—¡Ve y trae a Intef! —ordenó por fin a su criada.
No hubo de pasar mucho tiempo antes de que apareciese el médico, algo más aseado que antes, acuciado por la sirvienta. Al entrar en la habitación del joven, miró al paciente y murmuró unas palabras para sí. Entonces se arremangó y abrió la cesta cubierta que había llevado consigo. Colocó sobre la mesa una imagen de pequeñas dimensiones del dios Tot, tallado en madera con la forma de un ibis, farfulló unos cuantos encantorios y pidió a Lamna y a su criada que lo ayudasen a preparar un mejunje con semillas de amapola, cagadas de mosca, resina y miel mezclada con cera de abeja. Tras añadir al brebaje unas gotas de aceite, lo majó todo en el mortero. El ganso que tenía la viuda por mascota entró entonces en la habitación, y el médico lo espantó de un alarido.
—¡Nada de animales! —gruñó—. Es una condición esencial para que surta efecto mi medicina.
Ipúmer perdía la conciencia y la volvía a recobrar poco después. Su rostro no podía tener peor aspecto: estaba pálido y tenía débiles manchas azules en las mejillas. De cuando en cuando, jadeaba en busca de aire. Y cuanto más se afanaba Intef en hacer bajar por su garganta los distintos remedios que iba preparando, más grave parecía la enfermedad de su paciente. Al final, el médico acabó por perder los estribos.
—¡Esto es increíble!
Cuando retiró las ropas del escriba, Lamna pudo vislumbrar las marcas que presentaban el pecho y el estómago del joven. También comprobó que su inquilino había descargado el vientre sobre las sábanas. Intef lo cubrió con la colcha y se levantó sin dejar de observar al enfermo. Lamna no pasó por alto los estertores que salían de su garganta.
—No puedo hacer nada por él —declaró quejicoso el médico.
—Lo han envenenado —afirmó la viuda.
—¿Con qué? —preguntó él.
—No lo sé —susurró Lamna con voz ronca—. Pero puedo asegurar que no se trata de la enfermedad de los pantanos ni de comida contaminada o agua putrefacta. Lo han envenenado y no tiene cura.
Ipúmer comenzó entonces a sufrir convulsiones. Su pecho subía y bajaba, y los globos oculares se movían de un lado a otro mientras trataba en vano de articular una palabra.
—¡Neshratta! —exclamó por fin.
Su cuerpo dio una última sacudida, tras lo cual quedó inmóvil, con la cabeza de lado, la boca abierta y los ojos de par en par. Intef lo cubrió por entero con la colcha y Lamna comenzó a llorar, sin saber decir con exactitud si era por ella o por el joven cuya muerte horrible acababa de presenciar. El médico la agarró del hombro.
—¿Qué va a pasar ahora? —quiso saber.
—Debemos hacer llamar al guardián de cadáveres. Llevarán a Ipúmer a las cámaras de embalsamamiento de la Casa de la Muerte y allí se ocuparán de él.
Intef asintió a regañadientes. En ese sentido, la ley dictaba de manera inequívoca que todo muerto del que se sospechase que había sido envenenado debía ser examinado por los médicos del templo de la Casa de la Muerte, situada en el interior del santuario de Set.
—Tengo miedo —musitó ella.
Él le dio unos golpecitos en el hombro.
—No tenemos nada que temer.
Sin embargo, Lamna pudo ver en sus ojos que no decía la verdad.
—Has oído lo que ha dicho Ipúmer —repuso—. Ha mencionado a Neshratta.
—¿Y quién es ésa? —preguntó el médico con cierta brusquedad.
La viuda no estaba muy convencida de que él pudiese ignorar tal cosa, pero, aun así, le respondió en voz baja y con tanta rapidez como le fue posible. De cuando en cuando clavaba una mirada de terror en el cadáver, que comenzaba a ponerse rígido bajo la sábana de lino manchada. Intef prestó atención y trató de ocultar su propio nerviosismo.
—¡Alguien va a morir por esto! —concluyó Lamna con aire sombrío—. ¿Y sabes cuál es la pena que se reserva a los envenenadores? ¡Se les entierra con vida en las Tierras Rojas!
M
erece ser castigada con la muerte, mi señor! Valu, ojos y oídos del faraón, fiscal jefe de la ciudad de Tebas, dejó lentamente que sus rodillas descansasen sobre el cojín al tiempo que escrutaba al juez con sus ojos negros y fríos. Éste ocupaba un asiento semejante a un trono y tenía ante sí una mesa de sándalo tallada con hermosos motivos y sobre la que se hallaban los libros y los rollos que contenían las leyes y los decretos del faraón. Valu, hombre fornido de escasa estatura y rostro severo, tenía los labios contraídos y las manos apoyadas en las rodillas mientras rascaba con las uñas la exquisita túnica de gasa que llevaba puesta. Alrededor de su cuello lucía la cadena de oro sembrada de joyas que anunciaba su posición, un pendiente de plata en uno de los lóbulos de la oreja y onerosos anillos y brazaletes repartidos por los dedos y las muñecas.
