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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (36 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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—No sé lo que ocurrió —repitió Sato—. Mi señora nunca me lo ha contado, pero creo que la hirieron. Su alma, su
ka,
parece haber empequeñecido desde entonces.

—Sé lo que le ocurrió a tu ama. —Amerotke sostuvo la mirada de la joven—. Y por esa razón vas a tener que alojarte aquí, en el templo, esta noche. Tengo trabajo que hacer; tal vez volvamos a hablar más adelante.

Llamó a Asural y le ordenó que la retuviera en el edificio bajo arresto. Entonces envió a un mensajero para informar a su esposa de que se quedaría en la ciudad y pidió a Shufoy que le improvisase una cama en aquel a habitación y le llevase un rollo de papiro y un cofre con cálamos y tinta.

—Deberías dormir —se quejó el hombrecillo.

—Ya tendré tiempo de eso —respondió él con una sonrisa—. Ahora, Prenhoe y tú tenéis que llevar un mensaje a la Casa del Millón de Años. La divina querrá estar informada. Y lo mismo cabe decir de mi señor Senenmut y de los ojos y oídos del faraón. Decid a mis sirvientes que preparen la Sala de las Dos Verdades.

—¿Por qué? —quiso saber Shufoy.

—Porque se va a impartir la justicia del faraón.

Dicho esto, se despidió de ellos y dispuso que se encendiesen más lámparas de aceite. Shufoy regresó con un rollo y cálamos que había tomado de los almacenes del templo. Prenhoe, por su parte, le entregó la transcripción del proceso. Amerotke se puso cómodo y desenrolló el papiro. Con los ojos cerrados, rezó una breve plegaria a Maat para que lo guiase hasta la verdad. Acto seguido dibujó seis columnas y escribió los nombres de Neshratta, Jeay, Karnac, Turo, Heti y Nebámum.

Pensó en la figura que visitó la calle de las Lámparas de Aceite con la máscara de Horus; en Ipúmer corriendo a casa; en el brutal asesinato de Intef y Felima; en las pinturas de la Capilla Roja. Sus labios dibujaron una sonrisa forzada cuando recordó haber visto una escena en la que los espías del regimiento de Set habían asesinado a un miembro de la nobleza de los hicsos con una víbora metida en un cofre.

—Yo soy el áspid del faraón —musitó—, y pienso clavar mis colmillos hasta el fondo y con gran rapidez.

Comenzó a confiar al papiro todo lo que había ido averiguando, todas sus sospechas. En determinado momento se atoró y sustituyó el pergamino por otro. A medida que desarrollaba su teoría tal como lo haría en el tribunal, comenzó a introducirse en la sutil mente del asesino, y no pudo menos de maravillarse en silencio de la intensa maldad del Adorador. Sin embargo, y a pesar de que por fin había logrado conocer el móvil de los asesinatos, seguía sin tener ninguna prueba real… a excepción de la propia Neshratta. Sí, ella y su hermana menor.

El alba había despuntado sobre Tebas, y el sol resurgía para brillar en la punta cubierta de oro de los obeliscos y derramar su luz a través de las puertas y ventanas de los templos. Despertó a heraldos y trompeteros para que los sacerdotes pudiesen adorar la gloria de Amón-Ra y, lo que era aún más importante, recibir a su faraón, que había decidido cruzar la ciudad en un majestuoso desfile.

A pesar de ser la hora novena, el sol lucía con fuerza y castigaba con sus rayos a los soldados de la Marina, cuyos cuerpos brillaban sudorosos mientras se aferraban a los largos remos de
La Gloria de Amón-Ra,
la espléndida embarcación real de recreo que surcaba las aguas del Nilo. La divina Hatasu, reina-faraón del Imperio, encarnación del Halcón Dorado, bienquista de Ra, hermana de Osiris, defensora de sus gentes y azote de sus enemigos, había decidido salir de la Casa de la Adoración para mostrar su rostro y su sonrisa al pueblo y recorrer de forma triunfal el río hasta llegar al gran amarradero cercano al templo de Isis. En una y otra ribera marchaban los selectos batallones de soldados de a pie pertenecientes al regimiento de Set, cuyos flancos estaban cubiertos, a su vez, por escuadrones de carros portadores de la insignia del águila. El aire cálido vibraba con el sonido de la música y los aplausos de la multitud, y se llenaba de los deliciosos perfumes que dispersaban plumas de avestruz tan grandes que casi envolvían a Hatasu. Ésta se hallaba sentada en un trono recubierto de oro colocado en el centro de la nave, con una expresión de divina serenidad.

