Un hombre con un par de jaulas sobre el hombro, llenas de pájaros, avanza por la calle Haji Ali en Bombay. Es la una de la madrugada. De un taxi parado junto a la acera sale otro hombre más joven. Le dice que quiere comprárselos todos y le ofrece el dinero convenido. Luego vuelve a meterse en el coche, mientras el vendedor parte sin preguntar para qué. En el taxi hay una chica con aspecto de bailarina. Los ocupantes le piden al conductor que los deje solos un rato, que se vaya a dar un paseo, que se tome un zumo a cuenta de ellos y para eso el hombre le ofrece un billete. La muchacha contempla las jaulas donde los pájaros multicolores empiezan a inquietarse. Ambos comprueban que todas las ventanillas del auto están cerradas. Ella, con sus diminutas manos, va abriendo las puertas de las jaulas. Todos los pájaros salen volando y llenan el vehículo de chillidos escalofriantes. La bailarina añade más desconcierto con sus risas y anima a su galanteador a apresarlos. Mientras se divierten con este juego cruel, el ardiente amante trata de atrapar a su verdadera presa, que intenta en vano escaparse, como los pájaros. Pero también, como ellos, acaba por entregarse a su suerte. Al cabo de un rato se abre la puerta del taxi y media o una docena de pájaros muertos son arrojados a la acera. El taxista regresa y el coche reemprende su andadura por entre las calles mal iluminadas. Suketu Mehta, autor de un libro extraordinario,
City Maximum
, dedicado fundamentalmente a los bajos fondos de esta compleja ciudad, escribe que el dinero, el sexo, el amor, la muerte y la farándula son elementos dominantes de su existir cotidiano. «El crimen organizado en Bombay es único e irrepetible. Los ingresos de las bandas provienen de chantajes a cambio de protección, extorsiones, blanqueos de dinero, juego, contrabando, financiación de películas, prostitución a gran escala y drogas. Últimamente, las bandas de Bombay han hecho contactos con organizaciones terroristas de todo el subcontinente…» Mehta enumera muchos tipos de secuestros. Uno de ellos consiste en que a las víctimas que no consiguen ser rescatadas, se las arroja con los ojos vendados a unas pequeñas mazmorras repletas de serpientes. Afortunadamente yo leí este desasosegante libro de casi setecientas páginas poco después de regresar de uno de mis últimos viajes a la India. No me gusta la noche, por lo que difícilmente hubiera podido conocer a una de esas caprichosas bailarinas y bajar a los infiernos nocturnos de esta megalópolis. Cuando aterricé en el aeropuerto internacional Chhatrapati Shivaji, tronaba y había un cielo gris pálido. Luego comenzó a llover. Las infinitas gotas de agua eran movidas de aquí para allá por un leve pero persistente molino de viento. Era julio y el monzón dejaba ver su imperio. Durante todos mis días en Bombay la lluvia caía en grandes gotas compactas, cortinas de agua, mundos y universos de agua. Y yo, como tantos otros, en medio de esta catarata celeste, sin poder nada más que ver agua por doquier. Nunca he contemplado llover tanto y tan continuadamente. Y sin embargo la ciudad no se despoblaba, por el contrario, las calles continuaban llenas de gentes deambulando sin parar: sin paraguas, con el agua hasta las rodillas y empapadas sus leves y transparentes ropas de verano. El calor húmedo mojaba más que la propia lluvia.
