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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (11 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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—No —reconoció Chula. Al ver la expresión de asombro de Amerotke, añadió—: Puedo retirar la venda que cubre los ojos de Balet.

El juez meneó la cabeza a modo de negativa.

—Bueno —siguió diciendo el sacerdote como si estuviesen hablando de la preparación de una receta de cocina—. Arrancar los ojos a un muerto es una labor muy complicada: hay que cortar con mucha precisión. Quienquiera que le haya hecho esto a Balet tiene conocimientos de medicina. Lo más extraño —agregó— es que durante la estación de la hiena, «la descarga de dios», cuando los hicsos gobernaban Egipto desde su ciudad de Avaris, practicaban a menudo sacrificios humanos con prisioneros de guerra o esclavos.

—Y siempre les arrancaban los ojos.

—Sí —confirmó Chula—. Creían que, una vez que el
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de la víctima abandonase su cuerpo, también estaría ciego, de modo que le resultaría poco menos que imposible viajar por el mundo de los muertos.

—Sin embargo, los hicsos salieron de Egipto hace más de treinta años.

—Algunos sobreviven aún —respondió Senenmut.

—Sí, pero el caso del general Balet —insistió Amerotke— no deja de ser una coincidencia espeluznante. Las proezas de este soldado hicieron posible la caída de los hicsos. Si no me equivoco, invadió su campamento junto con otros oficiales del faraón para matar a la gran hechicera Merseguer.

—¿Se trata entonces de alguna forma de venganza? —preguntó Chula.

—Es posible.

Senenmut se hallaba ya frente al tercer cadáver y estaba retirando la sábana. Shufoy se apartó dando un gruñido. El propio Amerotke sintió que se le revolvía el estómago. El cadáver de la joven que yacía allí aún no había recibido la atención de los embalsamadores y seguía cubierto por el cieno verde del Nilo. Las espantosas heridas y la carne que había quedado expuesta hacían patente que había sido víctima de los cocodrilos.

—La encontraron entre los cañaverales —apuntó Chula—. La agitación que provocan los cocodrilos cuando encuentran un cadáver llama siempre la atención de los pescadores, tal como sucedió en este caso.

La mujer se encontraba de espaldas a ellos. Amerotke se asomó para echar un vistazo y entonó una oración en silencio. La víctima había perdido la mayor parte del rostro, convertido en poco más que un montón de sangre coagulada. Las sutiles crueldades de la muerte nunca dejarían de sorprenderlo. Del cuello de la muchacha colgaba aún una cadena de campanillas, y las uñas pintadas de alheña hacían pensar que se trataba de una
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del templo, bailarina o tal vez cantora. No era extraño que éstas ofrecieran sus encantos a los clientes a cambio de generosas sumas de dinero. Amerotke reparó entonces en el cordel rojo que mantenía unidas las muñecas de la joven. Era igual que el que llevaba en los tobillos, aunque éste estaba cortado.

—He examinado el cuerpo con sumo cuidado —señaló Chula—. Éste, mi señor Amerotke, ha sido un crimen atroz: la joven vivía aún cuando la ataron de pies y manos; le arrancaron los ojos y la arrojaron, consciente o medio aturdida, al río. La encontraron entre los papiros de la orilla, en el lugar en que, al parecer, perdió la vida. Allí debió de yacer durante dos o tres horas antes de que la encontrasen los cocodrilos. Como sabes, por la noche permanecen inactivos; pero a medida que aumenta el calor del sol…

El juez no necesitó más explicaciones. En algunas zonas de Egipto se les tenía por animales sagrados. Sin embargo, a él le resultaba difícil creer en dioses así, y sospechaba que Senenmut era del mismo parecer. Maat, símbolo de la verdad de su padre, sí era divina; pero aquellos traidores dragones del río, con su largo hocico, sus mandíbulas abiertas y sus dientes afilados como cuchillas… Amerotke había cruzado el Nilo cientos de veces en toda su vida, y nunca había logrado perder el miedo que les profesaba. De hecho, no habían pasado más de dos estaciones desde que la obra de un asesino secreto había hecho que la barca en que viajaba con Shufoy tiñese las aguas de sangre y provocara un frenético ataque de aquellas bestias, y los recuerdos del incidente seguían poblando pesadillas de las que despertaba empapado en sudor.

—He olvidado decirte —terció Senenmut— que las muñecas y los tobillos de Balet se hallaban también ligados con cuerda roja. Lo más seguro es que se los atasen después de asesinarlo y antes de sacarle los ojos.

—Entonces, ¿estamos hablando del mismo asesino?

—Podría ser.

—Puedo entender —declaró el magistrado indicando el cadáver que aún tenía la sábana retirada— que hayan asesinado al general Balet por obra del rencor, a causa de un agravio o de la inquina provocada por el recuerdo de la guerra con los hicsos, aunque ni siquiera eso deja de resultar extravagante. Pero ¿por qué habrían de acabar con la vida de una joven bailarina?

—Los hicsos eran aficionados a este tipo de sacrificios.

