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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (33 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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—Y tú has guardado silencio durante todo el tiempo.

—Sí.

Lamita sintió un horroroso cosquilleo que subía burbujeando en su interior como burbujas en el agua a punto de cocer y no lo retuvo. Echó la cabeza hacia atrás y se rió, lo que resonó por todos lados. A través de las lágrimas vio cómo Emparak la observaba sonriente. Por fin pudo respirar—. Me va usted a contar ahora mismo todo lo que sepa sobre ese asunto. De otro modo le ataré a la cama y no me separaré de usted hasta que hable.

—Oh —fingió Emparak—. En realidad precisamente quería contarte toda la historia, pero ahora me tientas para que me calle…

Sacó un mapa estelar antiguo y grande que estaba recubierto de un plástico resistente al envejecimiento.

—Gheera fue una vez un reino cuya historia y nacimiento se pierden en la oscuridad de los tiempos, como los de casi todos los antiguos reinos de la humanidad. Este reino fue descubierto y atacado por el décimo Emperador, es decir, el predecesor del último Emperador, sin otro motivo más que el de que existía y que el Emperador quería gobernarlo. Estalló una guerra que duró largo tiempo y produjo muchas víctimas, en la que Gheera sin embargo jamás tuvo una posibilidad real contra la flota de guerra del Emperador y por fin fue vencida.

Señaló a una serie de antiquísimos ficheros de imágenes.

—El rey de Gheera se llamaba Pantap. Él y el Emperador se encontraron por primera vez en Gheerh, cuando el reino había sido vencido. El Emperador exigió de Pantap un gesto público y ceremonioso de sometimiento.

Emparak miró a Lamita.

—¿Quieres llevarte el material arriba?

—¿Cómo? Ah, claro —afirmó ella—, sí por supuesto.

Emparak desapareció en uno de los pasillos transversales cercanos y regresó con un recipiente ligero y enrollable, hecho de alambre. Depositó dentro el mapa estelar y los ficheros de imágenes.

—Gheerh debía de ser por entonces un mundo maravilloso y vital —continuó, y sacó una antigua carpeta—. Este informe describe Gheerh. Dice que el planeta es una joya del universo y alaba los incontables tesoros artísticos, la sabia forma de vida de sus habitantes y la belleza de los paisajes.

Lamita tomó la carpeta con cuidado y la colocó también en el recipiente de alambre.

—¿Sabías que el décimo Emperador fue completamente calvo durante toda su vida?

Lamita alzó las cejas sorprendida.

—Entonces he visto las fotos equivocadas.

—Por supuesto que llevaba implantes, pero éstos tenían que ser renovados cada pocos meses porque su cuerpo los rechazaba. Era una reacción alérgica que le persiguió durante toda su larga vida, posiblemente guardaba una relación con su tratamiento para la longevidad, no se sabe. Lo que se sabe es que él consideraba aquel defecto como una burla, un insulto del destino que de esta forma le negaba la perfección anhelada.

Lamita respiró haciendo ruido.

—Oh —dijo significativamente. Una débil e indeterminada relación comenzó a cristalizar en ella.

—Los espías del rey Pantap habían encontrado ese punto débil del Emperador —siguió Emparak—, y Pantap, al parecer un hombre colérico y orgulloso, tuvo por sensato golpear con toda la fuerza que le quedara en aquella herida. Cuando el Emperador vino a aceptar la sumisión, Pantap, quien por cierto disfrutaba de una hermosa mata de cabello y barba, dijo literalmente: «Tu poder puede ser tan grande que nos obliga a someternos, pero no es lo suficientemente grande como para hacer crecer cabello en tu cabeza, Emperador calvo».

—No suena como una buena idea.

—No. Seguramente fue la peor idea que jamás haya tenido un ser humano.

—¿Qué sucedió?

—El décimo Emperador era conocido en cualquier caso por ser colérico y vengativo. Cuando escuchó esto, estalló de rabia. Juró a Pantap que iba a arrepentirse de sus palabras como jamás nadie se había arrepentido de una burla. Dijo: «¡Mi poder es suficiente para obligar a cubrir todo este planeta con los cabellos de tus súbditos y yo te obligaré a contemplarlo!».

Lamita miró al anciano archivero completamente asqueada. Había un sentimiento en su interior como si se hubiera abierto de pronto un abismo.

—¿Quiere decir esto que la historia de las alfombras de cabellos… es la historia de una venganza?

—Sí. No otra cosa.

Ella puso una mano sobre la boca.

—¡Pero esto es una locura!

Emparak asintió.

