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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (7 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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—¿Sabes entonces por qué salió aquella noche y las anteriores?

—No, mi señor.

—Sin embargo, sí que te escribió, ¿no es así?

—A todas horas, mi señor. Suplicaba encontrarse conmigo e insistía en declararme su amor. —La voz de la procesada no había perdido su templanza—. A veces le contestaba; otras, no.

—En cuanto al veneno —quiso saber Amerotke—, ¿qué necesidad tiene una muchacha de origen noble de adquirir una sustancia tan nociva?

—Tiene muchas aplicaciones, mi señor, tal como podrá confirmarte cualquier hombre escorpión. Puede emplearse tanto para preparar afeites como, por ejemplo, para limpiar prendas de gran valor.

—¡Silencio!

Amerotke levantó la mano y acalló así las carcajadas con que se habían acogido las palabras de Neshratta. Asimismo, aprovechó la oportunidad para echar un vistazo al fondo de la sala, donde se encontraba, de pie, su criado Shufoy, con el parasol del magistrado en una mano y los ojos deseosos de captar la mirada de su amo. De hecho, daba tales saltos por llamar su atención que Asural, capitán de los alguaciles del templo, familiar lejano de Amerotke, hubo de apoyar una mano en el hombro del hombrecillo a fin de hacer que se estuviese quieto. Shufoy no dejaba de agitar la cabeza con un vigoroso gesto de asentimiento. El juez lo había mandado a averiguar de boca de los vendedores de pociones y hierbas tebanos cuáles eran los usos de aquel tósigo, y al parecer, Neshratta estaba diciendo la verdad.

—Mi señor —terció Valu—, nosotros no lo dudamos. Muchas pociones tienen usos variados, amén del de matar a un hombre; ahora bien: ¿no resulta extraño que la dama Neshratta, que estaba deseando desembarazarse del escriba Ipúmer, comprase esa sustancia y no otra en cierto número de ocasiones y que, en cierto número de ocasiones, regresase Ipúmer de sus visitas nocturnas vomitando entre arcadas?

Amerotke hizo callar a la concurrencia con un gesto. Lo alegraba comprobar que se hubiesen expuesto las líneas generales del caso. Todo lo demás dependía por tanto de las pruebas. Si Valu era capaz de demostrar que Ipúmer había estado con Neshratta la noche de su recaída, el juicio se pondría en contra de ella; pero ¿y si no lo lograba?

El magistrado hizo entonces que fuesen acercándose a hablar los diversos testigos que había presentado cada una de las partes: médicos de la Casa de la Muerte; el hombre alacrán que había vendido el veneno a la acusada; Lamna, la mujer con la que se alojaba Ipúmer; Felima, confidente del joven escriba… Meretel aportó una larga relación de testigos, entre los que se incluían sirvientas de la familia de Neshratta. Con todo, la causa no experimentó cambio alguno: no cabía duda de que la acusada y el fallecido habían mantenido una larga aventura, pero tampoco había nada que relacionase a la primera de forma directa con el asesinato del segundo.

Amerotke dejó que Valu y Meretel interrogasen a los diversos declarantes. De cuando en cuando hacía callar a los concurrentes, y en ocasiones planteaba preguntas a los testigos. Finalmente, llegó a la conclusión de que el tribunal se estaba convirtiendo en algo semejante a un perro que no para de dar vueltas con la intención de morder su propio rabo. Las argumentaciones de una y otra parte avanzaban como ejércitos que caminasen por caminos paralelos sin llegar jamás a encontrarse o entablar batalla. Amerotke observó con detenimiento a Valu. El fiscal era astuto y escurridizo como una mangosta. El juez sospechaba que trataba de imponer la teoría de que Ipúmer y Neshratta habían sido amantes y ella había comprado el tósigo que provocó la muerte del escriba. Miró a la izquierda y vio, más al á del pórtico rodeado de columnas, los jardines del templo, cuya exuberante hierba verde crecía regada por canales procedentes del Nilo. Vislumbró una fuente desbordante y una cierva de aspecto tranquilo que pastaba bajo las ramas extendidas de un sicómoro, y aquella visión lo calmó.

—Mi señor Amerotke.

Al juez no le gustó la sonrisa que se dibujó en los labios del fiscal.

—Tengo otro testigo.

—De eso no me cabe la menor duda —respondió él con bastante sequedad—. En tal caso, más vale que lo hagas comparecer.

Los ujieres del templo llevaron ante él a un hombre de aspecto más bien sucio y desaliñado. Tenía la túnica manchada y sujeta con un simple cordel, pero calzaba sandalias de buena calidad. Por el modo de caminar, ayudándose de un bastón de fresno, podía inferirse que se trataba de un andador de los caminos, un buhonero o un mercachifle, tal vez, que vendía y hacía sus trueques en los pueblos de los alrededores de Tebas. Era alto, tenía el rostro delgado y moreno por el sol, pero ojos claros y expresivos. El director del gabinete le tomó juramento, tras lo cual el testigo se arrodilló sobre los cojines que se le habían proporcionado. Después de presentarlo ante el tribunal, Valu le ordenó:

—Di a mi señor juez dónde estabas y qué viste la noche en que murió Ipúmer.

