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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (30 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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Wasra aguzó los oídos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Es posible que lo que quiera es hacerle un favor a cierto miembro del Consejo.

—¿Cierto miembro del Consejo?

—Al consejero Berenko Kebar Jubad.

Wasra miró al camarada inquisitivamente mientras éste hacía esfuerzos por considerar lo que estaba intentando decirle. Jubad había sido el que entonces, durante el asalto al Palacio de las Estrellas, había encontrado al Emperador y lo había matado en combate y desde aquel tiempo disfrutaba de una fama casi legendaria.

—¿Qué tiene Jubad que ver con esto?

—El padre de Jubad —dijo Stribat lentamente— se llamaba Uban Jegetar Berenko…

Del mismo modo podría haberle abofeteado. La mandíbula de Wasra se abrió sin sujeción alguna.

—¡Jegetar! —respondió con esfuerzo—. Nillian Jegetar Cuain. Ambos son parientes…

—Así parece.

—¿Y piensas que Karswant está esperando por esa razón…?

Stribat sólo encogió los hombros.

Wasra alzó la cabeza, miró al cielo que se iba oscureciendo, en cuyo cenit iban apareciendo las estrellas. Las estrellas que obedecían al Emperador. No tenía final. ¿Estaba muerto el Emperador? ¿O había llegado ya el punto en que convertían a quien lo había derrotado en el nuevo Emperador?

—Volvemos a la nave —profirió, por fin. Tenía la sensación de no ser capaz de aguantar aquí ni un segundo más, desde luego, no precisamente aquí, a la puerta del patio de cuentas—. Ahora mismo.

Stribat dio una apresurada señal a los soldados de la escolta e inmediatamente, con un sonido estremecedor y sordo, se encendieron los motores de los dos vehículos acorazados. Los animales de tiro, que ya habían sido desaparejados y se habían colocado los unos junto a los otros para dormir, alzaron de repente las cabezas y les miraron fijamente.

Cuando comenzaron a moverse, todos los de la plaza se echaron prestos a un lado. Siguieron las huellas del tercer tanque, que ya se había ido antes con el hombre al que habían liberado. El maestro de flauta. Durante un momento, los pensamientos de Wasra giraron alrededor de aquel concepto e intentó imaginarse lo que podría significar. Luego, cuando la vibración de su asiento se traspasó a su cuerpo, se acordó del sentimiento con el que había venido hasta allí: había sentido fuerza y superioridad, y lo había saboreado. El poder y sus tentaciones. Parecía que no iban a aprender nunca, ni siquiera después de doscientos cincuenta mil años de Imperio.

Se inclinó hacia delante y tomó el micrófono de la unidad de comunicación. Cuando alcanzó al operador de radio de servicio a bordo de la
Salkantar
ordenó:

—Envíe una emisión de radio múltiple al
Trikood
, para el general Jerom Karswant. Texto: Nillian Jegetar Cuain, con una probabilidad que limita con la certeza, está muerto. Todos los datos señalan que cayó víctima de un linchamiento religioso. Que tengan un buen viaje de regreso a casa, y recuerdos al mundo central. Grabado por el comandante Wasra, etcétera.

—¿Inmediatamente? —preguntó el operador.

—Sí, inmediatamente.

Cuando se recostó, se sintió testarudo y obstinado y eso le gustaba. Había como un frío fuego en sus venas. Mañana lanzaría las tropas de instrucción por toda la ciudad para que le contaran a todo el que pudieran pillar lo que estaba pasando en aquella galaxia. Y que el Emperador estaba muerto. Cielos, de repente apenas podía esperar a ir al siguiente de aquellos malditos planetas de tejedores de cabellos y gritarle a la gente la verdad en la cara.

Se dio cuenta de que Stribat le miraba de reojo con una sonrisa que muy lentamente iba surgiendo en sus labios. Quizás apareciera aquel Nillian algún día, ¿quién podía saberlo? Pero de momento contaba que Karswant partiera por fin hacia el mundo central e informara al Consejo. Que las cosas se pusieran en movimiento. Si algún día tenían que quitarle el rango de comandante, eso no cambiaría el hecho de que él había actuado como pensaba que era correcto.

Wasra sonrió, y aquélla era la sonrisa de un hombre libre.

17. La venganza eterna

Había siete lunas en el cielo. La noche era clara y sin nubes y la cúpula del cielo se curvaba como un cristal negro azulado sobre un paisaje increíble. ¡Y pensar que hubo un tiempo en que todo aquel mundo sólo había servido para la diversión y el pasatiempo de un único hombre! A excepción hecha de las amplias mazmorras subterráneas y de las instalaciones de defensa, por supuesto. Lamita salía a menudo allí, al pequeño balcón de su habitación, e intentaba comprender cómo había sido todo aquello.