—Sí. Pero la verdadera locura es menos la idea en sí que la implacable lógica con la que esta locura fue llevada a cabo. El Emperador envió como de costumbre a sus sacerdotes para extender e implantar contra toda resistencia el culto al Dios Emperador e hizo al mismo tiempo instalar el culto a las alfombras de cabellos, el complicado sistema logístico, el sistema de castas, los impuestos y demás. De entre los restos de las fuerzas militares de Gheera reclutó a los navegantes que transportaban las alfombras desde los otros planetas hasta Gheerh. El propio Gheerh, todo el sistema solar, fue encerrado en una burbuja dimensional y alejado con ello artificialmente de nuestro universo normal para hacer imposible cualquier escape y cualquier intromisión del exterior. Tropas escogidas y especialmente faltas de escrúpulos bombardearon la cultura de los habitantes de Gheerh hasta enviarlos al primitivismo y comenzaron luego su terriblemente lenta campaña de destrucción. Alrededor del palacio real empezaron a reforzar el suelo y a extender las primeras alfombras de cabellos.

—¿Y el rey? —preguntó Lamita—. ¿Qué le sucedió a Pantap?

—Por orden del Emperador, Pantap fue encadenado a su trono y conectado a un sistema de conservación de la vida que le debe haber mantenido vivo algunos milenios. El Emperador quería que Pantap tuviera que contemplar impotente lo que él hacía con su pueblo. Primero, Pantap se vio seguramente obligado a contemplar por las ventanas de su sala del trono cómo la capital era allanada calle a calle y cómo el terreno así conseguido era cubierto con alfombras de cabellos. En algún momento los equipos deben de haber pasado a filmar todas sus actividades, sus criminales guerras de ocupación y sus trabajos de construcción para luego enviarlos por televisión a las pantallas que habían sido dispuestas delante del rey inmóvil.

Lamita estaba asqueada.

—¿Quiere decir eso que Pantap quizás todavía esté vivo?

—No es descartable —concedió el archivero—, pero no lo creo, porque la técnica de prolongación de la vida no estaba por entonces tan adelantada como ahora. En cualquier caso, el palacio debe de estar todavía allí, en algún lugar de Gheerh, seguramente en medio de una gran zona en la que las más antiguas de todas las alfombras se han convertido en polvo. Por lo visto la expedición a Gheera no lo ha encontrado, si no, hubieran descubierto a Pantap o sus restos.

La joven historiadora agitó la cabeza.

—Esto hay que aclararlo. El Consejo debe enterarse. Hay que enviar otra vez a alguien… —Miró a Emparak—. ¿Y todo esto ha funcionado durante tanto tiempo?

—El Emperador murió poco después de que el sistema de las alfombras de cabellos hubiera sido instalado. Su sucesor, el Emperador décimo primero y último, sólo visitó Gheera una vez por poco tiempo. Por algunos apuntes se puede inferir que le repugnaba, pero no se decidió a acabar con todo aquello, seguramente por lealtad al anterior Emperador. Después de su regreso hizo borrar la provincia de todos los mapas estelares y de todas las bases de datos y la dejó abandonada a su suerte. Y desde entonces la maquinaria sigue funcionando, milenio tras milenio.

El silencio se adueñó de la desigual pareja.

—Así que ésa es la historia de las alfombras de cabellos —susurró Lamita por fin, emocionada.

Emparak asintió. Luego cerró de nuevo el armario.

Lamita miró a su alrededor, todavía como embotada por lo que acababa de oír, y su mirada vagó por los pasillos y pasadizos, por los incontables armarios que tenían el mismo aspecto que aquél, siempre más y más allá, sin que se distinguiera final alguno.

—Todos estos otros armarios —preguntó en voz baja—, ¿qué es lo que contienen?

El archivero la miró y en sus ojos brillaba el infinito.

—Otras historias —dijo.

Epílogo

Nudo a nudo, siempre los mismos movimientos de la mano, enlazando siempre los mismos nudos en el fino cabello, interminablemente fino y delicado, con las manos encogidas y los ojos enrojecidos. Pero por mucho que se esforzara y apresurara apenas conseguía avanzar. Cada hora que no dormía se inclinaba frente al bastidor al que ya se había sentado su padre y antes que él el padre de éste y su abuelo, flexionado y en tensión, la vieja lente de aumento medio cegada en el ojo, los brazos apoyados en el pecho doblado, dirigiendo la lanzadera únicamente con la punta de los dedos. Nudo a nudo tejía con una prisa febril, como alguien angustiado que lucha por su vida. La espalda le dolía hasta por encima de la nuca y detrás de sus sienes latía un terrible dolor de cabeza que le presionaba los ojos de tal modo que a veces no le dejaba reconocer la aguja. Intentó no escuchar los nuevos sonidos que llenaban la casa: las rebeldes y gritonas discusiones de sus mujeres e hijas abajo en la cocina y, sobre todo, las voces que salían del aparato que ellas habían colocado allí y que emitía sin pausa palabras blasfemas.

