Los verdugos de Set (31 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los verdugos de Set
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—¡Mi señor juez!

Sin hacer caso alguno a la llamada de Valu, alzó la vista hacia el fulgurante cielo azul. Entonces barajó la posibilidad de que aquella joven que odiaba a su padre y a todo lo que tuviese que ver con su vida castrense fuera en realidad la responsable de los asesinatos. A fin de cuentas, Neshratta tenía una voluntad férrea y no carecía de ingenio. Bien pudo atacar a Nebámum en aquel callejón, colarse en la Capilla Roja o atravesar a nado el lago de Ruah. Cabía incluso la posibilidad de que fuese ella, con una toga negra y capucha, el misterioso arquero que los había atacado poco antes. Acababa de reconocer que podía entrar en la casa y salir de ella siempre que se le antojase. Tal vez mató a Ipúmer porque se había cansado de él, pero ¿por qué acabar con la vida de Balet y Ruah? ¿Quizás antiguas rencillas? Detestaba a su padre y se alegró cuando se malograron las negociaciones en torno a su matrimonio con Karnac. Pero ¿por qué? Amerotke dio media vuelta y caminó sin prisa hasta su asiento.

—Señora mía, cuando te reunías con tu amante en la habitación que hay sobre la tienda del lamparero o en la arboleda en plena noche, ¿de qué es de lo que solía hablar Ipúmer?

—De lo que siempre hablan los hombres: de lo bueno que era. ¡Cuan viril! ¡Cuan inteligente! ¡Cuan ducho en el amor! Al principio me deleitaba su conversación. Su arrogancia y su estupidez eran tan grandes que incluso llegó a hablar de nuestro futuro común y de lo que diría a mi padre a la hora de pedir mi mano. Yo le decía que no fuese insensato.

—Por ende —señaló Valu tamborileando con los dedos en el regazo—, debió ser un golpe tremendo para él el que decidieras rechazarlo.

—Claro que sí.

—¿Te amenazó?; ¿te hizo chantaje?

—Por supuesto —respondió ella con acritud—. Me reí en su cara. ¿Cómo iba a chantajearme? ¿Amenazando con decírselo a mi padre, que lo sabía todo?

—De cualquier modo, siguió viniendo.

—Claro que sí, mi señor Valu, estaba persuadido de que cambiaría de opinión.

«No tenías motivo alguno para envenenar a Ipúmer —pensó Amerotke—, porque no te importaba en lo más mínimo.»

Sentada en su silla, Neshratta se entretenía tirando de un hilo suelto de su toga.

—Las amenazas de Ipúmer —declaró el juez— te divertían, ¿no es así?

La joven levantó la cabeza y le guiñó un ojo.

—Por supuesto, podían servirme para avergonzar a mi padre.

—Volvamos a Ipúmer. ¿No te reveló nada de su pasado?

—Muy poco, aparte de sus fanfarronadas: que había sido escriba, que sus padres estaban muertos y que había venido a Tebas buscando fortuna.

—Pero hubisteis de hablar por fuerza de otros asuntos. A la postre, él trabajaba en la Casa de la Guerra y tu padre es un general muy conocido.

—Sí, sí. Hablaba de las Panteras del Mediodía —afirmó en tono de mofa—. ¿Qué opinión te merecen, mi señor Amerotke? Supongo que eres consciente de la antipatía que te profesa mi padre. Le molestan muchísimo tus intrusiones, y los demás piensan igual. Están convencidos de que la divina Hatasu —casi escupió las palabras— no debía haber permitido que el caso de la muerte de Ipúmer se llevase a la Sala de las Dos Verdades.

—Pero ellos no están por encima de la ley.

—Pues están persuadidos de lo contrario. —Se echó hacia delante—. ¿Puedo contarte algo, mi señor Amerotke? Abominan la idea de estar gobernados por una mujer.

