Los verdugos de Set (21 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los verdugos de Set
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—¿Te dice algo el nombre de Ipúmer?

La dama Aneta abrió la boca para contestar. Al ver sus ojos abrirse y cerrarse y reparar en el súbito cambio de actitud, Shufoy le advirtió:

—Mi señora, estoy aquí por comisión de la Sala de las Dos Verdades. Mentirme a mí —siguió diciendo en tono cada vez más altisonante— es mentir a Amerotke, al verbo que sale de la boca del faraón.

—Eh… Mm… —balbució la viuda—. Sí, he oído hablar del juicio contra la dama Neshratta. Ipúmer solía visitar esta casa.

—¿Antes de la muerte de tu esposo?

—¡Claro! ¡Después no lo volví a ver!

—¿Y a qué venía?

—No lo sé. Mi marido —farfulló azorada— lo recibía en uno de los pabellones del jardín. Supongo que hablaban de lo único que interesaba a mi esposo: ¡luchar! Ipúmer trabajaba de escriba en la Casa de la Guerra.

—¿Y cómo se conocieron?

—No lo sé. Una vez se lo pregunté, pero jamás se dignaba contarme nada. Siempre se mostraba feliz de ver al escriba, una persona bastante agradable.

—¿Traía regalos a tu esposo?

—Sí, claro: un frasco de vino, algo especial obtenido en el muelle… Después, mi esposo…

—Enfermó y murió.

—Él siempre estaba enfermo: simplemente, tuvo su último ataque.

—Mi señora, ¿qué estás haciendo aquí? —La puerta de la sala de recepción se había abierto de súbito, y en el umbral apareció un joven que, según supuso el enano por las melosas miradas de la dama Aneta, no era un sirviente más.

—Ahora estoy contigo —afirmó como en un arrullo.

El recién llegado hizo un puchero y salió hecho una furia dando un portazo tras de sí.

—Mi criado personal —se justificó ella—. Se da unas ínfulas… Bueno, Shitay…

—¡Shufoy! —gritó, casi ladró, el hombrecillo.

—Eso: Shufoy. ¿Tienes más preguntas?

—En resumen: tu esposo murió, y su cadáver…

—Fue enterrado en su tumba después de ser transportado a través del río. He de verlo por el lado positivo —prosiguió—: desde que se fue, las Panteras del Mediodía no han vuelto a molestarme. Yo tampoco los importuno… Bueno —dijo abandonando su asiento—, pues si no se os ofrece nada más…

Una vez fuera de la casa, de donde habían salido por una puerta lateral, Shufoy y Prenhoe rompieron a reír hasta caer al suelo.

—¡No me lo puedo creer! —Prenhoe se enjugó los ojos con el envés de la mano—. Le es indiferente si su marido ha muerto o sigue vivo.

—Yo diría que está más interesada en el trasero de mi señor Pucheritos.

—Pero ¿qué se le había perdido aquí a Ipúmer?

Shufoy se secó las lágrimas de las mejillas con el dobladillo de la túnica, y en lugar de responder a la pregunta del escriba, se puso a remedar lo que él llamó el
Hipopótamo Sagrado
en tanto que hacía que Prenhoe actuase de criado llorica. Entre risas y bromas, regresaron a la carretera, donde permanecieron un buen rato observando el Nilo.

—¿Por qué no me has dejado que te acompañase esta mañana? —quiso saber Prenhoe.

—Anoche —le explicó el enano—, mi amo me invitó a tomar vino en uno de los pabellones del jardín, poco antes de que se retirase la dama Norfret. —El de Shufoy era el vivo rostro de la solemnidad. Tomó la sombrilla como si fuese la fuente de todo poder—. Me hizo confidencias, y yo no pude menos de coincidir con sus sospechas.

—¡Por el toro sagrado! —se quejó Prenhoe—. ¿Es que no piensas ir al grano?

