Read Los tejedores de cabellos Online

Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (5 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
11.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Parnag se sintió incómodo. Pensó en la larga lista de casas que todavía tenía que visitar para recaudar el pago de la escuela y le pareció que estar allí de pie era perder el tiempo. Pero no se podía ir sin más.

El predicador miró a su alrededor con unos apasionados ojos que lanzaban chispas.

—Y por eso tengo que hablar también de los incrédulos, de los escépticos y herejes, y tengo que alertaros contra ellos, a vosotros, cuya fe es la verdadera. El incrédulo es como alguien que tiene una enfermedad contagiosa. No es como vosotros, que alguna vez olvidáis la verdad, eso es humano y basta con que se os lo recuerde para que renovéis vuestra fe. El incrédulo no es que haya simplemente olvidado la verdad, sino el que la conoce bien y la desprecia conscientemente.

Parnag comenzó a ponerse nervioso. Tuvo que hacer esfuerzos para mantener una expresión lo más impasible que le era posible. Le pareció como si de pronto el demacrado hombre de la barba le hablara solo a él.

Hace esto porque se promete obtener ventaja de ello y, para disculparse, inventa toda clase de astutos argumentos. Y estas dudas son como veneno para el corazón de un hombre sencillo que, a causa de ello, puede perderse, y al que el incrédulo le siembra la semilla de la incredulidad y con ella de la perdición. Yo os digo que si toleráis un incrédulo en vuestra comunidad actuáis entonces como alguien cuya casa está en llamas y que se queda sentado tranquilo junto al fuego.

Parnag tuvo la sensación de que algunos de los vecinos le miraban, le examinaban con desconfianza. Sus rebeldes preguntas no habían sido olvidadas, ni siquiera después de veinte años. Seguramente algunos se acordaban de ellas y se preguntaban…

Y tenían razón. Las dudas estaban todavía dentro de él, como una semilla que traía la perdición y que él era incapaz de arrancar. Había visto cómo había atraído la desgracia sobre otros y él mismo quedó encerrado en una vida que se componía de días imprecisos y grises que se sucedían el uno al otro. Una vez que las dudas nacían, era imposible hacer que volvieran a desaparecer. Él no era ya capaz de decir con cada uno de sus movimientos: hago esto por el Emperador. Él sólo podía pensar: ¿existe de verdad el Emperador? ¿Quién había visto nunca al Emperador? Ni siquiera sabían dónde vivía, sólo que debía de ser en un planeta muy lejano. Por supuesto, estaban las fotografías y la imagen del Emperador le era a cada ser humano más cercana que la de sus padres, pero por lo que sabía Parnag, el Emperador no había puesto jamás el pie en aquel planeta. Se decía que el Emperador era inmortal, que vivía desde el principio de los tiempos y que gobernaba a todos los seres humanos… se decía tanto y no se sabía nada. Una vez que comenzaban las dudas, el tener más se iba convirtiendo en una perversa necesidad interior.

—Poneos en guardia contra las voces que proclaman duda e incredulidad. Poneos en guardia y no prestéis oídos a palabras heréticas. Poneos en guardia sobre todo contra el que os convenza de que debéis buscar vosotros mismos la verdad. ¡Nada puede ser más falso! ¡La verdad es demasiado grande para poder ser comprendida por un único ser humano, mortal y débil! No, sólo en el amor y la obediencia al Emperador podemos tomar parte en la verdad y ser guiados con seguridad…

El predicador se detuvo y miró a Parnag para probar el efecto. Parnag le devolvió la mirada y como un golpe repentino le atravesó la convicción de que él conocía aquel rostro. Había conocido al predicador en algún lugar y un tiempo tan lejanos que por el momento no se le ocurría dónde. Y el repentino reconocimiento era mutuo: Parnag percibió que también el otro le había reconocido a él. Parnag vio brillar algo como pánico en sus oscuros ojos, pero sólo por un segundo, luego se encendieron de nuevo con un odio fanático y sediento de venganza.