Desde antes del amanecer, los guardianes del perfume, el tenedor de las sandalias reales y el chambelán del guardarropa imperial la habían ayudado a lavarse, ungirse con aceite y perfumar su cuerpo broncíneo, tan hermoso como ligero. Habían pintado sus párpados de verde oscuro, en tanto que el kohl negro realzaba su brillante mirada y protegía sus ojos de las partículas de arena que transportaba el aire. Tenía los labios pintados de carmín y la cabeza cubierta por una costosa peluca ungida con perfume y llena de joyas insertadas en sus diminutas trenzas. La portaba sujeta por medio de una cinta con una capa dorada a la que habían fijado la feroz cobra que defendía la presencia del faraón. En la parte alta del pecho llevaba un collar con gemas de la mejor calidad y un zafiro azul en el centro tal ado en forma de ojo de Horus. Vestía exquisitos ropajes de lino ribeteados en oro y el manto real o
nenes
sobre los hombros, abrochado con una cadena de plata. Sus pies iban enfundados en unas magníficas sandalias cerradas, fabricadas en material ostentoso y bordadas con hilo de plata. En las manos sostenía el báculo y el flagelo que simbolizaban el poder del faraón.

Hatasu estaba sentada, hierática. Siempre se aseguraba de que el trono estuviese bien acolchado por la zona del asiento y el respaldo, puesto que, tal como había referido entre risas a Senenmut antes de salir de palacio, a veces acababa con los músculos tan agarrotados que pensaba que nunca podría levantarse. Con todo, aquél ya no era momento de hilaridades ni bromas en la intimidad. El gentío había acudido en rebaño a contemplar al orgullo de los dioses, encarnación de la voluntad divina. De vez en cuando, la reina-faraón giraba apenas el rostro y sonreía, y la aclamación de su pueblo se hacía entonces más estentórea. Acto seguido, volvía a clavar la mirada en la prominente proa de la nave, que representaba un feroz dragón. Convenía que sus súbditos la viesen, y por eso había tenido en cuenta hasta el más mínimo detalle de aquel a parada imperial. La embarcación era la mejor de toda la nota real: tenía el casco recubierto de panes de oro, y los dos mástiles estaban protegidos por fajas de plata y decorados con gallardetes rojos y blancos que ondeaban al viento. En medio de ambos se erigía una capillita concebida para que el faraón pudiese conversar con su padre, el dios Amón-Ra. El pueblo no debía olvidar aquel día.

Hatasu sonrió satisfecha. Amerotke sabía bien cuál era su lugar en todo aquello: no sería él el encargado de dictar sentencia en lo referente a las Panteras del Mediodía. De hecho, el faraón iba a honrar al tribunal con su presencia. Él podría, a lo sumo, hacer preguntas, pero la decisión final recaería en manos de ella. La reina-faraón aferró con más fuerza el báculo y el flagelo al pensar en cuánto había anhelado aquel momento.

El mensajero de Amerotke había llegado de madrugada con un rollo cerrado con un sello especial que Hatasu se había apresurado a estudiar. Tanto la habían alegrado las nuevas que no había dudado en despertar a Senenmut y llenar sendas copas de vino para brindar con él y, durante un breve espacio, danzar desnuda ante su gran visir. La divina reina-faraón lanzó una fugaz mirada a su izquierda, donde se hallaba él, de pie, con una mano apoyada ligeramente en el respaldo del trono imperial. Senenmut, su gran visir y su amante, llevaba todas las joyas y demás accesorios propios de su cargo. Él también estaría presente cuando se dictase sentencia.

Hatasu reprimió su sonrisa al recordar al general Karnac. No soportaba la arrogancia de su mirada, la escalofriante mueca que adoptaban sus labios cuando sonreía y con la que dejaba claro que toleraba su autoridad, pero no la aceptaba. Aquel día, sin embargo, sería diferente: aquel día iba a tener oportunidad de conocer su justicia; se arrodillaría, besaría sus pies y habría de reconocer su poderío. ¿Por qué? Hatasu echó la cabeza hacia atrás de modo apenas perceptible para clavar la mirada en el cielo. Porque era más fuerte y más rápida; porque había nacido para gobernar y gozar de los favores divinos.

—Mi señora —susurró Senenmut—, mira a la derecha.

Hatasu, con un suspiro, hizo lo que le indicaba. Todos los ojos estaban pendientes de cualquier movimiento suyo, y ella debía dispensar su sonrisa a todos los que esperaban. El gentío más próximo a la orilla rompió a aplaudir con tal estruendo que casi ahogó los himnos de los sacerdotes y las sacerdotisas, el estrépito de los músicos y los sistros de las
heset
del templo.

La divina volvió a mirar al frente en el preciso instante en que la nave cambiaba de dirección y se disponía a atracar en el embarcadero. Los obeliscos rematados en oro y las columnatas rosadas del templo de su ciudad le dieron la bienvenida. Hatasu hizo un leve movimiento y elevó la cabeza en tanto un oficial de la embarcación de recreo imperial daba órdenes a voz en cuello. El muelle se aproximaba a gran velocidad, los remos salieron del agua y la nave se arrimó a su real amarradero. A bordo saltaron sirvientes de uniforme con largas pértigas que pasaron por las armellas que a tal efecto tenía el trono en ambos costados antes de engalanarlas con guirnaldas de flores. A cada lado se colocaron los portadores de las plumas de avestruz, con las que protegían del sol el rostro de la divina. Senenmut se cercioró de que todo estuviese en orden. Entonces se dieron órdenes, y los criados elevaron lentamente a Hatasu, sentada en su trono. Los porteadores, sin prisa y con sumo cuidado, bajaron la rampa y llevaron a su divina majestad al muelle. Ella tenía el rostro impasible, pero, tal como había confesado a Senenmut mientras yacían entrelazados en su enorme lecho de columnas, aquél era el momento que más temía.

