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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (13 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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—Soy Kremman, el recaudador imperial de impuestos —declaró él al joven que le miraba tan enojado como asustado—. Según mis documentos os habéis casado el último año. Debo tasaros. Condúceme y muéstrame todo lo que os pertenece.

La mujer ya había desaparecido cuando entraron en la otra habitación. La aguda mirada del recaudador se posó en la ventana, que sólo estaba entornada. Kremman sonrió de rabia. Debía de haber huido a través de la ventana.

Abrió armarios, miró en jarrones, palpó la paja de los camastros y golpeó con los nudillos en paredes y vigas de madera. Como ya había imaginado, no encontró nada especial. Por fin, anotó una cantidad que a él le parecía adecuada en su lista.

El alivio del joven hombre era innegable.

—Lo doy para el Emperador —gritó.

—Lo tomo para el Emperador —respondió Kremman, y se fue.

El libro mayor de impuestos estaba de nuevo sellado y cerrado en su armario, el escrito de la lista de impuestos válida había sido hecho y encuadernado en el libro de cambios, y todo lo que quedaba por hacer era preparar el certificado de la recaudación.

De la recogida de los impuestos se encargaba la propia ciudad, él no tenía nada que ver con ello. Su tarea era, sencillamente, establecer la cantidad a recoger. Tampoco tenía nada que ver con el transporte del dinero. De esto se ocuparía el próximo mercader de alfombras de cabellos que pasara por Yahannochia. También para él estaba destinado el certificado, pues tendría que presentar cuentas en la ciudad portuaria de la cantidad de dinero que se le hubiera confiado a él y a su carromato de acero.

La mayoría de las personas creían que los impuestos se le enviaban al Emperador, pero eso no era cierto. El dinero no abandonaba nunca el planeta. Este mundo enviaba únicamente un tipo de tributo a la corte del Emperador y ése eran las alfombras. Los impuestos se utilizaban tan sólo para pagar las alfombras de cabellos.

Por eso también eran los mercaderes de alfombras de cabellos quienes se dedicaban a transportar el dinero de los impuestos. Cuando alcanzaban por fin la ciudad portuaria, entregaban las alfombras de cabellos, el resto del dinero y el certificado del recaudador de impuestos.

Esos datos serían entonces confrontados con los apuntes que los maestres de los gremios de tejedores de alfombras de cabellos enviaban a la ciudad portuaria y así podía estimarse si un mercader había cumplido con su deber o si se había enriquecido injustamente.

—Ya se han fijado los impuestos —declaró Kremman con descuido cuando el alcalde entró en la habitación—. Si todavía tenéis algunas querellas para ser dirimidas por un juez imperial, éste es el momento para ello.

—No tenemos ninguna —respondió el anciano—, sólo, como he dicho, el sacrílego.

—Ah, sí, vuestro sacrílego. —Kremman dejó de escribir el certificado y se recostó hacia atrás—. ¿Qué es lo que ha hecho?

—Ha dicho toda clase de cosas blasfemas, entre otras, que el Emperador ya no gobierna, sino que ha sido derribado, y otras locuras. Y eso, en presencia de dos respetados tejedores de cabellos, que están dispuestos a atestiguar el caso.

Kremman suspiró aburrido.

—Ah, los viejos rumores. Esas historias corren ya desde hace por lo menos veinte años y una y otra vez hay locos que piensan que deben reactivarlas. ¿Por qué no lo colgáis, simplemente? Un seductor del mal, nada más. Para eso está la ley.

—Bueno —opinó el alcalde mientras se desperezaba—, no estábamos seguros de si la ley sería de aplicación en este caso. El sacrílego es un extranjero, y uno muy extraño. No sabemos de dónde vino. Afirma que viene de otro mundo, tan alejado que no se le puede ver en el cielo.

—Eso no es nada especial. Los dominios del Emperador son grandes —repuso Kremman.

—Y afirma pertenecer a los rebeldes que habrían derrocado al Emperador, perdonad mis palabras, sólo repito lo que el extranjero ha dicho. Dice que vino en una nave espacial rebelde que gira alrededor de nuestro mundo…

El recaudador se rió.

—¡Absurdo! Si existiera tal nave espacial, seguramente no habría dudado en emprender algo para liberarlo. Un loco, como ya os he dicho.

—Sí, eso pensábamos también nosotros —dijo el anciano con un ademán pensativo y vaciló un momento antes de añadir—. Sin embargo, lo que nos llevó a esperar vuestro juicio fue el haber encontrado la radio del extranjero.

—¿Una radio? —Kremman aguzó los oídos.

—Sí. La he traído.

Del interior de su túnica extrajo el alcalde una caja metálica pequeña y negra que sólo tenía un micrófono y algunos botones.

Kremman tomó el aparato y lo sopesó. Era asombrosamente ligero y extraordinariamente limpio, carecía de los rasguños y roces que mostraban casi todos los aparatos que el recaudador había visto toda la vida.

