—Mi señora, no te aflijas. Lo que nos has revelado no se repetirá en tribunal alguno ni se tomará por escrito en ningún documento. ¿Estás preocupada por tu esposo?
Vemsit volvió a levantar la mirada. Las lágrimas habían convertido el kohl en líneas negras que bajaban por el colorete de sus mejillas.
—Regresará enseguida —la confortó—, y necesita encontrarte radiante. Ahora, desearía ver a Jeay, la menor de tus hijas.
—Ella es inocente —declaró la mujer entre sollozos.
—Lo sé, pero tenemos que interrogarla.
Vemsit resopló antes de levantarse y salir de la habitación como haría un sonámbulo.
—Te lo he dicho —susurró Valu—. La conversación de los sirvientes puede llegar a ser más valiosa que las perlas. Tú la crees, ¿verdad, mi señor Amerotke?
—¡Que los dioses la protejan! Creo que no es más que una mujer que trata de esconderse de su familia.
El juez guardó silencio al ver abrirse la puerta. Jeay era diferente de su madre y su hermana. Era una muchacha esbelta y tierna que llevaba el cabello recogido en la nuca con una cinta. Tenía unos ojos tan grandes como expresivos y un semblante dulce. El modo en que se movía le recordó a Amerotke una delicada cierva. En lugar de revelar temor alguno, miró con ojos firmes a ambos funcionarios. No llevaba puesto más que una toga y un brazalete de oro en la muñeca. Sus dedos no llevaban anillos.
—Te llamas Jeay, ¿no es así?
—Sí, mi señor.
—¿Y qué edad tienes?
—Catorce años, mi señor.
—¿Quieres a tu madre?
El juez recibió una leve sonrisa por toda respuesta.
—¿Y a mi señor Peshedu?
La sonrisa se esfumó.
—¿Y a tu hermana, Neshratta?
La sonrisa se hizo deslumbrante. Amerotke no necesitó más contestación.
—Neshratta es muy valiente —musitó—. Siempre me protege de papá, comparte conmigo sus joyas y me escucha. No es tan terca como parece. Lo que pasa es que la han herido. —Se mordió el labio como si hubiese dicho más de lo que debía.
—¿La han herido? —inquirió Amerotke.
—No es nada, sólo cosas del corazón.
—¿Amaba a Ipúmer?
—No; le parecía interesante. Yo diría que lo que más le interesaba era enfadar a papá.
Lo manifestó con tanta calma que Amerotke no pudo evitar reír.
—¿Salía para encontrarse con él en la ciudad?
—A veces, cuando íbamos de compras.
—¿Y por la noche?
—También a veces. Sin embargo, llegó un momento en que comenzó a decir que Ipúmer la aburría y que se estaba convirtiendo en un fastidio. En ocasiones parecía preocupada.
—¿Preocupada?
—Sí, y no sé por qué. Se cansó de Ipúmer y no le hacían gracia sus amenazas.
—¿Viste tú alguna vez a Ipúmer? —preguntó Valu.
—A veces, cuando iba con Neshratta a la ciudad. Nos encontrábamos en alguna pequeña vinatería lejos de miradas indiscretas.
—¿Y de qué hablaban?
—No lo sé. Ellos se sentaban en el jardín, bajo los árboles, y yo fingía ir a ver los peces o las flores. Cuando él se marchaba, Neshratta y yo seguíamos comprando.
—¿Y la noche que vino aquí? —preguntó Valu—. Tu hermana está acusada de haberlo envenenado.
—Ella no pudo haber sido. —El rostro de Jeay adoptó la misma expresión obstinada de Neshratta—. Tuve una pesadilla en la que salían del pantano un gigantesco murciélago rojo y un hombre cocodrilo que se colaban en el jardín. Me desperté gritando. Papá no estaba, y mamá… bueno… —Se encogió de hombros de un modo encantador—. Así que me dirigí al dormitorio de Neshratta. La fámula estaba fuera, dormida en un diván. Abrí la puerta y me metí dentro.
—¿Qué hora sería?
—Aún no era medianoche. Mi hermana es muy amable, y me dejó meterme con ella en la cama. Estuvimos hablando un rato y me dormí, aunque no profundamente: pude darme cuenta de que la doncella abría la puerta de vez en cuando para comprobar que todo estuviese en orden.
—¿Y tu hermana no salió en ningún momento?
—No, mi señor. De haberlo hecho, yo lo habría notado: no podía conciliar un sueño profundo porque me dolía el estómago.
Valu se llevó la mano al vientre como si la sola mención de tal dolencia despertase la suya.
—Eso es todo lo que sé. —Los miró con sentimiento—. Y, mis señores, no puedo hablar de lo que desconozco.
Amerotke interrogó a Valu con la mirada, y el fiscal meneó la cabeza.
—¿Hablaba tu hermana de Ipúmer? ¿Sabes algo del escriba?
Entonces fue ella quien hizo el vigoroso gesto de cabeza.
—Muy bien.
El magistrado la dejó marchar y permaneció sentado en silencio con el fiscal durante unos instantes.
