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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (26 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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La reina-faraón indicó al fiscal que podía abandonar la sala, y cuando se hubo marchado se acercó al juez.

—¿No podría cerrarse la causa de la dama Neshratta, Amerotke? ¿Por qué no lo sobreseemos sin más?

El juez le sostuvo la mirada.

—Mi señora —le contestó—, ya sabes lo que va a pasar. La justicia del faraón ¿es para todos, o sólo para unos cuantos? Comenzarán a decir que soy un títere tuyo, un juez que puede comprarse y venderse como un buey en el mercado.

—Tenía que intentarlo. —Hatasu suspiró exasperada—. Con todo, ya conoces la canción, Amerotke: no tengo que repetir la letra. Karnac y los demás cuentan con el amor del pueblo y poseen una gran influencia sobre el Ejército. La sacrílega muerte de Balet ha supuesto para ellos un duro golpe; pero ver destrozada la reputación de un integrante de su compañía como la víctima de un águila ratonera… —Se interrumpió ante la aparición de Valu.

El fiscal volvió a arrellanarse sobre los cojines.

—Lo sospechaba —murmuró.

—¿Qué? —inquirió Hatasu.

—Nada; rumores que habían oído mis espías y que afirmaban que la viuda Felima y el médico Intef no eran lo que parecían ser.

—¡Sé más preciso! —le espetó la reina-faraón.

—Me encantaría, mi señora —aseguró él con voz áspera—; y con el tiempo tal vez pueda serlo. Más asesinatos: la viuda Lamna ha aparecido estrangulada en su cámara. Los restos de Felima e Intef han sido hallados en la casa de ella, que se ha convertido en pasto de las llamas. Al parecer, ambos han muerto a manos de un misterioso arquero. Las flechas siguen clavadas en sus cuerpos carbonizados. Además de quemar la casa de Felima, el asesino ha destruido la de Intef de un modo semejante.

Amerotke cerró los ojos: uno de los caminos por los que podía salir del laberinto de aquel caso acababa de quedar bloqueado.

—¿Por qué? —preguntó Senenmut.

—El Adorador de Set —declaró el magistrado— se está protegiendo. Ipúmer ha desaparecido, y el asesino quiere asegurarse de que no queda suelto ningún cabo que nos pueda llevar hasta él —miró a Valu—. ¿Has dicho que la viuda Felima y el médico eran sospechosos?

El fiscal hizo una mueca.

—Son sólo rumores. Vivían aparentando tener poco dinero, y sin embargo eran gente acaudalada; de los que visten lino de calidad bajo una túnica harapienta —bromeó—. Mi señor juez, tus conjeturas son tan válidas como las mías. Pociones, polvos, drogas para hacer soñar… ¿Qué tenemos? —dicho esto, se limitó a agitar las manos.

—No cabe duda de que los han asesinado —murmuró Amerotke—, y por la misma razón por la que acabaron con la vida de aquella pobre
heset.
El Adorador de Set es un ser despiadado. Está tratando de deshacerse de todo lo que puede relacionarlo con Ipúmer.

—En tal caso —observó el fiscal—, debe de haber una víctima cuyo cadáver no se ha descubierto aún: Ipúmer tenía un amigo, un conocido de la Casa de la Guerra: el escriba Hepel. Es un hombre concienzudo; sin embargo, hoy no ha ido a trabajar ni ha aparecido por la habitación en que vive. La última vez que lo vieron fue de francachela en las vinaterías de la zona del muelle.

Amerotke asió con fuerza su copa.

—Va a matar pronto —murmuró—. Te garantizo, mi señora, que antes de que vuelva a elevarse la luna, el Adorador de Set va a tener una nueva víctima.

C
APÍTULO
VIII

E
l asesino, a quien Amerotke llamaba «el Adorador de Set», no podía hallar la paz. Había atravesado el Nilo, envuelto en una toga con capucha, y se detuvo un instante ante la imponente estatua de Osiris, el principal de los de poniente. El santuario le hizo reflexionar y sentir una punzada en el corazón al traerle recuerdos de días felices. Aunque ya se había hecho de noche, el aire seguía preñado del olor acre de los establecimientos de los embalsamadores, el agridulce de la mirra y el olíbano, y el penetrante y salado del natrón, lo que lo transportaba a los días en que estuvo sirviendo en el delta del Nilo, cerca del Gran Verde. Levantó la vista al cielo y la fijó en la luna, tan clara y cercana que le parecía que podría tocarla si alargaba la mano. Los visitantes de la Necrópolis pasaban sin detenerse y sin hacer demasiado caso al Adorador. La mayoría había estado de compras, adquiriendo cofres, tarros y diversos objetos funerarios. Otros habían visitado los panteones familiares y disfrutado del cálido atardecer en compañía de sus amigos, con quienes habían comido y bebido para hablar de los seres queridos que se habían marchado al remoto horizonte.

