—Nebámum regresó en un estado lamentable —intervino Karnac—. Recompensó al hombre que lo había protegido.
La sonrisa del comandante se desvaneció. Amerotke pudo observar que entre él y su criado existía la misma relación que entre su persona y Shufoy.
—Entonces —resumió el juez—, cada uno de vosotros, incluido Balet, recibió un disco de plata. —Lanzó sobre la mesa el que tenía en la mano—. ¿Y no le disteis mayor importancia hasta que Nebámum fue atacado y Balet, asesinado? Parecería —eligió con cuidado cada una de sus palabras— que se ha despertado una vieja enemistad como se abre una herida de guerra ya restañada. Alguien ha venido a Tebas para ajustar cuentas.
Hatasu meneó la cabeza como si no hubiese comprendido lo que estaba pasando.
—Tenemos varias posibilidades —prosiguió Amerotke—. En primer lugar, Merseguer era una hechicera poderosa, que contaba con séquito propio y a la que puede incluso que rindiesen culto. Por lo que sabemos, podría ser que hubiera tenido sus propios hijos. Mi señor Karnac, ¿era anciana cuando acabasteis con su vida?
—Tras la derrota de los hicsos examiné tanto su cabeza como su cadáver. Parecía mayor de lo que era en realidad. Aquella noche, en el pabellón, pensé que tenía el cabello gris, pero no era más que ceniza del fuego sagrado. Diría que no debía de tener… —entrecerró los ojos— más de treinta años.
—Cuando fue tomada Avaris, la capital de los hicsos, ¿se arrestó a su familia y al resto de quienes vivían bajo su mismo techo? Tal vez nuestro asaltante tenga la intención de vengar un agravio sufrido por los de su propia sangre.
—No pudimos encontrar a nadie —respondió el caudillo—. Recuerdo que el abuelo de la divina pidió que se efectuase una búsqueda a conciencia. Para entonces, sin embargo, los hicsos y quienes colaboraban con ellos habían huido o se habían ocultado.
—Has dicho que había otras posibilidades, ¿no? —inquirió Hatasu con impaciencia.
—Sí, mi señora —respondió el magistrado—. La segunda es que, a causa de la envidia o de los celos, haya alguien en Tebas que se sienta ofendido por estos héroes. Por razones que nadie conoce tan bien como él o ella, el asesino ha decidido ajustar cuentas, aunque no sé decir por qué en este momento ni cuál es el motivo particular.
—¿Y la tercera posibilidad? —Hatasu sonrió—. Porque hay otra, ¿no es así?
Amerotke bajó la mirada y jugueteó con el anillo que llevaba en el dedo. La divina sabía siempre cómo halagarlo. Volvió a mirarla: el rostro de Hatasu permanecía impasible. Entonces parpadeó del modo en que lo haría una niña.
—¡Habla, mi señor!
—El asesino podría ser un miembro del grupo.
Permaneció en silencio mientras Karnac y los otros hacían patente su desaprobación en voz alta, golpeaban la mesa y lo miraban de hito en hito con gesto incrédulo.
—¡Somos una hermandad! —gritó Peshedu—. Los dioses saben que yo, al menos, ya tengo bastantes problemas. ¿Por qué iba a albergar ninguno de nosotros algún tipo de resentimiento hacia los otros? Si no he entendido mal tu razonamiento, mi señor, el criminal tiene la intención de matarnos a todos sin dejar vivo a uno solo.
—Podría ser uno de vosotros —repuso Amerotke— o alguien relacionado con el grupo.
—¿Qué te lleva a sospechar tal cosa? —preguntó Senenmut.
—No tengo prueba alguna —admitió—, pero escucha con atención. —Haciendo uso de sus dedos para subrayar cada uno de los puntos, comenzó a enumerar—. Primero: ¿cuántas personas conocen la maldición que lanzó Merseguer contra vosotros? Segundo: ¿cuántas están al corriente de la confesión de su guardia personal? Tercero… —Acalló con un gesto a Heti, que había levantado la mano en señal de protesta—. En tercer lugar están los medallones. Ha de ser alguien que estuviera presente en la gran victoria del faraón y se hiciese con algunos de ellos para usarlos. Cuarto: sea quien sea, no cabe duda de que tiene una complexión fuerte, la propia de un guerrero. A pesar de su lesión y de la caída que sufrió en el momento de ser atacado, Nebámum es un soldado aguerrido, y otro tanto puede decirse del general Balet: ni uno ni otro estarían dispuestos a dejarse matar. Y por fin llegamos al asesinato de este último. No estamos hablando de ningún salteador de caminos ni de una flecha arrojada al amparo de la oscuridad, sino de un criminal capaz de entrar sin grandes dificultades en el templo de Set y colarse en la capilla. Además: ¿cuántas personas sabían que Balet acostumbraba orar allí?
—Es algo que hacía a menudo —declaró Heti—. El general era famoso por sus hábitos reservados. Era un visitante asiduo de aquel lugar, y tal vez el asesino sólo tuvo que esperar y observar. En cuanto a los otros cuatro puntos, mi señor, lo cierto es que las historias de las maldiciones de Merseguer y las confesiones de sus escoltas están en boca de toda Tebas.
