Read Los tejedores de cabellos Online

Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (10 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Nargant guardó silencio. Pasó el dedo lentamente por la tapicería desgastada de la palanca de mandos principal, sintió cosquillas al tocar los arañazos y grietas de los que se salía el relleno.

—¿Qué es lo que planeas? —Quería evitar a toda costa que alguien pudiera decir después que había dado su consentimiento.

Nillian suspiró.

—Me dejas con el bote en la atmósfera. Aterrizo en las cercanías de alguna población e intento tomar contacto con los habitantes.

—¿Y cómo vas a hacerte entender?

—A juzgar por las emisiones de radio que hemos captado, allá abajo se habla una forma muy antigua de paisi. Hará falta quizá acostumbrarse un poco, pero pienso que lo conseguiré.

—¿Y si no?

Nillian encogió los hombros.

—Quizás me haga el sordomudo. O intente aprender el idioma.

Se alzó del sillón.

—Ya se me ocurrirá algo. —Y diciendo esto bajó por la estrecha escalerilla que conducía a la parte inferior de la nave.

Nargant vio que el rebelde no iba a dejarse convencer para renunciar a sus intenciones. Le siguió hacia abajo, con un aspecto como de ceder ante lo inevitable, y vio con absoluto desagrado cómo Nillian cargaba el bote: la tienda de campaña, que en realidad estaba pensada para aterrizajes de emergencia, algunas provisiones y algunos instrumentos de medición necesarios para exploraciones planetarias y que de hecho en este viaje deberían haberse quedado en el armario.

—Toma un arma —le aconsejó.

—Tonterías.

—¿Qué harás cuando te veas en una situación peligrosa? ¡Al fin y al cabo los de allá abajo son seres humanos!

Nillian se detuvo y se volvió. Se cruzaron sus miradas.

—Confío en ti, compañero —dijo el joven rebelde finalmente con una extraña risa cuyo significado Nargant no supo adivinar.

Un corto encendido de los motores fue suficiente para frenar la nave expedicionaria hasta el punto de que dejara su órbita y se hundiera más profundamente. El planeta se hizo más grande y más grande y pronto se pudo oír por toda la nave el enervante silbido de las primeras partículas atmosféricas que barrían el casco a enorme velocidad. El silbido se convirtió en un aullido y por fin en un bramido ensordecedor mientras la nave espacial caía en las capas más bajas de la atmósfera.

Nargant frenó más y pasó a una órbita parabólica que en su punto más bajo debía acercarse bastante a la superficie del planeta para luego catapultar la nave de vuelta al espacio.

—¿Listo?

—Listo.

Poco antes de alcanzar el vértice más profundo, lanzó el bote. Los dos aparatos se separaron tan elegantemente como si sus pilotos no hubieran hecho otra cosa desde hacía años. Nargant se elevó disparado hacia el negro cielo y se puso en una órbita muy alta, estacionaria, con la que seguía la rotación del planeta y de este modo se mantenía aproximadamente sobre el lugar en el que estaba Nillian. A medida que el trueno de los motores se extinguía y la nave se recuperaba entre crujidos del esfuerzo realizado, conectó la radio.

Nillian estaba ya informando.

—Estoy sobrevolando una población. Se podría decir que es casi una ciudad… muy extendida, muchas casas pequeñas y callejones estrechos pero también caminos anchos. Veo algunas zonas verdes y jardines. Una especie de muro rodea toda la población, también los jardines. Fuera de los muros de la ciudad parece no haber más que desierto y estepa, en cualquier caso, en algunos puntos hay una escasa vegetación. Se ven algunos animales pastando, seguramente hay aquí ganadería.

Nargant echó una mirada para comprobar la grabadora. El robusto aparato funcionaba incansablemente y grababa cada palabra.

—A mi derecha percibo una formación de rocas altas y oscuras que se ven bien desde el aire. El escáner hace sospechar que hay cuevas. Aterrizaré allí. Quizás sirva como punto de apoyo.

