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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (9 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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—No.

—Esperad. Entonces otra cosa. Esto, mi brazalete. Me lo regaló mi madre. Es muy valioso.

No es un buen negociante, pensó Ubhika divertida. Quiere esas pobres ropas a toda costa y no intenta ni siquiera esconderlo. Era como un libro abierto. Cada uno de sus movimientos decía: por favor, dámelo, te pagaré lo que quieras. Casi le daba pena.

—No tenéis nuestro dinero, Nillian, y en vuestro habla se nota que venís de lejos —afirmó—. No os va a servir de mucho el vestiros como la gente de aquí.

—El brazalete —repitió y le tendió la joya que, por lo que Ubhika recordaba, había llevado en la muñeca derecha—. ¿Os gusta?

Tomó el brazalete y sintió un escalofrío cuando percibió cuan pesado y frío era. Estaba hecho de un metal liso, brillante, amarillo, y traía finos dibujos brillantes en la parte exterior. Cuando contempló los dibujos de cerca percibió que del brazalete se elevaba un fuerte olor, un perfume pesado y grasiento que le recordó al perfume de las glándulas de un joven búfalo baraq en celo. Debía de llevar el brazalete desde hacía mucho. Quizás día y noche desde que su madre se lo había regalado.

¿Sería verdad? ¿Y cómo podía nadie dar un regalo de su madre y además uno tan valioso a cambio de un par de trapos ridículos?

Era igual.

—Tomad lo que queráis —se escuchó decir a sí misma, completamente sumida en la contemplación del brazalete.

—¡Vos debéis decirme qué es lo que necesito! —protestó el hombre.

Con un suspiro, Ubhika revolvió en su hato y pescó unos pantalones y una larga camisa de gruesa tela y una chaqueta como la que llevaban los ganaderos. Por supuesto, no llevaba botas de ganadero, pero en vez de eso le dio un par de simples sandalias.

—Esto no me quedará bien.

—Os quedará perfecto.

—Lo creeré cuando lo haya probado —le replicó el hombre y, ante el asombro sin límites de Ubhika, comenzó a quitarse la ropa.

Al menos se había dado la vuelta. Abrió la parte superior en una costura que se separó con un ruidito y sacó los brazos. Apareció un torso poderoso y desnudo, brillando aterciopelado a la luz del sol mientras el hombre comenzaba a hurgar en su cinturón.

Ubhika, que había olvidado respirar, tomó aire asustada y miró involuntariamente en todas direcciones como si temiera que alguien pudiera estar observándolos. ¡Jamás le había pasado que un hombre se desnudara delante de ella!

Pero al forastero parecía no importarle. Salió de la parte inferior de su traje y se puso los recién adquiridos pantalones.

Ubhika se mantuvo allí de pie y contempló la espalda desnuda y musculosa, tan cercana que sólo necesitaba extender la mano para tocarla. Y de hecho su mano se estremecía. ¿Por qué no? Se preguntó, y apenas pudo contener el deseo de tocar la lisa y brillante piel del hombre, simplemente sentir por una vez el contacto. Y vio su trasero, pequeño y fuerte, cubierto sólo por una pieza de tela apretada e increíblemente lisa, que parecía como un pantalón corto, y sintió una extraña y cálida ola que se extendía por su vientre.

Y locos pensamientos en su cabeza…

Giró el brazalete entre sus dedos, indecisa. Los dibujos en la parte exterior brillaban maravillosamente. Devolverle el brazalete y pedirle en vez de ello que hiciera con ella las cosas que un hombre hace con una mujer, sólo una vez…

Qué pensamiento más loco. Colocó el brazalete enérgicamente sobre su muñeca izquierda. Descartado. No quería contemplar como él la rechazaba y le decía que era demasiado vieja para él.

—Es verdad —le escuchó decir, ignorante de todo ello. Extendió los brazos hacia todos lados y se miró hacia abajo—. Me sienta bien de verdad.

Ubhika no dijo nada, sólo tenía miedo de que le pudiera leer los pensamientos.

Pero el forastero, que se llamaba Nillian, sonrió con despiste y recogió sus cosas. Hizo un rollo con el traje brillante y se lo puso bajo el brazo y se colgó el cinturón al hombro. Dio las gracias amablemente y dijo una cosa y otra, de las cuales la buhonera no se enteró aunque más tarde recordaba haber respondido. Y luego se despidió de ella.

Le siguió con la mirada mientras se iba, campo a través. No en dirección a la ciudad. Justo delante de una hondonada se dio la vuelta una vez más y la saludó con la mano. Luego desapareció.

Ubhika se quedó todavía largo rato de pie, con la mirada perdida ante ella. En algún momento volvió en sí, alzó el brazo izquierdo y miró el brazalete que de verdad estaba en su sitio. No había sido un sueño.

De pronto tuvo la sensación como si alrededor de ella, detrás de cada roca y de cada colina, estuvieran sentadas personas que cuchicheaban secretos de los que ella no debía enterarse. Se apresuró a volver a enrollar las ropas restantes y a guardarlas. Luego tomó las riendas de los dos yuks de carga, se subió a su montura y le dio en el costado para que se pusiera en movimiento. Percibió una presión en el pecho que no podía explicar.

