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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (4 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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Un joven con un rostro pequeño y avinagrado entró por la puerta. Ostvan el joven. Se decía de él que hería y trataba con brutalidad a las personas y que en su presencia se tenía la sensación de que estaba constantemente intentando demostrar algo. Parnag le encontraba desagradable, pero sabía que Ostvan albergaba un profundo respeto por él. Seguramente sospecha que me debe su vida, pensó Parnag con amargura.

Se saludaron el uno al otro formalmente y Parnag le informó de los progresos que su hija Taroa había hecho el año anterior. Ostvan asintió a todo, pero no parecía estar interesado en demasía.

—¿La educáis en la obediencia y el amor por el Emperador, no es cierto? —quiso saber.

—Por supuesto —dijo Parnag.

—Bien —afirmó Ostvan, y sacó algunas monedas con las que pagó la deuda.

Parnag se fue, sumido en sus pensamientos. Cada visita le revolvía algo en su interior, recuerdos de una época muy anterior, cuando era joven y fuerte y había creído que podría medirse con todo el universo, cuando se había sentido lo suficientemente poderoso como para arrancarle al mundo sus secretos y verdades con sus propias fuerzas.

Parnag resopló con rabia. Hacía tiempo que todo ello se había esfumado. Ahora era un hombre viejo y extraño que padecía bajo un exceso de recuerdos, nada más. Y por cierto, el sol estaba ya nebulosamente rojizo sobre el horizonte y arrojaba largas sombras sobre la planicie con rayos que ya no eran suficientemente fuertes como para calentarle. Haría mejor en apresurarse si quería estar en casa antes de que llegara la oscuridad.

Una sombra que se movía atrajo la atención de Parnag. Cuando la siguió con los ojos, descubrió la silueta de un jinete en el horizonte. Encogida, como dormida, una enorme figura cabalgaba encima de una pobre y pequeña montura que ponía fatigosamente un pie detrás del otro.

Sin que pudiera decir por qué, esa imagen desató en él la sensación de una desgracia que se avecina. Parnag se quedó parado y entrecerró los ojos sin que por ello viera mejor. Un jinete durmiendo en la tarde, nada había de extraordinario en ello.

Cuando llegó a casa, comprobó para su disgusto que había olvidado cerrar la ventana de la clase. El incansable viento del norte había tenido todo el día para introducir y repartir por la habitación la fina arenilla que arrastraba desde el desierto. Enfadado, Parnag sacó la escoba de paja del armario en el que guardaba sus escasos y polvorientos útiles de enseñanza. Se vio obligado incluso a limpiar algo de arena del marco de la ventana antes de que pudiera cerrarla. Encendió la lámpara de aceite hecha de barro, y a su cálida y vacilante luz se puso a pasarles un trapo a las mesas y las sillas, a limpiar las estanterías y los destrozados libros que contenían y por fin a recoger la arena del suelo.

Después se sentó en una silla, cansado, y miró al frente. La luz inquieta, aquella habitación por la noche: también esto removía los recuerdos que había despertado la visita a casa de Ostvan. Aquí habían estado sentados a menudo, se habían leído libros unos a otros en voz alta y habían discutido lo leído, frase por frase, llenos de pasión, y más de una vez les había amanecido en ello. Y luego había disuelto el pequeño grupo, de un día para el otro. Y después había evitado siempre el quedarse por la noche en aquella habitación.

Seguía poseyendo los libros. Se hallaban en un oscuro rincón del sobrado, atados dentro de un saco viejo y agujereado y escondidos debajo de los combustibles. Estaba totalmente decidido a no desempaquetarlos más en toda su vida y a dejar a su sucesor el descubrirlos o no.

Desgraciado será quien comience a dudar del Emperador.

Extraño. Se acordó de pronto de que esa frase ya había sido la que más le había ocupado de todas sus lecciones cuando era un niño. Seguramente era la duda una enfermedad con la que había venido ya al mundo y era la labor de su vida luchar contra ella. Aprender a confiar. ¡Confiar! Estaba bien lejos de confiar. En realidad, pensó con amargura, me conformo simplemente con mantenerme lejos del tema.

