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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (2 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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Dentro del templo de Set, en el lugar sagrado al que sólo tenían acceso los sacerdotes, se erigía una capilla de ladrillo rojo. Se trataba de la capilla privada, la zona de adoración de los
najtu-aa,
los guerreros de élite del faraón, héroes de la gran guerra contra los hicsos, los crueles invasores que no habían dudado en regocijarse ante su título de «la descarga de Dios». Habían llevado la estación de la hiena a los dos reinos de Egipto desde su ciudad septentrional de Avaris. Finalmente habían sido derrotados por Amosis, abuelo de la actual reina-faraón, Hatasu, quien había guiado hacia el norte a sus escuadrones de carros y, con la ayuda de los dioses, había expulsado de las Tierras Negras a los brutales invasores. Éstos se vieron obligados a huir a través del desierto: algunos habían sucumbido en la aridez del Sinaí; otros habían atravesado en barco el Gran Verde, y el resto había huido hacia poniente, hasta la Tierra del Olvido, o hacia el sur, más allá de la tercera catarata.

Los hicsos habían desaparecido, pero la prodigiosa gesta del Ejército del faraón perduraba en la memoria de todos. El regimiento de Set había desempeñado un papel destacado en la victoria: por hostil que pudiese llegar a ser el dios para con el hombre, lo cierto es que el faraón y sus súbditos no podían menos de profesarle una admiración no exenta de terror. En consecuencia, aquel a facción había tenido una importancia crucial, como no podía ser menos, en la expulsión de aquellos extranjeros. Los
najtu-aa
de aquel regimiento, un grupo de jóvenes oficiales cuyo número no superaba la decena, habían dado muestras de una ferocidad y un coraje tales que sus integrantes no tardaron en ser conocidos como «las Panteras del Mediodía» o «los verdugos de Set». De eso habían pasado ya muchos años, y a Amosis, el abuelo de Hatasu, lo habían seguido en su camino al lejano horizonte el padre y el hermanastro de la reina. Ésta, que a pesar de no haber cumplido la veintena contaba con la sabiduría y el valor de una aguerrida reina guerrera, ceñía la doble corona de Egipto y el manto sagrado, o
nenes,
en tanto que sostenía con sus cuidadas manos el báculo y el flagelo que constituían los símbolos del Imperio.

El paso del tiempo había comportado muchos cambios, mas las valerosas hazañas de las Panteras del Mediodía, los verdugos de Set, no habían caído en el olvido. En el templo, Balet, uno de sus miembros, antiguo oficial del regimiento de Set, ahinojado sobre un cojín, tenía clavada la mirada en la
naos,
la cella en que se custodiaba la estatua del temido dios de su regimiento. El general había pasado ya la cincuentena, y cada vez que visitaba aquel lugar para adorar a su patrón, acudían a su mente recuerdos del pasado, un pasado que parecía envolverlo en aquellos momentos. La Capilla Roja era espaciosa y estaba iluminada por un triforio que se abría en la pared, a cierta altura. Se había construido con ladrillos importados con la intención de convertirla en una fiel imagen del color del cabello de Set. Las columnas de los cruceros eran de rojo pórfido y tenían la basa y el capitel labrados en forma de jugosas granadas de hojas escarlata entremezcladas con pequeñas pepitas de oro. El suelo era de piedra arenisca, y en el techo, pintado de un color azul brillante, podían verse un sol rojo y estrellas escarlata. Balet conocía cada palmo de aquella capilla. Al fondo, tras la
naos,
se hallaban, colgados, los trofeos: los escudos y las espadas de sus compañeros, junto con sus corazas de piel, sus cascos y sus grebas. Todos habían sido llevados allí directamente desde el campo de batalla, sin limpiar siquiera, a fin de ser ofrecidos al dios de la guerra.

El veterano entornó los ojos. Siempre buscaba su propia armadura entre las demás… Sí, allí estaba: el escudo, la daga de hoja ancha y, encima de todo, el casco que había cubierto su cabeza. Habían pasado muchos años; trató de hacer memoria: veinticinco, cuando menos. Sin embargo, nunca olvidaría la noche en que la fama y la fortuna habían corrido a su encuentro y los dioses se habían inclinado para bendecirlo.

Llevando los dedos a su rostro, hizo un gesto de oración y obediencia. A su nariz llegó el olor apenas perceptible del natrón con el que se había lavado las manos antes de entrar a la capilla y el del perfume dulzón con que había ungido sus muñecas. Balet era un hombre acaudalado y más bien orondo, debido a su afición por la carne tierna y por los vinos que importaban expresamente para él. Con todo, aquella noche memorable, la de las Panteras, era aún un joven delgado, musculoso, resuelto y deseoso de alcanzar la gloria en nombre de Egipto y hacerse merecedor de la sonrisa del faraón.

Él y sus ocho compañeros se habían reunido con su caudillo, Karnac, y Nebámum, su sirviente, en la tienda del faraón. Amosis, abuelo de Hatasu, estaba arrellanado en su asiento de campaña de cuero, con la armadura apilada en el suelo y los caballos de su carro favorito maneados en el exterior, donde se entretenían pastando. El soberano les había dirigido una mirada suplicante antes de romper a hablar.