E hizo esfuerzos para no pensar en la noche. Aquella noche iba a ser muy difícil.

6. El hombre de otra parte

—Un planeta árido, en su mayor parte desierto y estepa. Población estimada entre trescientos y cuatrocientos millones. Muchas ciudades medianas, todas en estado de decadencia. Pocos recursos mineros, agricultura en condiciones extremas, escasez de agua.

Lo que le maravillaba de Nillian era su increíble dinámica, la energía casi animal que irradiaba y que le daba un algo salvaje, indomable. Quizás se debía a que parecía no pensar demasiado, a que sus palabras, sus acciones y sus decisiones le salían de las entrañas, directas, sin afectación, indisimuladas y casi sin pensarlas. Desde que estaba con Nillian, Nargant se daba cuenta a menudo de cómo sus propios procesos mentales estaban llenos de rincones, incluso cuando se trataba de decisiones absolutamente irrelevantes, y de cuánta energía desperdiciaba casi automáticamente intentando asegurarse contra todas las partes y todas las posibilidades.

Contemplaba a Nillian de reojo. El joven copiloto estaba sentado en un sillón, relajado, echado hacia atrás, con el micrófono del aparato de grabación delante de los labios, y estudiaba con atención la pantalla y los indicadores de los instrumentos de teleanálisis. Su concentración casi se podía tocar con las manos. En la pantalla brillaban diversas imágenes de la superficie planetaria, pardigris, sin contornos concretos. El computador había trazado algunas líneas blancas, junto con datos sobre la fiabilidad de los análisis.

—Los instrumentos muestran algo —siguió Nillian— que deben de ser con bastante probabilidad restos rudimentarios de una importante cultura desaparecida. Desde el espacio se pueden distinguir con los ojos desnudos unas líneas rectas que por su coloración permiten suponer que se trata de los cimientos de grandes edificios. Muy grandes. He medido en la atmósfera restos de elementos radioactivos, una escasa radioactividad residual. Posiblemente una guerra atómica hace varias decenas de miles de años. Hay débiles actividades electromagnéticas, probablemente una forma simple de radio, pero no localizamos ninguna fuente de energía de importancia. En otras palabras —concluyó, y su voz adoptó un tono de ironía impaciente—, una imagen muy parecida a todas las anteriores. No creo que vayamos a encontrar nada más si seguimos renunciando a aterrizar en los planetas que sobrevolamos. Por supuesto, se trata de mi opinión personal, pero no tengo nada en contra de que la dirección de la expedición la interprete como una recomendación. Informe de Nillian Jegetar Cuain, a bordo de la
Kalyt 9
. Tiempo estándar 15-3-178002, ultima calibración 4-2. Posición cuadrícula 2014-BQA-57, en órbita alrededor del segundo planeta del sol G-101, corto y cierro.

—¿Vas a enviar algo así?

—¿Por qué no?

—Esas últimas frases son un poco… insolentes, ¿no?

Nillian sonrió agitando la cabeza, se dobló sobre los mandos de la radio y con un rutinario toque descargó el envío múltiple de su informe de vuelo.

—El problema contigo, Nargant —aclaró después— es tu educación ajena a la vida. Has crecido creyendo que los reglamentos son más importantes que todos los hechos que te pueden acontecer y tienes la idea de que la más mínima desobediencia mata instantáneamente. No es que hayas aprendido mucho más, pero esa obediencia se te ha grabado en la carne y en los huesos y algún día, cuando fallezcas y te diseccionen, se encontrará, en vez de tu médula ósea, obediencia cristalizada.

Nargant contempló fijamente sus manos como si intentara ver a través de la piel para examinar si Nillian tenía razón o no.

—No conseguirás hacer de mí un rebelde, Nillian —murmuró con desagrado.

Lo más estúpido era que él mismo lo percibía. Desde que viajaba junto con los antiguos rebeldes y los tenía junto a él, se sentía como un fósil.

—No te convertirás ya en un rebelde, soldado imperial —le respondió Nillian. Ahora estaba serio—. Por suerte eso ya no es necesario. Pero preferiría que olvidaras un poco tu viejo adiestramiento. No sólo por ti, también por mí. ¿Cuánto tiempo llevamos ya de viaje? Unos cuarenta días. Cuarenta días, solos tú y yo en esta pequeña nave expedicionaria, y para ser sinceros, no sé todavía si de verdad me aprecias. O si solamente aguantas conmigo porque te lo han ordenado.

—Por supuesto —dijo Nargant—. Te aprecio mucho.

Sonó terriblemente forzado. ¿Le he dicho yo eso alguna vez a nadie? Reflexionó asustado.

—Gracias. Yo también te aprecio mucho, debo decir, y por eso me pongo nervioso cuando me tratas con tanto envaramiento, como si después del vuelo tuviera que presentar un informe acerca de tus convicciones políticas para una comisión de sacerdotes o al Consejo de la Rebelión.

—¿Envaramiento…?