Desgraciado será quien comience a dudar del emperador. Y atraerá también la desgracia sobre todos los que le rodean.

Por entonces había considerado una victoria el poder hacerse con los libros. Había convencido a un amigo que emprendió un viaje a la ciudad portuaria para que se los consiguiera y un año después los recibió con un sentimiento de triunfo sin igual. Había pagado por ellos una increíble suma de dinero, pero le merecía la pena. Habría sido
capaz
de dar también su mano derecha por poseer aquellos libros, unos libros que provenían de otros planetas del Imperio.

Pero con ello, sin darse cuenta, había sembrado las semillas de sus dudas en tierra fértil.

Para su inconmensurable asombro encontró que en aquellos libros, que provenían de tres planetas distintos, se mencionaba a los tejedores de alfombras de cabellos. Hasta entonces había topado con palabras y expresiones cuyo significado no le estaba claro, pero la descripción de la casta más alta de todas los identificaba sin error posible: hombres que daban su vida entera para, a base de los cabellos de sus mujeres y sus hijas, hacer una alfombra destinada al palacio del Emperador.

Se acordaba aún del momento en que había detenido su lectura y con la frente arrugada había clavado la vista en la humeante llama de la lámpara de aceite, mientras en su interior se formulaban preguntas que desde entonces no le abandonarían nunca.

Comenzó a calcular. La mayoría de sus pupilos no alcanzaban nunca capacidades dignas de mención en su manejo de cifras elevadas, pero incluso él, que consideraba el cálculo como su mejor facultad, se vio pronto sumido en dificultades. Solamente en Yahannochia vivían unos trescientos tejedores de cabellos. ¿Cuántas ciudades como ésta habría? Él no lo sabía, pero incluso haciendo suposiciones muy modestas, le salía una inimaginable cantidad de alfombras que todos los años llevaban los mercaderes a la ciudad portuaria para entregárselas a las naves del Emperador. Y una alfombra así no era precisamente pequeña: alta como un hombre, ancha como un hombre, ésa era la medida buscada.

¿Cómo decía la divisa de los tejedores de cabellos? Cada provincia del Imperio aporta su óbolo para adornar el palacio del Emperador y nuestro honor es el tejer las más preciadas alfombras del universo. ¿Cuán grande era ese palacio que no bastaba con la producción de un solo planeta para cubrirlo de alfombras?

Había tenido la sensación de estar soñando. Esos cálculos los podría haber hecho antes, pero jamás se le hubiera ocurrido. Hasta entonces tales juegos con las cifras le hubieran parecido puras blasfemias. Pero desde que poseía aquellos libros que hablaban de tejedores de cabellos en otros tres planetas… Y quién sabía cuántos más podría haber.

Ahora no le era ya fácil comprender por qué había actuado entonces de aquella forma: había formado un pequeño círculo que se encontraba con regularidad por las tardes. Algunos hombres de su edad que pensaban que era interesante aprender algo más. El curandero estaba entre ellos, algunos artesanos y uno de los ricos poseedores de rebaños.

Fue una tarea ardua y fatigosa. Intentaba crear los interlocutores que buscaba. Había tanto que tenían que aprender primero, antes de que tuviera sentido discutir con ellos sobre los problemas que le motivaban. Por ejemplo, tenían, como la mayoría de las personas, apenas unas vagas nociones de la naturaleza del mundo en que vivían. El Emperador vivía «en un palacio en las estrellas», era todo lo que sabían. Pero no sabían lo que esto significaba. Así que tuvo que enseñarles primero todo lo que él sabía sobre estrellas y planetas, que las estrellas en el cielo nocturno no eran otra cosa que soles muy lejanos, muchos de los cuales poseían planetas en los que a su vez vivían personas. Que todos esos planetas, por supuesto, pertenecían al Imperio y que había un planeta, increíblemente lejos en el corazón del Imperio, en el que estaba el gigantesco Palacio de las Estrellas. Tuvo que enseñarles primero cómo se calculaban superficies, tuvo que enseñarles a manejar cifras altas. Y sólo después pudo empezar cuidadosamente a hacerles partícipes de sus heréticas reflexiones.

