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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (40 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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El magistrado recorrió con la mirada la sala del tribunal. Shufoy, Prenhoe, el director del gabinete y Asural habían regresado a sus puestos. Se habían retirado los cojines de Neshratta y Jeay, y nada más que una mancha en el suelo recordaba el infortunado percance al que acababan de asistir. De cualquier modo, la atmósfera había cambiado. Ni Hatasu ni Senenmut, ni siquiera Amerotke, dominaban ya el proceso: todos los ojos estaban puestos en Nebámum.

—Tú la amabas, ¿no es verdad? —comenzó a preguntar el magistrado con voz suave.

—La amaba, mi señor juez. Desde la primera vez que la vi. Soy el criado de mi señor Karnac, y una vez lo quise. —Su voz se hizo más firme—. También soy miembro de las Panteras del Mediodía y del regimiento de Set Estaba presente en la muerte de Merseguer, y fui el único que recibió una herida grave.

—Sin embargo, acabó por curarse, ¿no es así? Hasta hace dos años cuando empezaste a fingir que había empeorado como parte del plan de venganza que tramabas junto con Neshratta. ¿Quién iba a sospechar de humilde Nebámum, que apenas podía caminar con facilidad?

El sirviente se sonrió como si Amerotke hubiese dicho algo divertido

—Solía ir a su casa —casi estaba hablando consigo mismo—, la casa di la Gacela Dorada, para llevarle mensajes de mi señor Karnac: pequeños regalos. Mi señor Peshedu nunca estaba allí; parecía más interesado en la muchacha del templo, su
heset,
aquel a con la que más tiempo pasaba. Si esposa, la dama Vemsit —de nuevo asomó la sonrisa—, tenía sus propios intereses. No: como bien has dicho, mi señor juez, nadie sospechaba de Nebámum. Comenzamos a hablar y nuestras manos se tocaban. Neshratta se burlaba siempre de las Panteras del Mediodía y del proceder grandilocuente de su padre. Lo que en un principio no pasaba de ser una débil Uami no tardó en convertirse en un violento incendio. Empezamos a encontrarnos en secreto en la ciudad o en los alrededores de su casa, de noche. Nadie sabía nada, y un año antes de la llegada de Ipúmer a Tebas, Neshratta me reveló que estaba embarazada.

—¿Por qué no me lo dijiste? —le espetó Karnac.

Nebámum hizo un mohín.

—¿De qué habría servido, mi señor? ¿He de recordarte la ira que te invadió cuando lo supiste? Prometiste castigar del modo más espantoso posible a la dama Neshratta y a quienquiera que fuese responsable de su gravidez.

—Pensaste que lo mejor era esperar, ¿no es así? —inquirió Amerotke— Si no hubiesen truncado su gestación, una vez que se hubiera hecho evidente su estado nadie habría estado dispuesto a pedir su mano en toda Tebas.

Nebámum no dejaba de asentir con enérgicos movimientos de cabeza

—Supongo que tenías pensado esperar doce meses más antes de pedí a Neshratta en matrimonio.

—Sí, mi señor; eso habíamos planeado. Mi señor Karnac no habría tardado en olvidarla: en realidad, le importan muy pocas cosas. Y lo mismo puede decirse de mi señor Peshedu. Sin embargo —su voz se tornó burlona—, se reunieron, como siempre, para beber y fanfarronear, y entre copa y copa floreció entre ellos la conciencia de sentirse afrentados del mismo modo que la mala hierba en el fango del Nilo. No sé si recuerdas, mi señor Karnac —observó al tiempo que se volvía para mirarlo a la cara—, que yo estaba presente. Recomendé actuar con tolerancia, cautela y compasión, mas pude comprobar que era demasiado tarde.

—Sí —intervino Heti—, algunos debimos haberte hecho caso.