—¿Te imaginas —le había preguntado entre risas— que dejasen caer al Nilo a la divina?

Se mordió el labio para contener las ganas de reír que le había provocado aquel recuerdo y miró a su alrededor. Las unidades del regimiento de Set estaban listas, lanza en mano, con tocado rojo y enorme escudo oblongo. También pudo columbrar a las Panteras del Mediodía, y se negó a girar el rostro hacia ellos: para eso, habrían de esperar. El cortejo emprendió la marcha precedido de un buen número de sacerdotes que echaban grandes nubes de incienso mediante braseros que hacían oscilar en el aire mientras las doncellas del templo esparcían pétalos impregnados en perfume ante el trono imperial. A cada lado de éste marchaban los miembros de la guardia personal de la reina; detrás, los coros de los diversos templos entonaban el salmo divino:

Magnífica eres, Hatasu,

gran gloria de Egipto.

Ojo divino,

que te has dignado mostrarnos tu rostro.

Se derriten como la cera nuestros corazones

y nuestros cuerpos cantan de placer.

Hemos bebido de tu sonrisa,

dulce vino del cielo…

El palanquín avanzó lento por la avenida de las Esfinges. A su paso, la multitud guardaba silencio prosternada. De vez en cuando, Hatasu se volvía para sonreír. Por fin pudo verse el templo de Maat. Pasaron por entre los colosales pilones, atravesaron la plaza bañada de sol y cubierta de flores y se detuvieron al pie de los escalones. En la parte alta esperaba Amerotke, de hinojos sobre un cojín, con el pectoral, los anillos y las ajorcas propios de su cargo. Levantó la cabeza al oír el estridente toque de trompeta que anunciaba la llegada de la divina.

«Pareces cansado», pensó Hatasu, y sonrió al magistrado y le guiñó un ojo. Los porteadores depositaron en el suelo el palanquín, en tanto que los cortesanos y chambelanes la ayudaron a bajar. Entonces se acercó un grupo de niñas que sembró los escalones de pétalos de rosa y santificó así las piedras que hollaría la reina-faraón. Ésta, a pesar del calor, subió con gran lentitud, tal como dictaba el ritual. Al llegar al estilóbato, Amerotke se apresuró a besar sus pies enfundados en sandalias. Hatasu alargó entonces la mano en un gesto de íntima amistad.

—Levántate, mi señor.

El magistrado obedeció. Tras asegurarse de que nadie podía verla, le dio un fugaz beso y dejó que él la precediese entre las columnas de la entrada hasta llegar al tribunal del faraón, la Sala de las Dos Verdades. Se había prohibido la asistencia de espectadores, y en los cojines que ocupaban habitualmente los escribas que tomaban acta de los procesos sólo podía verse al director del gabinete de Amerotke, Prenhoe y Shufoy. Los tres se postraron cuando Hatasu ocupó el Asiento de la Sentencia. Amerotke le acercó el escabel recubierto de plata.

—Me apetece beber vino —declaró y, tras un suspiro, añadió—: pero sólo cuando hayamos acabado con esto.

—No deberías hablar —musitó Senenmut, que se había acercado para colocarse en pie detrás de su asiento.

—¡Soy el faraón! —lanzó un bufido—. ¡Haré lo que me plazca!

Amerotke se arrodilló en el cojín situado ante el escabel imperial, de tal manera que daba la espalda a la reina-faraón. Con una rápida mirada a su izquierda comprobó que Shufoy y Prenhoe estaban medio dormidos. El director de su gabinete, pomposo como siempre, preparaba su bandeja de escritura. En el pequeño transepto porticado que se abría a su derecha se encontraban Karnac, Turo, Heti, Nebámum y, a cierta distancia de ellos, Neshratta, cogida de la mano de su hermana. Asural cerró las puertas de la sala y permaneció alerta con los brazos cruzados. No se había permitido la entrada a nadie más.

—¡El faraón ha hablado! —proclamó Senenmut—. Pronto pronunciará su sentencia. ¡Se abre la sesión!

Amerotke levantó las manos y recitó la breve oración ritual a Maat. Una vez concluida, miró a su derecha.

—Que se acerquen todos los que han sido convocados para oír la palabra del faraón.

Prenhoe y Shufoy se levantaron de un salto y dispusieron seis cojines en un semicírculo frente a Hatasu. Karnac y sus compañeros ocuparon los suyos, seguidos de Neshratta y Jeay, que se arrodillaron en los dos restantes. Todos hicieron las reverencias de rigor, tocando con la frente la brillante superficie del frío suelo. Hatasu los hizo esperar de manera deliberada antes de que Senenmut anunciara que podían mirar el rostro de la divina.

—Mi señora… —protestó Karnac sin hacer caso del siseo de desaprobación del director del gabinete—. Divina —se corrigió—, ¿para qué se nos ha convocado?

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