El Templo de los Lamas
(Yonghegong), el Palacio de la Armonía y de la Paz, está en Yonghegong Dajic. Este grupo de edificios fueron levantados a finales del siglo XVII. Atravieso la senda de entrada y, pasada la Puerta de la Armonía y de la Paz, me voy encontrando con pabellones con estelas sobre tortugas; la Sala de los Reyes Celestiales, con la estatua sonriente de Buda Maitreya (del Futuro) rodeado de las estatuas de los cuatro Reyes Celestiales, que protegían la entrada al templo de las personas impuras; la Sala de la Armonía y de la Paz (Yonghe Dian), con las estatuas de los Budas de las Tres Edades: Sakyamuni, el pasado; Amithaba, el presente; y Maitreya, el futuro; los cilindros tibetanos con los rezos; la Sala de la Rueda de la Ley (Falundian) y, finalmente, la Sala del Pequeño Potala, donde se encuentran los tronos del Dalai Lama y el Panchen Lama. De nuevo vuelvo a atravesar los diferentes patios y retorno a la Sala de los Reyes Celestiales, a plantarme frente a la estatua sonriente de Buda Maitreya. El olor del incienso es tan grande que quedo prendido como dentro de una jaula. El incienso se quema tres veces. La primera para el cielo, la segunda para la tierra y la tercera vez para lo que se denomina como tres luces: el sol, la luna y las estrellas.
Como Confucio o Cristo, Buda no escribió absolutamente nada y su doctrina se basa en un conjunto de tradiciones orales convergentes llevadas a cabo por los discípulos. Murió a una edad avanzada en Kushinagara, alcanzando al fin la paz eterna de la extinción completa (Parinirvana), seguro de no volver a renacer. Fue alrededor del año 48o antes de Cristo. «He aquí, en verdad, oh monjes, la noble verdad del dolor: el nacimiento es dolor, la vejez es dolor, la enfermedad es dolor, la muerte es dolor, la unión con lo que uno odia es dolor, la separación de lo que se ama es dolor, no obtener lo que se desea es dolor; en resumen, los cinco agregados del apego son dolor. He aquí también, en verdad, oh monjes, la noble verdad del origen del dolor: es la sed que lleva a renacer, acompañada del apego al placer, que se regocija aquí y allá, es decir, la sed del deseo, la sed de la existencia, la sed de la inexistencia. He aquí, en verdad, oh monjes, la noble verdad del cese del dolor: lo que es cese y desapego total de esta misma sed, el abandonarla, el rechazarla, el hecho de liberarse de ella, de no tenerle ya apego. He aquí también, en verdad, oh monjes, la noble verdad del camino que lleva al cese del dolor: el Noble Sendero Óctuple, a saber: la opinión correcta, la concentración correcta…» Son parte de las palabras que Buda pronunció en el Sermón de Benarés. Era un lugar tranquilo, frecuentado por los gamos y por los ascetas. Allí fue donde logró convencer a sus primeros discípulos. Este sermón comenzó las predicaciones de Buda y fundó la primera comunidad de monjes. El Bienaventurado habló de cuatro realidades o cuatro verdades: el dolor, su origen, su cese y la vía que lleva a éste. ¡Todo es dolor!
(Sarvam duhkham)
. ¿Alguien aún puede dudarlo? Nadie escapa de él. El dolor es inherente a la existencia. Buda, en el Sermón de Benarés, definió el origen del dolor (Samudaya) como «la sed, que lleva a renacer una y otra vez, junto con el apego al placer, encontrando placer aquí y allá; es la sed del deseo, la sed de la existencia, la sed de la inexistencia…». El cese del dolor (Nirodha) vendría a través del cese de las fuentes de esa sed: el deseo, el odio, el error.
Para rechazar la concupiscencia —quizá la principal fuente de dolor— Buda recomendaba la «creación mental de lo horrible», por ejemplo, fijar el pensamiento sobre la imagen de un cadáver o cadáveres putrefactos, devorados por los gusanos, a punto de ser esqueletos. Eso mismo se cuenta que le pasó a Buda y provocó su drástica toma de postura frente al mundo. Su vida había sido feliz hasta que un día se cruzó sucesivamente con un anciano, un enfermo, un asceta y un cadáver. Al descubrir así los tres principales aspectos del dolor humano y después la serenidad del religioso que nada posee, huyó de su vida anterior y se dedicó a buscar el origen y el cese del dolor.
