—¿De qué equipo eres?
—Yo, del que gane.
—¿Quién te enseñó a hacer unas pompas tan alucinantes?
—El poli que me trajo a Carabanchel (Alto). Hicimos un concurso por el camino, gané y se mosqueó durante un buen rato…
Nos perdimos el recreo, pero habríamos perdido la vida entera, porque la rueda de prensa de Melody moló cincuenta kilotes de oro puro.
Te había contado antes que M. M. se quedó dormida delante de la tele, bueno, pues al rato… ¿te imaginas quién entró en su casa sin previo aviso? La policía, entró la policía, y Melody apagó la tele sin que le temblara el pulso y les enseñó la nota que le habían dejado sus padres. La policía estuvo mirando por todos los rincones de la casa, y dice Melody que hasta miraron en la cisterna del váter porque eran unos policías superdesconfiados. Un policía le dijo a Melody:
—Te tienes que venir con nosotros, aquí sola no te puedes quedar.
Y Melody le dijo al policía que no se iría de la casa si el policía no le escribía una nota a sus padres, por si volvían. Y el policía tuvo que escribírsela. ¡Vaya que si tuvo que escribírsela!
No os preocupéis por vuestra hija Melody, que está con nosotros.
Firmado: La policía
Así mismo se lo tuvieron que escribir. Y Melody fue hasta su hucha del Pato Donald para sacar las dos mil pesetas que le había mandado su abuela por navidades, pero las dos mil pesetas no estaban, y sin cortarse ni un pelo les dijo a los policías:
—¿Quién me ha quitado lo que había en mi hucha?
—Me parece que te lo han quitado antes de que viniéramos nosotros —le contestó el policía.
Pero Melody dice que sus padres jamás tocarían la hucha del Pato Donald sin pedirle permiso, a no ser que se tratara de una urgencia. Quién sabe, porque hace ya casi un mes y medio que los padres de Melody no aparecen.
El policía que escribió la nota se llevó a Melody a la comisaría y allí le preguntaron si tenía más familia en algún sitio. Melody dijo que a ella no le importaba esperar a que sus padres volvieran el tiempo que fuera, pero la policía no te deja que estés esperando a tus padres cuando éstos se encuentran haciendo negocios en paradero desconocido, así que Melody tuvo que confesar que tenía una abuela en Madrid, en Carabanchel (Alto), que vivía cerca de una cárcel donde estaba un amigo de su padre (el que salía en los periódicos como M. M.).
El policía que escribió la nota, y al que a partir de ahora llamaremos Rodríguez-Rivero (no es un pseudónimo, es que se llama así), se la llevó esa noche a dormir a su casa. La mujer de Rodríguez-Rivero le dio a Melody de cenar y al día siguiente la vistió con ropa de su hijo, que era tres años más grande que Melody, así que Melody parecía completamente una payasa. La mujer del policía le dio unos cuantos besos de despedida como si le hubiera cogido mucho cariño, y Rodríguez se fue con ella a la estación y cogieron el primer tren para Madrid.
Por el camino, M. M. y R. R. jugaron con los dados que se había traído Melody en la mochila. Pero R. R. dijo que tenían que cambiar de juego porque no era normal que una niña de nueve años jugara al póquer mentiroso. Melody cree que lo que a Rodríguez no le parecía normal es que ella le ganara todas las partidas. Entonces Rodríguez le enseñó el secreto de hacer unas pompas espectaculares, hicieron un campeonato y Melody volvió a machacarle; así que Rodríguez le dijo a nuestra nueva amiga:
—Ahora mira el paisaje y cuenta los postes de la luz, que ya estoy mareado de tanta pompa.
Y Melody contó miles y miles y miles de postes de la luz hasta que oyó que llegaban a Madrid y Melody le gritó al policía, que se había quedado frito:
—¡Policía Rodríguez-Rivero, que ya estamos en Madrid!
M. M. no se acordaba muy bien de su abuela ni su abuela de ella, así que cuando se bajó del tren se echó en los brazos de una señora que pasaba por allí, y su abuela abrazó con lágrimas en los ojos a una niña mucho más pequeña que Melody Martínez que bajaba del tren. Eso es lo que les pasa a las abuelas, que si la última vez que te vieron tenías cinco años, cuando te vuelven a ver creen que vas a seguir teniendo cinco años, aunque hayan pasado ya veinticinco. Después de esta terrible confusión, Melody y su abuela se abrazaron y a Melody su abuela le pareció un poco vieja y un poco llorona, porque no paró de llorar mientras hablaba con el policía Rodríguez.
El policía R. R. le dijo a la abuela que la llamaría de vez en cuando para ver cómo estaba Melody, le hizo prometer a M. M. que se portaría bien y obedecería a la abuela, y le hizo prometer a la abuela que la cuidaría para siempre.