El magistrado hizo caso omiso de la honda inspiración de Valu. Neshratta estaba hablando de un posible caso de traición.

—Lo sabías, ¿verdad? —abrió los ojos con un gesto bufo—. ¿Karnac y sus compañeros, obligados a humillar la cabeza ante Hatasu y besar su hermoso pie? El respaldo que le prestaron cuando llegó a la Casa de la Adoración fue más bien tibio.

—Ocurrió con varias secciones del Ejército —repuso el magistrado bruscamente—, pero la divina acabó por demostrarles que era tan buena en la guerra como su padre.

—Sí, claro. Y por eso salvó su precioso cuello. Nunca se había conocido una victoria semejante frente a Mitanni. Con todo, no han dejado de sentir antipatía por ella.

—Son súbditos leales —rebatió Valu.

—Hum… —Neshratta meneó la cabeza para indicar que aquel aserto no era del todo exacto—. Tampoco son el grupo de hermanos que fingen ser. He oído sus discusiones. ¿Sabéis? Cada mes cenan en casa de uno de ellos. En estas ocasiones corre el vino y las lenguas se animan. Habéis oído hablar de la leyenda, ¿no es así?

Amerotke meneó la cabeza.

—Mi señora, ¿qué tiene que ver todo eso con Ipúmer?

—Mucho. —Agitó una mano—. Existe una leyenda relativa a los cálices de alacrán que trajeron del campamento de los hicsos. Cuando muera papá, el suyo regresará al templo de Set. Sin embargo, existe una profecía que asegura que todas las copas se reunirán para ser entregadas de nuevo al faraón cuando reine una mujer poderosa en Tebas.

—Nunca había oído tal cosa.

—Tal vez no, pero Ipúmer trabajaba de escriba en la Casa de la Guerra y, por tanto, conocía la predicción. ¿Sabías que el general Karnac quería poner fin a la tradición?; ¿y que tras la muerte de Balet llegaron incluso a pensar que la divina Hatasu tenía algo que ver?

El magistrado hizo cuanto pudo por ocultar su sorpresa y su enojo. Eso explicaba el interés que se había tomado la reina-faraón por aquel caso. Si no cesaban las muertes, el dedo de la sospecha la señalaría a ella y se soltarían las lenguas siempre listas de los sacerdotes. «¿Por qué se ha permitido a estos héroes de Tebas vivir y morir dignamente durante los reinados del abuelo, el padre y el hermanastro de Hatasu —preguntarían—, y en cuanto ella sube al poder empiezan a producirse sus horribles muertes?»

—¿Cómo sabes todo eso? —inquirió Amerotke.

—Ipúmer vio ciertas cartas, informes confidenciales. Mi gallardo escriba era bastante curioso. Según parece, el general Karnac escribió a la divina para solicitar que se devolviesen los cálices a las familias de los héroes.

—Y supongo que Ipúmer leyó también la respuesta de la divina.

—Más que la suya, la de su amante, el mampostero Senenmut.

—¡Cuida tu lengua! —le espetó Valu en tono severo. Neshratta hizo un mohín.

—¿Por qué, mi señor Valu? ¿Me voy a meter en líos? —echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—¿Habló alguna vez Ipúmer de las Panteras del Mediodía o las gestas del regimiento de Set?

—Sí, en una ocasión dijo que sus hazañas se fundamentaban en la muerte de una mujer.

—¿Les guardaba rencor?

—A veces hablaba en tono de burla, pero no pasaba de ahí. No era ningún espía ni un enemigo de la divina. Ipúmer era un hombre dedicado a sus placeres. Era un mono al que gustan las travesuras. Me habló de Shishnak, el sacerdote de la Capilla Roja, y de cómo acostumbraba brindar a su esposa a los visitantes en calidad de sierva. También me refirió que no era ningún secreto que algunos de nuestros grandes héroes aceptaban de buen grado sus ofrecimientos. Mi padre era uno de ellos.

