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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (38 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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—Iban a conceder tu mano al general Karnac, ¿no es cierto? Pero entonces cesaron las menstruaciones, y tu padre lo supo todo. El general Peshedu montó en cólera, al igual que sus compañeros. ¿Estoy mintiendo, mi señor Heti?; ¿mi señor Turo?; ¿mi señor Karnac?

Los tres veteranos daban muestras de una clara turbación. Karnac torció el labio, aunque Amerotke percibió que el más débil era Heti, quien se hallaba sentado sobre sus talones, con los hombros encorvados, y rehuía la mirada del juez.

—Un aborto forzado es un crimen terrible —prosiguió éste—; con todo, el que la hija de una de las Panteras del Mediodía quedase embarazada y se negara a revelar a su padre el nombré de su amante secreto… ¿Te drogaron, mi señora Neshratta? Sospecho que sí. Luego, estos valientes te sacaron del lecho en plena noche para llevarte a casa de la viuda Felima, quien colaboraba con el médico. Oficialmente vendía afrodisíacos, filtros de amor. En secreto, empero, se dedicaba a practicar abortos con los polvos y las pociones que le proporcionaba Intef. Actuaba en nombre de éste y guiada por él. Después de todo, un médico culpable de practicar abortos forzados podría enfrentarse a una muerte tan horrible como la que amenaza a tu hermana. La operación se llevó a cabo de noche, tras lo cual volvieron a llevarte, aún drogada, a casa de tu padre. Antes de que esto ocurriera no lo amabas, pero a partir de entonces tu odio se desbordó y comenzó a clamar venganza. Respóndeme, mi señora, a la siguiente pregunta: ¿tuviste un aborto?

—¡No tienes ninguna prueba! —contestó ella tragando con dificultad—. Tampoco puedes demostrar que mi hermana se reuniese con Ipúmer en plena oscuridad.

—Sí que puedo. —Dicho esto, abrió en el suelo, a su lado, la bolsita que llevaba y sacó los trozos de papiro, el sello quemado y el anillo que había encontrado Shufoy entre los efectos personales de Ipúmer.

—¿Ésas son tus pruebas? —se mofó Neshratta.

—Sí. —Dando unos golpecitos en los pedazos de papiro, Amerotke declaró—: Éstos son los polvos que usó Felima para purgar tu cuerpo. Esto —señaló el sello a medio quemar— pertenecía, creo, a tu padre. Es de suponer que pagó a Felima sus servicios; ella debió de exigir alguna garantía de que no la procesarían, pues, al cabo, tu padre era un hombre poderosísimo. Lo más seguro es que pagase en piedras preciosas o con un teben de plata y oro. Asimismo, hubo de darle una carta que lo comprometiera y a la que añadió este sello. Sin embargo, esto… —Amerotke tomó el anillo—. ¿Has visto esto? Son dos serpientes de plata enroscadas con una gema en el centro. ¿Tienes tú un anillo como éste?

Neshratta alargó la mano con los dedos extendidos.

—¡Claro que sí!

—Lo hicieron especialmente para ti, ¿verdad? El general Peshedu no compraba baratijas del mercado, sino que encargaba anillos y brazaletes hechos a mano para las mujeres de su casa. Compró uno para ti y otro para tu hermana. De hecho, éste es de Jeay. —Lo hizo deslizarse por el suelo en dirección a las dos jóvenes—. Pruébatelo, Neshratta.

—¡Haz lo que se te ha ordenado! —gritó Senenmut al ver que ella no parecía muy dispuesta a obedecer.

Sin poder ocultar un ligero temblor en las manos, la joven trató de encajárselo a la fuerza en el dedo anular; no obstante, el aro era demasiado pequeño.

—No vas a poder —aseveró el magistrado—. Ahora, dáselo a tu hermana.

Jeay, que aún daba la impresión de estar en trance, obedeció de inmediato y el anillo se ajustó a la perfección. Entonces levantó la mano y clavó la mirada en la joya.

—¿Por qué iba a tener Ipúmer el anillo de tu hermana? —preguntó Amerotke—. Mi señora Neshratta, de nada servirá que mientas, puedo enviar a mis sirvientes a preguntar a todos y cada uno de los orfebres de la ciudad. Uno de ellos reconocerá su trabajo, vendrá a prestar declaración ante este tribunal bajo solemne juramento y reconocerá haber hecho los anillos expresamente para las dos hijas del general Peshedu.