Pasos pesados hicieron crujir la escalera que subía hasta la tejeduría. No le podían dejar en paz. En vez de dedicarse a cumplir sus deberes naturales, estaban sentadas todo el día y parloteaban sobre aquellas tonterías de una nueva época y constantemente venían visitas que se mezclaban en aquellas sandeces sin tregua. Rezongó y apretó el nudo en el que se ocupaba en aquel momento. Sin quitarse la lente de aumento, echó mano al cabello siguiente, que había dejado preparado encima de un cojín de tela, peinado con limpieza y cortado individualmente a la medida necesaria.

—Ostvan…

Era Garliad. Apretó las mandíbulas hasta que le dolieron los dientes pero no se volvió.

—Ostvan, hijo mío…

Se arrancó con rabia la cuerda que sostenía la vieja lupa sobre sus sienes y se dio la vuelta.

—¿No me podéis dejar en paz? —gritó, con el rostro rojo de cólera—. ¿No me podéis dejar en paz de una vez? ¿Cuánto tiempo vais a seguir desatendiendo vuestros deberes e interrumpiendo constantemente mi trabajo?

Garliad se quedó allí de pie con su largo cabello cano y lo único que hizo fue mirarle. Aquella mirada preocupada y compasiva en sus ojos claros le volvía rabioso.

—¿Qué quieres? —le escupió.

—Ostvan —dijo ella con suavidad—, ¿no quieres terminar por fin?

—¡No vengas con las mismas! —gritó él, y se volvió, alejándose de ella, se colocó por el camino otra vez la lente de aumento en su posición correcta. Sus dedos echaron mano de la aguja y del siguiente cabello.

—Ostvan, no tiene sentido lo que estás haciendo…

—Yo soy tejedor de cabellos, como mi padre fue tejedor de cabellos y antes que él su padre y así sucesivamente. ¿Qué otra cosa voy a hacer que no sea tejer alfombras de cabellos?

—Pero nadie va a comprar ya tu alfombra. Los navegantes imperiales ya no vienen. Ahora todo es distinto.

—Mentiras. Todo mentiras.

—Ostvan…

¡Aquel tono maternal en su voz! ¿Por qué no se podía ir? ¿Por qué no podía simplemente bajarse a la cocina y dejarle simplemente en paz, dejarle hacer en paz lo que tenía que hacer? Éste era su deber, su servicio divino, el sentido de su vida: una alfombra para el palacio del Emperador… Enlazaba los nudos apresuradamente, negligentemente, nerviosamente. Luego tendría que volver a desatarlos, luego, cuando estuviera tranquilo de nuevo.

—¡Ostvan, por favor! No soporto verlo más.

Sus mandíbulas dolían de rabia.

—No me detendrás. Tengo una deuda con mi padre. ¡Y voy a saldar esa deuda!

Siguió trabajando, rápido, febril, como si tuviera que terminar en el mismo día aquella enorme alfombra. Nudo a nudo enlazaba, siempre los mismos movimientos de la mano, rápido, rápido, siempre los mismos nudos de la forma transmitida desde hacía milenios, finos y delicados, sobre el bastidor que crujía, los brazos temblorosos apoyados sobre el pecho graso y depilado.

Ella no se fue. Se quedó simplemente allí, donde estaba. Él podía sentir su mirada en la espalda como si fuera un dolor.

Sus manos comenzaron a temblar de modo que tuvo que interrumpir su trabajo. No podía trabajar así. No en tanto ella estuviera allí. ¿Por qué no se iba de una vez? No se volvió, simplemente sacó la aguja y esperó. Le costaba respirar.

—¡Tengo una deuda con mi padre y voy a saldarla! —insistió.

Ella guardaba silencio.

—Y… —añadió, y se detuvo. Comenzó otra vez—. Y… —Nada más. Había una frontera que no debía cruzar. Tomó un nuevo cabello, intento hacer pasar la punta por el ojo de la aguja, pero sus manos temblaban demasiado.

Ella no se fue. Siguió allí, callada, esperando sin más.

—Tengo una deuda con mi padre. ¡Y… tengo una deuda con mi hermano! —surgió por fin de él con una voz como cristal que estalla.

Y sucedió lo que no tenía que haber pasado. La aguja resbaló, cayó sobre la alfombra y rasgó la finísima tela de base. Una hendidura tan ancha como una mano, el trabajo de años.

Entonces, por fin, vinieron las lágrimas.

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