Se había preparado bien para aquella causa: debía aplicarse la justicia del faraón. Valu notó que las tripas le hacían ruido, pero no les hizo el menor caso. En la puerta que había tras de él se arracimaban sus sirvientes: su médico, que llevaba los fármacos necesarios para paliar sus dolores intestinales, y su guardián del asiento, la letrina portátil que siempre lo acompañaba, entre otros. El aparato digestivo de Valu constituía un motivo constante de preocupación para él y para su familia, un hecho a veces embarazoso y un tema de conversación deleitoso en todo caso. No obstante, la aprensión que le provocaban estos achaques menores no mermaba lo agudo de su ingenio ni lo áspero y afilado de una lengua que bien podría haber causado la envidia de cualquier cobra. El fiscal apenas había pasado el umbral de la treintena y no tenía en mucha estima al abogado que se hallaba de rodillas a su derecha, al lado de la acusada. Meretel era un escriba inteligente, podía conocer bien las leyes y ser alabado por su calidad de erudito de la Casa de la Vida; sin embargo, era allí, en el tribunal, en el campo de batalla, donde debía demostrar sus habilidades.
Valu estudió a su verdadero oponente: Amerotke, el representante en la Sala de las Dos Verdades de la justicia del faraón, un adversario respetable, hierático como una estatua. Tenía más o menos su misma edad, expresión austera, ojos amenazadores de mirada penetrante y una nariz delgada sobre unos labios que igual podían ser generosos y entregarse a la risa que comprimirse en un severo gesto de desaprobación.
«Reservado», pensó entonces Valu. Sí: ésa era la mejor descripción que se podía hacer de Amerotke, amigo de la reina-faraón y confidente de Senenmut, gran visir y primer ministro de Egipto.
El juez vestía una toga de lino blanca como la nieve ribeteada de flecos dorados. Tenía la cabeza afeitada, a excepción de un mechón de pelo negro que colgaba hasta más abajo de la oreja derecha. Cubría sus hombros una cota dorada con la insignia de Maat, diosa de la verdad, que le había regalado el faraón en persona, y alrededor del cuello llevaba una cadena de exquisita factura que indicaba cuál era su posición. El medallón de filigranas doradas que de él pendía tenía la forma de un disco solar y representaba a la diosa arrodillada ante su padre, Ra, sosteniendo la pluma de la verdad. En el brazalete que llevaba por encima de la muñeca izquierda podía verse otra insignia similar, en tanto que los anillos oficiales que ornaban sus dedos recogían, además, las representaciones de Tot, dios de los escribas, y Anubis, dios de las sentencias. Valu observó con detenimiento estos aderezos sin apenas poder disimular su envidia. Algún día sería juez, y tal vez acabase incluso sentado allí para administrar la palabra del faraón. En ese momento, sin embargo, tan sólo deseaba una intervención de Amerotke: necesitaba contar con algún indicio de lo que pensaba acerca de aquel caso escandaloso de envenenamiento que tanto había dado que hablar en templos, mansiones y mercados de Tebas.
—Merece morir —repitió al tiempo que se inclinaba hacia delante a modo de discreta reverencia.
—Todos merecemos morir, Valu: ése es el final que se nos tiene reservado. Ahora estamos aquí para administrar la justicia del faraón.
Amerotke había comenzado con estas palabras el ritual, la lenta danza que daría paso a un salvaje frenesí de argumentaciones y rebatimientos, pruebas y refutaciones. Valu asintió con un gesto, consciente de que Amerotke no estaba dispuesto a revelar su postura.
—Mi señor juez —declaró mientras arrollaba las mangas de su túnica—, la causa es muy sencilla. Nuestros argumentos son transparentes; nuestras pruebas, irrefutables. El tercer día del mes cuarto de la estación corriente, Ipúmer, escriba militar adscrito a la Casa de la Guerra, salió del domicilio en que se alojaba para regresar de madrugada aquejado de intensos dolores intestinales. Y a pesar de los cuidados y atenciones de su casera y de los servicios de un médico, murió tras una espantosa agonía. —El fiscal hizo una pausa que tenía mucho de teatral—. Su cuerpo fue depositado en la Casa de la Muerte, en el templo de Set, donde, tal como estipula la ley, lo examinaron los cirujanos de la Escuela de la Vida. Según su dictamen, Ipúmer había muerto a causa de un cocimiento, un veneno poco empleado en esta ciudad que se extrae de cierto pez globo.
Valu se detuvo y volvió la mirada hacia su derecha. El director de gabinete de Amerotke, el guardián de las peticiones y sus escribas, incluido Prenhoe, quien formaba parte de la familia del juez, se hallaban sentados en sendos cojines y, con los azafates de escritura apoyados en los muslos, se afanaban en recoger cada una de las palabras pronunciadas durante el proceso y elaborar así un registró fidedigno de lo que se había dicho y hecho en aquella sala.