Se sintió mal. ¿De qué podría conocer él al clérigo andrajoso? Sintió cómo su corazón se aceleraba, escuchó el latido de la sangre en sus oídos. Se daba cuenta difusamente de que el predicador seguía hablando. ¿Estaba exigiendo a la multitud que le lapidara? No podía entender nada.

Había dudado del Emperador y había atraído la desgracia sobre otros. ¿Le tocaba a él ahora? ¿Le alcanzaba ahora su destino pese a todos sus remordimientos y penitencias?

Parnag maldijo. Se escuchó a sí mismo decirle algo a su alumno favorito, seguramente que cuidara de que todos los niños volvieran a casa, y luego se fue. Percibió el crepitar de las piedras bajo sus pies y escuchó el sonido de sus pasos, cada vez más rápidos, más rápidos, rebotando en los muros de las casas. La primera esquina fue como si le salvara la vida. ¡Desaparecer, escapar de la vista!

Pero entonces recordó de pronto de qué conocía al hombre. Se quedó parado abruptamente, exhalando un inarticulado sonido de sorpresa. ¿Era posible? ¿Aquel hombre que él había conocido convertido en predicador? Aunque en su interior sabía que tenía razón, no podía hacer otra cosa que girarse y volver para asegurarse. Al otro lado de la esquina que le acababa de servir de refugio, se quedó de pie y miró hacia la plaza.

No había duda alguna. Aquel hombre que estaba sentado en el círculo de una multitud que le escuchaba piadosamente, vestido con la capa gris del vagabundo sagrado, no era otro que el que junto con él, en sus años jóvenes, había dirigido la escuela en Kerkeema. Le reconoció por la forma de moverse y ahora reconocía los rasgos del rostro. Brakart. Éste había sido su nombre.

Parnag suspiró, más tranquilo, y sólo ahora se dio cuenta de que un miedo mortal le había atenazado el pecho como una banda de hierro. Había tenido miedo de que el otro le reconociera como incrédulo, como ateo. Había salido corriendo porque había tenido miedo de ser lapidado como herético. Pero no tenía nada que temer. El otro le había reconocido y supo que había encontrado a alguien que conocía su secreto. Su sucio secreto.

Hacía casi cuarenta años: Kerkeema, la ciudad al borde del volcán apagado. La extensa perspectiva de la llanura y las extrañas sombras que arrojaba cada puesta de sol. Llevaban la escuela de la ciudad, juntos, dos jóvenes maestros, y mientras se consideraba a Parnag simpático y afable, Brakart se ganó pronto la fama de una severidad rigurosa. Apenas transcurría una tarde en la que no obligara a algún estudiante a quedarse después de clase, y solían ser muchachas, de las que él decía que estaban menos atentas a las lecciones que los chicos.

Pasaron los años hasta que un día una enfermedad, muchas lágrimas y una confesión trajeron a la luz que Brakart se había servido de sus alumnas en forma obscena y que ése era el verdadero motivo de su severa disciplina. Brakart huyó a toda prisa en mitad de la noche, antes de que le pudieran hacer nada los encolerizados vecinos, y Parnag había tenido que soportar tantos interrogatorios tan desagradables que al final también había dejado Kerkeema. Así es como había llegado hasta Yahannochia.

Y ahora se habían encontrado de nuevo. Parnag se sintió desgraciado de pronto. Una parte de él saltaba de júbilo, convencida de que estaba seguro, de que tenía al otro en un puño, pero otra lo encontraba deprimente: ¿iba a escapar con tanta facilidad? Había dudado y a causa de ello había matado a un joven. Se había rendido a las dudas sin salvación posible, y a aquél que podría haber tomado venganza por la verdad, lo tenía completamente a su merced: era una victoria demasiado fácil, indigna. No, no una victoria, sino un librarse por los pelos. Había salvado el pellejo, pero perdido su honor.