—¿Y estáis seguros de que se trata de una radio?

—Es lo que dice el extranjero. No sé qué otra cosa podría ser.

—¡Es tan… pequeña!

Kremman había poseído una vez una radio, hacía muchos años, una caja grande y maciza. Por entonces había enviado directamente sus tasaciones a la ciudad portuaria. Pero un día había habido una tormenta de arena, su montura se había caído y la preciada posesión se había destrozado contra una piedra.

Kremman estudió con más detenimiento el pequeño aparato. Los mandos no llevaban inscripción, sólo en la parte trasera había algo como un número, en una grafía que muy lejanamente recordaba a las cifras que le eran conocidas.

Un extraño miedo acometió al recaudador de impuestos mientras sujetaba el aparato en la mano, un miedo como el que embarga a quien está al borde de un acantilado y se ve obligado a mirar en un abismo oscuro e inmensurablemente profundo. Aquel aparato, reconoció, era un argumento irrebatible. Era un cuerpo extraño. Fuera lo que fuese, su mera existencia demostraba que aquí sucedían cosas que sobrepasaban la esfera de su competencia como magistrado.

Esta idea repentina le hizo respirar aliviado. Éste era un camino que podía tomar para librarse de toda responsabilidad y además en perfecta consonancia con los reglamentos.

—El sacrílego ha de ser llevado a la ciudad portuaria —dispuso finalmente—. Él y el aparato.

—¿Debo conducirle yo mismo? —preguntó el alcalde.

—No, eso no es necesario. Escribiré la orden en el certificado. El próximo mercader de alfombras de cabellos que visite Yahannochia debe llevárselo y ponerlo ante el consejo.

Rápidamente, como si quisiera evitar posibles objeciones, escribió el texto adecuado en el margen inferior del certificado de impuestos, hizo gotear un poco de cera a su lado y apretó sobre ella su sello.

8. Los ladrones

El tremendo cortejo del mercader Tertujak rodaba lentamente con sus carros y carretas y soldados montados a través de la extensa planicie, hacia el enorme masivo rocoso de Zarrak, que se extendía sin límites de horizonte a horizonte como una pared oscura e impenetrable.

Tertujak, que estaba en su carromato ocupado con los libros, percibió claramente la transición cuando las ruedas del carro, después de traquetear sobre roca dura y cantos rodados, dejaron de transmitirle como golpes casi dolorosos el paso de cada hendidura y cada guijarro, y comenzaron a hendir la arena que cedía al paso. En toda su vida había viajado por esta ruta lo suficiente como para saber, sin necesidad de mirar por la ventana, que había comenzado la ascensión por el único paso a través de la cordillera de Zarrak, el puerto al pie del Pico del Puño.

Tras una corta reflexión decidió que era hora una vez más de comprobar si todo estaba bien. Levantó con esfuerzo su grueso corpachón del sillón y abrió la estrecha puerta que conducía a una pequeña plataforma junto al pescante. Para la considerable masa corporal del mercader resultaba casi demasiado estrecha, pero Tertujak se apretujó para traspasarla, se agarró al manillar preparado para ello y asintió brevemente a su cochero con la cabeza antes de mirar a su alrededor.

Seguramente iba a encontrar por todos lados algo que no le gustara. Sus hombres eran a veces como niños, había que estar todo el tiempo encima de ellos, no se les debía dejar pasar ninguna de sus incontables negligencias, si no se convertirían en costumbres que podrían llegar a ser peligrosas. Por ejemplo, la comitiva se extendía de nuevo demasiado, los carros de provisiones iban por delante en vez de agruparse alrededor del carro de las alfombras de cabellos y cubrirlo con una larga y torcida cadena. La culpa era siempre de los cantineros, a quienes les gustaba quedarse atrás, al final de la caravana, para, sin molestias, poder hacer sus pequeños y dudosos negocios con los soldados y para demostrar que no estaban a las órdenes del mercader.

Tertujak resopló enfadado por la nariz mientras reflexionaba si era necesario hacer algo. Paseó su mirada por la larga cordillera de Zarrak que se elevaba delante de ellos. Precisamente en la dirección de su marcha se elevaba la Roca del Puño, muy alta, cárstica y negra, casi amenazadora. Se llamaba así por su forma: cinco profundas hendiduras, que conducían desde una meseta inalcanzable hacia las profundidades, y una cornisa a un lado que le hacían parecer como el puño de un gigante que vigilase el único paso a través de las montañas. Junto al pulgar doblado del puño atravesarían la cima de la montaña y desde allá arriba, por primera vez desde hacía años, podrían ver la ciudad portuaria, la meta de su viaje.

Se acordó de nuevo del prisionero. No pasaba un solo día en que no tuviera que pensar en aquel extraño hombre que le habían confiado en Yahannochia. Por supuesto que no estaba contento con la carga adicional, pero tampoco hubiera podido rechazarlo. Ahora el prisionero estaba delante, en uno de los carros de mercancías entre dos grandes rollos de tela, atado y vigilado por soldados que tenía órdenes estrictas de no hablar con él y hacerle callar si intentaba decir algo. El prisionero era considerado un hereje y, dijera lo que dijera, podría ser apropiado para corromper el corazón de un hombre piadoso.

