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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

Los terroristas

BOOK: Los terroristas
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Los terroristas
, Martin Beck, al frente de un grupo integrado por sus mejores hombres, deberá encargarse de organizar la protección policial durante la visita a Estocolmo de un senador norteamericano. Los recientes atentados y la personalidad del político contribuyen a que las autoridades teman una acción terrorista. El veterano policía, sometido a presiones políticas y de los medios de comunicación, se verá obligado a trabajar contra reloj. En esta magnífica novela de Sjöwall y Wahlöö cabe destacar, además de la sátira mordaz de la policía sueca, el carácter premonitorio de alguno de los acontecimientos que en ella se relatan y que la historia ha hecho realidad.

Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Los terroristas

Martin Beck, 10

ePUB v1.0

ErikElSueco
30/10/2011

1

El director general de la policía sonrió, con una sonrisa infantil y encantadora, que era la que generalmente tenía reservada para la prensa y para la televisión, y que prodigaba más bien escasamente entre los miembros más allegados de su círculo de trabajo, tales como el intendente Malm, de la dirección general de la Policía, el jefe del servicio secreto Eric Möller, y el director de la comisión nacional de homicidios, comisario Martin Beck.

Sólo uno de esos tres hombres correspondió a la sonrisa.

Stig Malm tenía unos hermosos dientes blancos y solía sonreír mostrándolos generosamente. Sin darse cuenta, había llegado a organizarse un verdadero repertorio de sonrisas diferentes. La que había utilizado en aquel momento era del tipo servil y adulador.

El jefe del servicio secreto contuvo un bostezo y Martin Beck se sonó.

Eran las siete y media de la mañana, el momento preferido por el director general de la policía para convocar reuniones repentinas, lo que no significaba que tuviera por costumbre aparecer en la jefatura de policía a aquellas horas. Normalmente, se dejaba caer a última hora de la mañana, y aun entonces era bastante inaccesible incluso para sus colaboradores más íntimos. En la puerta de su despacho podría muy bien haber colgado un cartel que dijera: «Mi despacho es mi castillo», porque así funcionaba, como una fortaleza inexpugnable vigilada constantemente por una secretaria bien vestida que respondía al nombre inquietante de Draken.

Aquella mañana empezó mostrando su lado más amable y bienintencionado, haciendo colocar un termo de café y tazas de auténtica porcelana, en lugar de los habituales vasos de plástico.

Stig Malm se levantó y sirvió café.

Antes de que se sentase, Martin Beck ya sabía que primero iba a cogerse los pantalones por la raya a la altura de la rodilla, y a pasarse la mano por la cabeza para alisar sus cabellos ondulados y bien esculpidos.

Stig Malm era su superior inmediato y Martin Beck no sentía el más mínimo respeto por él. Su coquetería engreída y su indisimulada adoración por los potentados y los superiores eran particularidades que Martin Beck no compartía en absoluto y que encontraba lisa y llanamente ridículas. Lo que le irritaba, en cambio, era la rigidez y la inexistente autocrítica de aquel hombre, con el que trabajar era a veces penoso. Estos defectos eran tan grandes y demoledores como su total desconocimiento de todo lo que fuera trabajo policial práctico. Si había llegado a la posición que ocupaba, se debía fundamentalmente a su ambición de subir en el escalafón, a su oportunismo político y a una cierta habilidad administrativa.

El jefe de la policía secreta se echó cuatro terrones en el café, lo removió con la cucharilla y lo sorbió ruidosamente.

Malm tomó el café sin azúcar, pues temía estropear su estilizada figura.

Martin Beck no se encontraba bien y no quiso café tan temprano.

El director general de la policía se puso azúcar y leche en el café, y alzó el dedo meñique al acercarse la taza para beber, vaciándola de un solo trago y alejándola de sí al ponerla sobre la mesa; acto seguido, se acercó una cartera verde y delgada que estaba en la esquina de la mesa de juntas brillante y pulida.

—Muy bien —dijo, y volvió a sonreír—. Primero un café y luego ya se puede entrar de lleno en el trabajo diario.

Martin Beck miró de mala gana la taza intacta que tenía delante y sintió que le apetecía un vaso de leche fría.

—¿Qué te ocurre, Martin? —dijo el director general de la policía fingiendo una cierta conmiseración—. Tienes mal aspecto, ¿no irás a ponerte enfermo otra vez? Ya sabes que no podemos prescindir de ti.

Martin Beck no pensaba ponerse enfermo porque ya lo estaba. Había estado hasta las tres y media de la madrugada bebiendo vino junto a su hija de veinte años y su noviete, y sabía perfectamente que tenía mal aspecto. Pero no tenía ganas de discutir sobre ese punto —que a fin de cuentas era culpa suya— con sus superiores, y además no le parecía nada adecuado aquello de «otra vez». Durante tres días, a principios de marzo, había estado en cama con fiebre y gripe, y ya había pasado bastante tiempo, pues hoy era el siete de mayo.

—No, qué va —dijo—; estoy bien, sólo un poco resfriado.

—Pues tienes mal aspecto —insistió Stig Malm, sin fingir siquiera preocupación, sino más bien como reprochándoselo—. Realmente malo —remachó, mirando inquisitivamente a Martin Beck, que sentía crecer su irritación.

—Gracias por el interés, pero estoy bien. Además, no creo que estemos aquí para discutir mi aspecto o mi estado de salud.

—No, exacto —dijo el director general de la policía—; vamos al grano.

Y abrió la carpeta verde; a juzgar por el contenido, no más de tres o cuatro folios, cabía la esperanza de que aquella reunión no durase demasiado tiempo.