—¡Jamás! —bramó Nebámum con el rostro aún vuelto—. Mi señor Amerotke tiene razón; puedo verlo en sus ojos. Sois asesinos natos. Vuestro honor había quedado mancillado, y necesitabais una compensación. ¿Y qué es lo que sabía el pobre Nebámum de estos asuntos? A mí, que nunca os había pedido nada, ni siquiera se me consultó. —El declarante miró a Amerotke—. Quise advertir a Neshratta, hasta que me apercibí de la ominosa verdad. Llevaba varios días sin verla. Estaba presente cuando trataban de aquel asunto, pero lo que tardé en entender era que no estaban hablando de lo que pensaban hacer, sino de lo que ya habían hecho. Luego ¡era demasiado tarde!

—Cuando la sacaron a hurtadillas de su casa no estabas delante, ¿verdad? —preguntó Amerotke—. Ni tampoco cuando, drogada y amordazada, la llevaron a la casa de la alcahueta Felima para que la hiciese abortar.

El magistrado se volvió en dirección a los ojos y los oídos del faraón, quien apenas daba crédito a lo que estaba ocurriendo.

—Un delito execrable, ¿no, mi señor?

—Nefando —convino Valu—. Sólo quienes consienten tal operación pueden someterse a ella.

—Ese hecho por sí solo hubo de revolverte el alma, ¿no es cierto, Nebámum? Que te hubiesen excluido a ti, que habías participado en todo aquel asunto.

—Dos días después de que sucediera —repuso el sirviente—, fui a ver a la dama Neshratta. Estaba muy débil, y la estaba asistiendo en secreto ese engendro de Intef. Había perdido el hijo, suyo y mío. En voz baja me confió que, como consecuencia del daño que le habían hecho en las entrañas, nunca podría volver a concebir. Entonces juré, con mi mano sobre su frente, que no cejaría hasta ejecutar la más terrible de las venganzas. —Dicho esto, miró a Hatasu con aire insolente—. No creas que no pasó por mi cabeza el apelar a tu justicia, divina señora; mas debes recordar que yo me hallaba presente cuando ellos te aceptaron. —Tendió la mano con los dedos doblados—. Te abrazaron con tanta fuerza como abrazaron a tu hermano y a tu padre. ¿Quién iba a atreverse a reprender a las ilustres Panteras del Mediodía? Una vez descubierto el que llamaban «pecado» de Neshratta y frustrado su compromiso matrimonial con Karnac, debía actuar con más prudencia. Me reuní con ella por la noche y le aseguré que planearía la caída de todos ellos. Su alma había muerto con nuestro hijo, de modo que accedió.

—Entonces fuiste a la Capilla Roja, ¿verdad? —preguntó el magistrado—. Observaste las numerosas pinturas murales que describían las grandes gestas de las Panteras y comenzaste con la primera, el origen de toda su gloria: la ejecución de Merseguer.

—Decidí atacarlos donde más daño sabía que iba a hacer —asintió Nebámum—. Cuando saqueamos el campamento de los hicsos, topé con algunos de los medallones propiedad de la bruja. También descubrí algunos documentos relativos a su familia en Avaris, y guardé unos y otros como meros recuerdos de la ocasión. Nunca pude imaginar cuan útiles acabarían por resultarme, y cuando caí en la cuenta, lo tomé como una señal de que el dios Set aprobaba mi plan. Envié los medallones a cada uno de nuestros osados guerreros, incluido Kamón. Neshratta dijo que todos habían estado presentes cuando la llevaron a la casa de aquella bruja, Felima.

—¿E Ipúmer?

—Eso fue lo más fácil. Según los documentos, Merseguer se había amancebado con un capitán de los hicsos y había dado a luz a un hijo. De hecho fueron dos: al menor no logré encontrarlo, pero sí que di con Ipúmer. Alquilé aquella habitación de la calle de las Lámparas de Aceite, compré la máscara de Horus, una túnica y una capa, y descubrí que podía moverme con facilidad por las calles de la Necrópolis. Mi amo no llegó a echarme de menos, toda vez que se servía de su fiel Nebámum para ir de un lado a otro, haciendo recados por la ciudad. Fingí que la herida de la pierna había vuelto a importunarme, y para eso compré las botas. Con todo, lo más importante fue encontrar a Ipúmer.

