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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (8 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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Eso tampoco lo sabía. Guardar silencio. Guardaba silencio y esperaba la sentencia del tribunal. Guardaba silencio y esperaba que la torre de culpa que le rodeaba se hundiera y le enterrara bajo ella.

—¿Borlón? ¿Qué te pasa?

Las palabras perdieron de nuevo su significado, se convirtieron en parte del decorado de los ruidos nocturnos. Se volvió de nuevo hacia la ventana y miró hacia el cielo de la noche. Allí estaba la luna pequeña, se podía ver cómo se elevaba deprisa en el firmamento, en dirección a la luna mayor que se le acercaba lentamente. Hoy por la noche la luna pequeña estaría en medio del disco luminoso de la luna mayor.

Oía hablar a alguien pero no entendía nada y tampoco era importante entenderlo. Sólo las lunas eran importantes. Tenía que quedarse aquí de pie y esperar hasta que ambas se encontraran y se tocaran. Un chasquido, como de un portazo, pero tampoco eso tenía sentido.

Estuvo de pie en silencio mientras la luna pequeña se movía. Mientras se estaba así, esperando, podía verse cómo las estrellas en el camino de la luna pequeña iban acercando sus pequeñas láminas ovaladas de luz hasta que, por fin, desaparecían al ser absorbidas por su destello. Y así flotaron ambas lunas en el cielo acercándose la una a la otra, estrella a estrella hasta que por fin se fundieron en una única lámina de luz mientras él estaba allí de pie y miraba.

Estaba cansado. Le quemaban los ojos. Cuando por fin se retiró de la ventana ya se había apagado la lámpara de aceite. Ninguna llama más, ningún fuego. Estaba bien así. Él no sabía bien por qué, pero estaba bien así.

Podía irse tranquilo. Ya era hora. Al zaguán, a coger su capa de la percha, no porque la fuera a necesitar sino para limpiar, para no dejar atrás ninguna huella indeseada. No debía molestar a nadie con los restos de una vida fallida, no tener también esa culpa.

Y luego abrir la puerta y cerrarla en silencio tras de sí. Y dejarse llevar por las piernas, que le transportan a uno por el callejón en dirección a la puerta de la ciudad y más allá, fuera de la ciudad, siempre más lejos y más lejos y más lejos, hacia las dos lunas, para fundirse con ellas…

5. La buhonera

En sus viajes entre las solitarias posesiones de los tejedores de cabellos a menudo, durante semanas, no veía más que a mujeres. Las esposas, concubinas e hijas de los tejedores se apresuraban a invitarla a sus cocinas, pero no eran sus telas ni sus cacharros para la casa lo que esperaban con tanta impaciencia, sino las noticias que podía contar sobre otras familias y sobre lo que sucedía en la ciudad. Así que se sentaba largas horas con las mujeres y a menudo precisaba de refinados y complicados quiebros en la conversación para sacar a la luz su mercancía. Nuevas recetas, ése era su truco favorito. Ubhika conocía una enorme cantidad de recetas poco habituales, tanto de comidas como de cosméticos de todo tipo, que tenían una cosa en común: para ellas se necesitaba o bien un aparato especial o una hierba especial o alguna otra cosa especial que ella vendía.

Si tenía suerte, como a menudo se hacía muy tarde con la cháchara, le daban un cobijo para la noche. Hoy no había tenido suerte y lo que más rabia le daba es que podía habérselo imaginado desde el principio. En la casa de Ostvan la hospitalidad nunca había contado mucho, ya en tiempos de Ostvan el viejo y mucho menos con su hijo. Poco antes del crepúsculo había entrado el joven tejedor de cabellos en la cocina y con gesto huraño había dicho que quizá había llegado el momento de que la buhonera siguiera su camino. Y lo había hecho en un tono que a todos les hizo estremecerse con miedo y con un sentimiento de culpabilidad. Por un momento Ubhika se había sentido más como una ladrona que como una buhonera.

Al menos una de las mujeres le había ayudado a cargar de nuevo su asno yuk con las cestas y los sacos de cuero y los hatos, si no no hubiera conseguido cubrir la empinada cuesta que bajaba de la casa de Ostvan antes de que faltara la luz. Dirilja era su nombre, una pequeña y silenciosa mujer que había dejado ya bastante atrás la edad del matrimonio y que no decía mucho durante las charlas, sólo miraba con aire triste. A Ubhika le hubiera gustado saber por qué. Pero así era con las mujeres de los tejedores de cabellos: en algún momento aparecían y estaban allí y la mayoría de ellas no decían mucho sobre su origen. Dirilja había sido la última concubina que había tomado el viejo Ostvan, poco antes de su muerte. Lo que era muy extraño, pues su alfombra debía estar ya por entonces casi completa y además los cabellos de Dirilja eran secos y quebradizos, es decir, que no poseían la calidad adecuada para una alfombra. Ubhika se atrevía a juzgar eso pues sus propios cabellos habían sido así, ya en tiempos en los que ni siquiera se podía adivinar el gris plateado que tomarían con la edad. Esa Dirilja, ¿qué es lo que podía haber hecho con el viejo Ostvan? Una historia enigmática.

