—¡Dejad paso —comenzó a gritar— al señor Amerotke, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades del faraón! ¡El que vela por la ley y sostiene la pluma divina! ¡El amigo del faraón y bienquisto de los dioses!
El aludido no dejaba de hacer muecas. Cuantos más esfuerzos hacía por acallar a su criado, mayores eran las voces de éste; sin embargo, al cabo tuvieron algún efecto. La muchedumbre se fue apartando y los dejó atravesar la avenida del mercado, pavimentada de basalto, que desembocaba en el templo de Set. En la plaza que había frente a éste también había trajín, pero Shufoy supo abrirse paso. Pasaron al lado de los obeliscos recubiertos de oro, los colosales pilones que flanqueaban la no menos gigantesca entrada, en cuyas torretas flameaban banderas rojas, blancas y verdes.
Amerotke se detuvo para contemplar las estelas, jactanciosas proclamas que ponderaban el poder del temido dios Set. Debajo de éstas se recogían las proezas de su regimiento, y en particular las que protagonizaron las Panteras del Mediodía en la batalla mantenida contra los hicsos durante la estación de la hiena. El magistrado pasó los dedos por las inscripciones sin olvidar el mensaje que le había susurrado el señor Senenmut: uno de esos héroes había sido asesinado de forma brutal, y la propia Hatasu había decidido intervenir.
Shufoy saltaba de un pie a otro mientras observaba con melancolía al hombre alacrán que vendía remedios contra la picadura de serpiente en el patio del templo. Aguijado por los empellones de la multitud, Amerotke siguió caminando y subió los empinados escalones que lo llevaban al umbroso pórtico situado frente a la entrada principal del templo. Aquel lugar era más fresco, y aun así dejaba pasar una luz deslumbrante que, al incidir en las pinturas de vivos colores que adornaban las paredes, hacía que sus escenas atrajesen la mirada de quienes pasaban por allí. En ellas se representaba la lucha de Set y Horus, la búsqueda de Isis en pos del cuerpo de Osiris…
Un centinela del templo reconoció al magistrado y se acercó a él para conducirlo al interior del edificio a través de una galería hipóstila reservada a los sacerdotes y apartada de los peregrinos que se dirigían a la Sala de las Columnas. Cuanto más se adentraban en aquel lugar sagrado, mayor era la oscuridad que los envolvía: las ventanas, que se abrían a una altura considerable, apenas proporcionaban luz.
Shufoy estaba temblando. En muy contadas ocasiones había visitado el templo de Set, el dios del asesinato. Allí nada era igual que en los otros templos: las paredes no proclamaban la grandeza del faraón, sino la obra de la mano roja de Set; en cada uno de sus muros merodeaban la muerte y las criaturas oscuras del mundo de los muertos. Nada había que pudiese asemejarse al alegre colorido de otros centros religiosos: ni rastro de las columnas de hojas doradas o los mosaicos de bordes plateados; todo estaba dominado por el ocre oscuro, que de cuando en cuando dejaba espacio a toques de brillante rojo. Los sacerdotes con los que se cruzaban llevaban extrañas pelucas rojas con estolas del mismo color que les cubrían los hombros.
Cuando llegaron a una puerta situada al final de un pasadizo sumido en las sombras, el centinela del templo la abrió y los invitó a pasar con un gesto. Bajaron una serie de escalones, y Amerotke no pudo evitar pensar que estaban entrando en las regiones inferiores. Aquél no era su mundo de sol, columnas aflautadas y cantarinas fuentes. Era lo más alejado que uno pudiese imaginar de la Sala de las Dos Verdades, su exquisito mobiliario, sus espaciosas columnas… el mundo de Tot, dios de la escritura, poblado de papiros, paletas de tinta roja y negra, cálamos y recipientes de agua. En el lugar al que acababan de acceder, las antorchas de brea representaban al dios de la oscuridad, a cuyo alrededor bailaban grotescas criaturas, los devoradores, al son de una música macabra. El aire se había tornado acre por el olor del natrón y otros líquidos de embalsamar.
Al final de los escalones, Amerotke y Shufoy se encontraron en una caverna subterránea con el techo de madera ennegrecida. Entrecerrando los ojos, el juez pudo vislumbrar en la penumbra una serie de centinelas con el rostro cubierto por máscaras de carnero y protegidos por faldellines de cuero negro, escudos y lanzas.
De entre los remolinos de vapor surgió una figura. Se trataba de un oficial ataviado con un cinturón de piel negra tachonado de bronce y con un casco que imitaba la forma de una cabeza de carnero. Con voz estridente y gutural pidió a Amerotke que se identificara, y dio un paso atrás cuando Shufoy le indicó a gritos quién era su señor. El oficial los invitó entonces a continuar. El magistrado avanzó con paso lento, pues el suelo que se extendía bajo sus pies estaba lleno de charcos. Desde el extremo más alejado de la caverna los atisbaba una enorme estatua de Anubis, el dios de cabeza de chacal; de él los separaban la oscuridad y una serie de losas de piedra sobre las que descansaban sendos cadáveres cubiertos con una sábana de lino. En el centro de la sala descansaba, sobre un lecho de ascuas, un caldero de gran tamaño lleno de líquido hirviente. A su alrededor se habían dispuesto anaqueles de madera con bandejas de tarros y jarras, recipientes llenos de ungüento y platos de natrón líquido.