Los otros veteranos se unieron a sus protestas y entablaron una acalorada discusión con Amerotke hasta que éste confesó, cuando menos de puertas afuera, que podía estar equivocado.
—No es más que una posibilidad —se justificó—, pero os aconsejo que os andéis con cuidado. Si esos medallones constituyen un anuncio fatal, el asesino volverá a actuar.
—¡Debemos detenerlo! ¡Hay que apresarlo! —Declaró sin más la reina-faraón. Entonces extendió los brazos como si quisiera abrazar a aquellos veteranos de guerra de cabello gris—. Su regimiento y el Ejército exigen justicia, un castigo merecido. —Hatasu se detuvo con los ojos cargados de ira—. He hecho una promesa: voy a ver al asesino del general Balet crucificado en los muros de Tebas o enterrado en el desierto. —Contuvo el aliento—. Seré muy directa, mi señor Amerotke: no sólo me preocupan las preciosas vidas de estos soldados. Al principio de esta reunión he hablado de ciertos rumores que corren por la ciudad. Los descerebrados que prefieren soltar la lengua y acrecentar las llamas de la superstición afirman que Set está furioso con Tebas y ha venido a buscar venganza. —Agitó la mano con un gesto lánguido—. No tengo intención de repetir ningún chisme, Amerotke: creo que tú entiendes perfectamente lo que quiero decir.
La reina-faraón clavó la mirada en quienes estaban sentados alrededor de la mesa. Amerotke la había entendido: los sacerdotes del templo, en particular, no respaldaban a la joven monarca de un modo tan incondicional como deberían. A esos aficionados no les interesaba otra cosa que no fuese remover las aguas fecales de la política en busca de signos y augurios que indicasen quién no gozaba de la bendición de los dioses. El horrible sacrilegio perpetrado en el templo de Set y sus reminiscencias de la crueldad y la venganza de los hicsos no tardarían en estimular la imaginación del público.
—Merseguer está muerta —señaló con calma el juez—: el general Karnac se hizo con su cabeza. Pero ¿dónde está enterrada?
—Más allá del oasis de Ashiwa —le hizo saber el comandante—, que está cerca de…
—Sé muy bien dónde está, mi señor: a unas tres leguas al noreste de Tebas, en las Tierras Rojas, cerca del preciso lugar en que fueron derrotados los hicsos.
—Acabada la batalla —le explicó Karnac—, el abuelo de la divina hizo que los sacerdotes maldijesen el cuerpo de la hechicera y su cabeza cercenada para después enterrarlos en secreto. Mañana, al amanecer, tenemos la intención de visitar el lugar escoltados por un escuadrón de carros.
—¿Para qué?
—Se trata de algo más que confesó su escolta —respondió con una sonrisa forzada—. Merseguer juró vengarse de quienes la mataron y dejó bien claro que volvería del mundo de ultratumba si era necesario.
—¡Eso son supersticiones! —le espetó el magistrado.
—Tal vez, mi señor —respondió Hatasu con voz melosa—; pero el general Karnac va a ir allí y tú lo vas a acompañar.
Shufoy sabía bien que su amo estaba de un humor de perros por el modo en que caminaba, a pocos pasos por delante de él, la configuración de sus hombros y el gesto adusto de su rostro. El hombrecillo estaba seguro de haberlo oído mascullar: «¡Maldita moza descarada! ¡Tiene más conchas que un galápago!». Algo imprevisto había sucedido en aquella reunión del círculo real. Amerotke había cruzado como un rayo la antesala, y Senenmut, que salía tras él dando grandes zancadas, había dirigido un mohín al enano al tiempo que se encogía de hombros. El juez, sin abrir siquiera la boca, lo había exhortado a seguirlo y atravesaba en aquel momento el vergel de palacio, bañado por la luz de la luna.
El aire frío de la noche se veía contrarrestado por los braseros aventados por sirvientes. Las antorchas de brea llameaban en el extremo superior de una serie de pértigas clavadas en la tierra y hacían bailar palpitantes las sombras de las estatuas, los relieves y las fuentes. Shufoy no sabía adonde se dirigían, aunque tampoco ignoraba que seguían en los jardines imperiales, rodeados de sus refulgentes estanques para peces templetes y pabellones exornados. Los árboles frutales, las palmeras y los sicomoros daban sombra a las aguas, y entre la espesura de los papiros, los patos parpaban y luchaban entre ellos. Los pájaros, convertidos en manchas oscuras que se recortaban en el cielo nocturno, revoloteaban sobre las viñas a fin de anidar en los árboles o posarse en las estatuas o las pérgolas rematadas en oro que se erigían en cada uno de los bosquecillos.
A su lado pasaban criados que llevaban a hombros cestos llenos de jarras de agua. Los soldados de la guardia personal de Hatasu se hallaban apostados en silencio, armados de lanzas y jabalinas, bajo los árboles y los pasos porticados. El rastro de luces que podía verse al fondo daba a entender que el capitán de la guardia estaba haciendo la ronda nocturna. Shufoy vio correr a un mono doméstico que hacía sonar los cascabeles de su collar mientras huía de un cachorro de galgo que, a su vez, llevaba a la zaga a uno de los pajes de palacio.
