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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (4 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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Balet regresó de sus sueños del pasado cuando llamaron a la puerta. Se relajó al comprobar que se trataba del sacerdote, Shishnak, y su ayudante, Neferta. Aquél había sido soldado en otros tiempos, era alto y debía de tener la misma edad que Balet. Aún no había perdido su porte marcial y conservaba en su semblante bien rasurado cierto aire juvenil. Neferta, de pie a su lado, parecía más su hermana que su esposa. Llevaba un vestido rizado y cubría su cabeza con una peluca empapada en perfume. Su rostro era dulce, y sus ojos endrinos estaban pintados con una cantidad generosa de ocre.

—Has estado aquí un buen rato —murmuró el recién llegado antes de hacer un gesto dirigido a sus espaldas.

Entonces entró un criado con una bandeja en la que había pan, tiras de ganso asado y una jarra de cerveza amarga.

—Estaba sumido en mis recuerdos —indicó Balet pausadamente poniéndose de pie.

—¿Rememorando la noche de vuestro gran triunfo? —preguntó Shishnak mientras se ajustaba la túnica sobre los hombros—. Una victoria digna de alabanza, mi señor.

Balet asintió con la cabeza y, sin dejar de observar al criado mientras colocaba la bandeja de alimentos sobre una mesilla que había inmediatamente detrás de la puerta, se dispuso a concentrarse de nuevo en sus oraciones.

—Yo también estaba allí, ¿sabes? —farfulló el sacerdote—. En calidad de soldado de a pie.

—Sí, sí; lo sé. —Estaba deseando que se fuese y se llevase consigo a aquella muñequita que tenía por esposa.

No había un solo soldado de edad avanzada que no asegurara haber estado presente en aquella batalla memorable, y Balet había acabado por hartarse de oír los recuerdos de otros. El sacerdote señaló la bandeja de los cálices.

—Me gusta tocarlos: son las posesiones de los héroes.

—Sí —afirmó Balet sin prestar demasiada atención.

El faraón había dispuesto que cada uno de sus héroes recibiría uno de los cálices de alacrán, en tanto que él guardaría la bandeja. Había mandado erigir aquel a capilla para colocarla allí, de manera que fuesen depositándose sobre ella las copas de los miembros de las Panteras que fuesen falleciendo, a modo de legado.

—Son maravillosos —observó Shishnak con un suspiro al tiempo que recorría el lugar con la mirada.

Quería dejar a Neferta sola con aquel oficial veterano. Ella permanecía en pie con aire recatado y miraba a Balet bajo sus largas pestañas. Éste, nervioso, tosió antes de dar un paso atrás. Había oído ciertos rumores. Shishnak era un sacerdote ambicioso. Los oficiales del regimiento de Set tenían por costumbre acudir a aquella capilla para rezar, como estaba haciendo él en ese momento, sus oraciones privadas. Se decía que Shishnak solía llevar allí a su esposa para que, en caso de que el oficial en cuestión lo deseara, se arrodillase a su lado a fin de aliviar su tensión y proporcionarle paz con sus manos, algo que Balet no buscaba en absoluto. No tenía intención alguna de quedar en deuda con Shishnak. En caso de necesitar paz y relajación, podía acudir a no pocas jóvenes en aquel templo. El sacerdote tenía la mirada fija en los cálices de alacrán. Balet volvió a arrodillarse de forma deliberada en su cojín e hizo ver que estaba deseoso de proseguir sus plegarias.

—¿Deseas que te dejemos solo? —La voz de Neferta era dulce y tentadora.

—Sí, sí. Si no os importa.

El sacerdote y su esposa salieron dejando tras de sí un intenso olor a perfume y cerraron la puerta sin hacer ruido. Balet no hizo caso alguno a la comida. Pensaba hablar con Karnac al respecto. Él iba allí a rezar y a dar gracias, no a que lo entretuviesen con los caprichos de aquella parejita. Se levantó y colocó los cojines para sentarse mejor. Aguzó el oído: el templo se había sumido en el silencio. ¿A qué había ido allí? Ah, sí: a dar gracias. Balet era un hombre de origen humilde, pues su padre había sido campesino; sin embargo, desde la incursión en el campamento de los hicsos no había conocido otra cosa que honores, esplendor y riquezas. La narración había pasado a formar parte del patrimonio popular de Tebas. Doquiera que fuesen sus compañeros o él, se les trataba como si fueran seres sagrados para el faraón. Ni siquiera esa piruja astuta de Hatasu, que había demostrado ser más sagaz que todos sus rivales en la lucha por el trono, dudaba en tratarlos con una cortesía y un respeto raros en ella. No había festival, banquete o celebración militares a los que aquellos integrantes de las Panteras del Mediodía que seguían con vida no fueran invitados para su agasajo.

