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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (8 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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—Mi señor —intervino Meretel, el abogado, levantando la mano—, la dama Neshratta había olvidado el detalle de la celosía. Sin embargo, ya hemos oído a los testigos. Su criada tiene un sueño ligero, y la retirada de una de estas estructuras para desplegar una escalera de cuerda sin duda la habría despertado. El suelo del jardín, por su parte, está blando, por lo que las sandalias y los pies de la acusada habrían quedado manchados de tierra. Además, lo más probable es que alguien la hubiese visto…

—¡Tonterías! —le espetó el fiscal—. La dama Neshratta pudo haberse lavado los pies y hacer otro tanto con sus sandalias, ¿no es cierto? En cuanto al testimonio de los sirvientes de la familia… —Valu hizo una mueca.

Los escribas, en particular Prenhoe, se afanaban por copiar todo cuanto se decía. Amerotke pensaba repasar de nuevo todos los testimonios y estudiarlos con detenimiento. Prenhoe levantó la cabeza con gesto desconsolado, y el juez apartó la mirada. ¡Él y sus sueños! Antes de la sesión, cuando se habían reunido en la pequeña capilla privada del magistrado situada detrás de la sala del tribunal, no había hecho otra cosa que hablar de lo que había soñado la noche anterior.

—Mi señor, yo estaba volando por encima de las Tierras Rojas, montado en el lomo de un enorme buitre de alas gruesas y llenas de plumas. Bajo mis pies cabalgaba con un estruendo atronador un carro revestido de electro de intenso color purpúreo y tirado por una cuadriga de caballos negros como la noche. El auriga vestía una armadura que yo no había visto jamás. A un chillido del buitre, levantó la cabeza. ¡Era un esqueleto, amo! La muerte conducía su carro en dirección a Tebas. ¡Se avecina el tiempo de Set, el de las grandes masacres!

Amerotke se había limitado a asentir con un gesto ausente al tiempo que se lavaba las manos con una mezcla de natrón y mirra.

—Yo también he tenido un sueño —había terciado Shufoy—. Me encontraba en una salceda a orillas del Nilo acompañado de dos beldades que no llevaban encima sino hermosos collares de zafiros, rubíes y otras gemas…

—Parece peligroso —le había interrumpido Prenhoe.

El magistrado no pudo evitar sonreír. Los sueños de Shufoy giraban siempre en torno a jovencitas. Amerotke no creía en el carácter profético de lo soñado, mas aquella mañana, mientras recorría la avenida de las Esfinges en dirección al espacio abierto que precedía al templo de Maat, había recibido de manos de un mensajero enviado por el señor Senenmut noticias del atroz asesinato cometido en el de Set. Allí se había hallado muerto al general Balet, uno de los más insignes héroes de Tebas. Tenía la cabeza totalmente aplastada por una maza de guerra, y le habían arrancado los ojos. Por otro lado, habían encontrado a una joven
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medio devorada por los cocodrilos, lo que lo llevaba a pensar que tal vez el sueño de Prenhoe no andaba demasiado descaminado.

—¿Mi señor Amerotke?

El magistrado salió de su ensimismamiento.

—Si mi señor juez está cansado… —comenzó a decir Valu en tono tranquilizador.

—¡Mi señor juez no está cansado! —repuso Amerotke.

—Tengo más testigos.

—¡No esperaba menos! Oigamos lo que tienen que decir.

El buhonero se puso en pie, hizo una reverencia y se dirigió a la parte posterior de la sala. Un joven escriba ocupó entonces su lugar. Con ademán nervioso, prestó juramento y purificó sus labios con la escudilla de natrón que le ofreció uno de los ujieres del tribunal.

—Mi nombre es Hepel —declaró—; soy escriba de la Casa de la Guerra y amigo, o más bien colega, de Ipúmer.

El testigo estaba muy intranquilo. A una señal de Amerotke, le tendieron un cuenco con agua del que el joven bebió con avidez.

—Dime —ordenó el juez—: ¿Cómo era ese amigo… ese colega Ipúmer? —Abarcó con un gesto toda la sala—. Aquí no veo parientes suyos de ningún tipo.

—Él era de Avaris, mi señor. Se había formado en sus escuelas y había llegado a Tebas con cartas de recomendación. Están guardadas en los archivos.

—¿Cómo era?

—Era un hombre solitario y muy reservado. —El declarante ponía todo su empeño en medir bien sus palabras—. Nunca dijo nada de su familia, ni lo visitó jamás nadie de Avaris.

—¿Y como escriba?

—Era bueno, mi señor: trabajaba con gran diligencia. También gustaba de rodearse de mujeres.

—¿Sin preferencias? —quiso saber el magistrado.

Hepel miró a Valu, quien asintió y lo invitó a continuar con un gesto.

—Visitaba con asiduidad el muelle, mi señor: los establecimientos de cerveza amarga y…

—¿Y los de cortesanas? —preguntó Amerotke.

—Sí, mi señor.

—¿Visitaba también a la dama Neshratta?