Miro la estatua de Buda Maitreya y pienso que tiene razón. El dolor existe como configuración del mundo, pero nosotros ayudamos a su extensión. Pero suprimir el dolor, prescindiendo de todo, sería como prescindir de la vida misma. Aplacar las pasiones, conseguir la quietud del espíritu, cultivar la mente mediante la meditación y la concentración. Incluso el mismo budismo reconoce que es relativamente más fácil liberarse de los defectos intelectuales que de los vicios de la sensibilidad más profundamente enraizados en el ser. Un hombre rectificará sus ideas si le demuestran que eran equivocadas, pero las pasiones irracionales son más difíciles de educar. Los monjes utilizan toda la vida para alcanzar estas virtudes; los laicos, aún a sabiendas de su verdad y beneficio, preferirán el dolor a cortar de manera tajante esos vínculos con las varias razones de la vida. Los monjes incluso eran responsables de los malos pensamientos que se les aparecían en los sueños. Evidentemente, la tranquilidad del cuerpo y del espíritu permite al pensamiento fijarse y concentrarse en su objetivo. Pero ¿vale la pena abandonar la felicidad, la alegría, el conocimiento, el afecto? Conocer el mundo, disfrutar de él como un bien y no como un mal, exige participar de lo bueno y de lo malo, pero ¿aislarse absolutamente de ambos? Todo es dolor y todo se encamina hacia él, pero debemos asumirlo como una parte esencial de nosotros mismos. El monje se aleja de los deseos y de los malos pensamientos y, en la tercera meditación, «tras abandonar la felicidad y el dolor, luego de hacer desaparecer la alegría y la tristeza, alcanza la cuarta meditación, que es pureza perfecta de atención e indiferencia, sin placer y sin dolor, y en esta meditación vive». ¿Vive? Estar durmientes en vida, ¿eso es vivir? El hombre es un ser puro e impuro, es un ser sano y enfermo. Yo no me imagino estar vaciado del espíritu, dar por finalizada la conciencia, pasar la vida contemplando largamente el espacio vacío del infinito, alcanzar el dominio de la nada y comprobar que ni siquiera ella existe y, por último, «dejando completamente atrás la nada, permanecer allí donde ya no hay noción ni ausencia de noción». Es decir, el camino hacia la muerte en vida. Y sin embargo, cuán admirable es este esfuerzo por venir de la nada y volver a ella sin conciencia del existir, que también existe. Y sin embargo cuán admirable es venir del no dolor y volver a él sin conciencia de que existe y es parte de la propia vida. Alejarse de toda preocupación intelectual o afectiva, liberarse de las ideas equivocadas o frívolas, de los sentimientos de deseo, de odio, etc., y sosegar el espíritu. ¿No es eso también dolor? El dolor existe tanto al vaciarse del espíritu como al llenarse de él. Miro al Buda Maitreya. Sonríe perpetuamente con una sonrisa cínica. Él, que erró por tantos lugares, que fue asceta, que vistió humildes harapos, se encuentra ahora en medio del lujo, coronado como un emperador, adorado como un dios que nunca quiso ser, rodeado de un ritual y un culto que nunca quiso tener. La vida de Buda y de sus seguidores fue nómada. Luego construyeron templos y se hicieron sedentarios aunque conservaron el gusto por los viajes.
Miro al Buda Maitreya. ¡Todo es dolor!, «ni en el espacio celeste, ni en el fondo del océano, ni en una cueva de las montañas: ¿se podría encontrar un lugar donde el que allí se encuentre no pueda ser vencido por la muerte?». Y la muerte ¿no es dolor? Nadie puede evadirse de ella, ni siquiera los monjes, ni siquiera el hombre que se haya vencido a sí mismo. El único nirvana se encuentra en lo no-nacido, en lo no-transformado, en lo no-hecho, en lo no-compuesto. Pero quienes hemos visto el mundo y llegado hasta los pies del Buda Maitreya somos nosotros mismos dolor y también cura, pero nunca ausencia de dolor. ¡Serenidad imperturbable! ¡Cuánto daría por tenerla! Enciendo el incienso, coloco unas flores, y salgo hacia el
hutong
de la vida, tan mezquino pero tan deseoso de ser vivido. Y al avanzar por la calle, me detengo y miro hacia atrás, hacia la puerta de tres hojas y el sendero de árboles y parterres que siempre está a la espera.