»En fin, mi señor. —Neshratta se pasó los dedos por la frente—. Ya no puedo decirte nada más. Ipúmer me amó, yo coqueteé con él y él murió.

Amerotke tenía la sensación de que aquella joven los estaba haciendo andar en círculos. No hay mejor mentira que la que lleva mezclada una buena dosis de verdad. A él le correspondía la labor de separar el grano de la paja. Miró de soslayo a Valu para comprobar que los ojos y los oídos del faraón no estaban menos perplejos que él.

—Mi señor fiscal —declaró Neshratta—, estoy considerando la idea de apelar directamente a la reina-faraón. Tal vez esté demostrado que Ipúmer viniese aquí y se reuniese con una mujer de esta casa; sin embargo, no hay prueba alguna de que esa mujer fuera yo, ni de que lo besase o le hiciera comer o beber el veneno. Él tenía más amigos en Tebas. ¿Cómo sabemos que no visitó a Intef, el médico, o a… —se detuvo para morderse el labio— la viuda Felima?

Amerotke no albergaba la menor duda de que había estado a punto de tachar a Felima de ramera, pero se había contenido en el último instante, y no pudo menos de preguntarse de dónde venía el rencor que le profesaba.

—¿Llegaste a conocer a Felima? —le preguntó repentinamente.

—No.

—¿Ni al médico?

—¿Por qué debía conocerlos?

El juez se puso en pie.

—Señora mía —indicó en tono amable— ¿te importa dejarnos solos por un momento?

—Con mucho gusto —respondió ella.

Neshratta se levantó, hizo una reverencia y salió por la puerta que desembocaba en el jardín.

Valu exhaló un sonoro suspiro.

—No vamos a tener más remedio que declarar nula la causa. Esta mozuela descarada tiene la lengua tan afilada como la de una cobra. No podemos relacionarla con la muerte de Ipúmer. Ella misma ha reconocido que le era indiferente que el escriba viviera o muriese. No parece estar interesada en otra cosa que en deshonrar a su padre.

—Está mintiendo —declaró Amerotke—. Nada de lo que ha dicho puede demostrarse. Por lo que sabemos —y aquí bajó la voz—, podría haber sido ella quien trajo a Ipúmer a Tebas. ¿Qué mejor modo de humillar a Peshedu y al resto que entregarse al hijo de su mayor enemigo? Por otra parte, lo que dice no carece de lógica: Ipúmer era un joven atractivo con un pico de oro. Estuvo visitando esta casa durante casi un año, por lo que una de las sirvientas pudo haberse sentido atraída por él. Ipúmer pudo haber aceptado tal ofrecimiento, lo que dio a Neshratta una oportunidad inmejorable para espiar a su antiguo amante.

—Ya veremos —señaló Valu con voz irritable—. Mi señor Amerotke, vamos a repasar los testimonios con que contamos. Vuelve a llamar a la doncella.

El magistrado salió al vergel. Neshratta se hallaba sentada bajo una pérgola cubierta de flores, y accedió de inmediato a su petición. Así, pues, se hizo comparecer a la joven criada, y Amerotke se sentó a observar mientras Valu la interrogaba. La muchacha parecía aterrorizada, aunque se ciñó a lo que había declarado ante el tribunal. De nada sirvieron sobornos, engatusamientos y amenazas: su señora no salió del dormitorio en toda la noche. Había recibido la visita de su hermana menor, quien, asustada por una pesadilla, le pidió dormir con ella. La doncella había abierto la puerta y la volvió a cerrar con llave tras comprobar que Neshratta dormía profundamente en el lado de la cama más cercano a la puerta. Valu se rindió e hizo salir a la muchacha.

—¿Algo más?

—Ha llegado el momento de hablar con la señora Vemsit y la hermana de Neshratta, Jeay.