Aquella tarde se quedó en casa. Los avaros tejedores de cabellos no estarían tristes de poder guardar su dinero un día más. Anduvo de acá para allá en su casa, limpió con desgana uno u otro objeto, sumido siempre en sus pensamientos. Todo era gris y triste.

Estuvo largo tiempo de pie delante de la bolsa de cuero que estaba colgada de un gancho en el pasillo, mirándola completamente absorto. La bolsa había pertenecido a Abron. El joven la había colgado en su última visita y luego la había olvidado al irse, y desde entonces estaba allí.

Después le sobrevino el impulso de cantar. Con una voz quebradiza y poco ejercitada, intentó entonar una canción que le había causado impresión cuando era un niño y que comenzaba con las palabras: «Me entrego totalmente a ti, mi Emperador…». Pero no pudo acordarse del resto de la letra y al final desistió.

En algún momento sonaron unos impetuosos golpes en la puerta. Se acercó a abrirla. Era Garubad, un ganadero, hombre robusto de cabellos grises vestido con unas desgastadas ropas de cuero. Entonces, hacía veinte años, Garubad había sido también miembro de su tertulia.

—Garubad…

—¡Parnad, yo te saludo!

El fornido ganadero parecía de buen humor, casi exageradamente.

—Ya sé que hace muchísimo que no hablamos, pero tengo que contarte algo a toda costa. ¿Puedo entrar?

—Por supuesto.

Parnag se echó a un lado y le dejó pasar. Le producía una extraña sensación que el otro apareciera justamente ahora. No se habían relacionado desde hacía años, en realidad, desde que la hija del ganadero había terminado la escuela.

—No eres capaz de adivinar lo que me ha pasado —gritó Garubad inmediatamente. Tenía que venir a contártelo. Te acuerdas de aquellas tertulias entonces, aquí, en tu casa, ¿no?, y de todas las cosas de las que hablábamos, ¿verdad? Yo me acuerdo bien, tú nos enseñaste todo sobre los planetas y las lunas y que las estrellas son soles lejanos…

¿Qué es lo que sucede?, pensó Parnag. ¿Por qué me rodea hoy todo lo que tiene que ver con aquellos tiempos?

—En fin, primero habrás de saber que yo, tal y como estoy aquí, vengo de un largo viaje con mi rebaño. Alguien, creo que fue una de las buhoneras, me contó que el antiguo lecho del río traía algo de agua desde hacía un par de semanas. Porque, de momento, en los alrededores de la ciudad la cosa no está demasiado bien, me llevé allá mis ovejas keppo, marqué unos pastos y demás, sabes cómo se hace. Bueno, tres días de viaje cuando se tiene que llevar a las ovejas y un día para volver solo.

Parnag se armó de paciencia. A Garubad le gustaba oírse hablar y pocas veces iba al grano del asunto sin antes darle muchas vueltas.

—Y ahora viene: en el camino de vuelta, ya que de todos modos estaba cerca, me desvié hacia el roquedal de Schabrat para ver si podía traerme un par de esos cristales que se encuentran de vez en cuando por allí. Y apenas acabo de empezar a buscar, sale él de una cueva.

—¿Quién? —preguntó, irritado, Parnag.

—No lo sé. Un forastero. Llevaba unas ropas muy raras, ¡y vaya una forma de hablar! No sé de dónde vendrá, pero debe de ser bastante lejos de aquí. En cualquier caso, se me acerca y me pregunta quién soy yo y qué hago y dónde está la ciudad más cercana y otras cosas así. Y luego me cuenta un montón de las cosas más extrañas que te puedas imaginar y me declara por fin que es un rebelde.

A Parnag le embargó la precisa sensación de que su corazón había dejado de latir por un instante.

—¿Un rebelde?