El sol se hundía rápido en el horizonte y arrojaba largas e irritantes sombras entre las colinas y las peladas rocas y la tarde se hizo perceptiblemente más fría. Mientras Ubhika sentía el viento que mordía bajo su falda, se enfadó consigo misma por haberse dejado entretener tanto. Si hubiera partido a su debido tiempo hubiera podido alcanzar la casa de Borlón, donde siempre le dejaban pasar la noche.

Pero de este modo, una vez más, sólo le quedaba la tienda de campaña. Ubhika buscó con la mirada un lugar resguardado, una pequeña cueva o un saliente, y encontró por fin una hendidura protegida del viento por una roca hacia la que dirigió a sus animales. Los ató a un palo que había clavado esforzadamente en la tierra ayudada de una piedra, quitó a los dos yuks de carga sus pesos y por fin vendó los ojos a los tres animales. Era el método más seguro para evitar que huyeran en caso de que un ruido los asustara por la noche. Luego montó su pequeña tienda, la tapizó con un par de capas de las telas más baratas y se arrojó dentro.

Y entonces yació otra vez allí, escuchó el chasquido de las piedras y el murmullo de las patas de los insectos y sintió que estaba completamente sola en mitad del despoblado, protegida sólo por una tienda irrisoria y dos paquetes de alimentos y telas y cacharros a izquierda y derecha, y pensó como siempre que jamás se acostumbraría a ello. Que en realidad tendría que haber sido de otro modo. Y como siempre, antes de dormirse, acarició su cuerpo, como si quisiera asegurarse de que todavía estaba allí, percibió sus pechos, que todavía estaban recios y se veían bien, pese a su edad, acarició sus muslos y se entristeció de que jamás manos de hombre los hubieran tocado.

Cuando estaba en edad de casar no había recibido ningún marido y con sus cabellos quebradizos no podía haberse convertido en esposa de un tejedor de cabellos. Así que sólo le quedó el solitario negocio de la buhonería. A veces había pensado si debía responder a las impertinencias groseras de algunos artesanos o ganaderos, pero entretanto hasta esas aproximaciones habían desaparecido.

En algún momento se había quedado dormida, como siempre, y se despertó en el temprano frío de la mañana. Cuando se arrastraba fuera de la tienda, normalmente acababa de salir el sol atravesando el plateado amanecer y el vasto panorama de la soledad a su alrededor hacía que se sintiera ella misma como un insecto, pequeña e insignificante.

No soportaba comer en el lugar en el que había pernoctado. Soltaba a los yuks, les echaba la carga encima, les quitaba las vendas de los ojos y se apresuraba a alejarse. Por el camino mordisqueaba carne de baraq seca de sus provisiones o comía una fruta, si es que la tenía.

La casa de Borlón. También estaba bien llegar allí por la mañana. Narana, la joven concubina de Borlón, le haría un té. Lo hacía siempre. Y luego le compraría algunas telas, porque le gustaba coser y lo hacía a menudo.

Pero cuando Ubhika entrevió la casa de Borlón, todavía de lejos, le pareció de inmediato algo extraña: mucho más oscura de lo que la recordaba, casi negra, como carbonizada. Y cuando se acercó vio que de la casa de Borlón en verdad no quedaba más que lo que un violento fuego no había podido destruir.

Llevada por una horrorizada fascinación, cabalgó hasta que por fin estuvo ante los restos de paredes carbonizadas, que olían a fuego y destrucción, entre los que se amontonaban las cenizas de las vigas de madera y el tejado de ripias. Se sintió como un carroñero que llega al lugar de un drama que no ha compartido y al que sólo le queda hacer uso de los restos. Quizás hubiera un par de monedas entre las cenizas.

Ubhika reconoció los muros de la cocina en la que había estado sentada con las mujeres y junto a ella la pequeña habitación en la que había dormido a menudo. No había entrado más adentro de la casa. Sólo ahora, cuando arrastraba los pies por entre las ennegrecidas ruinas y levantaba a su paso cenizas y el olor a humo, vio qué otras habitaciones había en la casa de un tejedor de cabellos. ¿Cuál habría sido la tejeduría? Le hubiera gustado saberlo.

Descubrió negras huellas de pies que se alejaban de las ruinas y se perdían entre los guijarros. Parecía que la familia del tejedor de tapices había sobrevivido al incendio.

Pero no encontró dinero, ni tampoco nada que mereciera la pena llevarse. Al fin decidió continuar su camino. Por lo menos tenía una noticia interesante que podría contar. Un poco adornada podría ayudar a conseguir un buen negocio y quizás hasta alguna comida acá o allá.

Y de pronto apareció delante de ella aquel hombre, al pie del camino. Simplemente así, en mitad de la nada. Ubhika dirigió el yuk hacia él con desconfianza, la mano en la empuñadura del garrote que llevaba en la silla. Pero él la saludó amigablemente y sonrió. Y era tan joven…

Se sorprendió a sí misma colocándose el cabello mientras se acercaba cabalgando lentamente. En realidad yo también soy joven, pensó con sorpresa, sólo que mi cuerpo me ha traicionado y ha envejecido. Pese a todo dejó caer la mano por miedo a parecer ridícula.

