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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (30 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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-H
ola, Annika. Paula ha estado llamándome, pero ahora no la localizo. —Patrik estaba ante la puerta de Fristad, tapándose el oído izquierdo con el dedo mientras escuchaba por el derecho. Aun así, el ruido del tráfico se oía tanto que le costaba entender lo que le decía Annika.

»¿Cómo? ¿En la escuela? Espera, no te he oído bien… Cocaína. De acuerdo, comprendo. Ajá, en el hospital de Uddevalla.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Martin.

—Unos niños de primero de primaria de Fjällbacka han encontrado una bolsa de cocaína y la han probado. —Patrik parecía muy preocupado mientras se dirigían al coche.

—Joder. ¿Y cómo están?

—Ingresados en el hospital de Uddevalla pero, al parecer, fuera de peligro. Gösta y Paula están con ellos ahora mismo.

Patrik se sentó al volante y Martin a su lado. Se pusieron en marcha, Martin iba mirando por la ventanilla, reflexionando.

—Niños de primero. Y uno cree que estarán a salvo en la escuela, sobre todo en Fjällbacka. No es un barrio problemático de una gran ciudad, y aun así, no están seguros. No hace falta más para morirse de miedo.

—Lo sé. No es como en nuestra época, desde luego. O bueno, la mía… —dijo sonriendo a medias. Después de todo, él y Martin se llevaban bastantes años.

—Creo que se puede decir lo mismo de mis años de escuela —dijo Martin—. Aunque ya usábamos la calculadora en lugar del ábaco.

—Ja, ja, ja, muy gracioso.

—Todo era tan sencillo entonces… Jugábamos en el patio a las canicas o al fútbol. Éramos niños. Ahora parece que todo el mundo tiene demasiada prisa en llegar a la edad adulta. Tienen que follar y que fumar y que beber, y todo lo habido y por haber antes de empezar secundaria.

—Pues sí —dijo Patrik, y sintió una angustia enorme en el pecho. El tiempo pasaría como un suspiro y Maja empezaría la escuela; y sabía que Martin tenía razón. No era como en sus tiempos. No quería ni pensarlo. Quería que Maja fuera pequeña tanto como fuera posible, que se quedara en casa hasta que cumpliera los cuarenta—. Pero me parece que la cocaína no es lo más habitual —dijo, más que nada para consolarse.

—No, ha sido el colmo de la mala suerte. Menos mal que parece que están bien. Podrían haber acabado muy mal.

Patrik asintió.

—¿No vamos a ir al hospital? —preguntó Martin cuando Patrik tomó el acceso a la ciudad, en lugar de tomar la E6.

—Doy por hecho que Paula y Gösta se arreglarán solos. Llamaré a Paula para comprobarlo, pero me gustaría hablar con el actual inquilino del piso de Mats y con los demás vecinos, ya que estamos aquí. Es un poco absurdo tener que volver.

Martin escuchaba expectante mientras Patrik hablaba con Paula, que por fin había respondido. Al cabo de unos minutos, colgó el teléfono.

—Lo tienen controlado, así que podemos hacer lo que teníamos pensado. Podemos pararnos un momento en el hospital de camino a casa, si aún siguen allí.

—Bien. ¿Sabían algo de dónde la habían encontrado?

—En una papelera, delante del bloque de Mats Sverin.

Martin guardó silencio un instante.

—¿Tú crees que está relacionado?

—¿Quién sabe? —Patrik se encogió de hombros—. Como ya sabemos, en ese barrio viven unas cuantas personas que podían tener cocaína. Pero es curioso que la encontraran precisamente delante del portal de Sverin.

Martin se asomó un poco para leer los indicadores.

—Tienes que entrar por ahí. Erik Dahlbergsgatan. ¿Qué número era?

—Cuarenta y ocho. —Patrik frenó en seco al ver a una anciana que cruzaba el paso de cebra a paso de tortuga. Esperó impaciente hasta que la mujer pasara al otro lado, y salió derrapando.

