Y cuando sus ojos se posaron sobre las manos largas y delicadas, de exquisita forma, que descansaban sobre la mesa, entendió también cómo había adquirido la reputación de ser un gran coleccionista. Se le conocía en ambos lados del Atlántico como un experto en obras de arte. Y su pasión por lo artístico corría parejas con su pasión por lo histórico. No le bastaba con que una cosa fuera hermosa; pedía también que estuviera acompañada por una tradición histórica.
Emery Power estaba hablando. Su voz no era estridente; al contrario, hablaba con tono bajo, pero incisivo, mucho más efectivo que si hubiera utilizado un volumen mayor de sonido.
—Ya sé que usted no se encarga de muchos casos en estos días. Pero creo que se ocupará de éste.
—Entonces, ¿se trata de un asunto de mucha importancia?
—Es de mucha importancia para mí —replicó Emery Power.
Poirot guardó una actitud expectante, ladeando ligeramente la cabeza. Parecía un petirrojo meditabundo.
El otro prosiguió:
—Se trata de la recuperación de una obra de arte. Para ser exacto, de una copa de oro cincelado, que data del Renacimiento. Se dice que la usaba el papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia. En algunas ocasiones la presentaba a un huésped privilegiado para que bebiera. Y aquel huésped, señor Poirot, solía morir poco después.
—Una bonita historia —contestó Poirot.
—Esta copa siempre estuvo asociada con la violencia. La robaron más de una vez y se han cometido asesinatos para conseguir su posesión. Un rastro de sangre ha seguido su curso a través de los siglos.
—¿En razón a su valor intrínseco o por otras razones?
—Su valor intrínseco es ciertamente considerable. El trabajo en orfebrería es exquisito y hasta dicen que la cinceló Benvenuto Cellini. Tiene la forma de un árbol a cuyo tronco se enrosca una serpiente formada de joyas. Las manzanas del árbol están hechas con unas magníficas esmeraldas. Estas esmeraldas son muy hermosas, así como los rubíes que forman la serpiente. No obstante, el valor real de la copa radica en sus asociaciones históricas. El marqués de San Veratrino la puso en venta en el año 1929. Los coleccionistas pujaron y sobrepujaron, hasta que por fin conseguí que me la adjudicaran por una cantidad igual a treinta mil libras, según el cambio que regía entonces.
Poirot levantó las cejas.
—¡Una cantidad principesca! El marqués de San Veratrino fue muy afortunado —comentó.
—Cuando quiero de veras una cosa estoy dispuesto a pagar lo que sea, monsieur Poirot —replicó Emery Power.
El detective observó suavemente:
—Sin duda habrá oído usted el proverbio español que dice: «Toma lo que quieras... pero págalo, dijo Dios.»
Durante unos instantes el financiero frunció el ceño y un ligero destello colérico asomó a sus ojos.
—Va usted en camino de convertirse en un filósofo, monsieur Poirot —dijo con frialdad.
—He llegado a la edad de la reflexión, monsieur.
—Sin duda. Pero las reflexiones no me devolverán mi copa.
—¿Cree usted que no?
—Creo que se necesita un poco de acción.
Hércules Poirot asintió plácidamente.
—Mucha gente incurre en la misma equivocación. Pero le ruego que me perdone, señor Power, por esa disgresión del asunto que nos ocupa. Decía usted que compró la copa al marqués de San Veratrino...
—Exactamente. Y lo que me queda por decirle es que me la robaron antes de que llegara a mi poder.
—¿Y cómo ocurrió eso?
—Entraron a robar en el palacio del marqués, precisamente el mismo día en que se efectuó la subasta. Los ladrones se llevaron ocho o diez obras de arte renacentista, incluida la copa.
—¿Qué se hizo para rescatar lo robado?
Power se encogió de hombros.
—La policía se encargó del caso, desde luego. La fechoría se atribuyó a una conocida banda internacional de ladrones. Dos de ellos, un francés llamado Dublay
y
un italiano apellidado Ricovetti, fueron detenidos y juzgados. Parte de lo robado fue hallado en su poder.
—Pero la copa de los Borgia no, ¿verdad?
—Eso es. Según la policía, tres hombres intervinieron en el robo; los dos que acabo de mencionar y un tercero, un irlandés llamado Patrick Casey. Un «palquista» de primera clase; fue él quien materialmente llevó a cabo el robo. Dublay era el cerebro de la organización y el que planeaba los golpes; Ricovetti conducía el automóvil y aguardaba a que Casey le fuera pasando los objetos robados.
—¿Dividían el botín en tres partes?
—Posiblemente. Pero los artículos que se recuperaron fueron los de menos valor. Parece probable que los más valiosos y notorios fueron sacados rápidamente del país.
—¿Y qué pasó con Casey? ¿No lo pudo coger la Justicia?
—No; en el sentido a que usted se refiere. Era un hombre de bastante edad y sus músculos ya no eran tan elásticos como antes. Al cabo de dos semanas cayó desde un quinto piso y se mató en el acto.