En Lingguansi, el Templo de la Luz Divina
, uno de los ocho templos del parque de Badachu, me dicen que se conserva una reliquia de Buda. Como siempre me han entusiasmado estos
souvenirs
, acepto la propuesta de ir a verla. Parece ser que de los dientes de Buda Sakyamuni sólo se conservan dos. Uno se mandó a Ceilán. El otro tuvo varios destinos antes de llegar al lugar donde ahora se custodia debido a las persecuciones al budismo. La reliquia se guardó dentro de una caja de madera de áloe que luego se depositó en el interior de un arcón de piedra. Después de sellarse, se enterró bajo la base de la pagoda de diez pisos erigida para albergarla. Esta pagoda sufrió los efectos de la guerra entre las tropas extranjeras occidentales y los bóxers, y medio se derrumbó. El arcón quedó sepultado y desaparecido. Tiempo después los sacerdotes lo encontraron y volvieron a guardarlo en otra nueva pagoda, más alta que la anterior. Ahora el diente está depositado dentro de una caja de oro con incrustaciones de diamante. Los miles de visitantes rezan mientras dan vueltas alrededor de las ruinas de la vieja pagoda y de la nueva, de trece pisos. La muela es bastante grande para ser la de un humano, aunque la leyenda afirma que Buda era un hombre grande y robusto. También por aquí hubo animales prehistóricos y, como en la antigüedad clásica grecolatina, se les atribuyeron atributos de los dioses. ¿Quizá es de Buda, quizá es de un dragón? Yo lo veneré como un peregrino más, pues no soy ningún científico y mi única certeza en temas religiosos es la duda. A la vieja pagoda se la conoce como Zhaoxianta, la Pagoda para Invitar a los Inmortales. Los seguidores de Buda tomaron algunas costumbres indias y por eso se produjo un culto a las reliquias del maestro. Las cenizas del fundador y sus discípulos se consideraron como talismanes. Los ricos mercaderes las llevaban en sus viajes y los príncipes guerreros hacían lo mismo cuando partían a una batalla. Los más humildes las consideraban una protección contra las enfermedades, el hambre y los accidentes. Estos despojos santos se utilizaban egoístamente, violando los propios principios de esta religión, basados en el desapego de todos los bienes terrenos. Las reliquias estaban formadas por partes del cuerpo de Buda: cenizas, uñas, cabellos, etc. Se conservaban en unas urnas de orfebrería, que solían encerrar en macizas construcciones de ladrillo, derivadas de los túmulos funerarios, los
stupa
. El culto consistía en muestras de respeto, saludos, genuflexiones, vueltas alrededor del monumento, ofrendas de flores, perfumes, alimentos, cánticos, músicas y danzas. No se rezaba porque jamás se le reza a Buda. Él y sus discípulos rompieron para siempre toda relación con los hombres y los bienes materiales, cuyo carácter pasajero e ilusorio demostraron, y de los que nos recomendaron huir. Ante las reliquias sólo cabe meditar, nunca pedir. La personalidad del sabio fue reconstruida posteriormente, atribuyéndole poderes sobrenaturales que nunca tuvo.
Al Pekín de hoy
le sucede como a Berlín. Es todavía una ciudad donde convive el pasado más remoto, el más cercano y se vislumbra ya un futuro deslumbrador. Los viejos monumentos en pie, o sus ruinas, conviven con los grandes edificios que se están levantando por doquier. Los viejos barrios conviven con los nuevos, más limpios, más occidentales. Esperemos que esa prosperidad no acabe con el Pekín tradicional. No sé si a los pequineses les gusta ya, pero sí a los amantes de la idiosincrasia de cada país. Deberían conservarse esas calles retorcidas, esas casas viejas, los pozos y los jardines, los grandes espacios arbolados. Hemos separado a la naturaleza de nuestras vidas. Mala es una civilización que priva de la Tierra al hombre. Conservar el pasado en el futuro: ése es el reto de este gran país y de esta gran ciudad. Cao Zhi (en el siglo III) escribió estos versos tras regresar a su pueblo natal, Luoyang (antigua capital, situada en la provincia de Henan), tras estar ausente varios años: «Pienso en la casa en que viví tantos años: / se me encoge el corazón y no puedo hablar».