La luz de las velas y las lámparas de aceite atraía hacia puertas y ventanas las miradas de los que por allí pasaban, y en diversos puntos ardían antorchas de brea que disipaban la oscuridad con su vivo chisporroteo. Un escuadrón de carros que volvía de patrullar en las Tierras Rojas pasó con estrépito por el amplio muelle. Atado a la parte trasera de uno de ellos, con las manos ligadas, tropezando, gruñendo y gritando a causa de los cortes y las magulladuras, iba un morador del desierto. Los niños lanzaban terrones de barro al malhechor, que pasaría el siguiente día en la Casa de la Muerte antes de que lo castigasen en el campo de ejecuciones. Un grupo de guardias de la Necrópolis, protegidos por armaduras de cuero negro y con el rostro oculto tras máscaras de chacal, recorría la carretera principal precedido de dos muchachos que llevaban antorchas encendidas.

El Adorador de Set se cubrió también el semblante con su máscara de Horus y comenzó a caminar por las calles estrechas y tortuosas. En las esquinas de los callejones pedían de pie pordioseros ciegos de ojos blancos como charcos lechosos, y en los montones de basura, aún envueltos en negras nubes de moscas, hurgaban tullidos e idiotas de rostro contorsionado. Dos prostitutas cogidas del brazo, sin más ropa que un par de taparrabos desteñidos y con los cuerpos brillantes de aceite y perfume baratos, lo señalaron con sus abanicos y trataron de atraerlo con gestos tentadores. El asesino siguió caminando. Se acercó un perro dando agudos ladridos, aunque salió corriendo cuando él levantó el cayado. Grupos de niños bailaban y jugaban ante portales abiertos. En el interior, sus padres, trabajadores de la Ciudad de los Funerales, se disponían a cerrar sus establecimientos para la noche, contaban sus ganancias y guardaban su mercancía. Las mujeres charlaban en las azoteas. En algún lugar sonaba un laúd que acompañaba el canto de un niño de voz sorprendentemente fuerte, que describía las maravillas del Nilo y un viaje a la tercera catarata. El Adorador pasó balanceando el cayado; su máscara apenas llamaba la atención: al fin y al cabo, se hallaban en la Ciudad de los Muertos. La noche había caído, y en las calles merodeaban extrañas criaturas. Se cubrió la boca al pasar por el cobertizo de un embalsamador. Nubes de vapor salían de su interior, donde los trabajadores, empapados en sudor, seguían agachados frente a los cadáveres y los preparaban para su enterramiento poco después del alba.

El Adorador de Set salió al fin de la ciudad y recorrió un sendero de piedras y arena al pie de los acantilados que se erguían ante la Necrópolis. Era un camino muy poco frecuentado, toda vez que constituía la frontera con las Tierras Rojas. Desde allí, las sendas salían al desierto o se retorcían hasta desembocar en valles sombríos. El Adorador se detuvo para cerciorarse de que estaba siguiendo la dirección correcta. Aquél era un lugar solitario, embrujado; sin embargo, dada la cercanía del Valle de los Reyes, estaba sometido a la vigilancia de las tropas del desierto.

El asesino ascendió sin prisas, se detuvo y miró en derredor. Las luces de la Necrópolis brillaban semejantes a una miríada de luciérnagas; más allá, el Nilo reflejaba la luz de la luna.

Llegado al lugar en que había muerto Hepel, se agachó, tomó algunas aulagas secas y encendió con ellas un fuego improvisado. Examinó el suelo con detenimiento y dejó escapar un gruñido de satisfacción al ver que no quedaba rastro alguno del cadáver del escriba: los basureros habían dado buena cuenta de él. Arrojó con el pie arena sobre el fuego y siguió ascendiendo. Entonces llegó a un angosto barranco y se dirigió a la boca de una pequeña cueva, una de las muchas que se abrían en la roca y la hacían semejante a un panal. No tardó en introducirse en su oscuridad y, como un animal, agacharse ante la entrada para oír los ruidos de la noche. Enseguida identificó el peligro que suponían los leones, enormes felinos que merodeaban desesperados en busca de comida y que salían en ocasiones de las Tierras Rojas a fin de hurgar la basura y aun atacar a los incautos que sobrepasaban los confines de la Necrópolis. Más terribles aún resultaban las manadas de famélicas hienas de gran tamaño que olían a su presa a leguas de distancia. Sin embargo, y aparte del chillido de alguna ave nocturna, el Adorador no vio indicios de peligro. A tientas, buscó yesca y encendió una de las teas ocultas cerca de la entrada, la insertó en una grieta y avanzó a gatas hacia el interior de la cueva.

El esqueleto de Merseguer descansaba al fondo, sobre una piedra, ennegrecido con el paso de los años. El cráneo, cercenado y unido al resto por medio de un trozo de cuerda, convertía aquel puñado de huesos renegridos en algo espeluznante y grotesco. A modo de broma macabra, el Adorador de Set había colocado los ojos de Balet en las cuencas vacías de la bruja, aunque en aquel momento habían vuelto a caerse. El asesino se puso en cuclillas ante el esqueleto y se quitó la máscara de Horus a fin de estudiar con detenimiento su monstruosidad. Los estrambóticos restos de una bruja muerta no lo intimidaban: sólo necesitaba su poder, su malignidad. Al cabo, había sido ella la que había iniciado todo aquello. Volvió a sentir un asomo de compasión. A su mente acudieron los recuerdos de la noche gloriosa en que habían irrumpido en el campamento de los hicsos para hacerse con la cabeza de aquella desdichada, cuya alma se encontraba ya arropada por otras sombras infinitamente más hondas. El asesino no iba a perdonar nunca el mal que se había hecho. Tomó la bolsita de cuero que llevaba en la faja y meneó en su mano las cuentas que había en su interior; al arrojarlas al suelo, cerró los ojos y eligió una al azar. Sonrió cuando supo cuál era el jeroglífico que contenía: acababa de elegir a su próxima víctima.