Antes de despedirse, el policía R. R. le dio a Melody un billete de dos mil pesetas y Melody le dijo en voz baja al oído:
—¿Así que habías sido tú, eh, pillín?
Y R. R. la miró como si no entendiera la indirecta, haciéndose el loco. Pero vamos, Melody dice que se lo perdona porque, como dice su padre: «Hasta los policías tienen tentaciones».
Así es cómo Melody Martínez llegó a Carabanchel (Alto). La
sita
nos dijo que teníamos que ser sus amigos desde el primer día porque la vida de Melody no había sido fácil, pero a Melody no le hacía falta que nadie le cubriera las espaldas. A los quince días de estar en clase, se vino hasta el rincón del recreo donde estábamos revolcándonos como monos el Mostaza, yo y el Orejones, y nos dijo:
—Que si queréis venir a mi fiesta de cumpleaños mañana.
Dijimos que sí, claro, a un cumpleaños nadie dice que no, por lo menos en mi colegio. Lo que nos intrigaba era por qué nos había elegido a nosotros tres con lo poco que nos conocía.
—Será por el físico —dijo el Orejones.
—Yo que pensaba que éramos los más feos de la clase —dijo Mostaza.
Pero no, llegamos a la conclusión de que éramos un Gafotas, un Orejones y un Mostaza, el más bajo de la clase, pero de ninguna manera los más feos. Tendrías que ver a algunos de mi curso, los hay de exposición universal.
Total, que al día siguiente subimos los tres supercortados a casa de nuestra nueva superamiga. Nos abrió la puerta su abuela. Ya la conocíamos porque es compañera de mi abuelo en el Hogar del Pensionista. Es muy simpática, aunque, a veces, sin venir a cuento, llora, y te deja que no sabes dónde mirar. Pero salvando ese defectillo, mola cinco kilogramos de Ferrero-Rocher. La abuela había preparado un cumpleaños un poco raro, porque había puesto en la mesa unas gambas, unas sardinas en aceite, berberechos y en ese plan. Parecía que estábamos en el Tropezón, pero, vamos, nos lo comimos todo sin dejar rastro (de comida). Todos llegamos a la conclusión de que tal vez había llegado el momento de abandonar esos cumpleaños de los típicos sándwiches secos de foiegras y queso. Este cumpleaños marcaba un antes y un después en nuestra vida. Luego salió la abuela con la tarta y las velas, y M. M. le dijo:
—Que no son ocho, abuela, que cumplo nueve.
Y la abuela empeñada en que cumplía ocho, así que primero apagamos las ocho y luego las nueve. Melody nos explicó en un rincón:
—Es que como cuando nací, mi madre no se lo dijo, se hace un lío la pobre.
Llamaron a la puerta. Eran Yihad y la Susana, que se invitaban por el morro: ellos no pueden soportar que alguien no los elija como amigos. Melody estaba supercontenta de que hubieran venido y su abuela también. M. M. puso una cinta de las Spice Girls y dijo que teníamos que bailar en parejas. Nos miró uno por uno y… ¿a que no sabéis a quién sacó a bailar? A ese niño conocido en el mundo mundial como Manolito García Moreno,
Gafotas
. La Susana sacó a Yihad y el Orejones sacó al Orejones (el que no se conforma es porque no quiere).
Melody dijo que el baile consistía en dar tres saltos al aire y dar un pequeño cabezazo a tu pareja, un poco al estilo de las cabras montesas. A Melody le encanta bailar conmigo, no quiso bailar con otro en toda la tarde, así que volví a mi casa con el labio de arriba superhinchado porque Melody daba los cabezazos con mucho ritmo. Cuando salimos de su casa, la Susana me dijo:
—¡Cómo te ha puesto el morro!, parece un pimiento.
Lo dijo muerta de envidia, porque sabe que M. M. le ha robado mucho protagonismo.
Me miré en el espejo de mi portal: era verdad, tenía los labios que parecía un watutsi, pero estaba supercontento porque Melody Martínez estaba por mí, eso lo sabían hasta los chinos de Rusia. Mi madre se puso a gritar:
—Pero ¿qué te ha pasado en el morro?
—Que me he caído bailando.
—Manolo, a este niño hay que cambiarle las gafas, porque no es normal que se tropiece tanto, a no ser que sea un patoso incurable, entonces ya me callo.
Me puso una pomada para que se me bajara el pimiento labial, y el lunes, cuando volví a la escuela, ya estaba casi normal (el labio; yo estaba como siempre). El Orejones ya se había encargado de contarle a todo el mundo lo del baile de las Spice Girls, así que tuve que soportar que Óscar Mayer y otros me dijeran en el recreo:
—¿Vienes con nosotros o te quedas con M. M.?
