambiaba los tonos entre las flautas y creaba así movimientos subliminales y contrarios. Jugaba con la tendencia de la flauta de cristal a volcarse en agudas disonancias cuando se soplaba demasiado fuerte, para conceder un dramatismo a ciertos pasajes que nadie jamás había conseguido obtener antes.

Los otros tocaban sus triflautas. Aquel hombre se volvía uno con ella, se había olvidado completamente de sí mismo, en una entrega total.

La mayor parte de los oyentes en realidad no entendían lo que estaba haciendo, pero todos percibieron que algo nunca visto sucedía ante ellos, que en esta pequeña y pobre habitación acababan de echar un vistazo a un mundo maravilloso y olvidado. Dios había estado aquí. Dios existía. Bailaba dentro de una música como hacía siglos que los hombres no habían oído y todos contenían el aliento.

Y cuando todo hubo pasado y Piwano aceptó el aplauso con una sonrisa ensimismada, el miedo embargó a Opur.

Vinieron dos días más tarde, poco antes de la salida del sol. Abrieron de una patada la puerta, sin aviso, y antes de que Opur se hubiera levantado de su lecho, la casa estuvo llena de soldados, rudas órdenes y botas atronadoras.

Un gigante de barba morena con el uniforme de cuero de la patrulla del gremio se acercó al maestro de flauta.

—¿Sois vos Opur? —preguntó con voz de mando.

—Sí.

—Estáis bajo sospecha de esconder a un navegante desertor de la flota del Emperador.

Aunque todo en él temblaba, enfrentó la mirada del soldado con una frialdad valerosa.

—No sé nada de ningún navegante —dijo.

—¿No? —El barbudo entrecerró un ojo para contemplarle con odio desde el otro—. Bueno, ya lo veremos. Mis hombres están revisando la casa.

No podía hacer nada para oponerse. Opur concentraba toda su fuerza en mantener su actitud y parecer que no estaba afectado. Quizás tuvieran suerte.

Pero no tuvieron suerte. Dos soldados subieron por la escalera trayendo a un asustado Piwano y le presentaron con una risa triunfal al comandante.

—Bien —gritó éste—. Estibador Piwano, tercer grupo de estibadores del
Kara
. Antes o después os pillamos a todos. Y todos, todos, lo lamentan.

El maestro de flauta se puso delante del comandante de la patrulla y cayó de rodillas.

—Os lo pido, tened piedad —rogó—. Él es un mal navegante pero un buen tocador de flauta. Sus dones en esta vida no son los fuertes hombros de un navegante imperial sino sus dedos de flautista…

El comandante miró con desprecio al anciano.

—Si sus dedos de flautista impiden que sirva a nuestro señor el Emperador, entonces es nuestro deber ayudarle —se burló, y tomó la mano derecha de Piwano y la aplastó con rudeza sobre la barandilla de la escalera. Luego echó mano a su pesado bastón de madera.

Una rabia brutal atravesó a Opur cuando se dio cuenta de que el hombre pensaba romperle los dedos a Piwano. Sin pensárselo, se alzó y golpeó al soldado en la barriga con toda su fuerza, multiplicada por el miedo por Piwano. El comandante, que con lo que menos había contado era con un ataque físico del anciano maestro de flauta, se dobló con un ruidoso jadeo, tropezó y cayó. Piwano quedó libre.

—¡Corre!

Piwano se movió de pronto con una destreza propia de una comadreja, algo que Opur no había nunca visto en su soñador pupilo, si se exceptuaba cuando estaba tocando la flauta. El joven saltó al vacío con un hábil movimiento por encima de la barandilla de la escalera, antes de que ninguno de los soldados pudiera reaccionar.

Opur volvió en sí y se lanzó hacia la ventana, la abrió de un golpe y tomó la caja que contenía su propia flauta. Abajo, Piwano salía corriendo precisamente en aquel momento de la casa.

—¡Maestro Piwano! —gritó Opur y le arrojó la caja.

Piwano se detuvo, alzó la caja y lanzó a su maestro una última sonrisa irracional y pícara. Luego corrió a toda velocidad y desapareció por la ancha puerta de la lavandería.