Encima de todo lo demás, había una carta manuscrita con un gran sello de color verde debajo de la ampulosa firma; el membrete de la cabecera de la carta quedaba demasiado lejos para que Martin Beck pudiera descifrarlo.

—Como recordaréis, hemos discutido en varias ocasiones nuestra experiencia, en cierto modo escasa, referente a la seguridad y vigilancia en materia de visitas de Estado y otras situaciones parecidas, en las que es de esperar que se produzcan manifestaciones y sucesos de mayor o menor envergadura desde el punto de vista de su carácter violento... —empezó a decir el director general de la policía, con el estilo pomposo que impregnaba todas sus apariciones públicas.

Stig Malm murmuró aprobatoriamente, Martin Beck no dijo nada y Eric Möller interrumpió diciendo:

—Bueno, en realidad no somos tan inexpertos: la visita de Kruschev fue bastante bien, aparte de aquel cerdo pintado de rojo que soltaron delante de la escalinata de Logaard; y la de Kosygin también fue bien, tanto desde el punto de vista de la organización como el de la seguridad; y la conferencia del medio ambiente, por ejemplo, para citar algo bien diferente...

—Sí, claro, pero es que esta vez se nos plantea un problema más grave, y me refiero a la visita de los senadores de Estados Unidos a finales de noviembre. Puede ser una patata caliente, si me permitís la expresión. Hasta hoy, no nos hemos visto ante la problemática de una visita norteamericana con personalidades importantes, y ahora la tenemos encima. Es un asunto espinoso y tengo algunas instrucciones: tenemos que estar preparados a tiempo y con toda exactitud, sobre todo en lo que se refiere a agresiones de extremistas de izquierda y otros psicópatas fanatizados, de esos que llevan la guerra de Vietnam metida en los sesos, sin contar además con la posibilidad de grupos terroristas extranjeros.

El director general de la policía había dejado de sonreír.

—Hay que estar preparados para algo más que el simple lanzamiento de huevos podridos, esta vez —dijo con cierta compunción—. Deberías ser consciente de esto, Eric.

—Podemos adoptar medidas preventivas —propuso Möller.

El director general de la policía se encogió de hombros.

—En cierto modo, sí —dijo—, pero no podemos eliminar, encerrar y maniatar a todo aquel que sea susceptible de armar jaleo, y eso lo sabes tú tan bien como yo. Yo he recibido mis órdenes, y tú vas a recibir las tuyas.

«Y yo las mías», pensó Martin Beck con tristeza.

Siguió intentando leer lo que decía en la cabecera de la carta que sostenía el director general. Le pareció distinguir la palabra
POLICE
o tal vez
POLICÍA
. Le pesaban los ojos y notaba la lengua dura y áspera como papel de lija. Venciendo sus escrúpulos, se tomó aquel horrible café.

—Pero eso vendrá más adelante —dijo el director general—. Lo que quiero tratar hoy con vosotros es el contenido de esta carta.

Señaló con el dedo índice el papel que apoyaba sobre la carpeta.

—Tiene mucho que ver con el problema que se nos avecina —dijo, tendiéndole la carta a Stig Malm para que la fuera pasando a los demás. Después prosiguió—: Como veis, se trata de una invitación que nos han dirigido para enviar a un hombre a ese país, como observador, durante una próxima visita de una personalidad de Estado. Ya que el presidente visitante no es excesivamente popular en dicho país, se emplearán todos los medios para protegerle. Como en muchos otros países latinoamericanos, allí también han tenido numerosos intentos de atentados contra políticos nacionales o extranjeros, o sea que ya tienen una cierta experiencia, y me atrevería a decir que el cuerpo de policía y el servicio secreto son los mejores de aquella zona. Estoy convencido de que podemos aprender mucho de ellos estudiando sus métodos y recursos.

Martin Beck ojeó la carta, que estaba redactada en inglés, en un tono muy formal y circunspecto. La visita presidencial estaba prevista para el cinco de junio, es decir, apenas un mes después de aquella reunión, y el representante de las autoridades policiales suecas sería bien recibido si se presentase dos semanas antes para poder participar en los detalles de las fases más importantes de los preparativos. La firma era ilegible, pero estaba especificada a máquina; era un nombre español, largo y seguramente aristocrático, o al menos así se lo pareció.

Guando la carta hubo vuelto a la carpeta verde, el director general de la policía dijo:

—El problema es a quién enviamos.

Stig Malm alzó pensativamente la mirada hacia el techo, pero no dijo nada.

Martin Beck temió que fueran a pensar en él. Cinco años atrás, recién desmontado su infeliz matrimonio, hubiera aceptado gustosamente largarse durante una buena temporada, pero en aquel momento lo que menos deseaba era salir de viaje, y se apresuró a decir:

—Parece más bien un trabajo para el departamento de seguridad.

—Yo no puedo viajar —dijo Möller—. Para empezar, no puedo ausentarme de mi departamento, ya que hemos hecho una serie de reorganizaciones en la sección A que nos ocasionan problemas y me temo que nos va a dar trabajo resolverlos; en segundo lugar, en nuestro departamento es precisamente donde más se sabe sobre este tipo de cosas, y me parece que sería más útil que viajara alguien que no supiera nada de estos asuntos, por ejemplo alguien de homicidios, o quizá alguien del departamento de orden público. El que viaje, que venga después a nuestro departamento a contarnos lo que ha visto, y así saldremos todos ganando.

El director general de la policía asintió.

—Sí, no es mala idea, Eric —dijo—, aparte de que no podemos prescindir de ti ahora, como tú mismo has dicho. Ni de ti, Martin.

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