—La divina está en lo cierto —murmuró este último—. Podemos sospechar cuanto queramos de la dama Neshratta, pero no hay manera de demostrar nada. No existen pruebas suficientes para condenarla por el asesinato de Ipúmer, aunque todos estarán convencidos de por vida de su culpabilidad.
Desde su asiento, el juez observó el jardín. Desconcertado, perplejo, se levantó y caminó hasta la puerta, donde pidió al chambelán que hiciese llamar a Shufoy.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Valu.
—Voy a ir a la Sala de los Archivos y a la Casa de la Guerra. —El magistrado se rascó la cabeza—. Quiero descubrir todo lo que me sea posible acerca de las Panteras del Mediodía e Ipúmer. Ya hemos interrogado bastante. Parecemos perros que se husmean el rabo, y así no llegamos a ninguna parte. ¡Ah, Shufoy!
El enano llegó a la sala con andares muy poco garbosos y miró enfurecido a su amo.
—Llevo esperando un buen rato, y ni siquiera me han ofrecido nada de comer o beber.
—Y tienes aspecto de haber estado muriéndote de hambre —bromeó Amerotke—. Tengo una misión para ti: quiero que vayas a donde vive el basurero del barrio de los Perfumes.
—¿Por qué?
—Si te esperas, te lo explicaré. Han quemado hasta los cimientos las casas de Intef y Felima de forma deliberada. Eso quiere decir que el asesino debe de estar tratando de destruir algo, y quiero que averigües si lo ha encontrado el basurero. ¿Llevas mi sello?
Shufoy asintió con la cabeza.
—¿Algo en particular, señor?
—Lo sabrás cuando lo descubras. También quiero que vayas al despacho de mi señor fiscal, la Casa de los Ojos y los Oídos del Faraón —añadió con cierto tono sarcástico—. Revisa otra vez los efectos personales de Ipúmer, haz una lista de ellos y mira detenidamente si hay algo que te llame la atención.
—De poco va a servir, pero… —De pronto, el fiscal se levantó con una mano en el vientre—. He de atender a la llamada de la naturaleza, mi señor Amerotke. Debo aliviar estos calambres. Me veo convertido, como siempre, en el humilde siervo de mis propias tripas.
Valu se alejó andando como un pato y agitando la mano que llevaba libre.
—He visto algo extraño —susurró el hombrecillo una vez que el fiscal hubo cerrado la puerta—. Estaba en el vestíbulo cuando he visto pasar a mi lado a la dama Neshratta. Iba muy deprisa y parecía haber estado llorando, aunque no estoy seguro.
—La dama Neshratta —le confió el magistrado— es la clave de todo este misterio: no me cabe la menor duda. Ve, Shufoy. Y si te topas a mi señor Valu, pregúntale si recuerda algo sospechoso en relación con la viuda Felima o el médico Intef.
Una vez solo, Amerotke recorrió la sala con la mirada. Tanta riqueza, tantas comodidades… y tanta miseria. Distraído, se preguntó dónde estaría Peshedu. Recordó las pinturas que había visto en la Capilla Roja del templo de Set y deseó que ninguna de ellas recogiese los detalles de ningún otro asesinato. Entonces salió al corredor.
—¿Se va mi señor juez? —preguntó el chambelán.
—Mi señor juez no tardará en marcharse. —Amerotke le sonrió—. Pero antes me gustaría visitar el dormitorio de la dama Neshratta.
Su interlocutor frunció el ceño.
—Quiero inspeccionarla —declaró el juez.
El chambelán lo condujo al interior de la casa y lo hizo subir una escalera que él llamó «de las Panteras». A Amerotke no le costó saber por qué tenía ese nombre: la pared estaba cubierta de escenas de caza en las que se representaba a un oficial del regimiento de Set enfrentándose con denuedo a felinos de aspecto ferocísimo. La galería en la que desembocaban los escalones era de madera pulida. El magistrado paró mientes en que se hallaban en un ala del edificio. El dormitorio de la dama Neshratta se encontraba más adelante, y tenía ante él un sencillo camastro de caña.
El chambelán abrió la puerta. El interior no carecía de belleza, era amplio y estaba bien oreado. En el centro tenía un inmenso lecho con cuatro columnas, y en torno a éste, elegantes mesillas, escabeles y cómodas. El dosel contaba con un entramado de colgaduras de lino blanco que le proporcionaba frescor al tiempo que lo protegía de moscas y demás insectos. También había sillones y banquil os, mesas y un aguamanil para asearse. En un rincón había asimismo un abanico de plumas de avestruz de gran tamaño. Amerotke observó que la insignia del regimiento de Set se había tomado como motivo reiterado de decoración, y entendió las protestas de Neshratta.