—¿Adonde vamos?
El hombrecillo apretó el paso para alcanzar a su señor y tomó con una mano la de éste, en tanto que con la otra asía el parasol. Vio que Amerotke había sacado el abanico de la bolsita que llevaba en la faja para aventarse de forma enérgica, como si fuese ajeno al frescor de la noche.
—Estás acalorado y nervioso —observó el criado.
No pudo menos de sorprenderse ante la reacción de su amo. El juez, siempre taciturno y tranquilo, se detuvo y le contestó con una sonrisa.
—Lo siento.
Entonces lo condujo a un banco de piedra del jardín. Ambos tomaron asiento, y Amerotke estiró las piernas antes de sumirse en la contemplación de las estrellas.
—Mañana, al amanecer, Shufoy, debemos partir hacia las Tierras Rojas, al oasis de Ashiwa.
El sirviente cerró los ojos y transformó su rostro mutilado en una mueca de desaprobación. El juez era un auriga consumado, aguerrido en el manejo de los vehículos en combate. Un viaje como aquél no podía sino resultar tedioso, y el oasis lo haría revivir duras imágenes del pasado. Shufoy acababa de recordar que, siendo niño Amerotke, su hermano había muerto en una emboscada tendida por los nómadas de las dunas durante lo que se suponía que era una noche tranquila para la patrulla de jóvenes oficiales que rondaba la zona. Cierto día que había bebido demasiado honrando la memoria de su hermano, el magistrado le confió el modo como habían llegado a Tebas las noticias del incidente. Sus padres habían estado a punto de sufrir un colapso al recibir el cuerpo destrozado de su hijo.
—Lo siento, amo. —Shufoy le dio unos golpecitos en la pierna—. ¡Si vamos a estar de regreso antes de darnos cuenta!
—No es sólo eso. —El juez se rascó lentamente la mejilla—. Hatasu puede llegar a ser tan imperiosa… —Hizo chasquear los dedos con la intención de hacer un remedo de la reina-faraón—: «¡Ve al oasis!». ¡Como si no tuviese cosas urgentes que hacer en Tebas!
—¿Tienen que ver con la dama Neshratta?
—Sí, ¡y por eso estamos aquí!
Se puso en pie, guardó el abanico y siguió caminando con más calma. En determinado momento se detuvo a disfrutar de la agradable fragancia que surgía de un granadal. Después atravesaron una zona de hierba donde pastaban sin prisa una gacela y un íbice encadenados. Amo y sirviente entraron en el patio que se extendía ante un edificio de tres plantas con el tejado negro y lo cruzaron hasta llegar a una puerta abierta. El centinela que vigilaba la entrada los hizo detenerse y, tras interrogarlos, los dejó entrar. Se detuvieron en el amplio vestíbulo de hermoso techo sostenido por columnas de madera de cedro que tenían por basa y capitel sendas flores de loto a medio abrir. Por todos lados había amanuenses y sacerdotes. Algunos llevaban manuscritos; otros, bandejas de escritura o zurrones. Uno de los porteros se acercó a ellos por ver qué deseaban, hizo una reverencia tras conocer la identidad de Amerotke y los condujo al interior del edificio a través de una galería.
Shufoy reconoció la mansión de los Ojos y los Oídos del Faraón, el fiscal Valu, quien no sólo dirigía los asuntos policiales, sino que contaba con una red de confidentes y espías en Tebas y más allá de la ciudad. Los muros blancos de su despacho, exentos de toda decoración, daban muestras de una austeridad casi desoladora. En ellos se apoyaban estanterías, cofres y baúles. Valu se hallaba sentado, con las piernas cruzadas, sobre una serie de cojines dispuestos en un estrado; tenía una hoja de vitela apoyada en las rodillas y estaba dictando a un escriba situado de igual manera justo debajo de la tarima. Los postigos de las ventanas estaban abiertos, y si bien la sala resultaba algo fría, estaba bien iluminada por la acción de las lámparas de aceite colocadas en soportes de madera. El portero anunció la llegada del juez, y Valu levantó la mirada e hizo retirarse al escriba con un chasquido de los dedos.
—Mi señor Amerotke, mi más sincera bienvenida.
Con un gesto señaló el extremo de la mesa, donde se estaba enfriando una jarra de vino, aunque el recién llegado meneó la cabeza para declinar la oferta.
—Mi señor, ésta no es una visita social.
El fiscal dejó escapar un suspiro y se puso en pie.
—Lo suponía. Tienes suerte de encontrarme aquí: mi médico dice que la iluminación insuficiente va a acabar con mi vista. Por lo general trabajo en los jardines. —Sus labios esbozaron una sonrisa, pero sus ojos permanecieron atentos—. Encuentro relajante el aroma de las flores cuando la mente está en plena ebullición.
—Cuando murió Ipúmer, ¿confiscaste todas sus posesiones?
—Sí: se encuentran bajo mi custodia en el almacén. ¿Deseas examinarlas?