Más allá de los muros del palacio se extendía el mar, sereno y plateado a la luz de la luna. En el horizonte, tan alejado que no se podía distinguir por la noche la línea que separaba el mar de la tierra, se acumulaban suaves colinas cubiertas de bosques. Todo el planeta era un único parque, artísticamente dispuesto. Ella sabía que además del gran palacio había también incontables castillos más pequeños y otras mansiones en las que el Emperador se había dedicado a sus placeres.

Bien, hacía tiempo ya que esto no era más que el pasado. Hoy día, el Consejo de los Rebeldes debatía en la gran sala del trono y los incontables ayudantes del gobierno provisional poblaban el enorme Palacio de las Estrellas. No había faltado la polémica en torno a que el gobierno se reuniera en el antiguo mundo central. En aquel entorno paradisíaco, se decía, los miembros del gobierno estaban demasiado lejos de los problemas reales de las personas que vivían en los otros mundos como para poder tomar decisiones útiles. Había sido pese a todo por razones prácticas por lo que el Consejo Provisional había mantenido su sede en aquel planeta: todas las instalaciones de comunicaciones se unían allí de una forma singular.

Resonó un armónico toque de campana. Era la llamada a larga distancia que estaba esperando. Lamita salió apresurada del balcón y fue al multiaparato junto a su cama. En la pantalla brillaba el símbolo de la red intergaláctica.

—Conexión de teléfono con Itkatan —le informó una voz agradable pero indiscutiblemente artificial—. La llamada es de Pheera Dor Terget.

Pulsó la tecla precisa.

—Hola, madre. Soy tu hija, Lamita.

La pantalla permaneció oscura. Tampoco esta vez había conexión de televisión. En los últimos tiempos parecía que sólo alcanzaba a haber conexión de televisión en llamadas destinadas a otras galaxias.

—¡Lamita, cariño! —La voz de su madre tenía un desagradable acento mecánico en algunas palabras—. ¿Cómo te va?

—Puf, ¿y cómo le va a ir a una aquí? Bien, naturalmente.

—Ah, vosotros y vuestra isla de la felicidad. Nosotros estamos contentos de que el agua corriente funcione de nuevo y de que las luchas en el sector norte vayan disminuyendo. Quizás por fin se hayan matado allá los unos a los otros. Nadie se iba a poner especialmente triste por ello.

—¿Alguna noticia de papá?

—Le va bien. Nos han dado otra vez medicamentos y su situación se ha estabilizado. El médico dijo hace poco que si fuera cinco años más joven se le podría operar. Pero ahora tendrá que ser así… —Sollozó. Un sollozo a través de treinta mil años luz de distancia—. Cuéntame algo de ti, cariño. ¿Hay algo nuevo?

Lamita se encogió de hombros.

—Mañana estoy invitada a tomar parte en una sesión plenaria del Consejo. Como observadora. El comandante de la expedición a Gheera ha regresado y presenta su informe.

—¿Gheera? ¿No es esa provincia del imperio de la que ni siquiera se sabía que existía?

—Sí. Ha estado ochenta mil años perdida, y sus habitantes al parecer no han hecho otra cosa durante ese tiempo que tejer alfombras de cabello de mujer —dijo Lamita, y añadió sarcástica—: Y sean cuales sean las otras rarezas que la expedición haya encontrado, se espera de mí que sea capaz de decir qué significa todo esto.

—¿Ya no trabajas con Rhuna?

—Rhuna va a ser la nueva gobernadora de Lukdaria. Ayer se fue. Ahora soy yo la única encargada del archivo imperial.

—¿Gobernadora? —En la voz de la madre había una perceptible nota de disgusto—. Increíble. Cuando atacamos el palacio del Emperador apenas podía andar. Y hoy resulta que alcanza el éxito profesional.

Lamita inspiró profundamente.

—Madre, eso también vale para mí. Yo tenía entonces cuatro años.

Parecía que a los viejos rebeldes les resultaba difícil acostumbrarse al pensamiento de que, ahora que el Emperador inmortal ya no gobernaba, una generación sucedería a la otra.

Un silencio interestelar. Cada segundo costaba una pequeña fortuna.

—Sí, quizás sea así la vida —suspiró su madre por fin—. Así que ahora estás completamente sola en tu museo.

—No es un museo, es un archivo —la corrigió Lamita. Percibió el menosprecio oculto en las palabras de su madre y se encolerizó, aunque se había prometido no dejarse provocar—. Además, es verdaderamente ridículo. Un cuarto de millón de años de historia del Imperio y yo totalmente sola en mitad de ella. Y en ese archivo se podrían encontrar respuestas a preguntas que ni siquiera nos hemos formulado…

¿Por qué su madre tenía la facultad de hacerla estallar de rabia solamente con no hacer caso a la mitad de lo que ella decía?

—¿Y aparte de eso? ¿Estás sola también?

—¡Madre! —Otra vez la misma cantinela. Seguramente pasarían un millón de años más y los padres seguirían tutelando a sus hijos toda su vida.

—Sólo pregunto…

—Ya conoces mi respuesta. Lo sabrás en caso de que tenga un hijo. Hasta entonces, mis asuntos con hombres sólo me interesan a mí. ¿De acuerdo?

