Los verdugos de Set (34 page)

Read Los verdugos de Set Online

Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los verdugos de Set
6.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Por qué mataron a la viuda? —preguntó.

—También he ido a la calle de las Lámparas de Aceite —siguió diciendo el charlatán de Shufoy—. He preguntado al mercader si no podía haber sido una mujer quien llevaba la máscara de Horus, y me ha dicho que no era imposible, pero que él está seguro de que era un hombre.

—¿Y qué interés puede tener en mentir al respecto la dama Neshratta?

—El mercader dice que, fuese quien fuese, siempre llegaba de noche u oculto entre las sombras. El modo en que caminaba y la forma de hablar. No recuerda gran cosa, pero está persuadido de que quien llevaba la máscara era un hombre.

—Cierto, cierto —murmuró Amerotke—; pero Neshratta posee gran ingenio y, probablemente, es una experta en mimo. Es de suponer que ella e Ipúmer debían de tener algún sitio donde encontrarse. Pero también es cierto que solían verse en vinaterías. No consigo…

Volvieron a llamar a la puerta. Asural la abrió con tanta violencia que a punto estuvo de mandar a Prenhoe volando por los aires. El jefe de los alguaciles del templo se disculpó, mas no se movió de donde estaba, con las piernas separadas y el casco bajo el brazo.

—¡Tenías razón! —señaló con voz estentórea—. Debían haber tenido más cuidado. Los basureros del río han traído lo que queda del general Peshedu y su criado.

—¿Qué? —El magistrado se levantó con cierta dificultad y se ajustó la faja alrededor de la túnica—. ¿Estás seguro de lo que dices?

—Lo han reconocido por sus efectos personales: los brazaletes y una ajorca que llevaba en el tobillo.

Amerotke volvió a sentarse en los cojines.

—Vieron hundirse su barca —siguió diciendo Asural—. Sus redes de caza y sus cestos para las presas estaban a rebosar. Han encontrado un carcaj, pero no había ningún arco. El remo también faltaba. Miraron entre los papiros al ver que los cocodrilos se estaban dando un festín con algo. Entonces sacaron los restos de Peshedu y su criado para llevarlos a la Casa de la Muerte. Hay un pescador que recuerda perfectamente haberlos visto navegar cerca del antiguo templo de Bes. Yo no he visto los cadáveres, pero según dicen, ambos murieron a flechazos.

El juez se cubrió la cara con las manos, preguntándose cómo podía haber sucedido. Era cierto que no sabía nada del paradero de Heti y Turo, pero también lo era que no tardaría en averiguarlo. ¿Karnac? Podía ser. ¿Nebámum? Estaba seguro de que no había salido de Tebas.

—¿Se podía conocer fácilmente el lugar en que estaba cazando el general Peshedu? —preguntó Prenhoe.

—Sí —declaró Asural—. Visitaba siempre el mismo tramo del río. Mi señor Karnac asegura que envió a un mensajero para que lo avisase del asesinato de Ruah; sin embargo, parece ser que no lo encontró. Se ve que a Peshedu le gustaba hacer un descanso de vez en cuando…

—Sí —lo interrumpió Amerotke—, y en esos casos, claro está, buscaba un lugar en la ribera, a la amplia sombra de un árbol. No me extraña que no pudiesen encontrarlo. De cualquier manera, lo cierto es que está muerto. Me pregunto qué va a pasar ahora en la casa de la Gacela Dorada. Escuchad —dijo levantándose—, voy a quedarme aquí a poner en orden mis ideas. Shufoy y Prenhoe: será mejor que vayáis a ver al general Karnac por si ha descubierto algo.

—Mi señor Senenmut ha estado buscándote —declaró Asural.

—Bueno, pues tendrá que seguir buscando, ¿no? —Amerotke los hizo salir con el mismo gesto que habría empleado para espantar a un gato—. Tratad de descubrir el paradero de los héroes que nos faltan y si alguno de ellos ha salido de Tebas.