Nargant crispó el rostro. ¡Cuevas! Como si en un planeta tan árido no se pudiera encontrar otro lugar —y sobre todo uno más seguro— para plantar una tienda neumática.

—¡Ahí va! Hay también algunos edificios alrededor de la ciudad. Algunos se hallan bastante lejos de la población, a varias horas de marcha a pie, diría yo. Los sensores infrarrojos afirman que los edificios están habitados. Veo algo más que podría ser humo de una chimenea.

Era una locura. Toda esto era una completa locura. Nargant se masajeó la nuca y deseó estar muy lejos de allí.

—Volaré ahora un trecho largo hacia el sur hasta que vea de nuevo las rocas que son mi objetivo. Es verdad que son una estupenda marca óptica desde el aire. Me acerco a ellas y voy a aterrizar.

Nargant sacó un trapo y comenzó a limpiar las tapaderas de las pantallas. Yo se lo desaconsejé, pensaba. Quizás tenía que haber insistido en que se inscribiera mi opinión negativa en el diario de a bordo.

Se pudo oír el duro sonido de los patines de aterrizaje al plantarse en el suelo y luego el zumbido de los motores de gravedad al ir apagándose.

—Ya he aterrizado. Acabo de abrir la escotilla y estoy respirando la atmósfera del planeta. El aire es respirable, bastante caliente y lleno de olores. Huele a polvo y excrementos y además hay un olor dulce, como de descomposición… Naturalmente estoy ahora bastante más sensibilizando, después de no haber respirado durante meses enteros otra cosa que aire estéril de nave espacial, pero creo que puedo salir sin filtro para respirar. Voy a bajar ahora para buscar entre las rocas un lugar adecuado para la tienda.

Nargant suspiró y miró hacia afuera. A través de la escotilla a su derecha podía contemplar la más grande de las dos lunas del planeta. El planeta tenía otro satélite, mucho más pequeño, que giraba en dirección contraria y que necesitaba menos de dos días planetarios para dar la vuelta completa. Sin embargo, en aquel momento no podía verse la luna pequeña.

—Es un lugar bastante rocoso y escarpado. Creo que voy a interrumpir la conexión por un momento, colgaré el aparato en mi cinturón y utilizaré ambas manos. ¿Me estás escuchando todavía, Nargant?

Nargant se inclinó sobre el micrófono y apretó el botón de encendido.

—Por supuesto.

—Tranquiliza saberlo —escuchó la risita de Nillian—. Me acabo de dar cuenta de que estoy a algunos millones de años luz de casa y de que eso es un camino bastante largo a pie, si me dejas colgado. Así que hasta luego.

Un pequeño chasquido y el altavoz se quedó mudo. La grabadora se detuvo sola. Los acostumbrados sonidos de la nave cubrieron a Nargant: el casi inaudible gruñido del aparato de ventilación, de vez en cuando el chasquido extrañísimo de los motores y los variados susurros y golpeteos de los instrumentos en la consola de mandos.

Al cabo de unos minutos Nargant se descubrió a sí mismo contemplando como hipnotizado las cifras del reloj de a bordo y esperando el siguiente contacto por radio. Irritado, se levantó y bajó a la sala de estar para echar un trago.

Me enfado conmigo mismo, reconoció. Nillian tiene ahora su aventura y yo estoy aquí en la órbita y me muero de aburrimiento.

Pasó un tiempo largo e intranquilizador hasta que Nillian llamó de nuevo.

—Acabo de tener mi primer contacto con un indígena. Un anciano. La comprensión funcionó muy bien, mejor de lo esperado. Pero seguramente lo he turbado un poco con mis palabras. En realidad yo pensaba que aquí no habría nadie, pero después de lo que me ha contado creo que debe de haber en estas cuevas alguna clase de piedras preciosas y de vez en cuando viene gente para buscarlas. Era muy charlatán, hemos conversado muy a gusto. Es interesante que por aquí consideran al Emperador como antes, como un gobernante inmortal y divino, incluso aunque no saben mucho más sobre el Imperio. Cuando le hablé de la rebelión no quiso creerme ni una palabra.