Jeay hundió el rostro entre las manos y comenzó a sollozar.

—Ignoro en qué se basaba la verdadera relación existente entre tu hermana e Ipúmer —observó—, pero sé que el escriba era codicioso y tendente a la vanagloria. Dio a Jeay una prueba de su amor y le pidió otra a cambio. Ésa es la única explicación posible.

Neshratta se mojó los labios secos y lanzó una fugaz mirada a las Panteras del Mediodía.

—Yo… —balbució—. Yo…

—¡Díselo! —Jeay retiró las manos de su rostro—. Neshratta, ¿no te das cuenta de que lo sabe todo?

—¡Cállate! —le espetó la hermana. Trató de aferrarle la muñeca, pero Jeay se zafó.

—¡Yo no sabía todo eso! —la menor miró aterrorizada a Amerotke—. No me habían contado nada acerca del aborto. Sé que mi hermana estuvo enferma durante un tiempo, que no salía de su dormitorio y que papá estaba muy furioso. Sospechaba que Neshratta había tenido un amante antes de conocer a Ipúmer, alguien que venía a casa de noche…

De nuevo trató Neshratta de agarrarle el brazo, y una vez más Jeay logró evitarla.

—Mi señora Neshratta —medió el magistrado—, contente o te haré maniatar.

—Jeay, mi hermana, está diciendo la verdad. —La joven se había decidido por fin—. Ipúmer era bien parecido y locuaz; además, yo estaba deseando provocar a mi padre. Sin embargo, no tardé en cansarme de él. Cuando nos veíamos, se dedicaba a protestar y trataba de causarme celos coqueteando con Jeay.

—¿Y la noche de su muerte? —Amerotke volvió a la carga.

—Es verdad que salí del dormitorio —declaró Jeay—, pero no sabía nada del veneno.

—Adelántate. —El magistrado reforzó la orden con un gesto.

Como si estuviese deseando alejarse de su hermana, la pequeña obedeció, tomó el cojín y se ahinojó frente a él.

—Ipúmer te sedujo, ¿no es así?

Ella asintió.

—¿Has vivido siempre a la sombra de tu hermana?

El juez recibió idéntica respuesta.

—¿Y cuando ella se cansó de él…?

—Él galanteó conmigo —susurró con los ojos llenos de lágrimas—. Rogué a mi hermana que me ayudase, y ella me aseguró que podía hacer lo que quisiera.

—Por supuesto —la tranquilizó Amerotke—. Neshratta odiaba de tal modo a vuestro padre que habría hecho cualquier cosa para vengarse de él, incluido utilizarte a ti.

Se dio la vuelta para toser, y al hacerlo, lanzó un rápido vistazo a quien sospechaba que era el Adorador de Set. Entonces se arrodilló y dejó las manos en el regazo con la cabeza ligeramente inclinada. «No, no tienes intención de intervenir —pensó—. Lo más seguro es que te estés preguntando cuánto sé.»

—Sí. —Amerotke acarició con los dedos el rostro de la muchacha—. No eres más que una niña inocente, y no tienes nada que temer de mí siempre que digas la verdad. Ipúmer solía ir a vuestra casa de noche. A veces salías de tu propia habitación; con todo, eso podía levantar sospechas, por lo que fingías tener pesadillas. Tu hermana mayor, por supuesto, se mostraba dispuesta a ayudar. Una vez caída la noche, poco antes de que tú te fueses al lecho, Neshratta llevaba al lugar en que te reunías con Ipúmer una bandeja con copas y comida para tu cita secreta. Lo que tú no sabías era que la copa de la que bebía él estaba impregnada de un veneno mortal…

—Pero, mi señor —lo interrumpió Valu—, ¿cómo podía saber la dama Neshratta que su hermana no bebería de la copa equivocada?

—No lo sé. —Los ojos del magistrado no se habían apartado en ningún momento de los de Jeay—. Pero tú sí.

—Yo… —asintió la niña— no puedo beber vino. Durante mi primera menstruación, los médicos me dijeron que mis humores reaccionaban de un modo violento. —Contuvo la respiración—. Sólo había una copa.