—No sé… —Amerotke meneó la cabeza—. Sospecho que a Balet lo asesinaron por alguna razón: alguien albergaba contra él un hondo resentimiento o se sentía afrentado, y ha hecho que parezca que ha sido un guerrero de los hicsos que quizá no exista siquiera. Pero la joven bailarina… ¿A qué templo pertenecía?

—Al de Anubis —respondió Senenmut—. Allí hacía de doncella y danzarina. Formaba parte del coro del templo, y al parecer era hermosa: no le faltaban admiradores, aunque tenía un carácter algo reservado. Al caer de la noche en que fue asesinada desapareció del recinto sagrado.

Amerotke sintió un escalofrío. Aquella sala henchida de muerte había comenzado a hastiarlo. Lo había invadido la impresión de que los apenados fantasmas de los difuntos que descansaban bajo aquellos sudarios lo estuviesen oprimiendo. En el muro más alejado un sacerdote entonaba quedo el himno de los muertos; a su lado, otro rezaba en voz alta mientras se disponía a comenzar el proceso de embalsamamiento conocido como «la apertura de la boca». El vapor dibujaba remolinos por doquier. Las pinturas de las paredes reflejaban el fulgor de las antorchas y conferían vida propia a las terribles escenas allí representadas.

—Mi señor Senenmut, ya he visto suficiente.

Tras dar las gracias a Chula, el gran visir los sacó de la Sala de la Muerte, y juntos subieron las escaleras. Amerotke se sintió aliviado: la parte del templo en la que se encontraban estaba sumida en la penumbra, pero, al menos, se había librado de las nubes de vapor, el extraño hedor y la espeluznante visión de aquellos cadáveres y los misteriosos hombres que trabajaban en aquel lugar. Senenmut había cogido una túnica semejante a las empleadas por los nómadas del desierto; se la puso y subió la capucha de modo que le cubriese la cabeza y sumiera en sombras su rostro.

—Estoy aquí por orden de la reina-faraón —se justificó con calma—, y no quiero de ningún modo que me acosen los suplicantes.

Regresaron a la Sala de las Columnas, la atravesaron y recorrieron galerías inundadas por el sol. Las ventanas de aquel lugar eran más amplias y estaban dispuestas de manera que dejasen pasar la luz, cuyos rayos entraban en glorioso torrente. El templo hervía de actividad: los escribas y sacerdotes caminaban en silencio de un lado a otro; los mercaderes ofrecían sus productos; los ocasionales peregrinos que se habían perdido se detenían para mirar alrededor con los ojos bien abiertos.

A pesar de no tener mucha relación con el culto a Set, Amerotke no pudo menos de maravillarse de la astucia de sus sacerdotes. La parte delantera del templo no se distinguía en especial de las demás, mas, al igual que sucedía con el mundo de ultratumba, cuanto mayor era la distancia recorrida hacia las profundidades, más oscuro se tornaba el interior, lo que no hacía sino subrayar la verdadera naturaleza del dios asesino. Shufoy guardaba un silencio insólito en él, y el juez dio por sentado que debía de encontrarse enfermo o, cuando menos, incómodo tras la visita; lo cual no dejaba de sorprenderlo, pues no era común que lo alterase este tipo de escenas. Bajó la mirada y pudo ver el rostro del hombrecillo fruncido a causa de la concentración.

—¿Qué ocurre? —quiso saber Amerotke.

—Nada, amo: es tan sólo algo que me ha venido de repente a la cabeza.

El magistrado dejó escapar un leve gruñido.

Por fin legaron a la Capilla Roja, construida de un modo inteligente en un lateral del templo. El muro exterior disponía de amplias ventanas cuadradas que inundaban de luz solar la galería que se extendía bajo ellas, y la roca encarnada, importada expresamente, relucía como si contuviera una llama oculta. El que daba al otro lado de la galería estaba fabricado de la misma piedra roja, pulida a conciencia, en la que se representaban, en negro y verde, las gloriosas hazañas del regimiento de Set.

El sacerdote que, a medio sentar, dormitaba con la espalda apoyada en la puerta de la capilla, se puso en pie de un salto al ver acercarse a Senenmut.

—Éste es Shishnak —lo presentó el recién llegado—. Mi señor Amerotke, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades.

El religioso hizo una reverencia sin que sus taimados ojos bajaran la guardia y al tiempo que dibujaba en sus labios una sonrisa aduladora.

—Mis señores, la capilla ya está limpia y purificada.

Abrió la puerta y todos entraron.

—El orgullo del regimiento de Set —anunció Senenmut.

A Amerotke no le fue difícil entender el porqué. Los muros, el suelo y el techo eran de la misma piedra reluciente del color favorito de Set. Vislumbró los cálices de alacrán y la bandeja de oro colocados en el anaquel construido a tal efecto. El muro estaba cubierto de pinturas y estelas, bien que por lo demás no era muy diferente de la cámara de la que él mismo disfrutaba en el templo de Maat: una
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cuya puerta se encontraba cerrada en aquel momento, cestos de flores, cojines con borlas y lámparas de aceite encendidas que daban a la capilla una luz especial.