Nargant podía acordarse bien de la época de su vida en que el Emperador había sido también para él el centro del universo. Incluso ahora, después de veinte años de esforzada y sangrienta secularización, sentía todavía un dolor en el lugar en el que antes había estado esa fe. Un dolor que tenía que ver con la vergüenza, con el sentimiento de haber fracasado, con pérdida.

El joven rebelde lo había tenido fácil. Él era por entonces un niño y no había sido sometido en toda su educación a la aplastante maquinaria de la casta de sacerdotes. Ni siquiera sospechaba con qué torturas tendría que debatirse quizás por el resto de su vida alguien como Nargant.

—Por suerte aterricé con el bote en una zona difícil. No creo que lo haya visto. Pese a ello voy a buscarme otro lugar para mi campamento.

El resto del día transcurrió con tranquilidad. Nillian sobrevoló diversos lugares y tomó fotografías que luego envió a la nave. Nargant pudo contemplar las fotografías en el monitor. Imágenes de paisajes amplios y áridos, de chozas viejas, torcidas, ruinosas, y de senderos apenas reconocibles que discurrían interminables a través de quebradas rocosas.

A la mañana siguiente Nillian renunció a sus intenciones originales de marchar simplemente hacia la ciudad y observar, y pasó todo el día buscando caminantes solitarios que viajaban a pie o en pequeños animales de montura. Aterrizaba a una distancia segura, se les acercaba y les preguntaba. Durante uno de esos contactos, una anciana le entregó un completo juego de ropas indígenas a cambio de su brazalete, que era increíblemente valioso. Esa capacidad de sacrificio de Nillian impresionó involuntariamente a Nargant, y tuvo que conceder que también le tranquilizaba la precaución con la que actuaba el rebelde.

A mediodía del día siguiente Nillian descubrió a un hombre que parecía haberse perdido en el desierto.

—Lo estoy observando desde hace algún tiempo. Me resulta extraño que un hombre viaje por aquí a pie. Sólo puede venir de la ciudad y desde allí debe de llevar por lo menos un día entero de viaje. Allá abajo reina un calor infernal y no hay agua por ningún lado. Parece que el hombre cae una y otra vez.

Guardó silencio por un momento.

—Ahora ya no se levanta. Seguramente ha perdido el sentido. Bien, de este modo no verá el bote. Aterrizo.

—Inyéctale un tranquilizante —le aconsejó Nargant—. Si no, se despertará dentro del bote y no sabes cómo reaccionará. —Buena idea. ¿Qué ampolla es? ¿La amarilla? —Sí. Dale sólo media dosis. Debe de tener la tensión bastante baja. —De acuerdo.

Nargant siguió a través de los sonidos que salían del altavoz cómo Nillian cogía al hombre inconsciente y se lo llevaba a un lugar frío y a la sombra. Allí le hizo beber botella y media de agua. Luego hubieron de esperar hasta que el rescatado despertara.

—Nargant, habla Nillian.

Nargant se levantó. Se había quedado dormido en el sillón del piloto.

—¿Sí?

El altavoz crepitó y crujió un poco. Luego, Nillian preguntó:

—¿Te dice algo la expresión «alfombras de cabellos»?

Nargant se rascó el pecho sin saber qué decir y reflexionó.

—No —dijo por fin—. Como mucho puedo llegar a imaginarme que se trata de una alfombra que está hecha de cabellos o, al menos, que lo parece. ¿Por qué lo preguntas?

—He estado hablando un poco con el hombre. Me ha contado que su profesión es la de tejedor de alfombras de cabellos. Profesión no es quizás la palabra correcta. Por lo que dijo, parece más bien una casta social. En cualquier caso me he asegurado de que él quiere decir de verdad que teje una alfombra de cabellos y además de cabellos humanos.