—No me preguntes qué es lo que quería decir con ello. Dijo algo de que era un rebelde y de que habían derrocado al Emperador. —Garubad se rió—. Imagínate que lo decía en serio. Bueno, entonces no tuve más remedio que pensar en tu amigo, sabes, que vino aquella tarde y habló de unos rumores en la ciudad portuaria…

—¿A quién se lo has contado, aparte de a mí? —preguntó Parnag con una voz que él apenas reconoció como suya.

—A nadie hasta ahora. Simplemente pensé que te interesaría. Acabo de llegar ahora mismo a la ciudad… —Ya se sentía impaciente. Había soltado su historia y quería volver a irse—. Por cierto, ¿qué es lo que está pasando aquí? Toda la ciudad parece estar de cabeza, revuelta…

—Seguramente se debe al predicador que desde ayer por la tarde está en la ciudad —respondió Parnag. Se sintió cansado, confuso, superado por el peso del mundo. En un impulso repentino le comentó a Garubad que conocía al predicador y de dónde.

—Seguramente va de acá para allá como vagabundo sagrado para liberarse de sus pecados.

Cuando vio el rostro de Garubad se dio cuenta de que debería habérselo guardado para él. Por lo visto había tocado un punto sensible del ganadero, pues su jovialidad se transformó sin solución de continuidad en formalidad helada.

—No quiero decir nada contra tu capacidad de memoria, Parnag —dijo seco—, pero pienso que mejor debieras mirar una vez más. Estoy casi totalmente seguro de que te equivocas.

—Oh, puede ser —concedió el maestro prudentemente.

Después de que se fuera Garubad, Parnag estuvo largo tiempo de pie en el pasillo mirando al frente. Se sentía como si alguien le hubiera golpeado con un gran gancho de hierro para sacarle todo, una gruesa capa de sentimientos y recuerdos que creía haber olvidado, un increíble torrente de imágenes. Las palabras del ganadero resonaban en su interior como sonido de pasos en una enorme cueva.

¿Un rebelde? ¿Qué quería decir eso? ¿Era posible entonces derrocar al Emperador? Entendía las palabras, pero la idea le parecía a Parnag absurda, como un contrasentido.

Pero luego estaban esos libros que había escondido entre montones de madera seca y estiércol de baraq. Los otros planetas en los que se tejían tapices de cabellos. Ese rumor que le había llegado desde la ciudad portuaria veinte años atrás…

Ahora dependía de él hacer lo correcto. Algo que exigía valor. Que daba miedo porque detrás acechaba lo desconocido.

Sintió de pronto sus manos en tensión y cómo los dedos presionaban dolorosamente en las palmas de las manos. No tenía mucho tiempo para reflexionar. Nadie sabía cuánto tiempo se iba a quedar el forastero en el roquedal de Schabrat. Si se iba, él tendría que terminar su vida con todas aquellas preguntas sin responder.

No se encontró a nadie al salir de la ciudad, con la excepción de un par de ancianas que no se dignaron ni mirarle. Cuando tuvo tras de sí las puertas de la ciudad percibió que la inquietud de los últimos días había desaparecido. Se sintió lleno de una apacible claridad.

Cuando llegó a su objetivo, el horizonte se había transformado en una banda de rojo fuego y en el cielo de un negro azulado brillaban las primeras estrellas. Contra el crepúsculo, como siniestras catedrales, se recortaban las negras cuevas de piedra. No se veía a nadie.

—¡Eh! —dijo Parnag, por fin, primero vacilante y bajo, luego, cuando no recibió respuesta, más alto—. ¡Eh!

—El forastero ya no está aquí —tronó de pronto una voz afilada y aguda.

BOOK: Los tejedores de cabellos
11.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sand: Omnibus Edition by Hugh Howey
Heat of the Moment by Lori Handeland
Rigadoon by Louis-ferdinand & Manheim Celine
A Stranger Came Ashore by Mollie Hunter
Full Body Contact by Carolyn McCray, Elena Gray
Sword Maker-Sword Dancer 3 by Roberson, Jennifer
Text Order Bride by Kirsten Osbourne