Los soldados ya le pisaban los talones. Se detuvieron delante de la lavandería, uno dio órdenes y se dividieron, corrieron a cerrar los callejones vecinos, en la esperanza de poder bloquear así al huido.

Opur sintió la pesada mano de un soldado sobre su hombro y cerró los ojos entregándose. La luz había sido preservada y entregada a la siguiente generación. No había podido hacer más.

10. El archivero del Emperador

Antes, éste había sido su imperio. Antes, cuando el Emperador todavía vivía. Entonces reinaba el silencio en las grandes salas de mármol que albergaban los testimonios de la gloriosa historia del Imperio y no se oía sonido alguno excepto el de sus propios pies al arrastrarse y el de su propio aliento. Aquí habían transcurrido sus días, sus años, aquí había envejecido al servicio del Emperador.

¡Aquellos momentos supremos, cuando el mismo Emperador había venido al archivo que él preservaba para quien era semejante a un dios! Amplias había hecho él abrirse siempre las enormes puertas de acero, brillantes había hecho encender todas las lámparas, para luego esperar en el escalón más bajo de la escalera semicircular hasta que llegara el coche del Emperador. Y luego había aguardado con modestia en el zaguán, un poco al margen, junto a una de las columnas, con la mirada sumisa dirigida al suelo, y su mejor pago era cuando el Emperador pasaba de largo y le saludaba con la cabeza con majestuosidad, sólo ligeramente, pero delante de todos los demás. A él, el corcovado. A él, a Emparak, su servidor más fiel. A él, que conocía el Imperio mejor que ningún otro mortal.

Pero luego vinieron los nuevos gobernantes y le degradaron al rango de criado, de administrador sin derechos de una herencia odiada, apenas bueno para pulir el precioso mármol, limpiar las cubiertas de vidrio y cambiar las lámparas gastadas. ¡Cómo los odiaba!
Comisionados del Consejo Provisional para la Revisión del Archivo Imperial
. Podían ir y venir como quisieran, rebuscar en todos los documentos y archivadores y ensuciar el silencio de milenios con su vociferante charla. Nada era sagrado para ellos. Y cuando hablaban con él lo hacían siempre de un modo que dejaba claro que eran jóvenes y hermosos y poderosos, y él era viejo, feo y sin derechos.

Por supuesto, el que le pusieran delante de las narices a dos mujeres había sido a propósito. Querían humillarlo. Las mujeres llevaban la nueva moda, la moda de los rebeldes, que mostraba mucho y dejaba suponer aún más, y se le pegaban tanto como para que él, con sus viejos ojos cortos de vista, se viera obligado a contemplar sus cuerpos tentadores y llenos de curvas, tan cerca como para poder tocarlos y sin embargo inalcanzables para un viejo cojo y lisiado como él.

Habían venido antes, sin avisar, como de costumbre, y se habían aposentado en la sala de lectura principal, el punto central del archivo. Emparak se quedó a la sombra de las columnas de la zona de entrada y les observaba. La mujer pelirroja estaba sentada en el centro.
Rhuna Orlona Pernautan
. ¡Cómo se las daban siempre de grandes estos rebeldes, con sus tres nombres! Junto a ella estaba la mujer del interminable cabello rubio. Por lo que sabía, era la asistenta de la pelirroja.
Lamita Terget Utmanasalen
. Se habían traído a un hombre al que Emparak no había visto antes. Pero sabía quién era por los documentos gubernamentales.
Borlid Ewo Kenneken, miembro de la comisión para la administración del legado imperial
.

—¡Vamos muy atrasados! —gritó la pelirroja—. Vendrá en dos horas y nosotros ni siquiera tenemos un concepto. ¿Cómo os lo planteáis?

El hombre abrió una gran bolsa y sacó un montón de expedientes.

—Tiene que funcionar. Y no necesita ser perfecto. Sólo necesita un informe corto y claro que le proporcione las bases para tomar una decisión.

—¿Cuánto tiempo tendrá para nosotros? —preguntó la rubia.