—¡Claro que sí, por las criadillas del toro sagrado! —Entonces tomó al escriba del brazo y lo llevó a la mansión de Amerotke—. ¡Mira si será ladino nuestro señor! La ley le prohíbe interrogar de forma directa a los que tienen un caso pendiente con su tribunal; pero él es un genio haciendo sus propias averiguaciones con la mayor discreción. Resulta que Ipúmer tenía sangre de hicsos. Hace un año, más o menos, lo trajeron a Tebas y le dieron un puesto de escriba en la Casa de la Guerra.

—¿Por qué motivo?

—Para hacer la guerra a las Panteras del Mediodía. —Shufoy se fue animando—. Mi señor Amerotke y yo creemos que Ipúmer logró su trabajo gracias a alguien con influencia en las altas esferas. En tal caso, ¿quién mejor que uno de los propios verdugos de Set?

—¿Te refieres al difunto general Kamón?

—El mismísimo. Deja que te explique. —El hombrecillo se cambió de mano el parasol—. Lo utilizaron para colocar al escriba. Ya sabes cómo funcionan estas cosas: alguien recurre a un viejo veterano como él y le dice que un amigo suyo está buscando trabajo. Kamón dio su asentimiento, e Ipúmer, fuera quien fuese, se presentó en Tebas. Entonces debió hacer dos cosas. En primer lugar, impedir que el general Kamón pudiera revelar nada, por lo que fue a darle las gracias. El anciano es un hombre enfermizo, ávido de compañía, e Ipúmer, con su pico de oro, sabe colmar de elogios a nuestro héroe. La suya acaba convirtiéndose en una visita de costumbre. Cierto día lleva un frasco de vino envenenado, y se acabó Kamón. En segundo lugar, el escriba debía eliminar de la Casa de la Guerra todos los documentos relativos a su persona y destruir así toda prueba de la intercesión de Kamón en su nombramiento.

—Pero Ipúmer no hizo todo eso por decisión propia, ¿verdad?

—Claro que no; obedecía órdenes de alguien, del asesino.

—¿Pudo haber matado él a Ipúmer?

—Quizá sí. —Shufoy abandonó toda grandilocuencia—. Sin embargo, todo apunta a que Ipúmer fue envenenado por quien del entorno doméstico de mi señor Peshedu.

—Esto es un laberinto mortal —meditó Prenhoe—. Si no te he entendido mal, Shufoy, el señor Amerotke está siguiendo en estos momentos dos casos conectados: por un lado, el asesinato de Ipúmer, y por el otro, el de mi señor Balet, que, de un modo u otro, está relacionado con el anterior.

—Sí; estás en lo cierto.

—Lo que no deja de ser extraño —reflexionó—, porque…

Antes de que pudiese continuar, se vieron obligados a hacerse a un lado al toparse con los carros que doblaban la curva y con la carreta que los seguía, tirada por bueyes y cargada de recipientes de agua, cajas y cestos. El supervisor de una de las fincas conducía al exterior a sus trabajadores, seguidos de sus mujeres e hijos, que formaban un estrepitoso grupo de jornaleros habituales y temporeros vestidos con túnicas de manga corta sobre simples taparrabos. Se dirigían a uno de los campos, dirigidos por los gritos de aquél. Shufoy y Prenhoe esperaron bajo una palmera hasta que se aposentaron las nubes de polvo que levantaban al pasar y se aplacaron las moscas que acudían atraídas por la comida que llevaban. El enano los vio alejarse y pensó que, de no haber sido víctima de una falsa acusación, su vida sería como la de ellos: trabajaría en una hacienda y tendría incontables hijos.

—Se parece a algo que he soñado —declaró el escriba.

Su compañero cerró los ojos: los sueños de Prenhoe eran famosos.

—Me hallaba cerca del Nilo y pasó a mi lado una nutrida cuadrilla de jornaleros. El polvo que levantaban se iba acercando a mí en espiral, y de él surgió una hermosa
heset.
No llevaba puesta otra cosa que un taparrabos y un grueso collar de perlas alrededor de la garganta. Tenía también una peluca larga y perfumada que servía de marco al rostro más hermoso que he visto en mucho tiempo dentro de un sueño.