—¿Puedo ayudaros? —Quien tal cosa preguntaba parecía salido de la nada. Llevaba el torso descubierto y una saya blanca en la parte inferior de su cuerpo, en tanto que ocultaba su rostro tras una máscara de carnero fijada al extremo de un palo.
—¿Pretendes asustar a quienes te visitan? —quiso saber Amerotke.
El hombre se retiró la máscara. Tenía el semblante delgado y de aspecto juvenil, los ojos hundidos y los pómulos altos. Dio la vuelta a la careta y se la ofreció al magistrado; éste la tomó y olió la bujeta de perfume que llevaba prendida.
—Me llamo Chula —declaró el hombre—, y soy sacerdote al servicio de Set.
—Conocido también como el guardián de los muertos —añadió el juez.
—Sí: es un título sombrío —observó—, pero tiene algo de cierto.
Amerotke recorrió aquel lugar con la mirada y pudo comprobar su carácter horrible. Una vez que sus ojos se acostumbraron a la penumbra, logró distinguir las escenas que decoraban sus muros. Estaban extraídas del Libro de los Muertos, y representaban el Amduat, el mundo de ultratumba que habían de atravesar las almas para responder a las preguntas formuladas por las cuarenta y dos deidades encargadas de juzgarlas. Cada una de las almas tenía que confesar si había mentido, matado, robado o si se había visto envuelta en alguna perversión sexual.
—¿Reconoces a tu diosa? —preguntó Chula al tiempo que señalaba una escena en la que el corazón del difunto aparecía en uno de los platos de una balanza, y la pluma de la verdad, en el otro. El artista había sabido reflejar la aterrada mirada expectante de quien estaba siendo juzgado. Si lo estimaban una persona recta, le permitirían proseguir su camino hacia el campo de los sueños y gozaría de la calurosa bienvenida de Osiris; si no, arrojarían su corazón a Awewet, diosa espeluznante, mezcla de león, cocodrilo e hipopótamo, quien devoraría la víscera y condenaría así el alma de su poseedor al olvido, la segunda muerte eterna.
—Se da cierto aire —admitió Amerotke. Extendió su mano y Chula se la estrechó—. ¡Este sitio siempre me causa pavor! —Entonces dio media vuelta al oír pasos—. ¡Mi señor Senenmut!
El primer ministro, gran visir y amante de Hatasu, dio un paso al frente e hizo con este movimiento que se formasen remolinos en el humo que inundaba la sala. Llevaba por todo atuendo una toga de lino blanco. Debía de llevar algún tiempo allí, pues tenía el rostro, de rasgos marcados, empapado en sudor. Se había quitado todos los anillos y brazaletes y los había guardado en una bolsita que pendía de la faja ceñida a su cintura. Respondió a la inclinación de Amerotke con unos golpecitos en el hombro.
—Esperaba que llegases antes, pero ya sé… —Esbozó una sonrisa triste—. La ciudad entera está pendiente del caso de la dama Neshratta. ¡Ven! Quiero enseñarte algo.
Escoltados por Chula, atravesaron aquella cavernosa cámara de la muerte. Shufoy, que no había dejado de devanarse los sesos, recordó entonces que aquél era el lugar al que llevaban los cadáveres de las presuntas víctimas de asesinato, de manera que, amén de momificarlos, se les efectuase un examen detenido para determinar la causa de su muerte. El hombrecillo estaba acostumbrado a visitar los establecimientos de embalsamadores y fabricantes de sarcófagos de la necrópolis, pero aquel lugar le descomponía el estómago. De cuando en cuando, las sábanas que habían sido retiradas dejaban ver a un hombre con la cabeza ladeada y el cuello abierto de oreja a oreja o con el pecho aplastado como si hubiesen pasado por encima las ruedas de un carro de gran tamaño; una joven con el rostro convertido en una masa informe y sanguinolenta; un negro con ambos brazos cercenados por encima de los codos y ojos desprovistos de toda mirada… Por todos lados se arracimaban médicos, embalsamadores, escribas y sacerdotes. Cada uno de los cadáveres era sometido a examen, operación de la que se guardaba un registro fidedigno antes de que interviniesen los embalsamadores con el fin de disponer el cuerpo y el alma de cada uno de los difuntos para el postrer viaje con ayuda de sus afilados instrumentos. La mayoría recibiría sepultura en el terreno reservado a los indigentes y a aquellos cuya identidad se desconocía. Shufoy quedó tan absorto en la contemplación de aquel espectáculo que acabó por perderse. Al encontrarse en medio de una nube de vapor, comenzó a llamar a gritos a su amo, que volvió por él dando grandes zancadas y lo tomó de la mano.