Shufoy y Prenhoe tomaron sus sandalias, y el primero miró a su amo como si lo quisiera fulminar.

—Estoy cansado.

—Pronto podrás dormir —lo tranquilizó el magistrado—; pero, mientras tanto, debemos tender nuestras redes.

Los acompañó a la puerta con toda corrección y los oyó irse. El templo había recobrado la calma. Amerotke cerró la puerta y, tras regresar a su asiento, se quedó mirando el santuario mientras reflexionaba acerca de aquellos espeluznantes asesinatos.

Recordó la técnica que le enseñó un viejo sacerdote: sentarse a pensar y dejar que su alma decidiese qué era lo importante. Y así lo hizo. Las imágenes iban y venían: la angustiosa caminata por las Tierras Rojas, a la zaga de las Panteras del Mediodía, la tumba abierta y los nómadas de las dunas vestidos de negro; la calle de las Lámparas de Aceite y aquella figura con la máscara de Horus… Todas estas imágenes rondaban su mente, y a ellas se unían las de la expresión pétrea y los ojos impasibles de Karnac; Neshratta, llena de vida y coraje, mujer de agudas respuestas e ingenio despierto, y Jeay, su hermana, tan semejante a un cervatillo. Ambas jóvenes parecían estar atormentadas, pero ¿cuál era la razón? ¿Ipúmer? ¡No, por supuesto! Algo diferente, mas ¿qué? Amerotke recordó el camastro situado frente a la puerta de Neshratta. La doncella era muy fiel y diligente; con todo, ¿por qué había de dormir allí? ¿Acaso Neshratta tenía también pesadillas? ¿A qué se debía aquel cambio repentino de humor? Shufoy aseguraba que la joven había estado llorando; sin embargo, al despedirse de Amerotke se había mostrado por demás tranquila. El juez se recostó en los cojines para ponerse cómodo y clavó la vista en las luces. Elevó la mirada y, por la ventana que se abría en el muro, a una altura considerable, pudo comprobar que el sol se había puesto.

—He cometido un error —musitó.

Ipúmer los había engañado a todos, y él se había estado concentrando en su muerte y en los acontecimientos que se habían sucedido desde entonces. Sin embargo, si Neshratta era la clave de todo, ¿qué había ocurrido antes? ¿Qué era lo que había generado el odio que profesaba a su padre? ¿Sería ella el Adorador de Set, el asesino? Debía desandar lo andado, mas ¿a quién preguntaría? Cerró los ojos y se sumió en un profundo sueño. Cuando regresara Shufoy, tomarían una dirección diferente para remontarse al pasado sombrío de Neshratta.

C
APÍTULO
XI

E
l Adorador de Set se hallaba ante la luz temblona de la Tumba de los Héroes, en la Necrópolis, una cámara cavernosa de grandes dimensiones excavada en la roca en la parte alta de la Ciudad de los Muertos. El guardián de las tumbas lo había dejado pasar a la mastaba, el pequeño templo que precedía al sepulcro propiamente dicho. ¿Por qué no? Sus labios dibujaron una sonrisa tras la máscara dorada de Horus. Llevaba el sello del regimiento de Set, y la insignia, en cuyo centro podía verse una pantera en actitud rugidora, ornaba asimismo sus ajorcas y anillos. En cuanto a la máscara… Bueno, aquello era la Necrópolis; ya había caído la noche, y la ciudad de las tumbas cobraba vida propia a aquellas horas. El guardián había dado por hecho que pretendía presentar sus respetos a los allí enterrados. El Adorador se sentó en uno de los suntuosos escabeles de vivos colores. ¿Sus respetos? ¿Cómo iba él a respetar a hombres que habían perpetrado un crimen tan abominable? ¿Qué habían hecho para que se les permitiese vivir como semidioses y se les llevase allí al morir como si gozasen del amor de Amón-Ra? Tosió para aclararse la garganta irritada por el polvo y recorrió con la vista la tumba: una verdadera casa del tesoro llena de brillantes cofres en la que descansaban los sarcófagos con los restos momificados de sus camaradas, los canopes de expresivas decoraciones y montañas de objetos preciosos, estatuillas, gemas, sillas y mesas de la mejor madera. A la luz de la antorcha refulgía la estatua de oro y plata de un gato reclinado. El aire estaba endulzado merced a las vasijas de ungüento abiertas y las plumas de avestruz impregnadas en perfume dispuestas en diversos puntos de unos muros cubiertos de pinturas que encomiaban las hazañas de aquellos guerreros semejantes a dioses.