—Como mucho una hora —le respondió el hombre—. Nos tendremos que limitar a lo esencial.

Emparak sabía que le consideraban simple y senil. Cada uno de sus movimientos, cada una de las palabras que le dirigían, lo traicionaba. Bueno, que lo creyeran. Ya llegaría su hora.

Oh, él sabía exactamente qué aspecto tenia hoy el Imperio. Nada se le ocultaba al archivero del Emperador. Tenía sus fuentes y canales por los que fluía todo lo que quería saber. Por lo menos esto le quedaba.

—¿Qué es lo que conoce de los antecedentes de la expedición a Gheera?

—Sabe lo del descubrimiento del mapa estelar en Eswerlund. Era uno de los consejeros que votó por el envío de la expedición.

—Bien. Eso quiere decir que al menos podemos ahorrarnos esa parte. ¿Qué es lo que sabe de los informes habidos hasta ahora?

—Casi nada. —La rubia miró a su compañera buscando apoyo—. Por lo que yo sé.

—Por lo que yo sé también —respondió ella—. Lo mejor es que le expongamos una breve cronología de los acontecimientos, un resumen de, digamos, un cuarto de hora. Así le quedará tiempo para preguntas…

—¡Para las que, por supuesto, tenemos que estar preparados! —intervino el hombre.

—Sí.

—Comencemos —propuso la pelirroja—. Lamita, podrías llevar una lista donde apuntaras las posibles preguntas que se nos ocurran en torno a puntos concretos.

Emparak observó cómo la mujer rubia tomaba un cuaderno y una pluma y cómo su cabello caía hacia delante al inclinarse para tomar notas. Le gustaba, por supuesto, y antes él hubiera… pero era tan joven. Tan ignorante. Estaba sentada en medio de decenas de miles de años de historia y no percibía nada de ello. Y eso él no se lo podía perdonar a nadie.

¿Acaso no sabían que antes se había sentado él allí? Emparak todavía lo veía todo ante sí, como si no hubiera pasado el tiempo desde entonces. Allí, en la mesa oval, se sentaba el Emperador y estudiaba los documentos que su archivero le había traído. No había nadie más presente. Emparak estaba de pie sumiso a la sombra de las columnas que se alzaban hacia lo alto a lo largo de la sala y que sujetaban la cúpula de cristal de la que caía una luz mortecina y que sumergía la escena en un resplandor que hacía pensar en la eternidad. El Emperador volvía las páginas con la inimitable y graciosa manera que correspondía a la soltura de su poder y leía, tranquilo y atento. Alrededor, diez puertas altas y oscuras conducían a diez corredores radiales a lo largo de los cuales se extendían las estanterías con libros, los soportes de datos y las cápsulas de archivos. En las diez paredes que había entre las puertas colgaban los retratos de los diez antecesores del Emperador. Para su propio retrato no había previsto lugar puesto que había dicho que él gobernaría hasta el fin de todos los tiempos…

Y ahora había llegado, quizás, el fin de todos los tiempos. Estos jóvenes lo encarnaban con su actividad ruidosa y superficial. No entendían nada, nada. En su orgullo sin límites se habían atrevido a destronar al Dios Emperador, incluso a matarlo. Emparak percibió cómo, ante aquellos pensamientos, su corazón empezaba a latir a toda prisa a causa de la rabia.

Él sabía cómo había sido antes el Imperio y sabía cómo era ahora. La tarea era demasiado para ellos, por supuesto. Los seres humanos pasaban hambre de nuevo, y se extendían epidemias cuyos nombres habían sido olvidados durante milenios. Todo se pudría, en muchos lugares se desarrollaban sangrientas guerras y todo se iba al infierno. Ellos habían trinchado el cuerpo del Imperio, lo habían destripado con el corazón aún latiendo y lo habían desgarrado en crudos jirones. Y mientras llevaban esto a cabo se hacían los importantes y prometían la «libertad».

El hombre se echó hacia atrás en su sillón y apoyó la cabeza en las manos que tenía unidas y desplegadas como un abanico.

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