Envidia podrida, eso es lo que siente la humanidad por mí. A la salida de clase, Melody se vino con el Orejones y conmigo por el camino. Era muy raro, porque no sabíamos de qué hablar; la verdad es que nosotros nunca tenemos temas interesantes, pero no nos importa aburrirnos juntos porque somos grandes amigos. Pero a Melody tampoco le importaba, nos iba contando su vida en capítulos coleccionables, que si había vivido en diez casas, que si un año no fue al colegio. Nosotros no decíamos nada porque siempre hemos sido unos niños con una vida muy simple, con la misma casa y con el mismo amigo. Melody me quiso acompañar hasta mi mismo portal y allí me dijo que por qué no iba a su casa esa tarde.
—Bueno, pero no le digas a nadie que me has invitado, porque se harán los graciosos conmigo.
En eso quedamos. Su abuela rara me abrió la puerta y nos sacó de merendar un vaso de leche y unos trozos de turrón, aunque estábamos en abril, y yo pensé: «A lo mejor nos hace cantar un villancico», pero no nos lo pidió. Que conste que yo, si me lo llega a pedir, lo canto. Sólo dijo, señalando el turrón:
—Hace tres años que lo tengo ahí muerto de risa…
Melody Martínez me enseñó su habitación. No había mucho que ver: una cama, una percha y una silla, pero Melody me dijo que era la primera habitación de verdad que había tenido en su vida, y que ésa sería su habitación para siempre, porque el policía R. R. le había hecho prometer que cuidaría de su abuela y que no se separarían nunca.
—¿Y cuando vuelvan tus padres?
—Da igual —dijo M. M. tirándose en plancha en su cama—, yo nunca dormiré en otro sitio que no sea esta habitación.
Melody se quedó un rato sin decir nada y luego me dijo muy bajito, como si se tratara de un gran secreto:
—¿Quieres que te enseñe a mi padre?
Entonces se metió debajo de la cama. Por un momento pensé que lo tenía ahí debajo, escondido. Melody salió con los pelos revueltos y un sobre, nos sentamos los dos en la cama y Melody sacó del sobre una foto de un señor superserio con bigote y gafas.
—Es éste.
Luego sacó otra foto de un señor con barba y medio pelirrojo.
—Y éste también.
Luego otra de un señor rubio sin barba ni bigote y que parecía mucho más joven y menos serio.
—Y éste.
Y otra con el pelo más largo y otra con el pelo rapado.
—¡Cómo mola! —le dije yo—. Si parece que tienes veinticinco padres.
—Y aquí está mi madre.
La madre de Melody no parecía una madre, parecía una chica, pero no una madre, era como Melody pero en grande.
Melody metió todas las fotos en el sobre y las volvió a guardar debajo de la cama.
—Es que mi abuela no las quiere ni ver, está muy enfadada con ellos porque se fueron sin avisar y me dejaron sola. Ya se le pasará.
Yo no podía imaginar que mis padres desaparecieran de repente. Una vez mis padres se fueron solos a pasar un fin de semana y mi madre llamaba cada cinco minutos para ver si habíamos cerrado el gas, si la leche se nos había salido del cazo o para preguntar si el Imbécil se había atragantado mortalmente. Y mi padre no está en casa de lunes a jueves, pero llama casi siempre dos veces al día y sabemos que el viernes entrará pegando un bocinazo mortal con el camión por la esquina del Tropezón. Pero Melody Martínez no parecía muy triste con su habitación nueva y esa abuela tan rara que comía turrón en abril.
Como dije al principio de los tiempos, ya hace un mes que Melody Martínez llegó a Carabanchel (Alto), pero parece que hubiera estado con nosotros toda la vida. La verdad es que, por un lado, mola mogollón que una niña con una vida tan importante se haya quedado conmigo, aunque tiene sus inconvenientes. Uno de ellos es que M. M. es superbruta. No lo hace con mala intención, ya se lo ha dicho la psicóloga, la
sita
Espe, a su abuela; si te da un empujón es porque te quiere y no sabe controlar sus grandes, sus enormes sentimientos. Claro que también puede ser que te dé un empujón porque quiera pelea. Vamos, que todo lo demuestra a empujones. El otro día, estábamos jugando a la peste bubónica en el recreo y Yihad me dio un cachetazo en la espalda y me tiró al suelo. Lo de todos los días, lo normal entre compañeros. M. M., que lo vio, vino desde la otra punta del patio, se encaró con Yihad y casi lo mata a puñetazos. Se la tuvimos que quitar de encima porque estaba como loca. Todo fue por defenderme. Yihad no me habló en todo el día y yo tuve que pedirle a M. M. que no me defendiera tanto, porque mis amigos me iban a mirar raro.