—¿Dónde ocurrió eso?
—En París. Intentaba robar en casa del banquero millonario Davauglier.
—¿Y no ha vuelto a verse la copa desde entonces?
—Exactamente.
—¿No se puso nunca en venta?
—Estoy completamente seguro de que no. Puedo afirmar que no sólo la policía, sino mis agentes privados han estado alerta por si se presentaba tal circunstancia.
—¿Qué paso con el dinero que había usted pagado?
—El marqués, que era un hombre muy puntilloso, quiso devolvérmelo, puesto que la copa había sido robada en su casa.
—¿Y usted no aceptó?
—No.
—¿Por qué?
—Tal vez porque quería conservar en mi mano las riendas del asunto.
—¿Quiere usted decir que si hubiera aceptado la oferta del marqués, la copa seguiría siendo de él, en el caso de recuperarse; mientras que ahora, al haber rechazado el dinero, es legalmente de usted?
—Ni más ni menos.
—¿Y qué se escondía tras su actitud, señor Power? —preguntó Poirot.
El financiero sonrió y dijo:
—Ya veo que toma en consideración tal punto. Pues bien, monsieur Poirot; fue una cosa simple en extremo. Creí saber quién se quedó con la copa.
—Muy interesante. ¿Quién fue?
—Sir Reuben Rosenthal. No solamente era coleccionista como yo, sino que en aquellos tiempos era mi enemigo personal. Habíamos sido rivales en varias operaciones financieras, de las que siempre salí yo ganando. Nuestra animosidad culminó cuando rivalizamos en la compra de la copa de los Borgia. Ambos estábamos dispuestos a quedarnos con ella. Era una cuestión de honor, o poco menos. Nuestros representantes pujaron en la subasta uno contra otro.
—Y la puja final del representante de usted hizo que le adjudicaran el tesoro, ¿verdad?
—No. No fue así, precisamente. Tomé la precaución de situar en la subasta a un segundo agente mío; aunque aparentemente figuraba como representante de un anticuario de París. Ni sir Reuben ni yo hubiéramos estado dispuestos a rendirnos el uno al otro; pero si permitíamos que un tercero se llevara la copa, con la posibilidad de tratar después con él reservadamente... era una cosa diferente por completo.
—De hecho, una
petite déception
.
—Eso es.
—Y la cosa tuvo éxito, si bien, poco después, sir Reuben descubrió la jugarreta, ¿verdad?
—Así fue, en efecto.
Poirot sonrió con expresión comprensiva.
—Ya comprendo su posición —dijo—. Creyó usted que sir Reuben, dispuesto a no dejarse derrotar, encargó deliberadamente el robo, ¿verdad?
Emery Power levantó una mano.
—¡No, no! No hubiera sido tan chabacano. Podía decirse... que poco después sir Reuben hubiera comprado una copa de estilo Renacimiento de procedencia no especificada.
—¿Cuya descripción había sido hecha circular por la policía?
—La copa no tenía que estar expuesta a la vista de todo el mundo.
—¿Cree usted que habría sido suficiente para sir Reuben el saber que la copa era suya?
—Sí. Y, además, de haber aceptado yo la oferta del marques, le hubiera sido posible a sir Reuben hacer luego un trato con él, pasando la copa legalmente a su poder.
Hizo una corta pausa y luego prosiguió:
—Pero reteniendo mis derechos de propiedad, tenía posibilidad de recobrar lo que me pertenecía.
—Quiere usted decir —observó bruscamente Poirot— que de esa forma podía disponer que le robaran la copa a sir Reuben, ¿verdad?
—Robarla, no, monsieur Poirot. Me limitaría a recuperar lo que era mío.
—Pero me parece que no tuvo usted mucho éxito.
—Por una razón de peso. Rosenthal nunca tuvo la copa en su poder.
—¿Cómo lo sabe?
—Recientemente intervine en una operación financiera relacionada con el petróleo. En ella coincidieron los intereses de Rosenthal y los míos. Éramos aliados y no enemigos. Le hablé francamente sobre el asunto y me aseguró en seguida que la copa jamás estuvo en sus manos.
—¿Y le creyó usted?
—Sí.
Poirot comentó pensativamente:
—Entonces, durante cerca de diez años ha estado usted, como dicen aquí, ladrando al árbol en que no estaba el ladrón.
—Sí; eso es, exactamente, lo que he estado haciendo —respondió con amargura el financiero.
—Y ahora... debe empezarlo todo desde el principio.
El otro asintió.
—Ahí es donde entro yo, ¿verdad? Soy el perro que pone usted a seguir un rastro viejo... muy viejo.
Emery Power replicó con sequedad:
—Si se hubiera tratado de un asunto fácil no le hubiera llamado. Pero si cree usted imposible...
Había dado con la palabra apropiada. Hércules Poirot se irguió y dijo:
—¡No conozco la palabra «imposible», monsieur! Sólo me preguntaba... si el caso es lo suficientemente interesante para que yo me encargue de él.