Pero el que comienza a dudar del Emperador será desgraciado y atraerá la desgracia sobre todos los que le rodean. Comienza en un punto y se extiende luego como un fuego abrasador…

También al día siguiente, durante las clases, le persiguieron sus recuerdos. La pequeña habitación estaba como siempre ocupada hasta la última silla y el último lugar en el suelo y aquel día sólo a base de mucho esfuerzo era capaz de contener a la horda de inquietos niños. La clase leía a coro y Parnag seguía el texto en su propio libro con los pensamientos en otra parte, intentaba escuchar voces que leyeran mal o demasiado lento. Normalmente lo conseguía, pero hoy escuchaba voces de personas que no estaban allí.

Un predicador va a hablar hoy en la plaza del mercado —dijo uno de los niños más mayores, el hijo de un mercader de telas—. Mi padre ha dicho que tengo que ir después de las lecciones.

Podemos ir todos —respondió Parnag. En lo tocante a la religión tenía cuidado siempre de mostrarse muy diligente.

Esto había sido siempre así. En sus años jóvenes había sido más abierto, había compartido sus sentimientos sin pensarlo. Cuando no le iba bien, se disculpaba ante sus pupilos por ello y cuando le ocupaba un problema dejaba caer durante las lecciones una u otra observación. También entonces, cuando los libros le sumieron en la duda y la confusión, había intentado hablarles de ello a sus pupilos.

Había visto ojos de niños que le miraban sin comprender y había cambiado el tema. Sólo uno de sus alumnos, un joven despierto y extraordinariamente inteligente llamado Abron, reaccionó de otra manera.

Para su asombro, Parnag encontró en aquel joven pequeño y delgado el interlocutor que había buscado sin éxito entre los adultos. Abron sabía poco, pero lo que sabía era la base para reflexiones tremendamente originales. Podía mirarle a uno con sus ojos oscuros e insondables y, con su simple y directa inteligencia de niño, revisar conclusiones quebradizas y hacer preguntas que acertaban en el fondo del problema.

Parnag estaba fascinado y sin pensárselo dos veces invitó al joven a participar en las veladas de su tertulia.

Abron vino y se sentó con los ojos bien abiertos, sin decir palabra.

Después su padre, Ostvan el viejo, un tejedor de cabellos, le prohibió seguir en la escuela.

El maestro le dijo a Abron que podía venir a su casa cuando quisiera y tan a menudo como quisiera y leer todos sus libros y hacerle todas las preguntas que le interesaran. Y Abron se convirtió en huésped habitual de la casa de Parnag. Una y otra vez se escapaba a la ciudad con cualquier pretexto y luego pasaba horas y horas y tardes completas con los libros del maestro, mientras éste le hacía té con sus mejores hierbas y respondía como podía a las preguntas del joven.

Esas horas, reconocía conmovido Parnag en retrospectiva, habían sido las más felices de su vida. Abron se convirtió en un hijo para él. Se esforzó con ternura casi paternal en saciar la incansable sed de conocimiento del niño.

De este modo, Abron estaba presente cuando Parnag recibió una inesperada visita de su amigo, que había vuelto de su segunda visita a la ciudad portuaria, trayendo con él un segundo paquete de libros y un rumor increíble.

—¿Estás seguro? —quiso asegurarse Parnag.

—Lo he oído de labios de diversos mercaderes extranjeros. Y no creo que se hayan puesto de acuerdo.

—¿Una rebelión?

—Sí. Una rebelión contra el Emperador.

—¿Es eso entonces posible?