Balet y los demás se habían convertido en personas acaudaladas y prósperas. Poseían granjas y embarcaciones que surcaban el Nilo en dirección al Gran Verde. Tenían tesoros depositados en la Casa de la Plata, ubérrimas propiedades rústicas y mansiones señoriales al otro lado de los muros de la ciudad. Él había contraído matrimonio y engendrado a dos hijos varones y tres hijas. Habían llegado a hablar de él como «el brazo derecho del faraón», y en la necrópolis que se extendía tras el río se estaba preparando una grandiosa tumba para él y sus compañeros. Balet estaba convencido de haber alcanzado la noche de su célebre victoria sobre Merseguer el punto culminante de su vida. Jamás habría de enfrentarse otra vez a un peligro similar ni alcanzaría una gloria comparable a la de aquel día. Era como si lo hubiesen llevado al remoto horizonte y le hubieran dejado vagar por los campos de los bendecidos. Todo lo acaecido después le había parecido secundario. Las Panteras habían logrado grandes hazañas durante el exterminio de los hicsos, pero él no olvidaría nunca la noche de su triunfo más sobresaliente. Con todo, había algo que no iba bien, y Balet siempre acudía a aquel lugar para tratar de averiguar de qué se trataba.

Se levantó y caminó hacia el muro en el que cierto artista, uno de los diestros pintores de la corte del faraón, había representado la heroica gesta de las Panteras mediante una serie de escenas de gran viveza y dramatismo. Balet se sonrió. Al igual que los poetas, los pintores se permitían grandes libertades, y el autor de aquel mural se había imaginado a Karnac y sus compañeros protegidos por armaduras de plata labrada y con los pies cubiertos por elegantes botas de guerra. Incluso les había proporcionado carros. Recorrió con la vista las pinturas como había hecho tantas veces. Cada una de ellas narraba una parte de la historia. No faltaba, claro está, la escena del asesinato de Merseguer, representada allí como un monstruo de verdad, un demonio o engul idor de sangre salido de las oscuras estancias con que cuenta el mundo de los muertos; tampoco el momento de la retirada, aunque en lugar de atravesando la oscuridad a toda prisa aparecían replegándose con calma, escudo contra escudo y con las lanzas en alto.

Balet oyó abrirse y cerrarse la puerta de la capilla, pero ni siquiera se molestó en mirar quién había entrado. Cerró los ojos y, en silencio, rogó a los dioses que no se tratara del sacerdote ni de su esposa. No era ni el uno ni la otra. Si Balet se hubiese dado la vuelta habría podido vislumbrar una escena espantosa de veras: una figura enmascarada y cubierta con una capucha, vestida de rojo de pies a cabeza, del color del temido dios Set, con una daga en una mano y una maza de guerra en la otra. Caminaba sobre sandalias acolchadas, tan en silencio que logró llegar al lado del viejo oficial antes de que éste se decidiera a volverse.

De la muerte de Ipúmer, escriba de la Casa de la Guerra, no faltaron testigos. La mujer con la que se alojaba, dueña de una magnífica casa de ladrillo cercana al mercado de los perfumes, vio perturbado su sueño por un sonoro martilleo en la puerta de la planta baja. Lamna, viuda de un soldado, fabricante de afeites y perfumes, abrió los ojos con un gruñido. Se dio la vuelta y, con la cabeza apoyada en la almohada, fijó la vista en el techo de vigas de cedro. A pesar de su condición de mujer adinerada, había decidido albergar a Ipúmer porque contaba con recomendaciones y le había causado cierta lástima. Bueno; en realidad, aquello no era del todo cierto. Al rostro regordete de Lamna asomó una sonrisa al tiempo que dejaba que sus manos se escurrieran por entre sus piernas desnudas. El escriba era un joven apuesto y agradable con el que tenía la esperanza de retozar algún día en el jardín o compartir una copa de vino de Jerú en su pabellón coronado de guirnaldas de flores.

Volvieron a golpear la puerta. La viuda cerró los ojos y masculló un reniego. Sus aprendices y criadas dormían en sus propios aposentos, situados en un extremo de la casa, y el portero estaba sordo como una tapia. Retiró las sábanas de gasa de lino y la delgada tela que rodeaba su lecho para protegerla de moscas y mosquitos, introdujo los pies en unas sencillas sandalias de caña y descolgó la bata de tejido grueso del gancho del que pendía. Tras envolverse en ella, se ciñó la faja con mucho esmero. Entonces se apresuró a coger de la mesilla un frasco de perfume para el cuello y se colocó su mejor peluca ungida con aceite. No tenía tiempo de embellecer su rostro con cosméticos ni ponerse joyas, pero sabía que, si permanecía en la penumbra, Ipúmer no repararía en sus arrugas.

Llamaron por tercera vez a la puerta. Lamna corrió a encender la lámpara de aceite y se miró sin detenerse en una lámina de bronce pulido que hacía las veces de espejo. Se encontró suficientemente atractiva. A la postre, aquél era su barrio: no debía olvidar velar por su reputación, y no quería provocar malentendidos al aparecer a una hora tan poco oportuna en la puerta de su casa.

Asió la lámpara de aceite y un manojo de llaves de un arcón, salió del dormitorio y bajó dos tramos de escalones. El pequeño vestíbulo de la planta baja se hallaba iluminado por lámparas de alabastro cuya llama estaba protegida por pantallas de bronce. Lamna respiró hondo a fin de disimular su irritación ante la insistencia de los golpes.

