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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (6 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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Parnag miró alrededor. El predicador apareció allí como por encanto. Brakart, el predicador. Brakart, el vagabundo sagrado. Brakart, que había violado a muchachas. Y ahora salían más hombres de detrás de las rocas donde se habían mantenido escondidos.

Parnag vio que todos llevaban piedras en las manos. Una ola cálida surgió de su estómago y atravesó hasta su
cabeza
. Sabía que le iban a matar.

—¿Qué quieres de mí, Brakart? —preguntó con una indignación que ya había sido gastada.

Los ojos del predicador ardieron con odio.

—¡No me nombres con nombre alguno! Soy un vagabundo sagrado y no tengo nombre.

Parnag guardó silencio.

—Me han informado, Parnag —comenzó el predicador con lentitud—, que hace muchos años mantuviste conversaciones heréticas y que incluso intentaste conducir a la incredulidad a tus conciudadanos.

En aquel momento, Parnag descubrió a Garubad entre los hombres que habían formado un amplio círculo en torno a él.

—¿Tú?

El ganadero alzó las manos en un gesto de rechazo. Era el único que no portaba piedras.

—No le he dicho otra cosa que lo que te dije a ti, Parnag.

—Cuando Garubad me habló hoy de su encuentro y más de que tú eras el primero que lo supo, decidí que éste era el momento para probar tu sinceridad —continuó el vagabundo sagrado. Con una expresión de puro triunfo en sus ojos, añadió—: ¡Y tú no has superado la prueba!

Parnag no dijo nada. No había nada más que decir. Su culpa le había alcanzado.

—No sé a quién o qué se ha encontrado Garubad. Quizás alguien se ha permitido gastarle una pésima broma. Quizás se ha encontrado a un loco. Quizás simplemente se lo haya inventado, no tiene importancia. Lo único que importa es que tú has venido. Esto demuestra que piensas que es posible el que haya rebeldes contra el Emperador. Seguramente crees que es posible, aunque debo concederte que tal idea supera la capacidad de mi imaginación, que alguien pudiera derrocar al Emperador. Sea como sea, tu mera presencia aquí refuta el que seas un hombre creyente y temeroso de Dios. Prueba lo contrario. Eres un incrédulo, y seguramente lo has sido toda tu vida. ¿Y quién sabe cuánta desgracia habrás atraído sobre tus conciudadanos?

—¡Hereje! —gritó uno de los hombres.

La primera piedra le dio a Parnag en el cráneo y le arrojó al suelo. Contempló el cielo, el ancho y vacío cielo. Me entrego a ti, mi Emperador, pensó. Las piedras le llovían ahora. Sí, lo confieso. He dudado de ti. Lo confieso. Acogí en mi interior la duda y no me he apartado de ella. Lo confieso. En tu justicia, mi Emperador, tú me destruyes ahora y estaré perdido. Lo confieso y me entrego a tu justicia…

4. La alfombra perdida

Más tarde no era capaz de acordarse de lo que le había despertado, si había sido el olor del humo o el crujido de las llamas o alguna otra cosa. Se alzó de la cama y gritó y su único pensamiento fue: ¡La alfombra!

Gritó, gritó tan fuerte como pudo, gritó en dirección al rabioso crepitar del fuego, llenó la casa entera con su voz.

—¡Fuego! ¡Fuego!

No veía más que las llamas ardientes, el reflejo burlón, tembloroso y rojo anaranjado en las paredes y las puertas, las fantasmales sombras y el humo que se acumulaba y retorcía bajo el techo. Con violencia, se liberaba de las manos que le sujetaban, no escuchaba las voces que decían su nombre. Sólo veía el fuego que destruía la obra de su vida.

—¡Borlón, no! ¡Ponte a salvo…!