—También podemos demostrar —siguió argumentando Valu, para lo cual elevó la voz, giró sobre sus talones y señaló a Neshratta, quien se encontraba de hinojos sobre un cojín, al lado del abogado Meretel— que la acusada compró en varias ocasiones cantidades de ese mismo veneno a un hombre alacrán en el mercado de las hierbas cercano al gran amarradero del Nilo. —Dicho esto, se dio de nuevo la vuelta y extendió las manos—. Mi señor Amerotke, la relación de causa y efecto resulta evidente. —Valu hizo figuras para subrayar aún más sus argumentos—. Ipúmer fue asesinado con ese veneno. Acostumbraba a salir tarde por las noches. Sabemos que mantenía relaciones con esta joven; sabemos que esta joven estaba hastiada de sus requerimientos; sabemos que compró el tósigo que mató a Ipúmer. Mi señor juez, nuestro razonamiento no puede ser más sencillo: la acusada, Neshratta, es culpable de asesinato por envenenamiento. Planeó con mente maliciosa la muerte del joven escriba, y merece que caiga sobre ella todo el peso de la ley. ¡Merece morir, ser enterrada viva en las Tierras Rojas!
La histriónica intervención de Valu levantó gritos y gruñidos no sólo entre los guardias y los criados que se agrupaban en la puerta que había a sus espaldas, sino también entre los espectadores que observaban el proceso sentados en el crucero situado a la izquierda de Amerotke, tras las columnas estriadas de la Sala de la Verdad. Valu clavó su mirada en el cariacontecido Peshedu, padre de Neshratta, antes de componerse. A pesar de ser un hijo de campesinos, había medrado en los tribunales porque los dioses habían tocado su corazón, lo habían hecho un hombre muy capaz en el ámbito del derecho y la argumentación y le habían brindado la protección de Senenmut. En calidad de fiscal, podía exponer sus razonamientos en contra de cualquier habitante de Tebas. Era la vara de la justicia del faraón, pero, en su condición de hombre, se deleitaba en secreto con la oportunidad que se le ofrecía de atacar a los grandes, los poderosos y los ricos.
—He escuchado lo que tienes que decir, mi señor Valu.
El fiscal salió de su ensimismamiento. Amerotke, con las manos apoyadas en las rodillas, se había inclinado hacia delante.
—Estamos aquí para administrar la justicia del faraón, por lo que el tribunal debe permanecer en silencio. Lo que necesitamos, mi señor Valu, son pruebas.
—¿Pruebas? —Valu hizo lo posible por ocultar la mueca de desprecio con que acompañó la contestación.
—Sí, mi señor Valu: pruebas. ¿No es así, Meretel? —Dicho esto, miró al joven abogado de la defensa, que había estado asintiendo con vigorosos movimientos de cabeza.
—Mi señor, nosotros no negamos —respondió éste— que la dama Neshratta… haya mantenido relaciones… —calló ante el murmullo de risas que invadió la sala—; una aventura con el escriba muerto. Tampoco nos opondremos a admitir que Ipúmer falleció a consecuencia de cierto veneno, ni cuestionaremos la afirmación de mi señor Valu según la cual fue la dama Neshratta quien compró el tósigo a un hombre alacrán. —Meretel hizo una pausa—. Sin embargo, lo que sí mantendremos, y lo haremos según el juramento sagrado que hemos contraído, es que en ningún momento administró la dama Neshratta, ya directa, ya indirectamente, dicho veneno al escriba que conocemos como Ipúmer.
Amerotke miró de hito en hito a la acusada. Se hallaba arrodillada sobre el cojín, ataviada con una hermosa toga blanca, un collar de cornalina alrededor de la garganta y otras joyas en las muñecas y los dedos. Cubría su cabeza con una tupida peluca negra cuyos tirabuzones, ungidos con aceite, caían hasta sus hombros y ofrecían un marco apropiado a su hermoso rostro. Sus rasgos delicados, encantadores, sus expresivos ojos endrinos y una boca que cualquier hombre habría querido besar no le conferían precisamente el aspecto que cabría esperar de una envenenadora. El juez le regaló una sonrisa. Sentía lástima de ella. Poseía la misma elegancia fría de Norfret, su propia esposa: un aplomo y una serenidad que sin duda escondían un carácter fuerte y una voluntad rebelde. Amerotke se había encargado de hacer una investigación detallada antes de que comenzase el juicio. Había discutido con Norfret los pormenores, ya que toda Tebas estaba enterada del escándalo. Sentía compasión por la acusada, pues, cuando la causa acabase, y con independencia de que fuera o no declarada culpable, su reputación quedaría destrozada, y el honor de su noble familia, mancillado.
—¿Mi señor? —dijo ella con apenas un hilo de voz.
—La noche en que murió Ipúmer, ¿había ido a visitarte? ¿Te encontraste con él?
—No, mi señor.
—Has prestado juramento —le recordó el juez— sobre estos rollos sagrados y poniendo a los dioses por testigos. La pena por perjurio es espantosa, y a ella no escapa mujer ni hombre alguno, noble ni plebeyo.
—No me reuní con Ipúmer. —La voz de la joven se había tornado más enérgica—. Cuando murió, llevaba sin verlo al menos cinco semanas.