—¿La conozco? —preguntó con sentimiento el hombrecillo.

—Se puso a hacerme señas, y antes de que pudiera darme cuenta, me vi en las Tierras Rojas. Me llevó a un pequeño oasis, y ambos nos tendimos sobre la delicada hierba que crecía a la sombra de sus árboles. Sin embargo, cuando me quise acercar a ella, se convirtió en un alacrán. Me desperté gritando. ¿Qué crees que significa, Shufoy?

—Que no deberías comer queso antes de irte a la cama —refunfuñó el enano al tiempo que tiraba de la manga de su amigo—. ¡Tenemos que irnos! Se acerca la hora cuarta, ¿no es así?

El escriba no tenía intención alguna de desistir: comenzó a explicar otros sueños y estaba todavía hablando como un loro cuando llegaron a la mansión de Amerotke. Shufoy apenas lo escuchaba ya cuando se quitaron las sandalias y se lavaron los pies y las manos. Los niños estaban fuera, nadando en la piscina con la dama Norfret. Los recién llegados se calzaron las sandalias de andar por casa.

—Venga. —El enano sonrió a Prenhoe, quien se disponía a describir otro sueño—. Estamos esperando visita. ¡Y por el amor de los cielos, cállate ya!

Atravesaron un corredor largo y fresco que desembocaba en el despacho de Amerotke, situado en la parte trasera del edificio. La puerta no tenía la llave echada, por lo que Shufoy pudo abrirla y arrastrar consigo al escriba.

—¿Podemos estar aquí? —Prenhoe lo miraba todo con los ojos como platos.

Aquél era uno de los santuarios de Amerotke. Al fondo había una tarima llena de cojines que el juez utilizaba para relajarse. El resto del mobiliario lo conformaban un amplio escritorio de roble con incrustaciones de plata, una cómoda silla acolchada, taburetes, una cómoda de escritura de color marfil y cestos para almacenar rollos de papiro. Shufoy fue a abrir los postigos de las ventanas que daban al huerto, con lo que inundó la habitación del suave olor de la lechuga y los rábanos, así como de la tierra oscura especialmente desecada del lodo negro del Nilo, ideal para hacer crecer cualquier planta. El hombrecillo se sentó en un taburete en tanto que Prenhoe lo hacía al borde de la tarima. El primero puso su parasol en el suelo.

—¿Qué hacemos aquí? —insistió el escriba.

—Ya te lo he dicho: esperamos visita.

Prenhoe lo miró de hito en hito.

—¿Crees que la dama Neshratta es culpable?

—No lo sé —respondió Shufoy distraído—. Son tantos los que pueden haber matado a Ipúmer…: la persona que lo trajo de Avaris, alguna de sus amigas viudas, el padre de Neshratta… De cualquier modo, es mi señor Amerotke quien debe decidirlo. ¿Qué ocurre?

Prenhoe comprobó aterrorizado que ya no estaban solos en el despacho: al lado de la ventana había, de pie, una figura. El escriba se levantó de un salto, y Shufoy rió entre dientes.

—¿Cómo te atreves…? —Prenhoe avanzó en ademán amenazador.

La figura dio un paso adelante para salir de entre las sombras.

—Siéntate —ordenó el enano—: es nuestra visita.

Su compañero no quedó del todo convencido. El extraño tenía una altura media, era delgado y nervudo y llevaba la cabeza totalmente afeitada. Su rostro, magro y alargado, tenía los pómulos altos y las mejillas hundidas, labios delgados, pálidos en extremo, y unos ojos penetrantes y acuosos. Iba ataviado con una camisa de lino teñido sin mangas, faldellín de cuero, sandalias y polainas atadas, como las empleadas por los campesinos para proteger sus pantorrillas del roce de la hierba. Estaba de pie, tenso y vigilante, con la mano sobre la daga que llevaba en la correa de cuero que rodeaba su cintura. Volvió la cabeza y dejó ver que le faltaba una oreja. No llevaba joyas; tan sólo una bolsa de cuero que pendía de un cordel atado a su cuello.