El Adorador se puso en pie y caminó hacia el fondo de la tumba. Si la vida hubiese sido más grata, él mismo habría acabado por ser depositado allí con los demás. Sus manos acariciaron la esquina de bordes dorados de uno de los sarcófagos. Era el de Amúnak: un hombre pequeño y ágil, astuto como un zorro y valeroso como un león. Él y el resto estaban a salvo: no les guardaba ningún rencor.

Se acercó entonces al sarcófago de Kamón, una hermosa pieza de carpintería, un ataúd de filos dorados cubierto de piedras preciosas. Kamón era distinto: al igual que Ruah, Peshedu y Balet, no merecía viajar a poniente. Pagaría por sus crímenes. El Adorador sacó una daga y, tras encontrar la abertura, rompió los sellos y abrió la tapa. Del interior surgió una bocanada de perfume. Observó la momia envuelta en vendas de lino y con una máscara de azul, plata y oro sobre el rostro. Tras retirarla, la lanzó a la oscuridad. Hecho esto, tomó el odre que llevaba consigo y derramó la sangre que había comprado en un matadero. Ésta salió a borbotones y se filtró a través del exquisito lino hasta que el cadáver pareció estar flotando en un lago de sangre. Su hedor ahogó la fragancia de los productos empleados por los embalsamadores: cera de abeja, casia, canela, aceite de cedro, alheña y enebro. El asesino dio un paso atrás para admirar su trabajo.

—¿Qué estás haciendo?

El Adorador se dio la vuelta como movido por un resorte para ver acercarse al guardián de la tumba. Había estado bebiendo y caminaba con cierta dificultad. Tenía la peluca ladeada y una expresión preocupada en el rostro carrilludo. Apretó contra su pecho la copa de vino que llevaba antes de volver a preguntar:

—¿Qué es esto? ¿Qué estás haciendo?

—Presentando mis respetos.

El Adorador se acercó a él, y el guardián miró en derredor.

—¿Y qué hace abierto el ataúd?

Al ver la sangre rebosar, dejó caer la copa e hizo ademán de darse la vuelta, pero el asesino fue más rápido. Sólo necesitó una zancada para alcanzarle y asestarle un veloz tajo con la daga. El guardián flaqueó, y el Adorador se apresuró a taparle la boca al tiempo que hundía aún más la daga y veía la luz de la vida apagarse en los ojos de su víctima. El desdichado se desplomó y comenzó a ahogarse en su propia sangre. Entonces, su atacante lo dejó en el suelo con cuidado antes de retirar la daga, limpiarla de forma somera en las ropas del muerto y volver a ponerse en pie. Volvió a observar su trabajo: el cadáver de Kamón había quedado contaminado, como el resto de la tumba. Se retiró la máscara y enjugó el sudor de su rostro. Entonces se dirigió hacia la puerta, salió al exterior y, caminando en silencio, avanzó a través de una noche cada vez más cerrada.

Sin salir en ningún momento de las sombras, recorrió ágil las calles de la Necrópolis, apartándose de cuando en cuando para ceder el paso a los diversos cortejos fúnebres que se dirigían a las tumbas. Pasó al lado de la gran estatua de Osiris y llegó por fin al muelle. Subió a uno de los transbordadores y observó las luces que brillaban en la ciudad de Tebas. Había quedado satisfecho con su trabajo, mas la noche aún no había acabado. Faltaba Amerotke. Hubiese preferido dejarlo vagar de un lado a otro para que llegase a sus ridículas conclusiones. Con todo, tenía que reconocer que al igual que el resto de sus compañeros, había subestimado al juez de la zorra real. Amerotke era tenaz, hábil y sagaz. Había que acallarlo. Según la información que poseía, el magistrado había regresado a sus aposentos del templo de Maat, y si los rumores eran ciertos, pasaría allí la mayor parte de la noche.

