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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (27 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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—¿Vas a cruzar, amo?

—Sí.

El fámulo hizo chasquear sus dedos, y los guardias se dirigieron a sus puestos, situados alrededor del inmenso estanque. Ruah lo había dispuesto así, toda vez que, si lo estaba acechando un asesino, no había lugar más seguro que su isla, pues sus hombres de confianza vigilaban todos los accesos. Ayudado por su sirviente, el general subió a la larga y angosta batea y asió la pértiga. A una orden suya, el esclavo la impulsó hacia el interior del lago, y Ruah, sirviéndose de la pértiga con gran destreza, la observó avanzar entre los lotos en dirección a su paraíso privado. La embarcación se movía sin esfuerzo alguno. El general llegó a la otra orilla, puso pie en tierra firme y, asiendo la soga, sujetó la batea al amarradero y tomó el sendero que llevaba al pabellón, trazado especialmente a tal efecto.

La construcción, erigida sobre una base de piedra con maderas de gran calidad pintadas de verde y dorado, tenía forma circular y estaba coronada con una pequeña pirámide. Sus ventanas, protegidas por postigos, estaban dispuestas de tal modo que Ruah pudiese gozar de cada aspecto de su isla. El general subió las escaleras, abrió la puerta y entró. Todo estaba en orden: los escritorios, las sillas, las arcas, el diván decorado con una cabeza de pantera en el que descansaba… Apreció la dulce fragancia de la madera de sándalo, y decidió que lo primero que haría sería escribir.

Apenas había recorrido tres escalones cuando oyó aquel ruido y se volvió a medias. Demasiado tarde: la cruel maza de guerra aplastó un lado de su cabeza y le destrozó la carne y el hueso. El general se tambaleó y se desplomó en el suelo con un gruñido.

Su criado y sus guardias, apostados en la orilla del lago, no habían detectado nada fuera de lo normal. Por lo tanto, se dispusieron a actuar como el resto de los días. Algunos habían llevado consigo comida y vino; otros meneaban el dado para jugar en solitario una partida de
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en tanto que los más se limitaban a esperar vigilantes. El general acostumbraba pasar las tres primeras horas del día en la isla, tras lo cual volvía a cruzar el lago para saludar a su esposa y el resto de su familia. Siempre observaba la misma rutina, y no era difícil saber qué hora era según lo que estuviese haciendo el dueño de la casa. Por esa razón el esclavo se alarmó al ver las primeras volutas de humo elevarse por encima de las copas de los árboles. Los centinelas también se dieron cuenta, y se pusieron en pie de un salto sin saber muy bien qué hacer. El general era un hombre excéntrico, y en ocasiones se divertía haciendo el papel de viejo soldado y encendiendo fogatas. Otras veces escardaba el jardín y el huerto de la isleta y quemaba las malas hierbas que había arrancado. Sin embargo, su siervo sabía perfectamente que aquello no era normal: el sudor de su espalda se tornó frío cuando comprobó que el fuego era más denso de lo que debía ser. Por otra parte, de la quietud del lago llegaba el crepitar de la madera ardiendo.

—¡Aquí pasa algo! —gritó.

Seguido de los demás, se dirigió al pequeño embarcadero en el que estaban amarradas las otras bateas. Todos subieron en un abrir y cerrar de ojos y las impulsaron sobre la superficie del agua. Cuando alcanzaron la islilla llegaron a sus narices y oídos el olor y los ruidos del incendio. Echaron a correr por el sendero y se detuvieron horrorizados al ver el hermoso pabellón del general convertido en un furioso infierno. Estaban allí observándolo cuando las llamas hicieron desplomarse el techo, con todos sus adornos, transformado en una violenta lluvia de chispas y llamas. Los muros comenzaban asimismo a deformarse. El criado, con la mano delante de los ojos, trató de acercarse, pero el calor era demasiado intenso.

—¡General Ruah! ¡General Ruah!

Se le ocurrió que tal vez su amo no había llegado a entrar en el pabellón, y ordenó que rastreasen la zona cuanto antes. Los hombres batieron los alrededores con la débil esperanza de que aquel incendio no fuese sino un desgraciado accidente y su amo se hallará en algún otro lugar. La confusión y el caos se enseñorearon de la isla. Algunos se limitaron a quedarse en su sitio y observar el espectáculo sin poder hacer nada, en tanto que otros seguían buscando en vano. Unos cuantos regresaron corriendo a las bateas aguijados por las ansias de poner al corriente de tal calamidad al resto de la casa.

Su esclavo, empero, se negó a abandonar. Trató de organizar una cadena para sacar agua del lago, pero fue inútil. Finalmente comenzó a extinguirse la feroz conflagración. Del espléndido pabellón no quedó otra cosa que los escalones y los cimientos de piedra, y el criado supo que su señor había muerto en su interior.

—¡Qué muerte tan terrible! —murmuró.

Sin cadáver, no habría funerales santificados de gran pompa y boato, ni preparación alguna para el viaje que había de emprender el general a través del mundo de los muertos. Con el rostro hundido entre las manos, el siervo lloró desconsolado mientras el fuego, sin nada más que destruir, se apagaba.