—¿Quién hay ahí? —preguntó, aunque conocía de sobra la respuesta.

—¡Soy yo, señora!

Se acercó a la puerta y miró a través de una abertura practicada en la madera.

—¿Qué ocurre? —insistió.

—Señora, por favor, abre la puerta. No me encuentro bien.

La viuda dejó la lámpara de aceite en una mesilla y descorrió el cerrojo de la puerta. Cuando la abrió se esfumaron todas sus esperanzas relativas a una aventura con el joven. Ipúmer se hallaba apoyado en la pared del soportal, con una mano crispada sobre el estómago mientras limpiaba con la otra la saliva y el vómito que asomaban a la comisura de sus labios. El escriba, por lo general atractivo, estaba pálido y ojeroso, y tenía la cabeza y el rostro —antes lustroso y bronceado cubiertos de sudor.

—Señora, no me encuentro bien.

Tambaleándose, se dirigió hacia ella. Lamna lo asió del brazo y pudo apreciar el extraño olor que desprendía, propio de un enfermo, un hecho que nunca olvidaría cuando relatase a sus vecinos la escena.

—Sí —les confiaría—: me di cuenta enseguida de que algo iba mal, y no sólo por su aspecto. He visto a muchos jóvenes bebidos, y mi propio marido abusaba a veces del vino. Sin embargo, Ipúmer tenía un olor repugnante.

—¿Cómo era? —Siempre la misma pregunta.

—Agridulce, como el que desprende la sala de los embalsamadores.

Lamna ayudó al joven a subir las escaleras. Estaba alojado en una habitación cercana a la suya.

—¡Que los dioses se apiaden de mí! —murmuró el escriba—. Me encuentro muy mal: creo que voy a vomitar.

La mujer lo ayudó. Aquello ya había pasado antes. Recordaba ese vómito: una bilis por demás desagradable, un líquido verde negruzco de hedor penetrante imposible de limpiar si no era con una afanosa aplicación de agua y ceniza.

—Debería verte un médico —lo apremió mientras lo introducía en la habitación. Trató de colocarlo en el angosto lecho para que se sintiese más cómodo, pero él se negó.

—Voy a sentarme mejor en mi silla.

Lamna lo ayudó a llegar al asiento, que ocupaba el lugar de honor de aquel dormitorio. Estaba forrado de piel acolchada y había pertenecido a su esposo. Ipúmer se desplomó en él, y la viuda corrió a encender las lámparas de la habitación. El escriba se hallaba en un estado lamentable. Había perdido una sandalia, y su túnica, tan blanca y lisa cuando abandonó la casa, estaba manchada de vómito y barro. La mujer salió de la habitación para regresar poco después con una jofaina que colocó a los pies de él.

—¿Quieres comer o beber algo? —le preguntó.

Él meneó la cabeza al tiempo que abría y cerraba la boca. Entonces se tambaleó hacia delante y vomitó en el recipiente antes de volver a apoyar la cabeza en el respaldo con cierta violencia y quedarse mirando al techo con ojos de loco. Lamna permaneció cerca de la puerta y trató de no hacer caso de aquel repulsivo olor.

—Ipúmer, ¿dónde has estado? No es la primera vez que ocurre esto. ¿Quieres que llame a Intef?

El joven negó con la cabeza.

—Se… se me pasará enseguida.

Volvió a inclinarse hacia delante para vomitar. La dueña de la casa l enó una copa con agua de una jarra y se la puso cerca. Entonces se levantó y lo miró preocupada. Durante el último mes había tenido que acudir a aquel cuarto en dos ocasiones, entre las horas octava y novena de la mañana, para encontrarse al joven escriba retorciéndose de dolor en el suelo. En ambas ocasiones le había dicho que, de camino a casa, había sufrido violentos dolores de estómago. Los ataques pasaban siempre. Ipúmer visitaba al médico, Intef, compraba algún fármaco y dejaba de vomitar. Ahora volvía a echar la cabeza hacia delante y clavaba en la viuda una mirada seria.

—Señora, lamento haberte causado tantas molestias. Con dormir un rato, me encontraré mejor.

—¿Estás seguro? ¿Quieres que llame a tu amiga? —insistió Lamna.

—No, no —respondió él meneando la cabeza—. No quiero que me vea así. Tal vez más tarde…

«Claro que no quieres», pensó ella con amargura. Cuando se encontraba bien, Ipúmer era un hombre muy bien parecido, de estatura media y rasgos muy marcados, que gustaba de estar siempre limpio y presentable, bien perfumado y con túnicas y sandalias de la mejor calidad. Lamna había reflexionado a menudo acerca de la relación que mantenía el joven con otra viuda de los aledaños. Su marido le había dejado riquezas suficientes, una casita y un jardín, pero en sí no era una mujer que pudiese resultar atractiva: Felima era más bien bajita y flaca. Sólo el taimado dios Bes sabía lo que podía haber visto Ipúmer en ella. Lamna permaneció aún unos momentos en la puerta del dormitorio. «¡Qué lástima! ¡Qué desperdicio!» Había sido precisamente Felima quien había rogado a Lamna que prestase alojamiento al escriba.

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