—Nadie ha sido envenenado —declaró Nebámum.
—¿Dónde ocurrió esto? —quiso saber Amerotke.
—En una fortificación de los hicsos cercana a la segunda catarata. Se trataba de un puesto avanzado. El general Karnac —refirió con orgullo— la tomó por medio de un ardid. Él y yo nos hicimos pasar por mercaderes que huían del faraón, e introdujimos vino envenenado. En la guarnición estaban deseando echarle mano. Llevaban semanas encerrados en aquel recinto. —Señaló otra pintura—. El resto ya lo conoces. Se emborracharon o cayeron drogados, y antes de que pudiesen darse cuenta de lo que había sucedido, Karnac y yo abrimos las puertas. —Se encogió de hombros—. Así tomamos la fortificación.
Amerotke se preguntó si la muerte que correspondía a aquella historia no sería la de Ipúmer. Volvió a mirar la escena que representaba el ataque a las galeras de guerra de los hicsos y pensó en el general Peshedu, que había salido a cazar al río a primera hora de la mañana.
A
merotke y Nebámum salieron de la ciudad por la puerta del León
y
caminaron por la carretera seguidos de un Shufoy de expresión triste. El magistrado comunicó que, poco después del mediodía, había de encontrarse con Valu en la casa de la Gacela Dorada. Dado que aquélla era la misma dirección que la del general Karnac, Nebámum lo acompañó durante parte del trayecto. Amerotke se encontraba muy emocionado por lo que había descubierto en la Capilla Roja.
—Con todo —añadió con tristeza al soldado—, las gestas del regimiento de Set han sido tantas que podría tratarse de una mera coincidencia. De cualquier modo, lo cierto es que existe una semejanza entre el asesinato de los miembros de tu grupo y algunas de sus hazañas.
—Puede ser, mi señor juez.
—¿Está casado tu señor? —preguntó Amerotke, que sentía curiosidad por saber más acerca de aquel comandante de rostro inmutable. De todos ellos, él parecía el que menos se había conmovido por los espantosos asesinatos de sus compañeros.
—Mi señor Karnac es viudo —declaró Nebámum—. Su esposa murió de fiebres hace unos seis años.
Amerotke se apartó de la carretera y tiró de su acompañante. En ese momento pasaron a gran velocidad dos carros envueltos en una nube de polvo. Esperó a que éste hubiese vuelto a posarse para continuar.
—Es un hombre fuerte y sano —insistió—. ¿No ha pensado nunca en volver a casarse?
—Mi amo es un hombre que necesita muy poco. —Nebámum se enjugó el sudor de la cara—. Ya has visto a mi señor Karnac en la batalla: eso es lo que lo seduce. En teoría, se ha retirado del Ejército, pero en realidad no desea otra cosa que atravesar el desierto como un trueno al frente de un escuadrón que persiga a los enemigos del faraón.
—¿Y mi señor Peshedu? —preguntó el magistrado.
—Mi deber es hablar del regimiento —contestó—. Mi señor Peshedu es un hombre muy suyo, y sus asuntos personales no son de mi incumbencia.
Amerotke aceptó la reprimenda. Cuando menos, la respuesta evasiva de Nebámum le había sugerido algo. Peshedu era un hombre enigmático a quien le gustaba esconderse y a quien tal vez los otros no profesasen demasiada simpatía, en especial una vez que se había hecho pública la aventura que había tenido su hija con un simple escriba.
Miró de reojo a sus espaldas y se dio cuenta de que Shufoy había soltado el parasol y se había parado para escudriñar el tramo de carretera que ya habían recorrido.
—¿Qué ocurre? —quiso saber su señor. No veía nada fuera de lo normal: sólo carretas y gente que iba a la ciudad o volvía de allí. El sol brillaba con más fuerza, de modo que la mayor parte de los transeúntes buscaba sombra y resguardo del calor del día—. ¿Qué sucede, Shufoy?
Su sirviente se limitó a menear la cabeza, carraspear y lanzar un escupitajo. Amerotke se encogió de hombros y reanudó la marcha. Según la clepsidra del templo de Set, faltaba poco para el mediodía. Valu debía de estar esperándolo impaciente. Llegaron a una encrucijada en la que la carretera se dividía en varias pistas cuya entrada estaba protegida por la sombra de dátiles, sicómoros y altas hierbas. Nebámum se ofreció a acompañarlos, y el magistrado estaba a punto de responder cuando oyeron una flecha cortar el aire por encima de la cabeza de aquél. El criado se lanzó de inmediato sobre la hierba. Amerotke y Shufoy se miraron atónitos.
—Mi señor —susurró Nebámum con voz ronca.
El juez y su criado se unieron a él bajo la sombra de un árbol casi al mismo tiempo en que se clavaba una segunda flecha en su tronco con un ruido sordo.
—¿Forajidos? —murmuró Amerotke.
—No; estamos demasiado cerca de Tebas —respondió Nebámum—. La primera flecha iba dirigida a mí.