—Eres un hombre bastante rico, ¿no?

—Por supuesto. Mi amo es pródigo con sus caballos, sus perros y su sirviente. Empleé esas riquezas para traer a Ipúmer a Tebas. Fui a ver a Kamón, un anciano pobre de espíritu y aún más pobre de mente. Le confié mi secreto y le hice jurar que lo guardaría. Entonces le pregunté si estaba dispuesto a hacerme un gran favor. Él, por supuesto, mordió el anzuelo de inmediato: tan arrogante como sus compañeros, estuvo encantado de poder emplear su influencia para hacer algo por el pobre Nebámum.

—Ipúmer, claro está, quedó impresionado.

—Claro que sí. Lo traje a Tebas. Me reuní con él en la calle de las Lámparas de Aceite y le hablé de su ascenso. También lo informé de que quería usarlo para atacar a las Panteras del Mediodía, los hombres que habían matado a su madre.

—¿Y Felima e Intef? ¿Descubriste su negocio secreto?

—Por supuesto. —Se rascó el cuello y se limpió el sudor—. Visité a Felima con una bolsa de oro en una mano y la espada en la otra. Fui disfrazado y a altas horas de la noche. Le dije que sabía todo acerca de sus prácticas secretas y la amenacé con presentar cierta información a mi señor Valu, los ojos y los oídos del faraón, si no seguía mis instrucciones. Como la criatura nocturna que era, se mostró asustada y codiciosa. Le dije que la visitaría un joven al que debía tratar muy bien, lo que no supuso para ella ningún problema: Felima era lasciva como una cabra en celo, y el escriba era un joven agradable. No nombré a Intef en ningún momento, aunque ordené a la viuda que buscase alojamiento a Ipúmer en la casa de Lamna. A Intef le di instrucciones de actuar en calidad de médico de éste. La amenacé y también le ofrecí dinero. Ella no conocía mi plan. Al escriba le pareció agradable y muy dispuesta a colaborar.

—¿Por qué no actuaste tú mismo, como hiciste al final? —lo interrumpió Valu.

—Pretendía permanecer en la sombra, mi señor, y dejar a Ipúmer todo el peso de la culpa.

—¿Y no protestó?

—Al principio, sí; sin embargo, a esas alturas se encontraba atrapado, al menos durante un tiempo. Le hice saber que a las autoridades no les haría ninguna gracia tener en la Casa de la Guerra a un descendiente de Merseguer y de un príncipe de los hicsos. No les costaría suponer que se trataba de un espía de los enemigos de Egipto. Por aquel entonces, claro está, ya había completado su primera misión: fue a ver al general Kamón y lo ayudó a viajar hacia el remoto horizonte con la ayuda de cierta cantidad de vino envenenado. En tanto que lugarteniente de confianza del general Karnac, visité la Casa de la Guerra y eliminé, cuando se me presentó la oportunidad, todos los documentos relativos a su nombramiento que se guardaban en los archivos. Ipúmer se mostró entonces sumiso y ávido de colaborar.

—¿Y la dama Neshratta? —preguntó Amerotke.

—Para entonces sabía ya lo que yo estaba haciendo y, la verdad sea dicha, se regocijaba con ello. Ipúmer, sin embargo, demostró no ser el hombre que yo esperaba. Apenas albergaba deseos de venganza o sed de sangre. En uno de nuestros encuentros secretos, le anuncié cuál sería su siguiente misión, una vez muerto Kamón: la ruina y la vergüenza de mi señor Peshedu. En primer lugar, habría de conquistar a su hija; así que lo dispuse todo para que se conociesen en una de las celebraciones del regimiento.

—¿Y Neshratta se prestó a yacer con un hombre al que ni siquiera conocía?