18. El Templo de los Antepasados
. «Pekín era exactamente como lo había imaginado: una inmensa ciudad medieval de cerca de un millón de habitantes y cuarenta kilómetros cuadrados, cuyos fosos y murallas custodiaban los palacios, las mansiones, los jardines, las tiendas y los templos de lo que, en tiempos, había sido el centro del mayor imperio del mundo.» Esta fue la impresión que tuvo David Kidd cuando llegó a la capital de China en el año 1946. Kidd (19271996) había estudiado lengua y cultura china en la Universidad de Michigan antes de completar los estudios en su propio país de origen, donde conoció a su esposa, Aimee Yu, perteneciente a la aristocracia Manchú. El autor de
Historias de Pekín
(la edición española está traducida por Marta Alcaraz) vivió cuatro agitados años (de 1946 al 1950), durante los cuales asistió al triunfo de la revolución. En su libro cuenta ese cambio de civilización y cómo repercutió en familias milenarias como la de su esposa. Hoy Pekín, más de seis décadas después de la anterior descripción, cuando yo la visito, ya no se parece en nada. Es una ciudad moderna que, poco a poco, fue modificando su pasado urbano y tragándose también gran parte del patrimonio histórico-artístico. El libro de Kidd es un elegíaco memorial, muy bien documentado y muy bien escrito, del que quisiera destacar uno de los capítulos, «Los antepasados». Para mí, el más significativo y emotivo.
Cuando uno de los familiares de Yu moría, se escribía su nombre sobre una placa de madera tallada y se dejaba sobre un altar levantado en la sala principal de la mansión. Allí se encontraban cuidadosamente distribuidos todos los nombres de los antepasados a quienes se les rendía culto. Estas tablillas, como relata Kidd, simbolizaban algo más que el simple recuerdo del difunto: «Eran el difunto mismo, y contenían una parte del espíritu de la persona fallecida». Pero estas tablillas de madera de ciprés o de enebro chino, protegidas con una funda, sólo tenían la obligación de ser veneradas aquí por tres generaciones. Muertos el hijo, el nieto y el bisnieto, el tataranieto heredaba la obligación de trasladar la tablilla al templo ancestral, donde descansaban los más antiguos miembros del clan. Kidd confiesa que sintió una gran curiosidad por conocer este lugar, pues no era muy habitual que una familia china tuviera un templo dedicado a los antepasados, además del altar levantado en la casa. El templo ancestral se encontraba a orillas del más septentrional de los siete lagos de Pekín. El norteamericano ya notó que esta antigua costumbre se había relajado en las últimas generaciones, «a ninguno de los miembros vivos de la familia parecía importarles gran cosa sus venerables ancestros, pero el orgullo y la buena fe los obligaban a respetar las cláusulas principales del contrato que vincula a los vivos con los muertos». Aimee acompañó a David a ver el templo. Él recuerda que era una mañana clara de principios de verano. Tras coger un gran manojo de llaves, se subieron a un par de
rickshaws
y emprendieron una veloz marcha hasta bordear «un lago en cuya orilla más apartada se alzaban los ladrillos grises de la muralla del norte de la ciudad». David cayó en la cuenta de que aquel sitio era por donde entraban a la ciudad las aguas frías y cristalinas de la Fuente de Jade. Finalmente alcanzaron el templo cuyo aspecto era bastante «lastimoso». Lastimoso por fuera y por dentro. Las tablillas estaban cubiertas por varias capas de polvo y cientos de telarañas, «apoyadas en todas las direcciones, mantenían un equilibrio muy precario: muchas yacían de lado, otras se habían caído por los escalones y estaban tumbadas boca abajo. Parecía que un terremoto hubiera sacudido el altar. Sobre una larga mesa reposaban muchas vasijas ceremoniales —quemadores de incienso, candelabros, jarrones y demás receptáculos—, pero pocas estaban derechas. Aimee dijo que el viento que soplaba por las ventanas rotas era el causante de aquel desbarajuste». Todo estaba revuelto en el interior. De la gran decoración sólo quedaban jirones: de alfombras, de faroles y postes, de estatuillas budistas, de arpas y campanas de latón. Los carcomidos arcones lacados estaban repletos de rollos que contenían retratos de antepasados e historias de sus vidas. Ni siquiera Aimee sabía quiénes eran. Todos pertenecían a la familia Yu, pero eran ya unos desconocidos. Se hicieron unas obras de reparación sufragadas por los escasos fondos que la familia —muy venida a menos— aún disponía y Aimee le reconoció a David que, en el futuro, era muy poco probable que los Yu pudieran permitirse el lujo de mantener aquel lugar de la memoria.