—Al principio no me dijo nada; sin embargo, acabó por confesar el profundo amor que le profesaba y las esperanzas que albergaba de hacerla su prometida. Ipúmer tenía grandes ambiciones y estaba convencido de que el hecho de emparentarse con una familia tan poderosa como la del general Peshedu lo haría medrar sobremodo. En ocasiones lo encontré escribiéndole cartas, y con frecuencia acudía al mercado para comprarle un regalo. Un día le pregunté cómo había topado con una mujer de tan alta cuna. Al parecer, la conoció en un banquete militar, y una cosa llevó consigo la otra.

—Y comenzaron a citarse en secreto —insistió Amerotke.

—Sí; de noche, cerca de la casa de la Gacela Dorada.

El magistrado acalló el murmullo de asombro.

—¿Dónde exactamente?

—En un pequeño sendero que bordea un costado de la casa, paralelo a un canal de riego procedente del río. Allí hay un portillo, e Ipúmer se jactaba de los encuentros que mantenía con ella en el exterior. Para tal ocasión, él llevaba un pellejo de vino y ella se encargaba de proporcionar las copas. Comían, bebían y… —Hepel se mordió un labio en ademán nervioso.

Valu dejó asomar a su rostro una sonrisa de satisfacción.

—Di al señor juez —musitó— cómo se las ingeniaba la dama Neshratta para reunirse con tu amigo.

Hepel llenó de aire sus pulmones.

—Según me refirió Ipúmer, una de las ventanas de su dormitorio estaba cubierta de una celosía de madera, y ella había engrasado con aceite sus bordes de modo que pudiese retirarla y volver a colocarla en su sitio sin demasiada dificultad y sin llamar la atención de nadie. También había impregnado la escalera de cuerda, y guardaba un par de sandalias y una capa escondidas abajo, tras un arbusto.

—En cuanto a la aventura… —intervino Amerotke.

—Ipúmer era un fanfarrón. —Con las mejillas encendidas, el escriba lanzó una mirada nerviosa al lugar en que se hallaba el general Peshedu.

—¿Dijo haber yacido con ella? —El magistrado volvió a la carga.

—Sí, mi señor.

Neshratta inclinó la cabeza. A pesar del leve temblor de sus hombros, cuando volvió a levantarla, Amerotke pudo ver en sus ojos una mirada de abierto desafío. Hubo de elevar la voz para hacer callar a la concurrencia, y Asural surgió amenazante de entre las sombras del fondo de la sala. Neshratta susurró algo apresuradamente al oído de Meretel, quien levantó las manos para indicar su voluntad de hablar.

—Mi señor, podemos rebatir la declaración de este testigo. Además, no tenemos otra cosa que su palabra: murmuraciones de mercado. No existe prueba alguna…

—Ya llegará tu turno —manifestó Amerotke—. Escucha, Hepel —dijo, resuelto a sacar el máximo partido posible de aquel testigo—: tú eras amigo de Ipúmer; ¿se quejó en alguna ocasión ante ti de dolores intestinales?

La sonrisa de Valu se desvaneció.

—Sí, mi señor.

—¿Cuándo?

—Tras sus encuentros con la dama Neshratta.

El tribunal contuvo la respiración.

—¿Estás seguro? ¿Y por qué no fue a ver a un médico?

—¡Pero si lo hizo, mi señor! Al que vivía cerca de su casa, el mismo que lo atendió antes de que muriera.

Amerotke apretó los labios con enojo: Intef había omitido en su declaración anterior cualquier referencia al respecto.

—¿Y qué dijo nuestro noble cirujano?

—Determinó que era un cólico provocado por algo que había comido.

—Con todo, Ipúmer debía de ser un hombre inteligente, y hubo de establecer una relación de causa y efecto, ¿no?

—Sí, mi señor. En ocasiones me confesó que sospechaba que la dama Neshratta pretendía envenenarlo.

—¿Y qué motivo podía llevarla a hacer tal cosa?

—¡Estaba harta de él!

El griterío de la sala se hizo mayor, por lo que Asural se vio obligado a recorrerla de un lado a otro a fin de exigir silencio para el juez del faraón.

—¡Sin embargo, no dudaba en regresar! —Amerotke jugueteó con el pectoral que pendía de su cuello—. Dime, Hepel: si vinieses a mi casa y, después de haber cenado conmigo dos veces, sintieras un agudo dolor en las tripas, ¿no sospecharías nada?

—De Amerotke nunca, mi señor.

El magistrado se sumó a la carcajada general, lo que ayudó al escriba a relajarse.

—¿Qué pudo llevarlo a pensar que Neshratta lo estaba envenenando? ¿Sabía Ipúmer que ella compraba veneno?

—Claro, mi señor: ella se lo contaba todo. De hecho, él… —Hepel se mordió el labio.

—Él… ¿qué?

—Él mismo compró en alguna ocasión.

La sonrisa se había esfumado del rostro de Valu. El mismo Amerotke se incorporó en su asiento.

—Me dijo —farfulló el declarante— que Neshratta había comprado el tósigo porque le resultaba útil a la hora de elaborar sus afeites, entre otras cosas. Ipúmer bromeó entonces con ella ante la idea de que estuviese tratando de envenenarlo. Según me contó, ella se limitó a reír.