Neshratta volvió a mostrarse de acuerdo, pero cuando estaba a punto de ir a buscarlas el chambelán llamó a la puerta y entró de manera precipitada para anunciar la llegada del general Karnac.

C
APÍTULO
X

E
l general Peshedu iba a morir. Él no lo sabía, y tal vez fue ésa la razón por la que le concedieron los dioses un breve período de felicidad antes de que su
ka
emprendiera el tortuoso camino hacia poniente. No había nada que más deleitase al general que ponerse una sencilla túnica y sandalias y salir a cazar sobre un esquife en la parte más solitaria del Nilo. La embarcación era ancha y tenía la línea de flotación alta. La impulsaba con suavidad su criado, que manejaba los remos sentado en la proa. Peshedu se hallaba de pie en el centro, rodeado de redes, cestos de caza y bumeranes curvos y planos de madera en los que podían leerse plegarias a Set, Osiris y los otros dioses que debían bendecir sus empresas. Peshedu había disfrutado de la mañana. El esquife había recorrido una distancia considerable desde que salieron de la ciudad hasta llegar a su lugar favorito, situado frente a las ruinas del templo de Bes. El relajante silencio que reinaba en aquella zona tan sólo había sido roto por el rugido ocasional de los hipopótamos que se hallaban escondidos en la espesura de los papiros, los sonidos del agua y algún que otro chapoteo de los cocodrilos. Éstos abandonaban el Nilo para descansar en la orilla o, cuando subía la temperatura, reptar hasta la sombra de los sauces.

Peshedu recordó los días de la infancia. Su padre solía llevarlo allí y enseñarle a usar el delgado bumerán. Tenían incluso un gato amaestrado para recuperar las aves abatidas. El general cerró los ojos rememorando aquellos largos días de sol. A decir verdad, prefería la quietud y la armonía de la juventud a la gloriosa turbulencia de la edad adulta. Asió con fuerza el arma y se protegió los ojos del sol. Debía haberse dirigido a la orilla y buscar un lugar en el que refugiarse; sin embargo, allí era feliz, lejos de su gemebunda esposa, los callados reproches de sus camaradas y, sobre todo, de aquella temible arpía, aquella hija sin corazón que era Neshratta. No había nada que Peshedu maldijese tanto como el día en que nació ella. Habían estado enfrentados desde que era una niña, una mocosa obstinada y rebelde, siempre dispuesta a reírse de sus logros. Las glorias del regimiento de Set, los triunfos de las Panteras del Mediodía no significaban nada para ella. Incluso cuando comenzó sus cursos demostró no ser más que una carga. No hacía más que coquetear con unos y con otros y poner ojos de cierva a todo joven incompetente con el que se topaba. Karnac habría sabido pararle los pies. La habría hecho rendirse, pero, claro está, se interpusieron aquel descomunal escándalo, la humillación, las promesas de mantenerlo en secreto y, para colmo de males, el canalla de Ipúmer. Peshedu agitó los brazos para apartar las moscas que volaban a su alrededor, deseoso de darse un festín con las piezas cobradas.

—¿Amo?

El sirviente lo sacó de su ensimismamiento para llamarle la atención con el dedo hacia una espesa mata de papiros de gran altura que crecían sobre el agua y cuyas plumosas ramas se mecían por la acción de la leve brisa. A Peshedu le parecieron una especie de bosque flotante.

—¿Qué es? —le espetó el general.

—¿Nos acercamos?

Peshedu accedió y se aseguró de tener los pies bien firmes sobre el suelo del esquife, fabricado con hojas de papiro fuertemente atadas. Vio elevarse una nube de aves de marisma. Centró su atención en una de ellas; perseguía a las mariposas de gran tamaño que revoloteaban sobre las ondeantes ramas de la vegetación hasta que la distrajo otra ave de pico largo y puntiagudo que investigaba la corola de una flor.

—Me pregunto qué las habrá espantado, amo.

—Probablemente, una comadreja —respondió él con un gruñido.

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