—Shufoy, ¿va a atacarme tu amigo? —Tenía la voz suave y cultivada.

—No. —El hombrecillo se puso en pie de un salto—. Prenhoe —dijo, empujándolo por el pecho—, siéntate y saluda a mi amigo. —Acercó un taburete al visitante y lo invitó también a sentarse—. ¿Quieres vino?

El hombre meneó la cabeza. Admirado, recorrió la sala con la mirada y centró su atención en los hermosos recipientes de cuero dispuestos sobre el escritorio del magistrado y en los que éste guardaba los cálamos y otros instrumentos de escritura.

—¿Tenemos el beneplácito de tu señor?

—Siempre que no toques nada —respondió el enano—. Prenhoe, deja que te presente a un colega mío.

—¿Cómo se llama?

—No lo sé. Lo llamamos
la Mangosta.

El aludido giró el taburete para poder mirar directamente a Prenhoe.

—Quién soy y de dónde vengo es algo que no te importa.

—Lo llaman así —se apresuró a intervenir Shufoy antes de que el escriba se sintiera ofendido— debido a su astucia y al modo en que puede entrar y salir sin ser visto. Es famoso entre los
maijodu
—añadió con una sonrisa—, nuestros viejos amigos de la policía del mercado, y también lo buscan para interrogarlo en varios nomos, desde el delta del Nilo hasta la tercera catarata. La mayor parte de su tiempo, no obstante, lo pasa escondido en Tebas.

—¿Sabe Amerotke que está aquí?

—Mi señor Amerotke trata de tener siempre a la Mangosta cerca para utilizar sus servicios en ciertas ocasiones especiales.

—Pero si es un ladrón… —declaró el escriba sin separar su mirada de la del visitante.

—Yo no lo llamaría así —repuso Shufoy—. Simplemente le cuesta distinguir su propiedad de la de los demás. Además, es bueno recogiendo información, y a nuestro amo —añadió a modo de advertencia— no le han presentado nunca prueba alguna en su contra.

—¿Qué es eso que lleva alrededor del cuello?

La Mangosta se dio unos golpecitos a un lado de la cabeza.

—Mi oreja. En cierta ocasión me la arrancaron de un bocado. No me la pueden coser, y es demasiado preciosa para tirarla.

—¿Y a qué viene finalmente todo este teatro? —quiso saber Prenhoe.

—A que quería convenceros a ti y a mi señor Amerotke de que la Mangosta es tan de fiar como su palabra. ¿Qué has encontrado?

El recién llegado guiñó un ojo al escriba antes de volverse hacia Shufoy.

—He estado en la casa de la Gacela Dorada. Mi señor Peshedu estaba ausente, pero su esposa y sus hijas se encontraban disfrutando de la sombra del jardín. Por lo demás, la casa está tranquila.

—¿Has subido al dormitorio de la dama Neshratta? —preguntó el enano, divertido mientras observaba la expresión horrorizada que asomó al rostro del escriba.

—Claro. Aquella casa es un verdadero tesoro. No he cogido nada. El marco de la celosía puede retirarse, y hay una escalera de cuerda. —Hizo un mohín—. Para una joven vigorosa como la dama Neshratta no debe de ser difícil apartar la celosía y salir por la ventana. Cerca de la parte baja del muro crecen matorrales que pueden facilitar la labor de esconder las pisadas, y desde allí pueden cruzarse sin mayor dificultad los jardines para acceder al portillo. Yo lo he hecho y he salido al camino, donde crece una pequeña arboleda. Tan sólo hay que tener cuidado con un canal de riego que hay en los alrededores.

—¿Y qué puedes decirme de los demás habitantes de la mansión?

La Mangosta sonrió y dejó entrever unos colmillos afilados que le conferían un aspecto semejante al de un depredador hambriento.

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