—¿De cabellos humanos?

Nargant todavía estaba intentando despertarse del todo. ¿Por qué le contaba Nillian todo esto?

—Debe de ser una tarea muy complicada. Si no le he entendido del todo mal, necesita una vida entera para tejer una sola de esas alfombras.

—Suena bastante extraño.

—Eso mismo le he dicho, y él estaba completamente desconcertado con mis palabras. Tejer esos tapices debe ser aquí algo como una actividad sagrada. Por cierto que del hecho de que yo no supiera lo que es una alfombra de cabellos ha deducido con mucha agudeza que vengo de otro planeta.

Nargant se apresuró a tomar aliento.

—¿Y qué has dicho tú?

—Lo he reconocido. ¿Por qué no? Me parece interesante que la gente de aquí sepa que hay otros mundos habitados. No me lo habría esperado, después de lo primitivo que se ve todo.

Para su propio asombro percibió Nargant que le temblaban las manos. Sólo ahora se daba cuenta de que se sentía verdaderamente mal, mal a causa del miedo. En su interior había una tensión que sólo cedería cuando esta aventura hubiera pasado y Nillian estuviera de nuevo a bordo, una tensión que contra toda razón intentaba proteger a ambos de las consecuencias de su insubordinación.

—¿Qué es lo que planeas? —preguntó, en la esperanza de que su voz no delatara nada de todo ello.

—Me interesan esas alfombras de cabellos —afirmó Nillian despreocupado—. Le he pedido que me muestre la alfombra en la que está trabajando pero dice que no puede. No tengo ni idea de por qué. Ha murmurado algo que no he entendido. Pero vamos a visitar a un colega suyo, otro tejedor de cabellos, y allí podré ver su alfombra. Era una cuestión corporal. Su razón sabía que los rebeldes tenían otra concepción de disciplina, pero su cuerpo no sabía nada de ello. Su cuerpo prefería antes morir que desobedecer una orden.

—¿Cuándo vais a ir allí?

—Le he dado un reconstituyente. Esperaré hasta que empiece a funcionar. Una hora, quizás. El hombre estaba verdaderamente destrozado. Pero no se deja sacar qué es lo que buscaba en el desierto. Una historia bastante misteriosa, toda ella.

—¿Llevas el traje indígena?

—Por supuesto. Por cierto que es terriblemente incómodo. Pica en sitios que ni siquiera sabía que existieran.

—¿Cuándo volverás a contactar?

—Inmediatamente después de la visita a casa del otro tejedor de cabellos. Tenemos una marcha a pie de dos o tres horas delante de nosotros. Por suerte el sol se halla ya bastante bajo y no hace tantísimo calor. Puede ser que nos inviten a pernoctar, lo que yo, por supuesto, no podré rechazar.

—¿Llevas la radio contigo por si acaso?

—Por supuesto. —Nillian se rió—. Eh, ¿te preocupas por mí?

Nargant sintió un pinchazo ante esas palabras. En realidad no, reconoció, y se sintió odioso y malvado. En realidad sólo se preocupaba por sí mismo, por lo que le podría pasar si le sucediera algo a Nillian. No se merecía el afecto que le profesaba el joven rebelde, pues era incapaz de corresponderlo. Todo lo que podía era envidiar su ligereza y su libertad interna y sentirse a su lado como un tullido.

BOOK: Los tejedores de cabellos
6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Raven by Shelly Pratt
Shockball by Viehl, S. L.
Traci On The Spot by Marie Ferrarella
Who Do I Talk To? by Neta Jackson
King by Dee, L J
The Angel Maker by Brijs, Stefan
Anita Mills by Newmarket Match
Wait Until Tomorrow by Pat MacEnulty
Sharing Sam by Katherine Applegate