—Oye, tómatelo con calma. —Martin se apoyó en la puerta.

—Ahí está —dijo Patrik impasible—. El número cuarenta y ocho.

—Pues esperemos que haya alguien en casa. Quizá deberíamos haber llamado antes.

—Bueno, llamamos, a ver si tenemos suerte.

Salieron del coche y se encaminaron al portal. Era un bonito edificio antiguo de piedra cuyos apartamentos seguramente tendrían molduras y suelos de madera.

—¿Cómo se llamaba el inquilino? —preguntó Martin.

Patrik sacó un papel del bolsillo.

—Jonsson, Rasmus Jonsson. Y es el primer piso.

Martin asintió y llamó al timbre del portero automático, junto al cual aún se leía el nombre de Sverin. Casi de inmediato, se oyó un carraspeo y una voz que preguntaba:

—¿Sí?

—Somos de la Policía. Nos gustaría hablar con usted. ¿Sería tan amable de abrirnos? —Martin habló lo más claro posible cerca del micrófono.

—¿Por qué?

—Se lo explicaremos arriba. ¿Tendría la bondad de abrirnos?

Oyeron que colgaba el telefonillo y, acto seguido, un zumbido en la puerta.

Subieron al primer piso y examinaron las placas con los nombres.

—Es aquí —dijo Martin, señalando la puerta de la izquierda.

Llamó al timbre y retrocedieron un poco al oír los pasos que se acercaban por el pasillo. Abrieron con la cadena de seguridad echada. Un joven de unos veinte años miraba suspicaz por la rendija.

—¿Eres Rasmus Jonsson? —preguntó Patrik.

—¿Quién pregunta?

—Como te hemos dicho, somos de la Policía. Se trata de Mats Sverin, el que te alquiló el apartamento.

—¿Ajá? —respondió con un tono rayano en la impertinencia, y seguía sin quitar la cadena.

Patrik notó que empezaba a irritarse y miró al joven con encono.

—O nos dejas entrar para que podamos hablar tranquilamente, o hago unas llamadas que supondrán un registro del apartamento y que te pases en comisaría el resto del día de hoy y quizá también parte de mañana.

Martin lo miró. No era propio de él andarse con amenazas vanas, no tenían ningún motivo ni para el registro ni para interrogar a Jonsson en comisaría.

Se hizo el silencio unos segundos. Hasta que el joven quitó la cadena.

—Fascistas de mierda. —Rasmus Jonsson se hizo a un lado en el recibidor para dejarles paso.

—Sabia decisión —dijo Patrik. Notó en el aire el olor denso del hachís y comprendió por qué el joven se había mostrado reacio a abrirle a la Policía. Cuando entraron en el salón y vieron las pilas de literatura anarquista y los carteles de la misma tendencia en las paredes, lo comprendió mejor aún. Era obvio que se encontraban en territorio enemigo.

—No os acomodéis demasiado. Estoy estudiando y no tengo tiempo que perder. —Rasmus se sentó junto a un escritorio no demasiado grande, atestado de libros y cuadernos.

—¿Qué estudias? —preguntó Martin. No solían encontrarse con muchos anarquistas en Tanumshede, y sentía verdadera curiosidad.

—Políticas —dijo Rasmus—. Para comprender mejor cómo hemos llegado a esta mierda, y cómo podríamos cambiar la sociedad. —Parecía que estuviera dando clase a los de primero, y Patrik lo miró divertido. Se preguntaba cómo influirían los años y la realidad en los ideales de aquel joven.

—¿Le alquilas el apartamento a Mats Sverin?

—¿Por qué? —dijo Rasmus. El sol entraba por la ventana del salón y Patrik cayó en la cuenta de que era la primera vez que conocía a un pelirrojo con el mismo tono que Martin. Pero Rasmus, además, tenía barba, así que la impresión era más intensa todavía.

