Allí estaban todos. Los niños, casi adultos ya y preparados para irse. Valerie muy guapa con bata de casa y delantal. Y su encantador pelo castaño muy tirante recogido atrás. Estaba colorada, quizás por el calor de la cocina. ¿Quizás porque después de cenar saldría a reunirse con su amante? ¿Era eso posible? No tenía forma de saberlo. Aun así, ¿no merecía la pena preservar la vida?
Me senté a la cabecera de la mesa. Bromeé con los chicos. Comí. Le sonreí a Valerie y alabé la comida. Después de cenar, volvería a ir a mi habitación; trabajaría y estaría vivo.
Osano, Malomar, Artie, Jordan, os echo de menos. Pero no me liquidaréis. Todos mis seres queridos, los que estaban en torno a aquella mesa, podrían liquidarme algún día. Debería preocuparme por eso.
Durante la cena, recibí una llamada de Cully para que le fuera a esperar al aeropuerto al día siguiente. Venía a Nueva York por negocios. Era la primera vez en un año que tenía noticias de él, y por su tono de voz me di cuenta de que tenía problemas.
Llegué temprano a esperar a Cully, así que compré unas revistas y las leí, luego tomé café y un emparedado. Cuando oí anunciar que aterrizaba su avión, bajé hasta la zona de equipajes, que era donde le esperaba siempre. Como suele pasar en Nueva York, tardaron unos veinte minutos en sacar los equipajes. Por entonces, la mayoría de los pasajeros paseaban junto a la cinta transportadora donde se colocaban las maletas, pero no vi a Cully. Seguí buscándole. La gente empezó a irse y, al cabo de un rato, sólo quedaban en la cinta unas cuantas maletas.
Llamé a casa y le pregunté a Valerie si había llamado Cully y dijo que no. Luego llamé a información de vuelos de la TWA y pregunté si Cully Cross había llegado en el avión. Me dijeron que había hecho una reserva, pero que no había aparecido. Llamé al Hotel Xanadú de Las Vegas y me contestó la secretaria de Cully. Me dijo que sí, que por lo que ella sabía, Cully se había ido en avión a Nueva York. Sabía que no estaba en Las Vegas y que no volvería en varios días. En realidad, yo no estaba preocupado. Imaginé que había surgido algo. Cully siempre andaba de un punto a otro de los Estados Unidos, y viajaba también por el resto del mundo por cuestiones del hotel. Alguna emergencia de última hora le habría obligado a cambiar de planes, y estaba seguro de que más tarde se pondría en contacto conmigo. Pero en mi pensamiento bullía la inquietante idea de que nunca me había hecho una cosa así; de que siempre me había avisado de los cambios de planes y de que, a su modo, era además muy considerado como para dejarme ir al aeropuerto y hacerme esperar horas si no fuese a venir. Y, sin embargo, dejé pasar casi una semana sin noticias suyas y sin poder descubrir dónde estaba, antes de llamar a Gronevelt.
Gronevelt se alegró de que le llamara. Su voz respiraba fuerza, salud. Le expliqué el asunto, le pregunté dónde podía estar Cully y le dije que, en cualquier caso, pensaba que debía notificárselo a él.
—No es algo de lo que pueda hablar por teléfono —dijo Gronevelt—. Pero, ¿por qué no vienes unos días como huésped mío aquí al hotel? Podré explicártelo.
Cully llamó a Merlyn cuando recibió recado de subir a las habitaciones de Gronevelt.
Cully sabía por qué quería verle Gronevelt y sabía que tenía que empezar a pensar en una vía de escape. Por teléfono, le dijo a Merlyn que cogería el avión de la mañana siguiente, a Nueva York, y le pidió que fuese a esperarle. Le dijo a Merlyn que era importante, que necesitaba su ayuda.