El general Ruah se levantó, como de costumbre, cuando apenas apuntaba el alba. A pesar del viaje a las Tierras Rojas, la feroz batalla mantenida con los nómadas de las dunas y los peligros que los acechaban, estaba resuelto a no modificar sus hábitos. Se metió en la sala de baño, donde su siervo vertió sobre él jarros de agua fría. Entonces tomó asiento en un escabel para que el mismo esclavo le afeitase con esmero el rostro y la cabeza antes de aplicarle el aceite y los perfumes que tanto le gustaban. Hecho esto, se vistió con una sencilla túnica blanca ceñida por una faja bordada con el emblema del regimiento de Set, enfundó los pies en las sandalias y salió a la azotea de su gran mansión. Una vez allí, se ahinojó sobre un cojín y, mirando hacia levante, extendió los brazos, humilló la cabeza y musitó sus plegarias al siempre victorioso, eterno, sagrado y supremo Amón-Ra. Después se volvió hacia el norte y sintió la refrescante brisa que se levantaba siempre con la salida del sol. El general cerró los ojos y apoyó el peso del cuerpo sobre los talones mientras recitaba la oración del pelirrojo Set y pedía a todos los que velaban por su hogar y su regimiento que los protegiesen, a él y a su familia, aquel día.

Ruah abrió los ojos y contempló el cielo cambiar de color, un efecto milagroso y embriagador que tenía lugar con la salida del sol. A medida que la luz líquida de éste se derramaba por el remoto horizonte, se teñía aquél de distintos tonos de oro rojizo. Algún día, Ruah emprendería el viaje hacia dicho horizonte, pero estaba preparado: había leído el Libro de los Muertos y el Libro de las Puertas, y sabía cómo había de responder a los diversos dioses con los que se encontraría a la entrada del mundo de los muertos. Estaba seguro de que, cuando llegase a la Sala del juicio, su alma no haría inclinarse la balanza de Maat: entraría en los hermosos campos del día eterno. Se había mantenido fiel al faraón, por lo que se le permitirla unirse a sus compañeros.

Sintió que la tristeza le atenazaba el corazón. Había querido al general Balet más de lo que se quiere a un hermano. ¿Quién había podido asesinarlo de un modo tan grotesco y espeluznante? ¿Quién había ido al desierto para abrir la tumba de Merseguer y robar los restos de aquella mala pécora? No le gustaba nada aquel juez de mirada penetrante, sus agudos interrogatorios ni sus atentos silencios. ¿Quién era él para ponerse a juzgar a las Panteras del Mediodía? ¿Qué pruebas tenía para afirmar que uno de ellos era un asesino? Ruah conocía a sus compañeros desde que eran unos mozuelos y, tal como había confiado a su esposa y al sacerdote de su capilla, no podía recordar una afrenta o agravio que pudiera haber motivado tan atroces crímenes.

Exhaló un suspiro. Lo maravillaba aquel momento del día, y aquellos pensamientos aciagos no iban a arruinarlo. En silencio, bajó las escaleras y desayunó con pan, vino y fruta antes de salir al espacioso vergel cuya decoración había planeado con tanto cuidado. Aquél era su paraíso. Había empleado sus riquezas para importar árboles y otras plantas de todos los rincones del Imperio: sauces, granados, sicómoros y flores exóticas como la amapola. Sentía una especial predilección por el tamarisco, dedicado a Nut, diosa del firmamento, así como por aquellas plantas medicinales que vendía en grandes cantidades a los médicos del Ejército.

El general Ruah se dirigió a la orilla del estanque seguido de su criado y su guardia personal. Se sentía orgulloso de aquel lago artificial que se extendía hasta la isleta situada al fondo. Respiró hondo para deleitarse con la fragancia de los papiros. La superficie cristalina del lago se quebraba de cuando en cuando por la acción de alguna carpa que rozaba las delicadas flores de loto que flotaban sobre sus aguas. Ruah había contratado a los mejores arquitectos de Tebas, había hecho trasvasar agua del Nilo y había plantado hierba y flores en la islilla. En el centro de ésta se erigía un pabellón de bella construcción en el que gustaba de refugiarse para escribir sus memorias, beber vino y reflexionar acerca de las glorias del pasado.

El lago comenzaba a cobrar vida: las aves descendían a su superficie y el loto se abría para dar la bienvenida al sol. El agua misma estaba cambiando con el reflejo de la ardiente luz del sol naciente.

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