—Repito, ¿le has alquilado el apartamento a Mats Sverin? — La voz de Patrik sonaba serena, pero sentía que estaba a punto de perder la paciencia.

—Sí, es verdad —dijo Rasmus muy a disgusto.

—Pues siento tener que comunicarte que Mats Sverin está muerto. Asesinado.

Rasmus se quedó perplejo.

—¿Asesinado? ¿Qué coño queréis decir? ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

—Nada, esperemos, pero estamos tratando de averiguar más datos sobre él y sobre su vida.

—Yo no lo conozco, así que no puedo ayudaros.

—Eso lo decidimos nosotros —dijo Patrik—. ¿Estaba amueblado el apartamento?

—Sí, todo lo que hay aquí es suyo.

—¿No se llevó nada?

Rasmus se encogió de hombros.

—No creo. Es verdad que embaló lo más personal, fotos y esas cosas, pero lo tiró todo en el contenedor. Quería deshacerse de toda la basura del pasado, me dijo.

Patrik miró a su alrededor. Allí había tan pocos objetos personales como en el apartamento de Fjällbacka. Aún ignoraba por qué, pero algo había impulsado a Mats Sverin a empezar de cero. Se volvió otra vez a Rasmus.

—¿Cómo encontraste el apartamento?

—Un anuncio. Quería quitárselo de encima rápidamente. Creo que le habían dado una tunda y quería largarse de aquí.

—¿Te contó algo más sobre ese asunto? —intervino Martin.

—¿Sobre qué?

—Lo de la tunda —insistió Martin armado de paciencia. La fuente del aire dulzón que flotaba en el ambiente no despertaba precisamente los sentidos del joven.

—Pues no, no exactamente. —Rasmus arrastraba las palabras, y Patrik notó que se reavivaba su interés.

—¿Pero?

—¿Cómo que pero? —Rasmus empezó a girar la silla de un lado a otro con movimientos tensos.

—Si sabes algo de la agresión a Mats, te agradeceríamos mucho que nos lo contaras.

—Yo no colaboro con la pasma. —Entornó los ojos como con rabia.

Patrik respiró hondo para calmarse. Aquel muchacho lo sacaba de quicio, desde luego.

—La oferta sigue en pie. O una conversación agradable con nosotros, o todo el repertorio de registro y visita a la comisaría.

Rasmus se quedó quieto en la silla. Suspiró.

—Yo no vi nada, así que no tenéis nada con lo que retenerme y marearme. Pero preguntadle al viejo Pettersson, el del piso de arriba. Él sí parece que vio más de una cosa.

—¿Y por qué no se lo contó a la Policía?

—Eso tendréis que preguntárselo a él. Yo solo sé que aquí todo el mundo va diciendo que él sabe algo. —Rasmus apretó los labios y comprendieron que no le sacarían nada más.

—Pues gracias por la ayuda —dijo Patrik—. Aquí tienes mi tarjeta, por si te acuerdas de algo.

Rasmus miró la tarjeta que Patrik le ofrecía, la sujetó entre el pulgar y el índice, como si apestase. Luego la dejó caer en la papelera con todo el descaro.

Patrik y Martin sintieron un gran alivio cuando salieron al rellano y dejaron el apartamento y el ambiente cargado de olor a porro.

—Menudo elemento —dijo Martin meneando la cabeza.

—Bueno, ya le enseñará la vida —dijo Patrik, con la esperanza de no haberse vuelto tan cínico como parecía.

Subieron al piso de arriba y llamaron a la puerta donde se leía «F. Pettersson». Un hombre mayor les abrió.

—¿Qué quieren? —Sonó tan irritado como Rasmus, el del piso de abajo. Patrik se preguntó si no habría algo en el agua del bloque que afectara al humor de los vecinos. Todos parecían haberse levantado con el pie izquierdo.