Se lanzó hacia adelante, sin preocuparse por sus mujeres. El humo le cubría, le mordía, hacía llorar sus ojos y le quemaba en los pulmones. Le vino a las manos un pedazo de tela, se la arrancó de delante de su rostro. Una jarra de barro se destrozó contra el suelo, tropezó con los pedazos y siguió corriendo. La alfombra. Tenía que salvar la alfombra. Tenía que salvar la alfombra o morir.

El fuego ardía con increíble violencia por toda la casa, como una tormenta que aullaba, que buscaba rabiosa un contrincante de su misma talla y no lo encontraba. Borlón alcanzó medio sofocado el pie de la escalera que conducía a la tejeduría justo en el momento en que los peldaños de madera se vinieron abajo, negros como el carbón y lanzando ascuas. Sus ojos, que se salían de las órbitas, contemplaron cómo el salvaje ballet de las lenguas de fuego saltaba hacia la balaustrada donde estaba el bastidor de su telar y sus oídos escucharon el sonido con el que los pilares que sujetaban el balcón comenzaron a ceder lentamente, un sonido como el grito indeciso de un niño. Luego, algo tomó el control sobre él, algo que sabía que era demasiado tarde y le dejó emprender la retirada.

Cuando llegó a donde estaba su familia, que esperaba fuera, a una distancia segura, todo sucedió muy deprisa. Ellas le tomaron entre las dos, Karvita, su mujer, y su concubina Narana, y él las siguió con un rostro marmóreo y sin sentir nada cuando el fuego devoraba la antiquísima casa, cuando destrozaba los cristales de las ventanas y luego se dejaba escupir hacia fuera, como si quisiera saludarle burlonamente, cuando el tejado comenzaba de pronto a refulgir, iba volviéndose cada vez más transparente y por fin se hundía, haciendo girar una ardiente nube de ascuas hacia el cielo. Como estrellas que bailaban suavemente, las ascuas colgaron allí en la oscuridad y se fueron apagando poco a poco, mientras el fuego de debajo iba perdiendo poco a poco alimento hasta que al final apenas quedó calor como para herir las tinieblas con un poco de luz.

¿Cómo podía haber sucedido esto?, quiso preguntar, pero no pudo, sólo pudo guardar silencio mientras miraba fijamente las carbonizadas paredes y su espíritu se negaba a aprehender por completo lo que había sucedido.

Hubiera seguido de pie sin moverse hasta que rompiera el día, sin saber qué hacer. Fue Karvita quien, después de buscar entre las ruinas, encontró los restos requemados de la caja del dinero y quien envolvió las ennegrecidas y fundidas monedas en su pañuelo, y fue también Karvita quien condujo a los tres a la ardua caminata a través de la noche helada hacia la casa de sus padres, en los arrabales de la ciudad.

—Yo soy culpable —dijo, sin mirar a nadie, la vista atormentada y dirigida hacia una lejanía indeterminada. Un dolor inconmensurable se removió en su pecho y algo dentro de él tuvo la esperanza de recibir el justo castigo más rápido y con menos dolor si se acusaba a sí mismo y se declaraba culpable.

—Tonterías —le espetó su mujer con seguridad—. Nadie sabe quién es el culpable. Y debieras comer algo por fin.

El sonido de su voz le hacía daño. La miró de refilón, intentó descubrir en ella a la orgullosa muchacha con el largo y maravilloso cabello negro de la que se había enamorado tiempo atrás. Ella era siempre tan fría, tan distante… y en todos aquellos años no había sido capaz de romper el hielo. Había sido su propio corazón el que había acabado por congelarse.

Narana le alcanzó un plato con puches desde el otro lado de la mesa sin decir una palabra. Luego, casi asustada, como si hubiera sido demasiado atrevida, se encogió en su silla de nuevo. La tierna concubina rubia, que podría haber sido la hija de ambos, comió muda y silenciosa, inclinada sobre su plato, como si quisiera hacerse invisible.