—¡Sí! Con tanta precaución, tanto cuidado, sin pronunciar ninguna palabra equivocada y siempre haciéndolo todo bien… Yo creo que debieras ponerte delante del espejo cada mañana y cada tarde y decirte en voz alta a la cara: «¡Ya no hay ningún Emperador!». Y eso durante un par de años.

Nargant caviló si lo estaba diciendo en serio.

—Podría intentarlo.

—Se trata simplemente de que desconectes de vez en cuando ese maldito censor que te han implantado en el cerebro y que digas directamente lo que te venga a la cabeza, sin importar lo que yo piense de ello. ¿Crees que podrías hacerlo al menos de vez en cuando?

—Lo intentaré. —A veces encontraba a los rebeldes verdaderamente irritantes. ¿Por qué, para empezar, se reía al escuchar su respuesta?

—¿Y crees que podrías por una vez violar algunos reglamentos? ¿Interpretar libremente algunas órdenes?

—Humm… no sé. ¿Cuáles, por ejemplo?

Un brillo conspirativo apareció en los ojos de Nillian.

—Por ejemplo, la orden de que no debemos aterrizar en ningún planeta.

A Nargant se le heló el aliento.

—¿No pretenderás…?

Nillian asintió violentamente con la cabeza y sus ojos relampaguearon con ansia de aventura.

—¡Pero eso no puede ser! —El mero pensamiento dejaba boquiabierto a Nargant. Y después de la conversación se sentía presionado. Oyó cómo su corazón latía más deprisa—. Tenemos órdenes estrictas, ¡estrictas!, de no aterrizar en el planeta que sobrevolemos.

—No vamos a aterrizar. —Nillian sonrió ampliamente. Era difícil de decir si se trataba de una sonrisa malévola o divertida o de las dos cosas—. Sólo nos introduciremos un poquito en la atmósfera…

—¿Y entonces…?

—Me dejas con el bote salvavidas.

Nargant respiró profundamente y apretó los puños. La sangre latía en sus sienes. Desvió la mirada, fijó los ojos en una de las extrañas estrellas que se veían silenciosas y misteriosas a través de las portillas. Pero tampoco ella podía ayudarle.

—No podemos hacer eso.

—¿Por qué no?

—¡Porque se trata de la violación de una orden expresa!

—Tis, tis —dijo Nillian—. Terrible. —Y se quedó callado.

Nargant evitó sus ojos. Ya conocía al antiguo rebelde lo suficientemente bien como para saber que le estaba contemplando con impaciencia.

El planeta G-101/2 colgaba como una bola marrón grande y sucia sobre ellos. No se podía vislumbrar ninguna ciudad con los ojos desnudos.

—No sé qué es lo que vas a conseguir con ello —suspiró Nargant por fin.

—Conocimiento —dijo Nillian simplemente—. No sabemos mucho, pero algo ya sabemos con toda seguridad. No vamos a descubrir nada de lo que pasa aquí si solamente sobrevolamos un planeta tras del otro y hacemos las típicas mediciones estandarizadas desde la órbita.

—Pero hemos averiguado ya muchas cosas —le repuso Nargant—. Todos los planetas que hemos sobrevolado hasta ahora están ocupados por seres humanos. Por todos lados hemos encontrado civilizaciones planetarias de un nivel bastante primitivo. Y por todos lados hemos encontrado huellas de una guerra muy lejana en la que se utilizaron armas atómicas.

—Aburrido —dijo el joven copiloto—. En suma, esto sólo confirma lo que de todos modos ya sabíamos.

—Pero se trataba de simples leyendas, informes apenas creíbles de un puñado de contrabandistas. Sólo ahora lo sabemos por experiencia propia.

Nillian perdió de repente los estribos de tal modo que Nargant se estremeció.

—¿Y eso te deja frío? —gritó enfadado—. Estamos cruzando una galaxia que al parecer era parte del Imperio desde hacía un tiempo inmemorial, ¡pero que no estaba marcada en ningún mapa estelar! Hemos descubierto una región perdida del Imperio sobre la que no hay ninguna información en el archivo imperial. Y nadie sabe por qué. Nadie sabe qué es lo que nos espera. ¡Se trata de un secreto increíble!

Se calmó de nuevo como si esta explosión le hubiera dejado agotado.

—Y cuando uno se imagina que hasta la senda que conduce a ese secreto sólo se encontró gracias a una cadena de casualidades… —Sus manos comenzaron a dibujar con los dedos extendidos unos extraños círculos—. Fueron necesarias todas esas casualidades para traernos aquí. El gobernador de Eswerlund que hizo buscar el escondite de los contrabandistas como si no hubiera tenido nada más importante que hacer… el técnico que revisó la memoria en la nave requisada en lugar de borrarla y que dio en ella con el mapa estelar de la galaxia Gheera… la votación en el Consejo, que decidió esta expedición con sólo un voto de mayoría… Y aquí estamos nosotros. Y es nuestro maldito deber el descubrir tanto como podamos de lo que está pasando aquí y de cómo pudo suceder que una enorme parte del Imperio estuviera perdida y olvidada durante decenas de miles de años.

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