—El campamento de los hicsos se encuentra al norte. En el centro, en un pabellón construido a tal efecto, han instalado a Merseguer, su gran hechicera, encarnación del dios alacrán. Según mis espías —había señalado con el miedo asomado a su rostro—, la bruja está haciendo sacrificios de sangre e invocando a todos los demonios de la ciudad de Avaris para que impidan nuestro avance.

Balet, que a la sazón tenía tan sólo veinticinco años, había escuchado con atención. Pese a su corta edad, era ya un combatiente aguerrido: había recibido las medallas de la abeja de oro y el águila de plata, amén de diversas recompensas por aniquilar con valor a los enemigos de Egipto en combates cuerpo a cuerpo. Sin embargo, los encantadores, las brujas y los nigromantes eran otra cosa. A medida que hablaba el faraón, había estado parando mientes en los horrores que podía invocar aquel a hechicera de los hicsos.

—Cuando se encuentren cara a cara nuestras huestes —había expuesto el soberano—, Merseguer acudirá al campo de batalla montada en un gran carro del que tirarán caballos enjaezados con gualdrapas empapadas en sangre de egipcios. Tras él se arrastrarán prisioneros de guerra a los que sacrificará en un altar improvisado.

Balet había lanzado un rápido vistazo a su cabecilla, Karnac, un oficial inflexible y fornido, nacido para el combate, al que también habían preocupado las palabras del faraón. Sin embargo, su temor no tenía nada que ver con los encantorios, los amuletos ni los sacrificios de sangre de Merseguer, sino más bien con el efecto que podría causar aquella hechicera sobre las tropas egipcias.

—Dicho de otro modo, majestad —había observado con las manos en alto y la cabeza ligeramente inclinada—, los hicsos tienen la intención de sobresaltar nuestras almas antes de aplastar nuestros cuerpos.

—Sí.

El faraón se había dado la vuelta para tamborilear con los dedos sobre su corona de guerra, que descansaba en su soporte.

—Nuestros hombres no están preparados para algo así. Quieran los dioses socorrernos: cualquier desliz, cualquier tropiezo, el más mínimo error que cometa después del espectáculo de Merseguer…

—Peor aún —le había interrumpido Karnac haciendo caso omiso del protocolo—. Los hicsos son gente taimada. Los exploradores de nuestro Ejército han informado de la inminente llegada de tormentas de arena que vienen hacia nosotros. Si se diera una de éstas el día de la batalla, si el sol cayese de los cielos o quedase oculto bajo una nube de polvo…

—Lo achacarían a Merseguer —había señalado el faraón, terminando así la frase por él, para después añadir—: Sin embargo, mis guerreros —y en este instante había sonreído—, mis Panteras, mis
najtu-aa,
a los que siempre he tenido cerca del corazón —había recalcado estas palabras con unos golpecitos en el pecho—, no me defraudarán: tenéis la oportunidad de eliminar ese mal y traer la gloria a vuestro faraón.

Había recorrido con la mirada su pabellón, custodiado por los
mar-yannu,
los valientes del rey. Era imposible que nadie se acercase mientras compartía su sabiduría con aquella unidad de primera categoría del regimiento de Set, orgullo de todo Egipto.

—Llevaos el estandarte de Set —había dicho el faraón al tiempo que señalaba una insignia que descansaba en el suelo y en la que se representaba la cabeza cruel del dios, con el cabello rojo saliendo desbordado por detrás de una máscara canina—. No debéis temer nada, él estará con vosotros; su sombra os precederá como si fuese el ángel de la muerte para confundir, con sus alas de plumas negras, los corazones y las mentes de los hicsos.

Balet se había arrodillado, sin osar apenas respirar, y no había podido menos de preguntarse dónde los conduciría aquel gran faraón.

—Mañana, a la anochecida —había declarado el soberano—, la luna estará cubierta, convertida en un mero disco de plata en medio del negro cielo. Debéis entrar en el campamento de los hicsos, asesinar a Merseguer y traer su cabeza junto con los diez cálices de alacrán que ha llenado con la sangre de sus víctimas.

Balet lo había mirado boquiabierto.

—¡Asesinar a Merseguer! —había exclamado Karnac—. ¡Y traer su cabeza y los cálices de alacrán!

Balet no salía de su asombro. Había oído hablar de esas diez copas de oro ornadas con sendos escorpiones de plata pura tal ados a un lado, con rubíes por ojos, que descansaban, supuestamente, sobre una bandeja dorada.

Llegado a este punto, Balet salió del ensueño que lo había sumido en el pasado y dirigió la mirada al anaquel que sobresalía a un lado de la
naos.
Entonces se puso en pie, hizo una reverencia hacia la cel a y se acercó.

—No es ningún sacrilegio —murmuró.