Borlón sabía que Narana se sentía odiada por Karvita y seguramente era cierto. Siempre que estaban los tres en una misma habitación había tensión en el aire. Karvita, con su frialdad, no dejaba que se percibiera nada, pero Borlón estaba seguro de que estaba celosa de la joven concubina porque dormía con ella.

¿Tendría que haber renunciado a ello? Narana era la única mujer de cuya cama se había levantado él con el corazón aliviado. Era joven y tímida y vergonzosa y en principio la había tomado como esposa sólo por su precioso cabello rubio blanquecino, que ofrecía un contraste increíblemente efectivo con el cabello de Karvita. Y había vivido algunos años intacta en su casa antes de que él, a propuesta de Karvita, hubiera cohabitado con ella por vez primera.

Cuando estaban solos, ella podía mostrarse maravillosamente relajada, apasionada y llena de una agradecida ternura. Era la luz de su vida. Sin embargo, el corazón de Karvita se había vuelto desde entonces aún más inalcanzable, le parecía a él que para siempre, y se sentía culpable por ello.

Vio con el rabillo del ojo cómo Karvita se pasaba un dedo por el cabello y alargó su mano por pura costumbre para que le diera los cabellos que se cayeran. A mitad de dicho movimiento fue consciente de lo que hacía y se detuvo. No existía ya ninguna alfombra en la que pudiera seguir trabajando. Percibió el recuerdo en forma de un dolor ardiente en el pecho.

—No tiene ningún sentido que te hagas reproches ahora —dijo Karvita, que había visto su movimiento—. Con ello no vas a recuperar la alfombra, ni la casa tampoco. Puede haber sido cualquier cosa: una chispa del fogón, un ascua de las cenizas, cualquier cosa.

—Pero, ¿qué es lo que puedo hacer ahora? —dijo Borlón con desespero.

—Primero debemos hacer que reconstruyan la casa. Y luego comenzarás una nueva alfombra.

Borlón alzó las manos y vio las yemas de sus dedos, que estaban quebradas por el trabajo de años con la lanzadera.

—¿Qué he hecho yo para que me suceda esto? Ya no soy tan joven como para poder terminar una alfombra que sume las medidas prescritas. Tengo dos mujeres con los más hermosos cabellos que jamás haya visto el Imperio y en vez de tejer con ellos una alfombra que alegre los ojos del Emperador, sólo podré finalizar una pequeña alfombrilla…

—Borlón, deja ya de quejarte. Podrías haber muerto entre las llamas, entonces sí que no hubieras aportado absolutamente nada con tu vida.

Ahora estaba verdaderamente enfadada. Con toda seguridad, ésta fue la causa de que añadiera:

—Además, en cualquier caso, todavía no tienes heredero, así que no importa tanto el tamaño de la alfombra.

Sí, pensó Borlón con amargura. Ni siquiera eso he conseguido. Un hombre con dos mujeres que no ha tenido hijos no puede reprocharle nada a nadie excepto a sí mismo.

Borlón creyó ver en los ojos de su suegra una pinta de menosprecio, incluso de odio, cuando la mujer pequeña y anciana dejó pasar al maestre del gremio de tejedores de cabellos.

—No te haces una idea de lo mucho que lo siento, Borlón —dijo el maestre—. Me sentí conmocionado cuando tu esposa me lo contó… ¡Desde que existe memoria no había ocurrido una desgracia así!

¿Quería humillarlo? ¿Darle en la nariz mostrando que Borlón era un fracasado? Contempló la flaca y espigada figura del maestre del gremio, sus cabellos entrecanos que el viejo tejedor llevaba tan desgreñados como nunca antes había visto.

Parecía sincero. El viejo, por lo general serio y siempre ceñido al tema, estaba de verdad profundamente conmovido y lleno de comprensión.

—¿Cuándo sucedió? ¿La noche pasada? —preguntó mientras se sentaba—. No se sabe todavía nada de ello en la ciudad…

—No quiero que se vaya contando por ahí… —dijo Borlón con torpeza.