Cuando Cully entró por fin en la suite de Gronevelt, intentó «leer» a Gronevelt, pero lo único que pudo ver fue cuánto había cambiado aquel hombre en los diez años que llevaba trabajando con él. El ataque de apoplejía que había sufrido le había dejado venitas rojas en el blanco de los ojos, en las mejillas, e incluso en la frente. Los fríos ojos azules parecían congelados. No parecía tan alto, y resultaba mucho más frágil. Pese a todo esto, Cully aún le temía.
Como siempre, Gronevelt le hizo preparar bebidas para los dos, el whisky habitual. Luego le dijo:
—Johnny Santadio llega mañana en avión. Sólo quiere saber una cosa. ¿Va a aprobar la comisión de juegos su licencia como propietario de este hotel o no?
—Ya sabes la respuesta —dijo Cully.
—Creo que la sé —dijo Gronevelt—. Y sé lo que tú le dijiste a Johnny: que era cosa segura. Sé que quedó todo acordado. Eso es lo que sé.
—No va a conseguirlo —dijo Cully—. No pude arreglarlo.
Gronevelt hizo un gesto de asentimiento.
—Era un asunto muy difícil con los antecedentes de Johnny. ¿Y sus cien grandes?
—Los tengo en caja —dijo Cully—. Él puede recogerlos cuando quiera.
—Bien —dijo Gronevelt—. Bien. Eso le agradará.
Ambos se acomodaron en sus asientos y bebieron. Preparándose los dos para la verdadera batalla, la verdadera cuestión. Luego, Gronevelt dijo muy despacio:
—Tanto tú como yo sabemos por qué Johnny hace este viaje especial a Las Vegas. Tú le prometiste que conseguirías que el juez Brianca dictase contra su sobrino una condena provisional por el asunto del fraude y la evasión fiscal. Ayer su sobrino fue condenado a cinco años. Espero que tengas una solución para esto.
—No tengo ninguna —dijo Cully—. Le pagué al juez Brianca los cuarenta grandes que me dio Santadio. Eso fue todo lo que pude hacer. Ésta es la primera vez que el juez Brianca me falla. Quizás pueda conseguir que me devuelva el dinero. No sé. He estado intentando ponerme en contacto con él, pero supongo que me elude.
—Tú sabes que Johnny tiene mucho peso en el hotel, y que si él dice que es imprescindible que te eche, tendré que hacerlo —dijo Gronevelt—. Cully, sabes que desde mi enfermedad no tengo el poder que tenía antes. Tuve que ceder parte de las acciones del hotel. Ahora no soy más que un recadero, un testaferro. No puedo ayudarte.
Cully sonrió.
—Diablos, no me preocupa que me despidan. Sólo me preocupa que me asesinen.
—Oh —dijo Gronevelt—. No, no es tan grave —sonrió a Cully como un padre sonreiría a su hijo—. ¿De verdad creías que era tan grave?
Por primera vez, Cully se tranquilizó y tomó un buen trago de whisky. Se sentía como si le hubiesen quitado un gran peso de encima.
—Aceptaré ese acuerdo inmediatamente —dijo Cully—: sólo el despido.
Gronevelt le dio una palmada en el hombro.
—No aceptes tan de prisa —dijo—. Johnny sabe el gran trabajo que has hecho para este hotel en los dos últimos años, desde mi enfermedad. Has hecho un trabajo magnífico. Has añadido millones de dólares a los ingresos del hotel. Y eso es importante. No sólo para mí, sino para los tipos como Johnny. En fin, has cometido un par de errores. Bueno, he de admitir que están bastante cabreados, sobre todo con que el sobrino vaya a la cárcel, y especialmente porque tú le dijiste que no se preocupara. Que tenías bien enganchado al juez Brianca. No podían entender cómo eras capaz de decir una cosa así y luego no cumplirla.
Cully meneó la cabeza.
—En realidad no puedo entenderlo —dijo—. Llevo cinco años con Brianca en el bolsillo, sobre todo cuando tenía aquella rubita, Charlie, trabajándomelo.
Gronevelt se echó a reír.
—Sí, la recuerdo. Guapa chica. Y de buen corazón.