—Había estado trabajando hasta tarde. —La voz del buhonero resonó en toda la sala—. Por esa razón no pude llegar a la ciudad antes de que cerraran las puertas, y como no tenía orden ni licencia, mi señor, decidí esperar fuera a que volvieran a abrirlas.

Amerotke asintió con un gesto. No era extraño que sucediesen cosas así: una vez que la concha había hecho sonar el toque de queda se cerraban las puertas de la ciudad, y los viajeros habían de valerse por sí mismos en el exterior de sus murallas.

—Volví sobre mis pasos por la carretera —declaró el testigo—. Una noche hermosa, aquélla: la luna llena, las estrellas…

—Gracias —lo interrumpió Amerotke.

—Estaba buscando una arboleda —siguió diciendo el buhonero sin hacer caso del tono sarcástico del magistrado— en la que poder dormir. Mi hato empezaba a pesar. Conozco las mansiones que se erigen en el exterior de las murallas: sus entradas están siempre cerradas a cal y canto, pero, entre las sombras, un viajero como yo siempre puede hallar un lecho mul ido bajo algún árbol, a resguardo de ladrones. Acabé por encontrar un sitio así.

—¿Dónde? —quiso saber Amerotke.

—Cerca de la casa del general Peshedu.

—¿Y cómo lo sabes?

—Conozco bien la casa, mi señor, como si viviese en ella. Yo la llamo, como otros muchos, «la Casa de la Gacela Dorada», por los emblemas que hay pintados en la puerta.

—Yo también los conozco —reconoció el magistrado. A menudo había pasado junto a tan opulenta mansión al ir a la ciudad o regresar de ella.

—Bueno, los que conoce mi señor son los que hay situados frente a la carretera. Aquella noche, yo seguí el muro a través de un estrecho sendero. Por allí corre un canal que lleva a la casa el agua del río, y no faltan arboledas de datileras de agradable sombra bajo las que la hierba no está quemada por el sol. Los viajeros gustamos de resguardarnos en aquel lugar, pero aquella noche estaba vacío. Así que dejé en el suelo mi hato y me puse cómodo. Entonces oí pasos en el sendero y levanté la mirada.

—¿A qué hora fue eso?

—Las puertas de la ciudad acababan de cerrarse, mi señor, por lo que debía de ser poco después de la medianoche.

—¿Y a quién viste?

—A un hombre joven: el escriba Ipúmer. Lo sé porque me han mostrado su cadáver. Caminaba con mucha prisa. En una mano llevaba un cayado; en la otra, un odre de vino, y sobre uno de sus hombros, un morral de piel. «Ahí va un tortolito», pensé. A la luz de la luna pude vislumbrar su rostro. Parecía feliz y rebosante de salud, y estaba cantando algo en voz baja. Henchido de curiosidad, lo observé alejarse por el sendero. En el muro hay una puertecilla, tan estrecha que los criados la llaman «el Ojo de la Aguja». En ese momento se abrió y salió una figura.

—¿Viste quién era?

—No, mi señor. Vi que Ipúmer la saludaba y oí murmullo de voces.

—¿Era un hombre, o una mujer?

—No lo sé, mi señor. Sólo puedo decir que se besaron.

Amerotke hizo callar a la concurrencia.

—Sin embargo, bien podría haber sido un hombre.

—Mm… Sí, mi señor.

—Mira a la acusada —le ordenó Amerotke—. ¿Puedes afirmar, sin lugar a dudas, que era ella esa persona? ¡Recuerda que estás bajo juramento! La vida de esta joven puede depender de tu testimonio.

El juez clavó la mirada en Valu. Conocía bien los ardides que empleaban los fiscales, pero también era consciente de la integridad de éste y lo sabía incapaz de dictar a un testigo lo que había de declarar.

—No puedo decirlo con seguridad. —El buhonero miró a Amerotke con aire suplicante—. No puedo, mi señor. Parecía una mujer, y los dos caminaban de la mano.

—¿Qué ocurrió después?

—Entonces regresé a mis «aposentos», mi señor, y al lecho que había improvisado. No podía dormir. Había pasado mucho tiempo —balbució— desde la última vez que había yacido con una mujer. Tenía la garganta seca y el buche vacío, y sentía envidia de la suerte del escriba.

—Así que te quedaste despierto.

—Sí, mi señor.

—¿Y viste regresar a los amantes?

—Una hora después, más o menos. Oí voces; entonces se abrió la puerta e Ipúmer volvió a recorrer el sendero.

—¿Qué aspecto tenía?

—Jovial y satisfecho.

Amerotke apoyó la cabeza en el alto respaldo de su asiento.

—Mi señor —intervino Valu con voz sedosa, aunque no exenta de amenaza—, no hay duda de que, la noche de su muerte, Ipúmer visitó la casa de la acusada, quien se reunió con él como había hecho otras veces.

—¡Eso no es cierto, mi señor! —declaró ella con vehemencia—. La sala ha oído ya el testimonio de mi criada y también el del portero de nuestra entrada principal.