El financiero sonrió de nuevo.
—Tiene su interés... Cifre usted mismo sus honorarios.
El hombrecillo miró a su interlocutor y preguntó suavemente:
—¿Tanto desea esa obra de arte? ¡Tal vez no llegue a tanto su interés!
Emery Power replicó:
—Podríamos decir que igual que usted, yo no acepto la derrota.
Hércules Poirot inclinó la cabeza.
—Sí... —dijo—. Si es así... lo comprendo.
El inspector Wagstaffe pareció interesado por la pregunta.
—¿La copa de Veratrino? Sí, lo recuerdo perfectamente. Estuve encargado del caso, en lo que se refería a su ramificación inglesa. Hablo un poco el italiano y fui allí para entrevistarme con los «macarronis». La copa no se vio más desde entonces. Fue un caso curioso.
—¿Y qué explicación le da usted a eso? ¿Una venta privada?
Wagstaffe sacudió la cabeza.
—Lo dudo. Desde luego, es remotamente posible. No, no; mi explicación es mucho más simple. Escondieron la copa, y el único hombre que conocía el escondrijo ha muerto.
—¿Se refiere usted a Casey?
—Sí. Pudo haberla escondido en algún sitio de Italia, o pudo arreglárselas para sacarla de allí. Pero la escondió, y sea donde fuere, tenga la seguridad de que todavía está allí.
Hércules Poirot suspiró.
—Es una teoría novelesca. Las perlas embutidas en una figura de escayola... ¿cómo se llamó aquel caso...? Ah, sí, «El busto de Napoleón». Pero ahora no se trata de joyas, sino de una copa grande y sólida. No es fácil de ocultar.
Wagstaffe lamentó:
—No lo sé. Supongo que podría hacerse. Bajo el entarimado del piso... o algo parecido.
—¿Tenía Casey un lugar propio?
—Sí... en Liverpool —gesticuló—. No estaba bajo el entarimado. Ya nos preocupamos de averiguarlo.
—¿Y qué me dice de su familia?
—La mujer era una persona decente; estaba tuberculosa. Sentía gran temor por la clase de vida que llevaba su marido. Era muy religiosa, una ferviente católica; pero nunca tuvo ánimos para abandonarle. Murió hace un par de años. La hija se parecía a su madre... y profesó en un convento. El hijo fue diferente y salió al padre. Lo último que supe de él es que estaba cumpliendo condena en América.
Poirot escribió la palabra «América» en su agenda.
—¿No es posible que el hijo de Casey conociera el escondrijo? —preguntó.
—No lo creo. De conocerlo a estas horas la copa estaría en manos de cualquier comprador de objetos robados.
—La pudieron fundir, ¿verdad?
—Tal vez sea eso lo más probable. Pero no sé... tenía mucho valor para los coleccionistas; y los negocios de esa clase de gente son muy curiosos. ¡Se asombraría usted si conociera alguno de ellos! Algunas veces —añadió virtuosamente Wagstaffe— creo que los coleccionistas no saben lo que es la moralidad.
—¡Ah! Entonces, ¿no se sorprendería si, por ejemplo, sir Reuben Rosenthal estuviera mezclado en uno de esos «curiosos negocios»?
Wagstaffe hizo una mueca.
—No sería nada extraño. Se le tiene por poco escrupuloso en lo que a obras de arte se refiere.
—¿Qué me cuenta de los otros miembros de la banda?
—Ricovetti y Dublay fueron sentenciados a unos cuantos años de cárcel. Creo que saldrán pronto.
—Dublay es francés, ¿verdad?
—Sí; era el que dirigía la banda.
—¿Había otros componentes?
—Una muchacha; Red Kate se llamaba. Se empleó de doncella y descubrió un arcón... donde se guarda la plata, etcétera. Creo que fue en Australia cuando se disolvió la banda.
—¿Alguien más?
—Un tipo llamado Yougouian, de quien se creyó que estaba asociado con ellos. Es comerciante y tiene su cuartel general en Estambul, pero también opera en París, donde posee una tienda. No se pudo probar nada contra él... pero es un individuo muy escurridizo.
Poirot suspiró y miró su agenda. En ella había escrito: «América, Australia, Francia, Italia y Turquía».
—Le pondré un cinturón al mundo.
—¿Qué decía? —preguntó el inspector Wagstaffe.
—Observaba —respondió Hércules Poirot— que parece indicada una vuelta al mundo.
Poirot tenía la costumbre de discutir los casos con su criado, el eficiente George. Es decir, Poirot hacía ciertas observaciones a las cuales George replicaba con la sabiduría que había acumulado en el transcurso de su carrera de sirviente de caballeros.
—Si te encontraras con la necesidad de llevar a cabo unas investigaciones en cinco partes diferentes del mundo, ¿qué harías, George?
—Los viajes aéreos son muy rápidos, señor, aunque algunos dicen que trastornan el estómago. Yo no puedo asegurarlo, pues nunca volé.