—Somos de la Policía y querríamos hacerle unas preguntas sobre el antiguo inquilino, Mats Sverin, el que vivía en el piso de abajo. —Patrik sintió que se le agotaba la paciencia con viejos cascarrabias y anarquistas malhumorados, y tuvo que hacer un esfuerzo por mantener la calma.

—Mats, sí, era un buen muchacho —dijo el hombre sin hacer amago de dejarlos pasar.

—Le agredieron aquí fuera antes de que se mudara.

—La Policía ya estuvo aquí preguntando. —El hombre dio un golpe con el bastón en el suelo. Pero Patrik aprovechó un momento de vacilación para dar un paso adelante.

—Tenemos motivos para creer que sabe más de lo que le ha contado a la Policía hasta ahora.

Pettersson bajó la vista y señaló con la cabeza al apartamento.

—Entren —dijo, y echó a andar pasillo adelante, arrastrando los pies. Aquel apartamento no solo era más luminoso que el de abajo, sino también más agradable, decorado con muebles clásicos y cuadros en las paredes.

»Siéntense —dijo señalando con el bastón el sofá de la sala de estar.

Patrik y Martin se sentaron y se presentaron. El hombre les explicó que la «F» de la puerta era de Folke.

—No tengo nada que ofrecerles —dijo Folke, con un tono mucho más dócil.

—No importa; de todos modos, tenemos un poco de prisa — dijo Martin.

—Bueno, como le decíamos —Patrik carraspeó un poco—, por lo que nos han dicho, usted sabe mucho de lo que ocurrió cuando agredieron a Mats Sverin.

—Bueno, mucho no sé yo… —dijo Folke.

—Es importante que nos diga la verdad. Mats Sverin ha muerto asesinado.

Patrik experimentó cierta satisfacción mezquina al ver la expresión consternada del hombre.

—No es posible.

—Pues sí, por desgracia, y si tiene algo más que contar sobre el ataque que sufrió, se lo agradecería mucho.

—Ya, lo que pasa es que uno no quiere inmiscuirse. A saber qué puede ocurrírsele a esa gente —dijo Folke, y dejó el bastón en el suelo, a sus pies. Cruzó las manos en las rodillas; de repente, parecía viejo y cansado.

—¿A qué se refiere al decir «esa gente»? Según la información que el propio Mats aportó a la Policía, le atacó una pandilla de jóvenes.

—¡Jóvenes! —resopló Folke—. Desde luego, jóvenes no eran. No, era gente con la que más vale no tener trato. No me explico cómo un buen muchacho como Mats se relacionaba con ellos.

—¿A quién se refiere? —dijo Patrik.

—Moteros.

—¿Moteros? —Martin miró desconcertado a Patrik.

—Sí, los que aparecen en los periódicos. Los Hells Angels y Banditerna y todos esos.

—Se llaman Bandidos —lo corrigió Patrik sin pensarlo, mientras empezaba a darle vueltas a la cabeza—. Vamos a ver si he entendido, a Mats no le agredió una pandilla de chicos, sino una pandilla de moteros, ¿no?

—Pues sí, eso es lo que he dicho, ¿es que está sordo, muchacho?

—¿Y por qué mintió a la Policía y dijo que no había visto nada? Según me informaron, ninguno de los vecinos vio nada. —Patrik se sintió embargado por una amarga frustración. Si hubieran sabido aquello desde el principio…

—Hay que andarse con cuidado y no tener nada que ver con esa gente —insistió Folke—. Yo no tenía nada que ver con eso, y no hay que inmiscuirse en los asuntos de los demás.

—¿Y por eso dijo que no había visto nada? —Patrik no pudo ocultar el desprecio en la voz. Era una de las cosas que más le costaba aceptar, la gente que lo veía todo y que luego se encogía de hombros aduciendo que lo que habían presenciado no era asunto suyo.

—No hay que tener tratos con esa gente —repitió Folke, sin mirarlos a los ojos.

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