—Sí, sí —admitió Amerotke, tras lo cual clavó su mirada en la del testigo—. La acusada sostiene (y la respaldan los testimonios de su sirvienta y su portero) que nunca salió de su casa; ni siquiera llegó a abandonar su dormitorio.

El buhonero hizo un mohín y extendió la palma de las manos. Neshratta susurró algo al oído de Meretel.

—Mi señor —anunció éste—, nosotros podemos llamar también a otro testigo.

—¡Aún no he acabado! —se quejó el vendedor ambulante.

—¡Continúa!

—Ipúmer pasó a mi lado, y poco después volvió a abrirse la puertecilla. Entonces salió de la casa una figura que siguió la misma dirección que habían tomado los otros dos y regresó poco después.

Amerotke descansó los codos sobre su asiento y, semejante a un rey sentado en su trono, se rascó suavemente la mejilla.

—¿Viste a esa persona?

—No, mi señor; pero no me cabe la menor duda de que se trataba de una mujer. El aire de la noche trajo a mis narices un perfume muy intenso, y también pude vislumbrar una peluca ungida con aceite.

—¿No habías notado nada de eso antes, con la otra figura?

—No, mi señor; lo cierto es que la oscuridad comenzaba a disiparse y se había levantado una brisa ligera.

—Dime una cosa —Amerotke se inclinó hacia delante—: Ipúmer murió envenenado; por lo tanto, debieron de darle algo de comer o beber. ¿Llevaba comida cuando lo viste?

—Entreví un pellejo de vino.

—¿Y la primera figura? —insistió Amerotke—. ¿Llevaba alguna copa, algo de comer o tal vez una bandeja?

—Imposible, mi señor. Apenas se vieron, se abrazaron para besarse.

—¡Qué extraño! Ipúmer acudió a la casa de la Gacela Dorada para encontrarse con alguien. Concedo que aquella misteriosa persona pudo haberlo envenenado, pero, en tal caso, debió de emplear comida, una copa, quizás un plato…

Como respuesta a su observación, se hizo el silencio en la sala.

—No deja de ser un misterio —prosiguió el juez—. Salen dos figuras de la casa de la Gacela Dorada: una, para encontrarse con Ipúmer; la otra, para seguirlo. —Dicho esto, señaló con el dedo a Neshratta—. Recuerda que estás bajó juramento. Vuelve a explicarme lo que hiciste aquella noche.

—Permanecí en mi habitación, en la segunda planta. Mi criada dormía en un camastro. Los aquí presentes habéis oído ya su testimonio y el del portero que custodia la puerta principal de esa parte de la casa…

—También hay allí una ventana —terció Valu.

—Sí, pero yo no soy ninguna serpiente —repuso Neshratta—. Mi señor, hay muchas ventanas en la casa, pero todas están cubiertas por una celosía.

—En tal caso —señaló el juez—, para salir de tu habitación debes pasar por delante de tu sirvienta.

—Sí, y tiene un sueño muy ligero.

—Y bajar a la planta principal sin ser vista por el portero.

Amerotke extendió hacia arriba los dedos de las manos. Tanto la fámula como el portero habían declarado bajo juramento. Al igual que los demás ciudadanos corrientes citados ante el tribunal, habían demostrado estar aterrorizados, y el juez estaba persuadido de que habían dicho la verdad.

—En tal caso, ¿quiénes eran las dos extrañas figuras que se encontraron con Ipúmer?

El magistrado miró a su derecha. Peshedu se hallaba sentado en un taburete colocado inmediatamente detrás de las columnas, al lado de su carrilluda esposa y la hermana menor de Neshratta, una muchacha alta y graciosa que no llegaba a las catorce primaveras.

—Mi señor Valu, déjame preguntarte algo —siguió diciendo—: Antes de traer este caso ante los tribunales has llevado a cabo una profunda investigación. ¿Tenía acaso Ipúmer amigos o conocidos en la casa del general Peshedu?

Valu meneó la cabeza.

—Sabían de su existencia, pero no le profesaban la menor simpatía.

De entre quienes rodeaban al general surgió un murmullo de confirmación.

—Por lo tanto, resulta dudoso —prosiguió— que saliese de la casa nadie más para saludarlo con tanto afecto, ¿no es así?

—Sí, mi señor. Además, la dama Neshratta no ha sido del todo sincera. También yo he estado en la casa de la Gacela Dorada. Su opulento dormitorio da al norte. Cierto es que las ventanas tienen celosías; pero una de ellas posee un marco de madera algo más endeble que puede retirarse con facilidad.

Valu hizo caso omiso de las protestas de la joven.

—La dama Neshratta es… —tuvo cuidado de elegir bien las palabras— joven, ágil y vigorosa, tiene en su dormitorio una escalera de cuerda lista para ser empleada en caso de incendio.

Neshratta hizo patente su nerviosismo. Valu conocía ese detalle y lo había estado ocultando hasta entonces. No era la primera vez que Amerotke lo veía hacer tal cosa: al fiscal le gustaba burlar a su adversario e infundirle una falsa sensación de seguridad antes de atacar.

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