—Dicen que el Emperador tendrá que abdicar.

Después de ello, Abron no regresó. Un día alguien le contó a Parnag bajo la promesa de guardar silencio que Abron estaba muerto. Al parecer había hecho en casa comentarios heréticos y blasfemos, y por ello su padre le había matado en beneficio de un recién nacido varón.

Parnag reconoció en aquel momento la amplitud de su crimen. Había permitido que sus dudas destruyeran una vida joven y prometedora. Había sembrado la desgracia. Sin ninguna explicación, disolvió su tertulia y se negó a volver a enunciar jamás las preguntas que se había hecho hasta entonces.

Mientras caminaba hacia la plaza del mercado rodeado de sus pupilos, le invadió un sentimiento de depresión. Era un día soleado y frío, pero le parecía como si atravesara un valle oscuro como la noche. Se hundió en sus recuerdos como si fueran arenas movedizas. En los límites de su conciencia se observaba a sí mismo realizar algunos intentos indecisos para mantener unido al grupo de niños, pero en esencia le daba igual, así que los dejó librados a sí mismos.

El predicador estaba sentado en uno de los podios de piedra entre los que se erigía un escenario los días de fiesta. Una multitud de todas las edades y estamentos se había reunido y escuchaba atentamente sus palabras.

—En mis largas peregrinaciones me encuentro en cada ciudad a personas que me informan de que la vida les va mal y de que sufren, sea por el hambre, la pobreza o a causa del prójimo —gritaba en aquel momento en el tono salmodioso de los predicadores ambulantes, que llevaba a su voz hasta muy lejos—. Me hablan de ello porque esperan que les vaya a ayudar, quizás mediante un buen consejo, quizás mediante un milagro. Pero yo no puedo hacer milagros. Tampoco puedo daros ningún consejo, al menos ninguno que no os podríais dar vosotros mismos. Todo lo que hago es recordaros algo que quizá habéis olvidado, que no os pertenecéis a vosotros mismos, sino al Emperador, nuestro señor, y que sólo podéis vivir cuando vivís a través de él.

Alguien le trajo una fruta como ofrenda y él interrumpió su prédica con la sonrisa de sus labios delgados para aceptar el don y dejarla junto a las otras cosas que había ido amontonando.

—Y cuando sufrís —continuó implorante, sufrís solamente por un motivo: porque habéis olvidado esto. Y entonces intentáis pensar por vosotros mismos y así comienza la desgracia. ¡Oh! —Su mano derecha se alzó en un gesto de amonestación. Es tan fácil olvidar que sois del Emperador. Y es tan difícil recordároslo una y otra vez.

Su brazo se elevó, extrañamente delgado, saliendo de la manga de su desgastado hábito. Parnag observó la escena con una expresión de desagrado. El sentimiento de haber desperdiciado su vida no le abandonaba.

—¿Por qué creéis entonces que en todo este mundo no nos afanamos en otra cosa que en tejer alfombras de cabellos? ¿Lo hacemos sólo para que nuestro Emperador no apoye el pie sobre la piedra desnuda? Para eso habría seguramente métodos mejores y más sencillos. No, todo esto, todos los rituales, no son otra cosa que piadosos dones que nos da nuestro Emperador, los recursos con los que él intenta evitar que le perdamos y nos encaminemos a nuestra perdición. No otro es el sentido de esto. Con cada cabello que el tejedor toma y anuda, piensa: pertenezco al emperador. Y vosotros, los demás, pastores de ganado y labradores y artesanos, vosotros sois los que hacéis posible la vida del tejedor de cabellos. Vosotros tenéis exactamente el mismo derecho a repetir con cada uno de los movimientos de vuestra mano: pertenezco al emperador. Hago esto por el emperador. Y yo mismo —continuó, al tiempo que unía las manos sobre el pecho en un gesto de humildad— soy solamente otra modesta herramienta de su voluntad, que viaja de acá para allá y grita a todo el que se encuentra: ¡acuérdate!

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