—En tal caso, tu hermana sabía que tú no corrías peligro alguno. Estoy seguro de que el médico de tu familia estaría dispuesto a confirmar lo que acabas de decir…

—Pero ¿no sospechaste nada? —terció de nuevo Valu—. En el transcurso de una de esas noches de diversión, Ipúmer debió de contarte que sufría violentos calambres en el estómago.

—Por supuesto —convino Amerotke—. Más recuerda, mi señor fiscal, que compartían la misma comida, en tanto que el escriba llevaba su propia bota de vino. Por eso él tampoco sospechó nada. ¿Estoy en lo cierto, pequeña? —El juez hacía cuanto estaba en su mano por hacer que Jeay no perdiese la calma.

—Sí, mi señor —susurró—. Me reunía con él por la noche. Neshratta dejaba en nuestro escondite secreto pan y fruta envueltos en un paño de lino y una copa que había comprado para tal propósito. Así, si algo se torcía, papá no sospecharía nada. Ipúmer traía siempre su propio vino.

—Como hacen los amantes: tú proporcionabas la comida, y él, el vino. Lo más seguro es que no se fiase de tu hermana ni de tu padre, de modo que la idea del veneno debió de rondar su cabeza. Posiblemente examinase la copa antes de llenarla de vino y beber de ella, pero no veía nada extraño. Al día siguiente comenzaba a notar los síntomas. Sin embargo, cuando os volvíais a ver, tú le asegurabas que no habías sufrido dolor alguno. ¿Por qué iba a sospechar nada? Los dos comíais de la misma comida, ¿no es verdad?

Jeay asintió.

—La copa contenía veneno, pero no el suficiente para acabar con él. Por eso no murió antes. Cualquier médico nos dirá que algunos tósigos se van acumulando en el organismo: era sólo cuestión de tiempo que tomase la dosis letal. Como cabe esperar, aquel a noche en concreto, tu hermana debió de ser más generosa con la dosis.

—¿Es que Ipúmer no examinaba a fondo la copa? —preguntó Valu.

—¿En plena oscuridad? El veneno empleado era insípido e inodoro, e Ipúmer tenía el estómago delicado. Dime, Jeay —dijo cogiendo su mano—, ¿Qué te contó Ipúmer acerca de tu hermana y él?

—Decía que una vez la amó, pero que ya no le importaba. —El labio inferior comenzó a temblarle—. Porque me había encontrado a mí.

—¿Compró él veneno? —inquirió Amerotke.

—Sí, sí; decía que era para asustar a mi hermana. La amenazó con suicidarse. También tomaba opiatos para calmar sus humores y su estómago.

—¿Y qué más te dijo de sí mismo?

—Se jactaba de tener sangre noble.

—¿Sólo? ¡Vamos, chiquilla! —la reprendió el juez.

—Ipúmer decía tener sangre de hicsos y amistades poderosas en Tebas, y se preciaba de saber mucho de mi hermana.

—¿Y tú pusiste a Neshratta al corriente de todo eso?

Jeay asintió.

—A veces —añadió—, Ipúmer me daba miedo.

—Naturalmente, y a tu hermana la asustaba más todavía. De hecho, el escriba firmó su propia sentencia de muerte. Él y Neshratta tenían mucho en común, y no me refiero sólo a su relación: la persona que lo trajo a Tebas fue la misma que dejó encinta a Neshratta. Ella tenía que defenderlo, igual que hizo ante mí al fingir ser el misterioso personaje que frecuentaba con la máscara de Horus la calle de las Lámparas de Aceite.

La Sala de las Dos Verdades quedó en silencio. El mismo Karnac tenía la boca abierta.

—Ipúmer debía morir —prosiguió el magistrado—, por muchas razones. La principal era que había que proteger al gran amor de Neshratta. Pequeña —señaló acompañando con un gesto sus palabras—, puedes regresar a tu sitio.

Jeay obedeció, y Amerotke se dio la vuelta para mirar de frente al general Karnac.

—Mi señor, tú eres un héroe de Tebas, el adalid de las Panteras del Mediodía, y has mantenido unido a este grupo de perínclitos tebanos; ¿me equivoco?

El caudillo clavó en él una mirada fría.