—Sí —dijo Cully—. El juez estaba loco por ella. Le gustaba llevarla en su barco hasta México, y se estaba con ella allí una semana. Decía que resultaba siempre una magnífica acompañante. Una chiquita muy encantadora.
Lo que Cully no le contó a Gronevelt fue que Charlie solía contarle cosas del juez. Que entraba en el despacho del juez y, cuando él estaba ya con toga y todo, se la chupaba antes de que saliera a presidir el juicio. Le contó también cómo en el barco de pesca había hecho que el juez, con sus sesenta años, le hiciese una mamada a ella, y cómo luego el juez había corrido al camarote, había agarrado una botella de whisky y se había puesto a hacer gárgaras para eliminar todos los gérmenes. Era la primera vez que el viejo juez le hacía aquello a una mujer. Pero, dijo Charlie Brown, después parecía un niño sorbiendo helados. Cully sonrió un poco, recordando, y luego se dio cuenta de que Gronevelt seguía.
—Creo que sé de un medio por el que puedes arreglarlo —dijo Gronevelt—. He de admitir que Santadio está furioso. Está que trina, pero yo puedo aplacarle. Lo único que tienes que hacer es sorprenderle con un gran golpe, ahora mismo, y creo que lo tengo. Hay otros tres millones esperando en Japón. La parte de Johnny en esto es de un millón de billetes. Si consigues traer eso, como hiciste la otra vez, creo que por un millón de dólares Johnny Santadio te perdonará. Pero no olvides algo: ahora es más peligroso.
Cully se quedó sorprendido y luego se puso muy alerta. Lo primero que preguntó fue:
—¿Sabrá el señor Santadio que voy?
Si Gronevelt hubiese dicho que sí, Cully habría rechazado el plan. Pero Gronevelt, mirándole directamente a los ojos, dijo:
—Es idea mía, y te sugiero que no se lo digas a nadie, absolutamente a nadie, no le digas a nadie que vas a ir. Coge el vuelo de la tarde para Los Angeles, enlaza con el vuelo al Japón, y estarás allí antes de que llegue aquí Johnny Santadio. Entonces yo le diré simplemente que estás fuera de la ciudad. Mientras estés en ruta, yo me encargaré de los preparativos necesarios para que te entreguen el dinero. No tienes que preocuparte de extraños porque nos entenderemos con nuestro viejo amigo Fummiro.
La mención del nombre de Fummiro dispersó todos los recelos de Cully.
—De acuerdo —dijo—. Lo haré. Lo único es que iba a ir a Nueva York a ver a Merlyn y estará esperándome en el aeropuerto, así que tendré que llamarle.
—No —dijo Gronevelt—. Nunca puedes saber si hay alguien controlando el teléfono, ni tampoco a quién puede contárselo él. Déjame que yo me cuide de esto. Le diré que no vaya a esperarte al aeropuerto. No canceles siquiera la reserva. Eso desviará a la gente de la pista. A Johnny le diré que fuiste a Nueva York. Tendrás una gran coartada. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Cully.
Gronevelt meneó la cabeza y le dio otra palmada en el hombro.
—Vete y vuelve lo más de prisa que puedas —le dijo—. Si consigues volver, te prometo que no tendrás ningún problema con Johnny Santadio. No tendrás por qué preocuparte.
La noche antes de irse al Japón, Cully llamó a dos chicas que conocía. Putas finas las dos. Una era la mujer de un jefe de sección del casino de un hotel del Strip. Se llamaba Crystin Lesso.
—Crystin —dijo—. ¿Estás de humor para un combate?
—Por supuesto —dijo Crystin— ¿Cuánto rebajarás mi deuda?
Cully doblaba normalmente el precio cuando se trataba de un «combate», lo que significaba doscientos dólares. «Qué demonios —pensó—, me voy al Japón, ¿quién sabe lo que pasará?»
—Pongamos quinientos —dijo Cully.
Hubo una exclamación de asombro al otro lado del hilo.