—Yo os saludo —dijo el hombre. Sonó extraño. Su forma de hablar tenía algo duro, ajeno.

Y también llevaba unas extrañas ropas. Portaba una vestimenta de una tela como Ubhika nunca había visto, que le cubría completamente desde el cuello hasta los pies. En el pecho traía un brillante adorno y un cinturón hacia la cintura del que colgaban diversas bolsas y pequeñas cajas oscuras.

—Yo os saludo, extraño —le respondió Ubhika vacilando.

La sonrisa del hombre se hizo aún más amplia.

—Mi nombre es Nillian —dijo, y pareció esforzarse en igualar el acento de Ubhika—. Vengo de muy lejos.

—¿De dónde? —preguntó Ubhika casi automáticamente.

—De Lukdaria —dijo el hombre. Lo dijo con una leve vacilación, como alguien que busca refugio en una mentira y teme ser descubierto.

Ubhika no había oído nunca hablar de una ciudad o una región con ese nombre, pero esto no significaba nada. Que el forastero venía de muy lejos, se veía claramente.

—Me llamo Ubhika —dijo y se preguntó por qué estaba nerviosa—. Soy una buhonera, como podéis ver.

Él asintió.

—¿Eso quiere decir que vendéis las cosas que lleváis?

—Sí. —Qué si no, pensó ella mientras estudiaba su rostro. Tenía un aspecto fuerte y vital. Un hombre que podía bailar salvajemente y reír estruendosamente y que podía ganar a cualquiera bebiendo. Le recordaba un poco a un joven del que ella había estado enamorada una vez, cuando era una jovencita. Entonces no había sucedido nada, él se había casado con otra y aprendido el oficio de alfarero, y había muerto hacía unos años.

Se apercibió a sí misma a pensar de nuevo en los negocios. Fuera quien fuera, el hombre había preguntado por lo que vendía.

—Sí —repitió ella—. ¿Qué queréis comprar, Nillian?

El hombre paseó su mirada por los dos asnos yuk cargados hasta los topes.

—¿Tenéis ropas?

—Por supuesto.

Aunque tenía sobre todo telas, también llevaba algunas piezas de ropa masculina ya hechas.

—Me gustaría vestirme de la forma que sea costumbre en esta región.

Ubhika le miró. No vio por ningún lado animal de montura alguno. Si el hombre venía de tan lejos, ¿cómo había llegado hasta aquí? Seguro que no a pie. ¿Y por qué estaba aquí como si hubiera sabido que se iba a encontrar a una buhonera? Aquí pasaba algo que ella no entendía.

Pero primero el negocio.

—¿Podéis pagar? —pregunto Ubhika—. Pues ésa es otra costumbre del lugar, el pagar.

El hombre se rió y con un gesto de abarcar el espacio dijo:

—Ésa no es ninguna costumbre extraña, se la encuentra por todo el universo.

—De eso no entiendo yo nada. En cualquier caso tengo ropa para vos, si tenéis dinero.

—Tengo dinero.

—Bien.

Ubhika descabalgó y se dio cuenta de que la mirada del hombre la seguía. Involuntariamente, se movió más ligera de lo normal, como si quisiera demostrar que aún era fuerte y ágil y que no era tan vieja como hacía suponer su magro cuerpo y su piel arrugada y azotada por la intemperie. Al momento siguiente se enfadó consigo misma y sacó con malhumor el hato con los trajes de hombre del paquete.

Lo desenrolló sobre el suelo y cuando miró hacia arriba él mostraba un par de monedas en la mano que tenía extendida.

—Éste es el dinero que tenemos en mi tierra —preguntó—. Mirad primero si queréis aceptarlo.

Ubhika tomó una de las monedas de su mano. Era diferente a las monedas que conocía, más fina, con más color, brillante, hecha de un metal que ella no había visto nunca. Una hermosa moneda. Pero no era dinero.

—No —dijo ella con pena y le devolvió la moneda—. No puedo venderos nada por ella. —Y sin embargo le hubiera venido tan bien un pequeño e inesperado negocio.

El forastero contempló la moneda como si la viera por primera vez.

—¿Cuál es el reparo? —preguntó—. ¿No os gusta?

—Me gusta mucho —replicó Ubhika—. Pero no es ése el problema. Si se trata de dinero lo importante es que les guste a los otros.

Comenzó a enrollar de nuevo el hato.

—¡Alto, esperad! —gritó el hombre—. Esperad aún un poco. Podemos hacer un trato. Quizás pueda daros algo a cambio.

Ubhika se detuvo y le contempló de la cabeza a los pies.

—¿Qué, por ejemplo?

—No sé… ¿Quizá la ropa que visto?

Ubhika intentó imaginarse quién podría querer llevar una ropa tan extraña. Nadie que estuviera medio cuerdo. Y el problema era si se podría hacer otra cosa a partir de ella… Negó con la cabeza.

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