—¿Por qué compró Ipúmer el veneno?

—Se tornó excitable. Decía que si Neshratta se negaba a casarse con él, se quitaría la vida y respondería por ello en el mundo de los muertos. De este modo, las manos de ella quedarían tintas en sangre.

Amerotke hizo un gesto de aprobación a Meretel, quien ardía en deseos de interrogar al testigo.

—¿Crees que Ipúmer habría sido capaz de quitarse la vida? —le preguntó.

—Es posible —respondió Hepel—. Por lo común era un hombre tranquilo, pero en lo tocante a la dama Neshratta podía llegar a convertirse en un ser muy irascible.

Amerotke bajó la mirada y la paseó por la sala del tribunal. Shufoy no perdía detalle de aquel relato de amor y asesinato, con la boca entreabierta y su desfigurado rostro ligeramente torcido a fin de oír mejor.

—Déjame preguntarte algo —prosiguió Meretel dispuesto a no desaprovechar la ventaja que se le brindaba—: ¿Crees posible que, consciente de que el amor de su vida había comprado veneno, Ipúmer recurriese a un hombre alacrán para obtener de él la misma sustancia?, ¿que, movido por el despecho, se envenenara a sí mismo con objeto de asegurarse de que Neshratta no podría contraer matrimonio con ningún otro hombre? ¿Puede ser que ansiase llevar el oprobio a su amada al obligarla a enfrentarse a la terrible acusación de ser una envenenadora, una asesina?

Hepel lanzó una mirada de angustia al fiscal, quien tenía la suya, glacial, perdida ante él.

—¡Responde! —lo exhortó Amerotke.

—Es posible, y…

El magistrado le hizo señas para que prosiguiera.

—Ipúmer tenía el estómago delicado, y a menudo se quejaba de retortijones.

—Meretel —dijo Amerotke, dispuesto a inclinar ligeramente la balanza—, parece que la dama Neshratta podía salir de su aposento sin ser notada.

La joven se había vuelto a componer, y a sus labios había aflorado una leve sonrisa.

—¡Imposible! —El abogado señaló al lugar en que se hallaba el señor Peshedu—. Según el propio testigo de mi señor fiscal, vieron a Ipúmer caminar cerca de un lateral de la casa poco después de la medianoche; antes de la hora primera, sin duda.

Amerotke miró a Prenhoe, quien confirmó lo dicho con un gesto.

—Tal vez desee mi señor interrogarla. Lo cierto es que poco antes de la medianoche se despertó la hermana de la acusada a causa de una pesadilla y corrió al dormitorio de ésta.

—¿Por qué no se ha dicho antes nada de esto? —preguntó el juez clavándole una mirada colérica.

—Pido disculpas, mi señor. Pensaba que un testimonio así debía reservarse para el momento oportuno.

—¿Y no se ha interrogado en ningún momento a la criada acerca de este particular?

—No, no se le ha preguntado si se le acercó alguien a la puerta del dormitorio.

La hermana pequeña de Neshratta se encontraba sentada entre los demás familiares de la acusada. Su padre, que ocupaba el asiento contiguo, pasó un brazo sobre sus hombros, y Amerotke pudo ver cómo se estremecía ante tal gesto.

—Enseguida prestará juramento —añadió Meretel—. También pueden hacer regresar a la criada.

Amerotke se mostró de acuerdo, y trató con consideración a la hermana de la procesada. La voz apenas era audible, pero su relato coincidía con el de la sirvienta: había acudido a la habitación de su hermana a causa de una pesadilla en la que un gigantesco murciélago de alas rojas revoloteaba sobre la casa de la Gacela Dorada.

El magistrado bajó la cabeza. Prenhoe debía de estar encantado con aquella historia. Con la sirvienta no se anduvo con tanto miramiento, aunque su narración parecía ser cierta. La joven había pasado en el lecho de su hermana el resto de la noche en que, según se suponía, Neshratta se había encontrado con Ipúmer en aquel sendero solitario bañado por la luz de la luna.

Valu, claro está, hizo constar sus objeciones. Amerotke reconoció con calma que tanto la sirvienta como la hermana podían haber recibido órdenes de contar la misma historia. Sin embargo, no existía prueba específica alguna al respecto. El juez decidió continuar con lo que tenía entre manos.

—Así que —observó sonriendo a Hepel— eras amigo de Ipúmer, y él te confió el amor que sentía por la dama Neshratta, una pasión tan poderosa que lo hacía preferir la muerte a la idea de vivir sin ella. ¿Albergaba algún otro gran amor en su corazón?

—No lo sé, mi señor. Algunas noches, en lugar de dirigirse a la casa de la Gacela Dorada, se reunía con otra persona.

—¿Con otra persona? —inquirió Amerotke. —Ipúmer vivía con la viuda Lamna, y también mantenía amistad con otra, Felima.

—Mi señor —intervino el fiscal—, ¿podemos regresar a los acontecimientos acaecidos durante la noche en que murió Ipúmer?

—Sí, continúa.

—Aquel a noche —declaró Hepel— me encontré con él en la avenida de los Carneros y fuimos juntos a una casa de comidas.

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