Transcurridos varios meses desde la visita inicial, finalizadas las obras de rehabilitación, los familiares decidieron llevar a cabo una ceremonia para invocar a los difuntos que tuvo el simbolismo de una despedida definitiva del presente al pasado. Algunas semanas después David regresó, sin saberlo, acompañado de unos amigos que lo habían invitado a bañarse en la «nueva piscina popular». Al cruzar un puente de piedra se dio cuenta de que aquél era el camino que habían recorrido meses antes su mujer y él mismo. El templo había pasado a formar parte de las nuevas instalaciones deportivas abiertas por los revolucionarios, que no habían avisado de la oculta confiscación de esos terrenos. El templo estaba abierto y los jóvenes lo utilizaban como caseta de baño. David comprobó que muchas de las tablillas habían desaparecido mientras otras flotaban en medio de las aguas, sin que nadie percibiera esa violación de un recinto sagrado. Por la noche el relator de esta historia sufrió, en sueños, el asalto de los difuntos. Le echaban en cara la poca disposición para ayudarlos: «no pude responderles, y me desperté con el recuerdo del tintineo de sus antiguas coronas, del rasgueo seco de la seda al deslizarse y de su tristeza. En la habitación, la luz de la luna se colaba a través de las celosías y proyectaba dibujos geométricos: los dibujos de mi propia tablilla». Son inútiles los esfuerzos para retener la memoria. A pesar de que pueda sobrevivir a los siglos, está siempre pendiente de un incidente que la vuelva a ocultar por más siglos de los que brilló. La tía Quin, un personaje que Kidd pone como contrapunto racional a tanta fantasmagoría, dice en otro de los textos de este libro, titulado «Las casas, las personas, las mesas y las sillas» […]: «Todo se mueve, todo cambia siguiendo destinos que no se pueden alterar. Cuando unas cosas se transforman en otras, o cuando se pierden o se destruyen, lo único que podemos hacer es dejarlas marchar». Todo el mundo de los Yu desapareció bajo la revolución, pero de cualquier forma le hubiera pasado lo mismo. Cuando el autor de este libro regresó en 1981 a Pekín, todo había cambiado de mano, de lugar o incluso había desaparecido. Y no sólo la propiedad privada, «barajaron en alguna ocasión la posibilidad de demoler la Ciudad Prohibida y ocupar el corazón de la nueva China con bloques de oficinas». Afortunadamente no fue así y yo he podido pasear por entre sus grandes patios e inmensos palacios. Kidd cuenta cómo se encontraban, a su regreso, abandonados lugares tan emblemáticos y de incalculable valor artístico como el Altar del Cielo, donde contempló cómo un grupo de turistas norteamericanos se divertía jugando a la rayuela sobre las sagradas piedras: «La última casilla era el disco central, donde antaño sólo los emperadores de China se habían arrodillado para adorar al cielo». Afortunadamente hoy en día, avanzado ya el siglo las autoridades chinas guardan y conservan este patrimonio con esmero. Son conscientes de lo mucho perdido y del valor ingente de lo mucho que aún queda por rescatar y restaurar para asombro de los más cultos y respetuosos turistas de hoy. El libro de David Kidd está lleno de grandes evocaciones. Y en el texto al que me he referido se encierra el propio significado de la existencia humana.
Volveré a China, a Pekín para visitar el Valle de Longquan, la Colina de la Longevidad, en el Palacio de Verano, y el Manantial del Agua Sagrada, que asegura también una larga vida. Sigo las indicaciones que Confucio hacía a los altos cargos de la administración: «Si vuestro cargo os deja algún ocio, estudiad. Si el estudio os deja algún ocio, ejerced vuestro cargo».