Fijó la mirada en el tesoro, cuyos destellos parpadeaban a la delicada luz de las lámparas de aceite hechas de alabastro que ocupaban los nichos abiertos en diversos puntos de las paredes. Tocó la bandeja de oro puro, en la que descansaban tres de las copas. Tomó una. Carecía de asa y se asemejaba más a un vaso alto que a una copa. Su altura era de poco más de un palmo, y la base tenía un radio algo menor que el de la boca, que era de cuatro dedos. Según pudo apreciar, aquel objeto tenía un peso considerable, lo que se debía en parte al alacrán de plata que lo exornaba y cuya cola cruel parecía lista para atacar. El rojo de los rubíes confería con su brillo una apariencia macabra y muy real al temido arácnido. Volvió a colocarla en la bandeja. Cuando muriese, su copa también sería depositada allí, junto a las demás.

Balet regresó a los cojines y, sin contener un quejido, causado por el dolor de su rodilla derecha, se ahinojó.

Observó las cestas de fruta, las fuentes de alimentos, las vasijas de vino colocadas frente a la cella de los dioses. Aquel a noche fatídica no habían tenido flores, fruta fresca ni vino fuerte.

Después de que el soberano hubiese abierto su corazón ante ellos, Karnac los instó a apresurarse. Habían de ungir sus cuerpos con aceite y recubrir de arena sus armas a fin de que su resplandor no los delatara.

La noche siguiente, Karnac guió a sus nueve compañeros al exterior del campamento del faraón. Como panteras en busca de su presa, se introdujeron silenciosos en la oscuridad en dirección al campamento de los hicsos. Por el camino se toparon con guardias y exploradores enemigos y no dudaron en acabar con sus vidas. Karnac era, en todos los sentidos, un soldado brillante, un hombre que parecía percibir el peligro antes de que surgiese. Quienes lo seguían estaban persuadidos de que había sido tocado por la divina mano del mismísimo Set. Era un verdadero asesino, un matador nato: el único hombre a quien Balet había temido de verdad en toda su vida.

Por fin alcanzaron la roca que se erguía frente al campamento de los hicsos. Agachados, semejantes a una manada de predadores, observaron con detenimiento las hogueras de sus enemigos. Karnac se puso en cuclillas como una bestia que acechase a su presa con la intención de encontrar una debilidad, un punto flaco en sus defensas. El frío viento nocturno llevaba ruidos de algazara entremezclados de cuando en cuando con gritos que helaban la sangre.

—Los hicsos —anunció Karnac en voz baja— se están divirtiendo a costa de los prisioneros. —Dicho esto, se volvió hacia sus compañeros con el rostro teñido de hollín—. No os dejéis coger con vida. Ningún hombre del regimiento de Set morirá clavado a un poste ante los soldados hicsos como un trofeo de guerra. Si alguno de nosotros recibe una herida que le impida moverse, debéis tener piedad de él y cortarle la garganta. Si no logramos nuestro objetivo, ¡luchad a muerte! Los hicsos no tendrán conmiseración. Merseguer no tardará en descubrir el motivo de nuestra visita, y es una mujer cruel e inhumana. Los hicsos saben bien cómo matar a un hombre: os enterrarán vivos en las arenas ardientes u os untarán de miel y os atarán a una estaca en las Tierras Rojas. —Recorrió sus rostros con la mirada antes de concluir—: ¡No dejéis que os hagan prisioneros!

Todos se mostraron de acuerdo. Las atrocidades de los hicsos eran famosas en todo el sur de Egipto, donde nadie ignoraba las descripciones de sacrificios humanos en los altares, niños asesinados sin compasión alguna, mujeres deshonradas, golpeadas y lanzadas al Nilo con las manos y los pies atados con cuerda roja para servir de alimento a los cocodrilos. Karnac guardó silencio. De cuando en cuando doblaba ligeramente la cabeza, como si desease dejar de oír el griterío. Los exploradores y espías egipcios coincidían en algo: los hicsos habían avanzado hacia el sur desde la ciudad de Avaris, una falange de infantería tras otra, haciendo temblar la tierra con el ruido sordo de los carros de grandes ruedas y el estrépito de los cascos de sus caballos. Estaban seguros de la victoria. No en vano habían aplastado a las huestes egipcias en cada una de sus confrontaciones. Tan convencidos estaban que habían osado enviar insolentes mensajes al faraón en los que lo conminaban a hacer callar a los hipopótamos que habitaban entre los papiros de las riberas del río cercanas a Tebas. El príncipe de los hicsos afirmaba que sus bramidos turbaban su sueño y, toda vez que el monarca egipcio se había mostrado incapaz de dominarlos, tenía la intención de avanzar hacia el sur a fin de ocuparse personalmente de tan enojoso asunto. A Amosis no le quedaba otra alternativa que luchar. Sin embargo, el faraón era un hombre tan poderoso como astuto. En su opinión, el enemigo se estaba confiando demasiado. Su ejército estaba formado en gran parte por mercenarios, vagabundos del desierto y maleantes del litoral marino. Amosis, por su parte, había formado en secreto un ejército propio; había organizado a sus integrantes en regimientos, construido carros nuevos, más rápidos y manejables que los vehículos pesados y tambaleantes de los hicsos. Con todo, el enemigo contaba con dos ventajas: su reputación, la que presentaba a sus guerreros como hombres sin piedad, y el poder de la bruja Merseguer.

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