El enano no paraba de maldecir al ver rota su sombrilla. Entre dientes, musitaba amenazas dirigidas al misterioso arquero. El magistrado se sintió a un tiempo incómodo y algo ridículo, escondido entre los árboles como haría un niño, a no mucha distancia de su propia casa. Apartó la hierba; el espacio transcurrido entre una saeta y la siguiente hacía pensar que habían sido disparadas por un solo arquero. Nebámum se levantó, pero volvió a echarse al suelo al oír otra flecha que, tras silbar por encima de la hierba, se perdió en el bosquecillo que tenía a sus espaldas.
—Me pregunto quién podrá ser —susurró—. Las Panteras del Mediodía son célebres por su destreza con el arco. —Se inclinó hacia el juez—. ¿Esto se refleja también en las pinturas de la Capilla Roja?
—No podemos quedarnos aquí —indicó Shufoy con voz ronca.
—Vamos a hacer una cosa: el arquero me busca a mí. Si me levanto y echo a correr…
Amerotke recordó los andares torpes de aquel hombre y las extrañas botas de cuero que calzaba.
—No soy ninguna gacela —afirmó Nebámum como si hubiera leído su mente—, aunque conozco bien la zona. Mi señor, es lo único que podemos hacer. Si me busca a mí, a mí me seguirá. —Y antes de que su interlocutor pudiera abrir la boca para protestar, se puso en pie de un salto y comenzó a alejarse encorvado. Más flechas surcaron el aire. Pronto sólo se oyeron algunos pasos inseguros en la maleza.
—¿Lo sigo, amo?
El juez se puso en pie y vislumbró una figura que recorría como una sombra el sendero. Nebámum estaba en lo cierto: el asesino parecía ignorar siquiera que se encontraban allí, obsesionado como estaba en perseguir a su presa. Aparte de la ocasional llamada de las aves y del grito distante de alguien que pasaba por la carretera, no pudo detectar nada fuera de lo común.
Finalmente rompió el silencio el crujir de unas ruedas de carro y vieron acercarse a un muchachito que guiaba a un joven buey sudoroso que a su vez tiraba de una carreta en la que iba sentado el padre del niño, con el látigo extendido. Los cacharros que llevaban en el vehículo entrechocaban con gran estruendo. El muchacho se detuvo en seco al ver salir de súbito de entre los árboles a Amerotke y al hombrecillo. Éste, en medio de la pista, levantó la mano en señal de paz. El chico los miraba con ojos de lechuza; su padre gritó algo, pero el juez y su criado no le hicieron caso. Protegidos por el carro, siguieron caminando hasta la carretera principal, y sólo entonces, una vez que se mezclaron con el resto de viandantes, se atrevió Amerotke a bajar la mirada para hablar a su sirviente.
—Estabas intranquilo, ¿verdad, Shufoy?
El hombrecillo, acunando su parasol roto, asintió con un gesto.
—Noté algo extraño en la ciudad —respondió—. Al fin y al cabo, soy tu perro, amo. —Sonrió—. En un par de ocasiones me di la vuelta y columbré una figura vestida de negro o pardo oscuro.
—¿Y su rostro…?
—Una sombra nada más. Cuando salimos de la ciudad pensé que había sido cosa de mi imaginación. Espero que Nebámum esté a salvo —añadió en tono melancólico.
—Te compraré una sombrilla nueva, Shufoy. Pero primero hemos de reunimos con mi señor Valu.
El que era los ojos y los oídos del faraón se hallaba ya en la sala de recepción de la casa de la Gacela Dorada, caminando de un lado a otro ante la mirada temerosa de dos de sus escribas, sentados con los zurrones de escritura en la mano. El chambelán que los había acompañado se ofreció a lavarles las manos y los pies, mas Amerotke prefirió renunciar a tales cortesías.
—Mi señor Valu, acepta mis disculpas.
El fiscal señaló con un dedo el otro extremo del corredor pintado de alegres colores.
—La dama Neshratta está esperando —le espetó—, y antes de que me digas nada, ya estoy al corriente del asesinato de Ruah. ¿Sabes? —La voz de Valu se convirtió en un susurro—. Creo de verdad que Neshratta es culpable de la muerte de Ipúmer. —Y afirmó, apoyando sus palabras con un gesto—: Tengo los dos cabos: Ipúmer y Neshratta; sólo me resta ser capaz de unirlos.
—¿Ha regresado del río el general Peshedu? —quiso saber el magistrado.
El fiscal levantó las cejas.
—El paradero del general no es asunto mío: yo estoy más interesado en su hija.
—No, no —discrepó Amerotke—. Necesitamos averiguar algo más sobre Peshedu: si fue él quien trajo a Tebas a nuestro escriba, dónde estaba la noche de su muerte… Por cierto: ¿te has reunido con la esposa del general?
Valu meneó la cabeza.
—Me ha recibido Neshratta, quien, por cierto, es una muchacha con mucho aplomo. Le he explicado que estamos aquí por orden de la divina y que debe responder a nuestras preguntas como si declarase bajo juramento ante el tribunal.
—¿Y qué ha contestado?
—No ha parecido importarle. —El fiscal miró hacia el corredor—. Da la impresión de que no la preocupan en lo más mínimo su honor y el de su familia.