—Niña, por supuesto que no me quiero meter en tu vida. Es que me tranquilizaría saber que no estás sola…

—¡Madre! ¿Podemos cambiar de tema?

El Consejo Provisional había invitado a muchos observadores a aquella sesión. Era de esperar, ya que se trataba del primer informe sobre la finalización de una misión que había levantado mucho revuelo, una expedición a la redescubierta provincia del Imperio. Aquello no suponía ningún problema, puesto que el Consejo se reunía en la antigua sala del trono, la cual, como correspondía al punto central de las ceremonias del Imperio, era de una amplitud y un equipamiento que cortaban el aliento.

Lamita se apretó entre dos ancianos miembros del Consejo en busca del asiento que se le había asignado. Seguramente en alguna de las últimas filas. Jirones de frases le iban siguiendo, construyendo una imagen del ambiente.

—… en este momento tenemos otros problemas más importantes que andar ocupándonos de un oscuro culto en una galaxia perdida.

—Pienso que esto es una maniobra de Jubad y Karswant para que su influencia en el Consejo…

No había ningún cartelito con su nombre en las últimas filas. Aferraba su invitación con fuerza mientras se enfurecía consigo misma por su inseguridad ante la presencia de todos aquellos viejos héroes de la rebelión.

Se aterrorizó cuando encontró un letrero con su nombre muy por delante, inmediatamente después del semicírculo de las mesas en las que se sentaba el Consejo. Era cierto, pues, que se le concedía mucho valor a que se formara una opinión del asunto. Se sentó sin llamar la atención y miró a su alrededor. En mitad del semicírculo, delante del proyector, había una gran mesa. En diagonal respecto a ella descubrió a Borlid Ewo Kenneken, con el que desde hacía algún tiempo que trataba a causa de la expedición a Gheera. Pertenecía a la comisión de administración del legado imperial y era algo así como su superior en ciertos asuntos relacionados con el archivo. Él la saludó con un sonriente ademán y Lamita percibió de nuevo cómo la mirada del hombre sólo se apartaba de su figura con mucho esfuerzo.

Sonó el gong que anunciaba el inmediato comienzo de la sesión. Lamita observó con fascinación el instrumento, de la altura de un ser humano y ricamente taraceado. Algún día la sede del gobierno estaría en algún otro sitio y el antiguo palacio del Emperador se convertiría en un museo, el museo más fascinante del universo.

Descubrió la rechoncha figura de un general con su uniforme al completo que penetraba en la sala acompañado de algunos oficiales. Producía una impresión fornida, arisca, de una seguridad inalterable. Debía de ser Jerom Karswant, que había comandado la expedición a Gheera. Depositó un puñado de archivos de datos en la pequeña mesita junto al aparato de proyección, los ordenó cuidadosamente y luego se sentó en su sillón.

El segundo gong. Lamita percibió que Borlid miraba de nuevo hacia ella. Ahora le dio rabia llevar un traje que resaltaba sus pechos. Por suerte, el presidente del consejo provisional se levantó para abrir la sesión y concederle la palabra al general Karswant y la mirada de Borlid siguió la dirección de lo que atraía la atención de todo el mundo.

Karswant se puso de pie. Los ojos en su rostro de aspecto furioso ardían despiertos.

—En primer lugar quiero mostrarles de qué se trata —comenzó, e hizo una seña a sus acompañantes.

Éstos alzaron del suelo un gran rollo de la altura de un hombre, lo pusieron sobre la mesa y lo extendieron con gran cuidado.

—¡Estimado Consejo, damas y caballeros! ¡He aquí una alfombra de cabellos!

Las cabezas se echaron hacia delante.

—Lo mejor será simplemente que pasen todos por delante de la mesa un momento para contemplar de cerca esta increíble obra de arte. Toda la alfombra está tejida de cabellos humanos y los nudos están tan increíblemente ceñidos y prietos que se necesita el trabajo de toda una vida humana para confeccionarla.

Los primeros participantes se levantaron vacilantemente y caminaron hacia adelante entre las filas para llevarse a los ojos la alfombra y por fin tocarla con cuidado. Un ruido de sillas se alzó por toda la sala cuando el resto de los invitados siguió su ejemplo, y en un instante la sesión se había transformado en un animado barullo.

Lamita se asombró de verdad cuando consiguió acariciar la superficie de la alfombra con la mano. A primera vista tenía el aspecto de una piel, pero cuando se la acariciaba se percibía que los cabellos estaban mucho más pegados y apretados. Cabellos morenos, rubios, castaños y pelirrojos habían sido elaborados en aquella alfombra hasta formar multicolores diseños geométricos. Ella había visto en el informe de la expedición fotos de alfombras de cabellos, pero era una experiencia sobrecogedora tener una de aquellas alfombras directamente delante de uno. Se podía sentir, por así decirlo, la cantidad de dedicación y concentración que se había utilizado en aquella tremenda obra de arte.

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