El magistrado recorrió los diversos muros y entendió el motivo que hacía regresar a aquel lugar a un guerrero como Balet: las escenas allí representadas describían de un modo muy gráfico las proezas del abuelo de Hatasu durante su lucha con los hicsos, y en especial, el triunfo del regimiento de Set. Sus hombres aparecían guiando a los prisioneros como si fuesen poco más que un rebaño de ovejas, con las manos atadas por encima de la cabeza, a fin de que se arrodillasen ante el magnífico trono del faraón y rindiesen pleitesía a éste. Por último, podían verse las gestas de las Panteras del Mediodía, incluida su invasión del campamento de los hicsos, la horripilante ejecución de Merseguer y el momento en que regresaron salvos al lado del soberano.

—¿Dónde encontraron el cadáver de Balet? —preguntó.

Shishnak señaló el muro más alejado, el que contenía los cálices, y Amerotke se dirigió a donde estaban para inspeccionarlos.

—¿Puedo…?

El sacerdote asintió con un gesto. El juez examinó la bandeja: era de oro puro, al igual que las copas. Cada una de las cuatro que había tenía un alacrán.

—El hijo de Balet ha devuelto el cáliz de su padre —señaló Shishnak—, siguiendo el ritual que dispuso el faraón.

Amerotke lo mantuvo en alto. Aquella capilla y sus copas eran parte de la historia culta y popular de Egipto. Todo niño del reino aprendía los detalles relativos a la gloriosa guerra contra los hicsos y los maravillosos triunfos de aquellos guerreros. Muchos años antes, su propio padre lo había llevado allí para rezar. Recordando aquel momento, Amerotke sintió una punzada nostálgica y volvió a colocar el cáliz en su sitio.

—Al general Balet lo asesinaron aquí. Describe la escena tú, que descubriste su cadáver —pidió a Shishnak.

—Sería la hora del sacrificio —respondió el sacerdote cuando me pregunté si el general no querría más vino o comida. Ya se los había ofrecido antes, pero lo encontré taciturno y más bien malhumorado.

—¿Eso era normal?

—Sí, sí. A menudo venía solo a orar. Los demás, incluido el general Karnac… en fin, siempre beben sin mesura. Balet era el callado, el solitario.

—Aquel día, ¿lo habías visto antes?

—Sí: vine aquí junto con mi esposa, pero al ver que no quería ser molestado, nos fuimos.

—¿Y no estaba cambiado?

—No. Un soldado que se ufana del pasado no es nada insólito.

—¿Volvisteis aquí?

—Mi esposa y yo permanecimos en la modesta habitación de que disponemos al final del pasillo. Sin embargo, y antes de que lo preguntes, mi señor Amerotke, no vimos ni oímos nada fuera de lo común. Cuando regresamos, la puerta estaba entreabierta, y la escena con que nos topamos en el interior no podía ser más truculenta: los cojines, las vasijas e incluso las lámparas de aceite habían quedado destrozadas, y el general Balet yacía en medio de un charco de sangre. Era evidente que había muerto: lo habían asesinado asestándole un golpe en la cabeza. Entonces corrí hacia él y di la vuelta al cadáver. Mi señora se puso a gritar al ver aquellas horribles cuencas negras. —Shishnak se llevó una mano a la cara—. Creí estar viviendo una pesadilla. Era como haber recibido la visita de los devoradores. En un principio pensé que todo había sido obra de los ladrones, pero los cálices de alacrán seguían en su sitio… rociados, eso sí, de sangre.

—Lo que no deja de ser un misterio —declaró Amerotke—. El general Balet no conservaba la fuerza de antaño, pero seguía siendo un hombre vigoroso, un guerrero a quien el faraón había condecorado con prodigalidad por eliminar a sus enemigos en combate cuerpo a cuerpo. Y con todo, lo asesinan y lo atan de pies y manos.

—Sí.

—Y le arrancan los ojos. La capilla aparece en completo desorden, mas nadie oye un solo grito o un ruido.

El sacerdote, furioso, le devolvió la mirada.

—Mi señor, convengo en que resulta sospechoso; pero estoy dispuesto a jurar por lo más sagrado que mi esposa y yo no tenemos nada que ver con esta blasfemia. No oímos ni vimos nada en absoluto.

—Puedes retirarte. —Senenmut, que había estado oyendo la conversación mientras observaba una de las pinturas murales, se unió a ellos, y con unos golpecitos en el hombro, aseguró a Shishnak—: Tu esposa y tú no tenéis nada que temer. Cierra la puerta y vigílala.

El sacerdote obedeció de inmediato. Por su parte, el gran visir se desembarazó de la cogul a y se puso en cuclil as con la espalda apoyada en la pared en tanto que Amerotke se ahinojaba en uno de los cojines. Shufoy, sin poder resistir por más tiempo la tentación, se acercó a contemplar los preciados cálices.

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