Calló al ver acercarse al chambelán.
—La dama Neshratta os recibirá ahora.
Amerotke ordenó a Shufoy que lo esperase junto con los escribas y siguió al chambelán a través del corredor. Peshedu era un hombre de grandes riquezas. Los muros estaban decorados con hermosas pinturas que representaban en su mayoría escenas venatorias más que las gestas del regimiento de Set. El delicado mobiliario de madera de acacia estaba exornado con incrustaciones de ébano, marfil, plata y oro. Repartidas por el muro había hornacinas y ménsulas en las que habían colocado preciosas figurillas y estatuas de mayor tamaño. La estancia a la que los invitaron a pasar guardaba cierta semejanza con una caja, aunque era espaciosa y estaba bien oreada. Las puertas plegables estaban abiertas a fin de dejar entrar la calidez y las fragancias del vergel. El techo estaba sostenido por columnas de madera de cedro de alegres colores, y en los muros se podían ver pinturas con escenas familiares: un hombre sentado en una silla adornada con profusión, y debajo, un gato y un ganso sentados amigablemente mientras un mono sesteaba en un escabel.
Neshratta estaba observando esta representación cuando los anunció el chambelán, y fue enseguida a su encuentro. Valu tenía razón: parecía tranquila y serena. Llevaba puesta una túnica sin mangas de color blanco brillante, un sencillo colgante de oro alrededor del cuello, pendientes y brazaletes a juego. Tenía la tez firme y pintada; la mirada, clara y reposada. Amerotke llegó a la conclusión de que se trataba de una mujer de voluntad implacable. Lejos de mostrarse incomodada, indicó con un gesto las tres sillas colocadas en el centro de la habitación, como si con ello intentase remedar el tribunal en que había comparecido. Tras tomar asiento, invitó al chambelán a retirarse con un movimiento de cabeza.
—¿Así está bien, mi señor? —preguntó con un susurro.
Valu tosió y arrastró los pies con dificultad, en tanto que Amerotke la miraba de hito en hito.
—¿Eso quiere decir que no te opones? —quiso saber el fiscal.
—¿Por qué habría de oponerme? —Las arrugas que asomaron a los ojos de la joven hacían pensar que se estaba divirtiendo—. Lo esperaba.
—¿Lo esperabas?
—No creo que a la divina Hatasu le haga gracia ver a uno de sus queridísimos generales deshonrado en el tribunal. En realidad, este interrogatorio debería tener lugar en la Sala de las Dos Verdades, en presencia de mi abogado.
—Cierto es —espetó Valu—. Pero la muerte de Ipúmer enmascara otros asuntos, como los asesinatos cometidos entre los compañeros de tu padre.
—Por supuesto —respondió ella sin alterarse—, y no debemos hacer caer en la ignominia a las Panteras del Mediodía. —Miró a Amerotke—. Mi señor juez, ¿no debería estar presente Meretel, mi abogado?
—Si así lo deseas —contestó el magistrado—, podemos hacer que lo llamen. No obstante, lo cierto es que no estamos aquí para tratar tanto del caso como de la personalidad de la víctima. De sobra sabes, señora mía, y si tu padre estuviese presente podría confirmarlo, que la justicia del faraón no se circunscribe tan sólo a la Sala de las Dos Verdades. Tenemos todo el derecho a interrogarte en solitario; eso sí, con la condición de que nada de lo que se diga aquí constituya un testimonio real si no se repite ante el tribunal.
—En ese caso, si me confesase aquí autora de la muerte de Ipúmer, ¿habría de repetirlo en la Sala de las Dos Verdades?
—En efecto.
Neshratta volvió ligeramente la cabeza mientras jugaba con uno de los rizos de su peluca impregnada en perfume.
—Sin embargo, la divina está protegiendo a mi padre. —Volvió a sonreír—. Y de hecho no es poco lo que él tiene que ocultar.
—¿Como qué?
Neshratta se encogió de hombros con delicadeza. Amerotke observó su hermoso rostro, y volvió a maravillarse del ligero parecido que él le encontraba con Norfret: la misma tez suave, los pómulos altos, los ojos expresivos…, y sobre todo su desenvoltura y su modo calmo de conducirse, que, según sospechaba, debía de ocultar un temperamento regañón y una voluntad empecinada.
—¿Quieres a tu padre, mi señora Neshratta?
—Soy, sobre todo, mi señor juez, una buena hija.
—¿Estaba aquí él la noche en que Ipúmer visitó la casa de la Gacela Dorada?
—¿Visitó esta casa? —repuso ella con las cejas levantadas—. Yo no lo vi: ya oíste lo que declaré bajo testimonio. Tanto mi sirvienta como mi hermana menor, Jeay, lo han jurado por lo más sagrado. Me fui a la cama temprano y dormí bien, aunque poco antes de medianoche vino mi hermana a mi habitación. Lo he jurado: no salí del dormitorio en ningún momento.
—Podríamos hacerte un interrogatorio más exhaustivo —respondió Valu inclinándose hacia delante—. Según la ley, tu sirvienta podría ser sometida a tortura.