—Dios mío —dijo Crystin—. Debe ser algo serio. ¿Con quién tengo que entrar en el cuadrilátero, con un gorila?
—No te preocupes —dijo Cully—. Tú siempre lo pasas bien, ¿no?
—¿Cuándo? —dijo Crystin.
—Ha de ser temprano —dijo Cully—. Tengo que coger el avión mañana por la mañana. ¿Te parece bien?
—Por supuesto —dijo Crystin—. Supongo que no me darás de cenar.
—No —dijo Cully—. Tengo demasiadas cosas que hacer. No tendré tiempo.
Cully colgó, abrió el cajón del escritorio y sacó un paquetito de fichas blancas. Eran los marcadores de la deuda de Crystin, tres mil dólares en total.
Cully caviló sobre los misterios de las mujeres. Crystin era una chica bastante guapa, de unos veintiocho. Pero jugadora empedernida. Dos años atrás había echado por la borda veinte grandes. Había llamado a Cully y le había pedido una cita en su oficina; al entrar le había propuesto que saldaría los veinte grandes como puta encubierta. Pero sólo aceptaría citas directamente, a través de Cully y con el máximo secreto, a causa de su marido.
Cully había intentado convencerla de que no lo hiciese.
—Si se entera tu marido, te matará —le dijo.
—Si descubre que debo veinte grandes me matará igualmente —dijo Crystin—. ¿Cuál es la diferencia? Y, además, ya sabes que yo no puedo dejar de jugar, y supongo que además de la cuota puedo conseguir que alguno de esos tipos me dé para jugar o, al menos, haga una apuesta por mí.
En fin, Cully aceptó. Además, le había dado trabajo como secretaria del encargado de alimentos y bebidas del Hotel Xanadú. Al encargado le atraía ella y, por lo menos una vez a la semana, se iban a la cama por la tarde, en la suite que él tenía en el hotel. Después de un tiempo, Cully la introdujo en lo del «combate» y a ella le había encantado.
Cully sacó uno de los marcadores de quinientos dólares y lo rompió. Luego, en un súbito impulso, rompió todos los marcadores de Crystin y los tiró a la papelera. Cuando volviese del Japón, tendría que encubrirlo con papeleo, pero ya pensaría en ello más tarde. Crystin era una buena chica. Si algo le pasaba a él, quería que ella estuviese a salvo.
Dedicó el tiempo a ordenar su escritorio. Después bajó a sus habitaciones. Pidió champán frío y llamó a Charlie Brown.
Se dio una ducha y se puso el pijama. Un pijama muy elegante. Seda blanca, con bordes rojos y las iniciales en el bolsillo de la chaqueta.
Primero llegó Charlie Brown y Cully le sirvió champán. Luego llegó Crystin. Estuvieron sentados allí charlando, y él les hizo beber toda la botella antes de llevarlas al dormitorio.
Las dos chicas se mostraban un poco tímidas entre sí, aunque ya se conocían de antes. Cully les dijo que se desvistieran y se quitó el pijama.
Se metieron los tres desnudos en la cama y estuvo hablando con ellas un rato, bromeando, haciendo chistes, besándolas de vez en cuando, y jugando con sus senos. Luego echó un brazo al cuello de cada una y juntó sus caras. Ellas sabían lo que esperaba que hiciesen. Se besaron vacilantes en los labios.
Cully alzó a Charlie Brown, que era la más delgada. Y se deslizó bajo ella de modo que ambas mujeres quedasen juntas. Cully sintió la rápida oleada de la excitación sexual.
—Vamos —dijo—. Os encantará. Sabéis que os gustará.
Pasó la mano entre las piernas de Charlie Brown y la dejó descansar allí. Al mismo tiempo, se inclinó y besó a Crystin en la boca y luego empujó a una contra la otra.
Tardaron un rato en empezar. Parecían vacilar, parecían muy tímidas. Así era siempre. Poco a poco, Cully se apartó de ellas hasta sentarse a los pies de la cama.