Amerotke se hallaba en su escritorio cuando llegó la terrible noticia. Valu y él habían salido de madrugada de la Casa del Millón de Años y habían acordado que el tribunal no volvería a reunirse hasta el día siguiente. Cuando el mensajero le contó lo que le había ocurrido al general Ruah, hubo de reconocer que su profecía había resultado ser cierta: el Adorador de Set había vuelto a actuar, y volvería a hacerlo hasta quedar totalmente satisfecho.

El juez y Shufoy encontraron la mansión del difunto sumida en un gran alboroto. Un médico se había encargado de sedar a su viuda, en tanto que sus dos hijas y el varón se abrazaban sumidos en lágrimas en el vestíbulo. Los sirvientes corrían de un lado a otro. Asural había recibido las órdenes de Amerotke y se encontraba ya allí.

—Todo un misterio —declaró mientras atravesaban a pie los jardines en dirección a la orilla del lago.

El sol se hallaba ya en lo alto y brillaba con fuerza, reflejado en la superficie del estanque. Amerotke oteó más allá de sus aguas y pudo distinguir los jirones de humo gris que surgían aún de entre los árboles. El viento estaba cargado del olor a madera quemada y a algo más, como a aceite que hirviera en un caldero. El magistrado se echó la capucha de la estola blanca de lino y se protegió los ojos con su sombra. Tenía doloridas las piernas y el estómago algo estragado tras el banquete de palacio. Aquella mañana había querido enseñar a Curfay algunos secretos del tañido del laúd y examinar los peces exóticos que había comprado Norfret para el estanque ornamental de la casa.

—Todo un misterio —repitió Asural.

—Lo sé; lo sé. —Amerotke se humedeció los labios—. Vamos, Shufoy. Tú sabes gobernar una batea, ¿no es cierto, Asural?

Cuando subieron a la embarcación, ésta comenzó a mecerse de un modo peligroso a un lado y a otro, pero el jefe de los alguaciles le dio un empujón y la guió expertamente. El olor a quemado que los recibió al llegar a la isla era repugnante. Los sirvientes seguían pululando por allí, murmurando en voz baja ante la atenta mirada de los hombres de Asural. El interior del pabellón estaba destruido por completo. La mayor parte del maderamen se había derrumbado hacia el interior, y algunas piezas seguían en ascuas entre el humo. Los criados trataban de apartarlas, caminando con cautela por evitar las chispas que saltaban de cuando en cuando, hasta que el humo los hacía arrojar las pértigas y salir de allí tosiendo.

—Están buscando lo que haya podido quedar del cadáver de Ruah —indicó Asural.

—¿Estás seguro de que ha muerto aquí dentro? —preguntó el juez.

—Al menos, no está en ningún otro sitio.

Amerotke sonrió compungido. Se detuvo ante una vasija de agua, se humedeció la boca y el rostro, improvisó una máscara con la estola y subió los escalones.

—¡Les he dicho que tengan cuidado! —gritó Asural.

El incendio había alcanzado tal intensidad que el pabellón se había consumido con todo lo que tenía en su interior, reducido a cenizas hasta el punto de que resultaba difícil determinar qué había sido un cofre, una silla o una mesa. El juez se alejó. Asural había localizado ya al siervo de la víctima, que no había dejado de sollozar. Tenía los ojos rojos y apenas era capaz de expresarse con coherencia. Sin embargo, Amerotke logró saber lo que había sucedido mediante una serie de preguntas formuladas con mucho tacto.

—Lo han asesinado, ¿verdad? —preguntó el esclavo entre gemidos.

—Creo que sí —respondió el juez—. Si te he entendido bien, el general acababa de entrar en el pabellón cuando se declaró el incendio. Sospecho que lo mataron de inmediato. Un fuego de tal intensidad debe de haber sido intencionado.

—Pero ¿cómo? —quiso saber Asural.

Amerotke se dio la vuelta para contemplar los restos humeantes.

—La vigilancia de la isleta comenzó con la llegada del general Ruah —declaró—, y el asesino debía de haber entrado antes. Lo más seguro es que escalase el muro del jardín y cruzara el lago a nado. Cualquiera de mis hijos podría hacerlo sin dificultad, así que eso no tiene por qué ser un obstáculo para un hombre hecho y derecho, y menos para un soldado aguerrido.

—¿Y cómo ha escapado?

—Mira a tu alrededor y dime una cosa: ¿puedes distinguir a un hombre de otro?

Asural comprendió. Los sirvientes llevaban sencillas túnicas blancas ribeteadas de rojo que llegaban poco más abajo de la rodilla.

—Todo esto debía de estar sumido en la confusión —prosiguió el magistrado—. Imagínate: el pabellón está en llamas y el general ha desaparecido. Algunos de los criados hacen lo posible por apagar el fuego, en tanto que para otros es más importante encontrar a su señor…

—Y aún hubo otros —terció Shufoy— que subieron a las bateas para dar la alarma en la casa.