Chula y Senenmut los esperaban en un rincón, al lado de tres losas mortuorias cubiertas con sendas sábanas identificadas con jeroglíficos. Senenmut hizo chasquear los dedos, y Chula retiró la sábana que cubría el cadáver más cercano a ellos. Amerotke se tapó la boca de forma instintiva.
—Éste es Ipúmer —declaró el sacerdote.
A pesar de la labor llevada a cabo por embalsamadores y médicos, el cuerpo del escriba había comenzado a descomponerse, no tanto por el paso del tiempo como por el espantoso veneno que había ingerido.
—El tósigo ha seguido actuando sobre los órganos vitales aun después de muerto —señaló Chula—, pues la detención del riego sanguíneo no ha hecho sino aumentar sus efectos nocivos.
El magistrado observó el rostro hinchado del cadáver: su palidez se había teñido de cierto matiz verde oscuro, y tenía un ojo abierto. La piel de su torso había quedado hollada por el profundo tajo encarnado que le habían practicado desde el cuello hasta la entrepierna a fin de extraer sus órganos y colocarlos en canopes.
—¿Puede haber hecho esto el veneno? —preguntó Shufoy, a quien se hacía difícil incluso tragar saliva.
—Por supuesto. Cada sustancia es única —informó Chula—. Ésta descompone el cadáver; otras, hechas a partir de minerales, lo conservan. Ipúmer murió envenenado: nadie puede negarlo.
El segundo cadáver no era menos desagradable. El cuerpo del general Balet se hal aba tumbado en la losa en una postura un tanto desgarbada. También en este caso los embalsamadores habían hecho cuanto estaba en sus manos. Las cuencas sin vida de sus ojos se hallaban vendadas con un paño blanco, en tanto que un casquete ajustado de cuero mantenía oculta la mayor parte de la herida que había sufrido en el lado izquierdo del cráneo.
—Ya he visto suficiente —aseguró Amerotke—. ¿Cómo sucedió?
—Balet formaba parte de las Panteras del Mediodía —indicó Senenmut—, quienes poseen su propia capilla privada en este templo dedicada a sus magníficas hazañas. De niños, Amerotke, tú y yo nos maravillábamos ante los relatos de sus heroicidades.
El juez asintió.
—El día de su asesinato —prosiguió el gran visir— era uno de los malditos por Set, considerados infaustos. Como era de esperar —añadió con sequedad—, no fueron muchos los peregrinos que vinieron al templo. Al parecer, Balet decidió visitar la Capilla Roja, como la llaman, para rezar y reflexionar sobre las grandes gestas de sus compañeros. Se trataba de algo muy habitual en ellos.
—¿Tenía enemigos en Tebas? —quiso saber Amerotke.
—No. Balet era viudo y tenía dos hijos crecidos. Era un hombre rico, pero consagraba por entero su vida al pasado. Este hecho lo hacía taciturno e introvertido. Según Shishnak y su esposa, Neferta, lo encontraron solo en la capilla, sin nadie más a su alrededor. Cuando regresaron allí alrededor de la hora del sacrificio, la puerta estaba entreabierta; así que entraron. Te voy a enseñar el lugar. La capilla parecía un campo de batalla. El cadáver de Balet estaba tirado en medio de un charco de sangre con un golpe terrible en la cabeza. —Señaló los cortes y las magulladuras, que a la sazón habían sido rellenados de cera y recubiertos con pasta—. El viejo guerrero no estaba dispuesto a regalar su vida, e hizo lo posible por defenderse. —Tomó la muñeca del muerto y la sostuvo en alto.
Amerotke pudo ver los cortes que presentaba en la palma de la mano con la que Balet había tratado de sujetar la hoja del asaltante.
—¿Robaron algo?
—No. Lo primero en lo que pensó Shishnak fue en que tal vez se habrían llevado los famosos cálices de alacrán, que forman parte de la leyenda; pero los tres seguían en su sitio. En el interior de todos ellos había sangre de Balet, como si el asesino hubiese querido hacer una ofrenda al pelirrojo Set.
—¿Un asesinato ritual?
El magistrado observó la pintura del muro más cercano al lugar en que se encontraban, que reproducía una escena del Libro del Día y de la Noche: los devoradores de ultratumba vomitando llamas sobre las tumbas de los pecadores bajo la supervisión de Horus, apoyado en su báculo. Debajo podía leerse: EL QUE QUEMA MILLONES.
—¿Qué piensas, mi señor Amerotke?
—El asesinato ritual es tan frecuente en Tebas como el robo. Estoy seguro, mi señor Senenmut, de que el guardián de los muertos se mostrará de acuerdo conmigo.
—Cierto —declaró Chula—. Algunos crímenes se deben a arrebatos tales como los que pueden surgir durante una pelea en una cervecería o el de un marido que descubre que su esposa le ha sido infiel. —A su rostro delgado asomó una sonrisa cuando añadió—: O viceversa. Con todo, no es extraño que traigan cadáveres que presentan signos extraños, como ciertas partes de su cuerpo cercenadas o una maldición garabateada en un trozo de papiro e introducida en la boca del muerto.
—¿Y es normal que tengan los ojos arrancados? —preguntó Senenmut.