Dejó al chambelán esperando en el umbral y rodeó la cama. En el muro más alejado había dos ventanales: uno de ellos tenía por postigo una serie de paneles de vivos colores, en tanto que el otro disponía de una celosía colocada con gran esmero. El magistrado la asió y comprobó con qué facilidad podía retirarse. Sin hacer caso del grito sofocado del chambelán, colocó el enrejado en el suelo y se asomó al exterior. A la izquierda vio dos grandes clavos ornamentales de bronce forjado embutidos en la pared en los que Neshratta debía de haber colocado la escalera de cuerda que, con toda probabilidad, guardaba en el cofre de grandes proporciones que había bajo el lecho. La caída sería equivalente a la altura de dos hombres. Abajo se extendía un pequeño jardín amurallado rodeado de arbustos. Siguiendo con la mirada el sendero que atravesaba el césped, encontró un pequeño portillo practicado en el muro. Satisfecho, volvió a colocar la celosía y regresó junto al chambelán, no sin percatarse del crujido que su paso producía en las planchas de madera que conformaban el suelo.
Salió de la casa tan perplejo como cuando había llegado, y durante unos instantes se detuvo a la sombra de la puerta de entrada. No había duda de que Ipúmer había acudido a aquella casa la noche de su muerte. Había llegado hasta aquella puerta y se había reunido con alguien. Pero ¿con quién? Neshratta no había salido de su dormitorio; Amerotke la creía, al menos en lo referente a este punto concreto. Sin embargo, ésta era sólo una parte del misterio.
Apoyado en la madera del portillo, observó las barcas de pesca que flotaban en el Nilo y se preguntó si descubriría alguna vez la verdad. Hasta que no resolviese el asesinato de Ipúmer, todo lo demás seguiría sumido en sombras. Levantó la vista al cielo y se protegió los ojos del sol. Ansiaba estar en su hogar, disfrutar la amplitud de su jardín y enseñar tal vez a los niños a pescar. Entonces recordó la Casa de la Muerte, las almas de aquellos cadáveres destrozados exigiendo una justicia que no podía esperar mucho tiempo.
Amerotke se sentó con las piernas cruzadas en los cojines del templo de Maat y apoyó la espalda en el agradable frescor del muro. Se había quitado las sandalias y se había purificado lavándose pies y manos y mojando sus labios en la pila de agua bendita. A sus oídos llegaba el débil sonido de los sirvientes del templo mientras lo disponían todo para el sacrificio vespertino. La Sala de las Dos Verdades se hallaba desierta a excepción de los criados encargados de cambiar las flores de los jarrones y de los demás recipientes.
El magistrado fijó la vista en las vigas de madera de cedro ribeteadas con pintura de plata y oro y volvió a mirar el mural de Maat. Lanzó un suspiro al recordar la infructuosa visita a la Sala de los Archivos. Los escribas, claro está, se acordaban de Ipúmer, pero no pudieron decirle nada que ya no supiera: un joven industrioso con algún que otro defecto y muy concienzudo. El escriba mayor se mostró más preocupado por el joven Hepel, a quien no habían visto en el trabajo, en su vivienda ni en los alrededores de la ciudad.
Amerotke estaba convencido de que había muerto. El Adorador de Set había eliminado a todo aquel que pudiese suponer un peligro para él y demostrar la existencia de alguna vinculación entre Ipúmer y él. Hepel, Lamna, Felima, Intef…: todos habían sido asesinados para impedir que hablasen o presentasen alguna prueba. Al menos había descubierto algo: según pudo colegir por el Libro de los Registros, Ipúmer había demostrado tener un gran interés hacia el regimiento de Set y en las Panteras del Mediodía. Le constaba que había retirado sus documentos. Aseguraba haberse sentido siempre fascinado por su historia. Sin embargo, con el transcurso de los meses, el interés que sentía por ellos parecía haber declinado de un modo abrupto. Aparte de eso, no había nada más que fuese digno de mención.
Amerotke se sobresaltó cuando llamaron a la puerta.
—¡Adelante!
Shufoy y Prenhoe tenían un aspecto cansado y abatido. Al entrar se arrodillaron, se purificaron frotándose con agua bendita, se quitaron las sandalias y se apoyaron en la puerta.
—Ha sido una pérdida de tiempo, mi señor.
Prenhoe vació el contenido de su zurrón en el suelo.
—En primer lugar, los efectos personales de Ipúmer. —Cogió un anillo y se lo lanzó a Amerotke.
—Esto es probablemente de Neshratta —declaró al reconocer las dos serpientes enroscadas con un pequeño diamante en el centro—. Hoy llevaba uno muy similar. Debió de dárselo a Ipúmer como prueba de su amor. ¿Algo más?
Shufoy le lanzó algo haciéndolo deslizarse sobre la brillante superficie del suelo. Amerotke lo recogió; parecía un broche dañado por el fuego.
—El basurero descubrió esto en casa de Felima.
El magistrado lo acercó a la luz.
—Son dos gacelas —anunció—. ¿No es ése el sello de mi señor Peshedu? El mismo emblema que aparece en las puertas de la casa.
—Tal vez sea, éste también, de Ipúmer.
El magistrado lo volvió a dejar en el suelo, y Shufoy se acercó con algunos trozos de papiro.
—En la casa de Intef no había nada, pero en la de Felima encontré esto. Tenía un buen número de polvos y pociones. Mi señor Valu cree que vendía afrodisíacos.
Amerotke los analizó: no eran más que listas de sustancias manchadas por el fuego. Las dejó asimismo en el suelo.