—Pero, ¿por qué no? Ahora necesitarás toda la ayuda posible…

—No quiero —se emperró Borlón.

El maestre del gremio le miró un momento inquisitivamente, luego afirmó comprensivo.

—Bueno, sí. Al menos me has participado de ello a mí. Y me pides consejo.

Borlón miraba fijamente su mano que yacía grande y pesada sobre la mesa de madera sin barnizar. Las venas en el dorso latían imperceptible pero interminablemente. Cuando comenzó a hablar tuvo la sensación de que no era él quien hablaba. Se escuchaba a sí mismo y pensaba que oía hablar a Karvita a través de su voz. Primero entrecortadamente, luego, cuando hubo empezado, repitió cada vez con mayor fluidez lo que ella le había inculcado.

—Se trata de mi casa, maestre. Tengo que reconstruirla, necesito un nuevo bastidor, nuevos aparatos. No tengo suficiente dinero para ello. Mi padre obtuvo un mal precio por su alfombra, en sus tiempos… —También mi padre era ya un fracasado, pensó. Había tejido una alfombra maravillosa y la había dado por una cantidad de dinero irrisoria. Pero por lo menos había terminado una alfombra. El hijo del fracasado, en cambio…

—Ya lo sé.

—¿Y?

—Piensas en un crédito a largo plazo…

—Sí.

El viejo tejedor extendió con lentitud las manos en un gesto de pesar.

—Borlón, por favor, no me pongas en un aprieto. Conoces los estatutos del gremio. Si no tienes un hijo no puedes recibir un crédito.

Borlón tuvo que luchar contra la sensación de hundirse en un agujero negro interminable y profundo.

—No tengo ningún hijo. Tengo dos mujeres y ninguna me ha dado un hijo…

—Entonces, con toda seguridad, no es culpa de las mujeres.

Oh, claro. Por supuesto que no.

Miró al maestre. Había algo que tenía que decir ahora, pero lo había olvidado. O quizás tampoco había nada que pudiera alegar.

—Mira, Borlón, ese crédito duraría ciento veinte o ciento sesenta años. Aún los hijos de tus hijos tendrían que pagarlo. Algo así no se decide a toda prisa. Y por supuesto, la caja del gremio precisa de una cierta seguridad. Si, como parece, no puedes engendrar un heredero, no podemos darte ningún crédito a largo plazo. Ése es el sentido de esta regla. Y aun así corremos un grave riesgo, porque, ¿quién sabe si tu hijo a su vez tendrá un hijo?

—¿Y un crédito a corto plazo? —rogó Borlón.

—¿Con qué lo ibas a pagar? —preguntó seco el maestre.

—Tejeré una nueva alfombra —aseguró Borlón precipitadamente—. Si no engendro un heredero, podré pagar con ello el crédito, y si por fin tengo un hijo, se podría transformar el crédito en uno a largo plazo…

El anciano suspiró.

—Lo siento, Borlón. Lo siento de verdad, pues te he apreciado siempre y me gustaba la alfombra que habías tejido. Pero me siento atado a mi cargo y en este momento veo las cosas, creo yo, de modo más realista que tú. En primer lugar, ya no eres joven, Borlón. ¿Cuán grande sería la alfombra que serias capaz de tejer incluso si trabajaras hasta quedarte ciego? Y una alfombra que no alcanza las medidas prescritas se tasa con un precio desproporcionadamente bajo, eso lo sabes tú también. Por lo general se puede estar ya contento con que un mercader acceda siquiera a llevársela. Segundo: sabes que tendrás que trabajar con un bastidor nuevo, uno cuya madera todavía habrá de asentarse y que durante décadas estará sujeto a tensiones. Es sabido y tú lo sabes también que con un bastidor nuevo no se puede alcanzar una calidad tal como con uno viejo. Quieres construir una casa, tienes que vivir: no sé cómo serías capaz de hacer todo eso.

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