—Y cuando murió tu esposa consideraste que lo más apropiado era contraer matrimonio con la hija de uno de tus compañeros. Sin embargo, eres un hombre orgulloso, general Karnac, y cortejar a una mujer no debe de resultarte fácil. Montarías en cólera al saber que la mujer que habías elegido llevaba ya en sus entrañas al hijo de otro, ¿no es así? ¿Pensaste acaso en invocar las viejas leyes que imponían en estos casos la pena de muerte?

—Sí. ¡Estaba en mi derecho! —Karnac parecía estar escupiendo las palabras—. Estaba prometido, o casi, a la dama Neshratta. ¡Si su embarazo se hubiese hecho público, me habría convertido en el hazmerreír de toda la ciudad! ¡Habría sido un cornudo a los ojos de Tebas! —Aquel hombre arrogante parecía poseído por la ira—. Con todo, sentí lástima por Peshedu: era mi compañero de guerra. Así que no osé enfrentar a nuestras familias.

—¡Jamás mientras sea yo quien gobierna! —Hatasu intervino con actitud calmada, pero su voz sonó en toda la sala.

Karnac se reportó e hizo una reverencia en dirección al trono.

—Decidí conducirme con clemencia. Había actuado de buena fe; ¿por qué iba a dejar que me pusiesen en ridículo?

—Sin embargo, los esponsales no eran de dominio público, ¿o sí? —preguntó Senenmut.

—Cuando se descubrió la preñez de esta mujer, lo eran en gran medida.

—Me llamo Neshratta, ¡dama Neshratta!

Amerotke solicitó silencio con la mano en alto.

—Peshedu estaba avergonzado —prosiguió el cabecilla de las Panteras ignorando la interrupción—. La verecundia lo llevó a estudiar la ley escrita. —Dicho esto, señaló los libros y rollos que descansaban sobre la mesa, ante el Asiento de la Sentencia—. Puedo exigir que se me pague con sangre, ¡y con sangre quiero que se me pague!

—¿Con la muerte de un niño nonato? —preguntó Amerotke—. Así que convenciste a Peshedu para que drogase a su propia hija y la sacase de su casa; hiciste que la llevasen a casa de Felima. ¿Quién hizo el trabajo sucio?

El declarante miró hacia atrás sin expresión alguna en su rostro. Sus dos compañeros, Turo y Heti, parecían nerviosos, en tanto que Nebámum inclinaba la cabeza.

—Tu cólera, mi señor Karnac, debió de ser tremenda.

—No tanta como la de mi señor Peshedu.

—¿E Ipúmer? Cuando comenzó a cortejar a la que había sido tu prometida, debiste de protestar, ¿no es así? —Amerotke calló en espera de una respuesta—. Supongo —insistió al no recibirla— que Peshedu te ofreció ayuda o consejo. Tuviste que dirigirte a la Casa de la Guerra para tratar de descubrir qué hacer con el advenedizo.

—Sus archivos habían desaparecido; no quedaba rastro alguno. —El caudillo se golpeó un muslo con el puño—. Oí rumorear que el general Kamón era el responsable de su nombramiento, pero él había muerto poco después de favorecerlo.

—¿No pasó por tu cabeza la idea de matar a Ipúmer? —inquirió el juez—. A fin de cuentas, eres un hombre de guerra, un soldado con un elevado sentido de tu propia valía y de la de tus compañeros. Peshedu debió de exigir venganza o cualquier otro tipo de compensación, ¿no? —Calló unos instantes—. ¿Sabes, general Karnac? Creo que diste a Peshedu un buen consejo. ¡Un modo excelente de librarse de una hija problemática! Que se case con un pobre advenedizo. ¿Qué mejor que dejar que beba las heces de la amargura y la pobreza? Por eso Ipúmer no tenía nada que temer de tu parte. —Amerotke miró a Neshratta—. Estoy seguro de que tu padre protestó, señora mía; pero no demasiado. Actuó a las órdenes del general Karnac. Pensó de verdad que podrías prometerte con Ipúmer, y una vez que estuvieses fuera de su casa y lejos de su alcance, él podría lavarse las manos en lo que a ti respectaba. Entonces serías el problema de otro. A la postre, tenía aún otra hija, y a su entender, tú siempre habías sido un fastidio.

BOOK: Los verdugos de Set
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