El Adorador oyó retazos de las conversaciones de los otros pasajeros que regresaban a la ciudad tras pasar el día negociando en la Necrópolis mientras pensaba cómo realizar sus planes. Mientras el transbordador surcaba las aguas en dirección a la otra orilla, pudo ver la luz de los mercados improvisados dispuestos a lo largo del muelle: una hilera de puestos y tenderetes en los que podía comprarse de todo, desde joyería hasta animales de compañía. El asesino recordó algunas de las hazañas de las Panteras del Mediodía, y una de ellas en particular captó su imaginación. Sonrió. «Sí, así es como va a morir el juez de la reina-faraón.»

Amerotke se despertó con los músculos doloridos. Sintió frío, así que se levantó para abrir un cofre y sacar una capa bordada que se echó sobre los hombros. Algunas de las lámparas de aceite se habían consumido, pero las antorchas ardían aún con fuerza en sus tederos. Se dirigió al rincón en que chisporroteaban los rescoldos de dos braseros perfumados. Entonces extendió las manos y escuchó los sonidos del templo. Una vez que se hubo calentado, tomó un sorbo de vino y lo acompañó con el pan y la fruta que le había llevado una doncella del templo.

Abrió la puerta, cruzó el corto pasillo y permaneció de pie en la entrada de la Sala de las Dos Verdades. Todo estaba sumido en el silencio, y el único movimiento que podía percibir era el de las sombras que proyectaba la temblorosa luz de alguna lámpara que luchaba febril contra la oscuridad. A Amerotke le resultaba siempre extraño entrar de noche al tribunal. Distinguió vagamente su propio asiento, la mesa, la larga hilera de columnas con cojines donde se sentaban el director de su gabinete y los escribas. La calma en que se hallaban sumidos estos elementos hacía que resultase difícil imaginarlos como escenario acostumbrado de momentos de violenta emoción, alegaciones y rebatimientos, veredictos e incluso, en ocasiones, muerte.

Satisfecho, el magistrado regresó a su estancia. Cerró la puerta y se puso cómodo en los cojines para, una vez más, concentrarse en lo que le habían revelado Neshratta y Jeay. Lamentó el error que había cometido y maldijo su propia insensatez. Peshedu y su familia, Karnac, Nebámum y el resto eran extraños para él, pero, como el juez incauto que había demostrado ser, se había concentrado en diferentes aspectos del caso olvidando lo que le habían enseñado en la Escuela de la Vida.

—Lo que ves en el tribunal, Amerotke —lo había instruido su maestro—, no es en ocasiones más que la flor, y la verdadera justicia busca la verdad, por lo que has de tomar el tal o y tirar hasta ver la raíz.

El magistrado hubo de admitir que había fracasado en este sentido: la hija de Peshedu era la raíz de todo lo que estaba sucediendo. Por el momento, no podía hacer otra cosa que esperar a que regresaran Shufoy y Prenhoe. Por tarde que fuera, por penoso que fuese el luto en casa de Peshedu, debía proseguir el interrogatorio. Amerotke recogió los objetos que le había entregado Shufoy: las gacelas doradas, torcidas pero aún reconocibles, y los trozos de papiro. Estudió la lista de polvos que habían encontrado los basureros en la residencia de Felima y leyó sus nombres en voz alta.

Other books

Flying Crows by Jim Lehrer
That's My Baby! by Vicki Lewis Thompson
A Path Less Traveled by Cathy Bryant
Hiss of Death: A Mrs. Murphy Mystery by Rita Mae Brown and Sneaky Pie Brown
The Man in 3B by Weber, Carl