—Y eso es precisamente lo que hizo el asesino —concluyó Amerotke.

Estaba a punto de seguir cuando oyó gritar a los que despejaban el pabellón. Asural corrió hacia ellos.

—Es el cadáver del general Ruah —gritó—, o lo que queda de él.

Unos criados llevaron sábanas y otros, con las manos enfundadas en gruesos guantes de jardinero, recogieron los restos destrozados de la víctima y los colocaron dentro de las telas con gran cuidado, entre tremendos gritos y gemidos de lamentación. Entonces llevaron el cuerpo carbonizado a donde estaba Amerotke.

—Aceite. —Uno de los sirvientes que había estado en el pabellón se quitó la máscara con que se había cubierto la nariz y la boca—. Mi señor juez, el lugar tiene un fuerte olor a aceite.

El magistrado señaló el brutal hundimiento que presentaba el cráneo ennegrecido.

—El general Ruah ha muerto a manos del mismo asesino que ha empapado su cuerpo en aceite. —Con un manotazo, apartó las moscas que volaban alrededor—. El que ha convertido todo esto en un infierno.

Colocó una mano en la calavera y pudo comprobar que aún estaba caliente. Con el dedo trazó un
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el signo de la vida eterna. Oyó gritos en la otra orilla, y al volverse pudo vislumbrar la figura de Karnac y de sus compañeros, que se habían congregado cerca del amarradero de madera. Encargó a Asural la supervisión de un registro más detenido aún del lugar de los hechos y cruzó el lago junto con Shufoy.

Las Panteras del Mediodía se habían situado bajo la sombra de un sicómoro añoso y sentado en el suelo. Nebámum se hallaba justo detrás de su amo, quien tenía el semblante pétreo de costumbre. Heti y Turo, por su parte, estaban tan agitados como Nebámum y arrancaban briznas de hierba sin apartar la mirada de la isleta.

—¿Dónde está el general Peshedu? —inquirió Amerotke al tiempo que se sentaba.

—Aún no lo sabe —espetó Karnac sin dejar de escrutarlo con sus ojos negros—. Sale a cazar al río por las mañanas, pero ya le he enviado un mensajero.

—Os dije que tuvieseis cuidado —advirtió el juez, y fijando la mirada en la de aquellos tercos veteranos, preguntó tratando de eliminar de su voz todo atisbo de provocación—: ¿Os creéis invulnerables por el simple hecho de ser Panteras del Mediodía?

—¿Qué está haciendo éste aquí? —Karnac señaló con ademán insolente a Shufoy, que se hallaba de pie detrás de Amerotke—. He oído hablar de tu deforme criado, pero ¿podemos confiar en el?

El magistrado oyó resoplar a su sirviente y levantó la mano.

—Yo respondo por él. Le confiaría mi propia vida. El problema, general Karnac, es que uno de vosotros no es digno de confianza.

—¡Eso es ridículo! —respondió el militar.

—He puesto al asesino el nombre de Adorador de Set —prosiguió—, porque es el verdadero hijo del dios. Alguien ha entrado en la propiedad del general Ruah poco antes del amanecer y ha atravesado el lago a nado hasta llegar a aquella isla. Tras esperar al general Ruah en el pabellón, lo ha asesinado de un golpe en la cabeza y ha incendiado la construcción y el cadáver de su víctima. Los embalsamadores van a tener grandes dificultades para prepararlo para su viaje a los campos de los bendecidos. ¿No veis lo que está pasando? —insistió Amerotke—. Vuestros compañeros no sólo han sido asesinados, sino que han muerto desfigurados de manera deliberada, privados a un tiempo de la vida y de una muerte digna.

Karnac permaneció inmutable. Nebámum y los demás hicieron más patente su inquietud.

—Debéis armaros —los siguió instando el juez—, convertir vuestras mansiones en fortalezas. No vayáis a ningún sitio solos. Os lo vuelvo a preguntar: ¿existe entre vosotros algún agravio que se haya podido volver en vuestra contra?

La mirada perpleja de los veteranos fue la única respuesta que recibió Amerotke. Cerró los ojos. El sol comenzaba a apretar. Haciendo caso omiso del ave que cantaba en el árbol a cuya sombra se habían resguardado, de las abejas que zumbaban en los macizos cercanos, de los gritos de los sirvientes y del chapoteo del agua, trató de concentrarse. Apenas audible, arrastrado por el viento, se elevó un himno de lamento mientras trasladaban a su mansión los restos del general Ruah:

¡Oh Anubis, dios de la ultratumba!

¡Bendita sea tu larga sombra

bajo la que han de caer todas las almas!

¡Bendito tu rostro oculto

que toda alma contemplará!

¡Benditas tus sacras manos

que pesarán las almas de todos los hombres!

Amerotke abrió los ojos.

—¡Bendito sea el gran señor Anubis! Si continúan estos asesinatos, señores míos, os aseguro que antes de que transcurra una semana se oirán lamentos similares en cada una de vuestras mansiones. —Unió las manos en ademán de súplica—. Os ruego que reflexionéis. Estoy aquí para protegeros.

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