Pero, ¿qué es lo que tenía aquel hombre que debía ser llevado ante el consejo de la ciudad portuaria? Eso seguramente no lo sabrían jamás.

Tertujak buscó con la mirada a su comandante montado y le atrajo con un breve ademán hacia sí.

—¿Qué dicen tus vigías?

—En breve os hubiera hablado de ello, señor —dijo el comandante, un hombre vigoroso de cabello gris llamado Grom, que hizo cabalgar a su montura junto al carro del mercader con un trote casi bailarín—. El paso está lleno de arena, esta vez. No creo que consigamos llegar hasta allí antes de que caiga la noche y no digamos cruzarlo.

Esto coincidía con las estimaciones de Tertujak. Echó su maxilar inferior hacia adelante, como siempre que tenía que tomar una decisión.

—Haz plantar el campamento —ordenó—. Mañana temprano saldremos con la primera luz. Encárgate de que estén todos preparados.

—Como deseéis, señor —repuso Grom asintiendo con la cabeza, y se alejó. Mientras Tertujak se recogía de nuevo en su amplio carro, le escuchó dar órdenes soplando en su cuerno de señales.

El campamento se desplegó como cada tarde; todo el que pertenecía a la caravana del mercader sabía bien lo que tenía que hacer. Alrededor del carro del mercader y del carro acorazado de las alfombras de cabellos se formó una muralla de carros en la que los carros de mercancías formaban un círculo interior y los carros de provisiones uno exterior. En el área entre el círculo interior y el exterior se plantaron las tiendas en las que se encontraban los lechos de los soldados montados. Se separaron los animales de tiro, la mayoría búfalos baraq, y se los ató con largas cuerdas de modo que pudieran tenderse. Se reunieron los animales de montura, ya que dormían de pie. Solamente los soldados de a pie, que todo el día habían estado tendidos en algún carro y habían estado matando el tiempo bajo las lonas, tenían que despertarse ahora. Su tarea era hacer guardia toda la noche alrededor del campamento.

El esclavo de cocina del mercader hizo rodar su pequeña cocina de campaña junto al carro grande y ricamente adornado de su amo. Tertujak había abierto la portilla de su carro y esperaba de pie en la abertura.

—Señor, queda algo de la salazón de carne de baraq —comenzó el cocinero solícito—. Podría cocinaros karaqui y preparar una ensalada de yerbas de luna pálida, y con ello, un vino suave…

—Sí, está bien —gruñó Tertujak.

Mientras el cocinero se afanaba con sus cazuelas, Tertujak miró a su alrededor como buscando e intentó localizar de dónde provenía el malestar interior que aquella noche le embargaba. Llegaba el ocaso. La roca del Puño allá arriba, sobre ellos, era ahora una silueta contra el cielo de plata oscura, que junto al horizonte aún rebrillaba pero que en el cenit estaba ya negro. Tertujak escuchó las voces de los hombres que plantaban las últimas tiendas. En otro lugar se estaban encendiendo ya los fuegos. Había muy pocas lumbres —tenían que ahorrar sus combustibles—, las suficientes para cocinar la comida de los hombres de la caravana. Reinaba una atmósfera serena y relajada. Las fatigas del día habían finalizado, mañana atravesarían el puerto de la Roca del Puño y luego sólo quedarían unos pocos días de viaje hasta la ciudad portuaria.

Tres soldados surgieron del ocaso. Uno de ellos se acercó al mercader con deferencia y le comunicó que la guardia estaba en su puesto.

—¿Quién es el oficial de guardia? —preguntó Tertujak. La tarea del oficial de guardia era recorrer durante toda la noche la cadena de puestos y encargarse de que ninguno de los soldados se durmiera.

—Donto, señor.

—Dile que hoy debe tener especial cuidado —dijo Tertujak, y añadió algo más bajo—: Esta noche tengo un mal presentimiento…

—Como ordenéis, señor.

El soldado desapareció de nuevo y los otros dos tomaron sus puestos junto al carromato.

Tertujak examinó el carro que estaba detrás, dos veces mayor que el suyo, con ocho ruedas y dotado de un tiro de setenta y cuatro baraques: el carro de las alfombras de cabellos. Contenía las alfombras, las mayores riquezas que transportaba la caravana, y además una inimaginable cantidad de dinero.

Incluso a la luz moribunda del atardecer podían reconocerse los lugares en los que el blindaje metálico había comenzado a oxidarse. Tendría que hacer que repararan el carro en la ciudad portuaria cuando hubiera embarcado las alfombras y ajustado las cuentas.

Volvió a su carromato, hizo que le trajeran la comida y comió silencioso y pensativo.

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