—No conocías a la dama Neshratta. —Nebámum se detuvo—. No la conocías. Nunca se entregó a Ipúmer, por más que él se preciase de lo contrario. Más bien jugó con él como hace el gato con el ratón.

—Durante el proceso se leyeron sus cartas, los poemas amatorios que envió al escriba. En realidad, iban dirigidas a ti; ¿me equivoco?

Nebámum sonrió a modo de respuesta.

—Neshratta se convirtió así en la comidilla de toda Tebas.

—Peshedu montó en cólera, e Ipúmer hizo otro tanto —contestó el declarante—. Entonces le sugerí que centrase su atención en la
heset
a la que tanto amaba Peshedu. Él quedó así más conforme.

—¿Y qué fue lo que se torció? —preguntó el juez—. ¿O prefieres que te lo diga yo? Ipúmer, cansado de los juegos de Neshratta, sedujo a la
heset
y, para aliviar su frustración, recurrió a la hermana pequeña de aquél a. Tú fuiste quien asesinó a la
heset,
¿no es así?

Nebámum hizo un mohín.

—Con Ipúmer me equivoqué. Con las damas, eso sí, tenía un gran éxito. Conquistó a la concubina del general Peshedu, aunque seguía enfurecido con Neshratta. Estaba convencido de que se estaba burlando de él, y comenzó a hablar de venganza. Le advertí que no se acercara a Jeay; la propia Neshratta estaba muy preocupada por su hermana.

—No obstante, Ipúmer se tornó irascible y amenazante.

—Sí; amenazó con buscar a mi señor Karnac para confesárselo todo. Le diría que ignoraba que el vino estuviese envenenado, por lo que no era responsable de la muerte de Kamón. También le aseguraría que sus intenciones para con la dama Neshratta habían sido en todo momento honrosas y que había actuado siempre siguiendo órdenes mías.

—Pero él desconocía tu identidad, ¿no?

—Mi señor —observó Nebámum en tono burlón. Se hallaba más relajado, y estaba tan lleno de odio que parecía no darse cuenta de dónde estaba o de quién lo estaba viendo y escuchando—. Si Ipúmer hubiese cumplido sus amenazas, mi propia ruina no habría tardado en llegar. Por otra parte, el escriba insinuó que Neshratta era mi cómplice y que entre los dos no queríamos otra cosa que ponerlo en ridículo.

—¿Por qué asesinaste a la
heset?
¿Había estado fanfarroneando Ipúmer con ella y le había revelado más de la cuenta?

—Sí. Me encontré con ella en una salceda cercana al Nilo. No tuve más remedio que matarla. La golpeé con una maza y la lancé maniatada al agua. Lo dispuse todo de manera que pareciese la víctima de un sacrificio de los hicsos.

—¿Sabías que estaba embarazada?, ¿que llevaba en su vientre al hijo de quienquiera que la hubiese fecundado?

Sólo entonces asomó al rostro del declarante un gesto de preocupación o dolor.

—No, no lo sabía —murmuró—. La culpa de todo la tuvo Ipúmer. Neshratta y yo llegamos a la conclusión de que habíamos elegido mal; además, ella estaba preocupada por su hermana. Teníamos que actuar sin demora. Le dije a ella que comprase el veneno. En un primer momento no surtió demasiado efecto: impregnamos con él la copa, pero…

—Sea como fuere, lo cierto es que al final funcionó —declaró Amerotke—, y ahora Ipúmer está muerto. Peshedu tenía las manos atadas: había perdido a su concubina y no podía protestar. Por otra parte, su hija había mancillado su nombre. Podía representar el papel de padre indignado, aunque tampoco pensaba poner trabas a Ipúmer si pedía la mano de Neshratta. El que estuviese dispuesto a concedérsela a aquel advenedizo después de haber interferido en tu amor sincero por ella debió de hacerte montar en cólera, ¿no es cierto?

—Peshedu era un ser desalmado —se justificó Nebámum—. Ipúmer tenía que morir. Yo había cometido dos errores: traerlo de Avaris y no haberlo matado antes.

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