Camino del Hotel Taj Mahal comencé a ver una presencia inquietante, una especie de cuervos negros, con largos picos y plumas brillantes. Parecían estar muy bien alimentados. Sobrevolaban la Gateway of India, un arco del triunfo levantado en el año 1924 por el arquitecto George Wittet (1878-1926), con motivo de la visita del rey Jorge V en 1911. Bajo él desfilaron las últimas tropas coloniales británicas para embarcar en el navío
Empress of Australia
. El hotel es como un palacio de las mil y una noches. Mi habitación da justo frente a ese arco, y al puerto oculto por cortinas infinitas de agua. Estoy en el barrio del Fuerte, el antiguo barrio británico. Los edificios públicos de Bombay bajo la dominación británica, en la tercera década de la época victoriana, se inspiraron en la arquitectura gótica. No tenía nada que ver con un sentimiento cristiano, sino con lo elegante y el buen gusto. Neogótico mezclado con aderezos autóctonos que le dan una estética muy original. Entre los pórticos con columnas de los edificios victorianos de este barrio, corre un tráfico incontrolable. Aquí está la terminal ferroviaria de Chhatrapati Shivaji, aquí están los tribunales, la universidad. La arquitectura contemporánea de Bombay deja mucho que desear. La imagen de la urbe la siguen dando estos viejos edificios y las calles con las mansiones a la europea, muchas de ellas en un lamentable estado de abandono. Entro en la antigua terminal ferroviaria de Victoria, ahora rebautizada como Chhatrapati Shivaji, por donde caminó tantas veces Kipling con sus personajes, y dentro llueve sólo un poco más moderadamente que en la calle. Fue levantada, en la década de los ochenta del siglo XIX, en piedra arenisca roja. Está barrocamente decorada, tanto en su fachada como en el interior. Neogótica, mezclada con los estilos arquitectónicos indios tradicionales. En el 2004 pasó a formar parte del patrimonio histórico universal de la Unesco. Sin embargo, llueve dentro y todo está desvencijado, sucio y maloliente. A mí no me importa, pues no soy un turista y en cada sitio donde me encuentro lo considero tan mío como si de allí fuere. Hay miles de personas. Y son más las que están en holganza que las que embarcan en viejos trenes abigarrados hasta en los techos. «En Bombay, si una mañana se te hace tarde para ir al trabajo y llegas a la estación justo cuando el tren está dejando el andén, puedes correr hacia los abarrotados vagones y siempre encontrarás muchas manos alargadas para ayudarte a subir, abriéndose hacia fuera como pétalos. Mientras corres al lado del tren, te cogerán y alrededor de ti harán un espacio minúsculo para que pongas los pies en el borde de la puerta abierta. El resto depende de ti […]. Y en el momento del contacto físico, no saben si la mano que están cogiendo es de un hindú, musulmán, cristiano, brahmán o intocable, si naciste en esa ciudad o acabas de llegar esta mañana, si vives en Colina Malabar, en Nueva York o en Jogeshwari […]. Todo lo que saben es que estás tratando de llegar a la ciudad de oro, y eso les basta. “Suba”, dicen. “Le haremos sitio”», escribe Suketu Mehta. Esta solidaridad innata se manifestó pocos días después de estar yo allí, cuando estallaron en unos trenes varias bombas y murieron cientos de personas. El terrorismo musulmán proviene de los viejos conflictos indo-pakistaníes. En esta ciudad la proporción de musulmanes es 1,5 veces mayor que en el resto del país; los musulmanes son aquí más del 17% de la población de la ciudad. En toda la India el número de musulmanes es de ciento veinte millones, el 12% de la población total. Eso convierte a este país en el segundo de población musulmana más grande del mundo. Medio siglo después de la partición sigue habiendo más islamistas en la India que en Pakistán. Las tensiones entre la comunidad hindú y musulmana son muy grandes. Los musulmanes de Bombay —como los del resto de la India— pertenecen a diferentes sectas tampoco muy bien avenidas entre sí: shiíes, suníes, dawoodi bhoras, ismaelíes, deobandíes, barelvíes, memons, moplash, ahmadiyas y un largo etc.
En la vieja estación Victoria, una persona como yo es un espectáculo gratuito. Grupos de hombres, pues apenas hay mujeres en los lugares públicos, me van siguiendo. Si miro hacia el techo, ellos miran. Si me adentro por los andenes, ellos se adentran, haciendo aún más imposible el caminar de los apresurados viajeros. Si le hago una pregunta a un policía o a una taquillera, ellos después los interrogan y todos a una me ofrecen sus opiniones. Parezco un actor seguido de un coro. Millones de personas todos los días despiertan en Bombay sin saber para qué nacieron. La pobreza los lleva de aquí para allá tras un mínimo sustento y malgastando el resto de sus horas buscando un suceso extraordinario que los redima de su aburrimiento. Alguien me dice que todas las horas que les sobran a estas multitudes nos faltan a los occidentales; que si se pudiera intercambiar su tiempo por nuestro dinero, nosotros viviríamos más y ellos mejor. Pero el tiempo no se compra, el tiempo es incorruptible. Llueve dentro de la vieja estación. Llevo un paraguas pero no lo abro porque allí la lluvia se les hace imperceptible a los viandantes y este artilugio sería un insulto. Por eso mi paraguas se ha convertido en un bastón. Cuando me detengo frente a un encantador de serpientes que toca una especie de flauta, siento como si mi artilugio pudiera tomar forma de reptil. En la estación puede pasar cualquier cosa, aunque mejor es que no pase nada y pueda seguir narrando estas historias de Bombay.
¿Bombay o Mumbai? Hasta el año 1995 era Bombay. Mumbai, en la lengua maratí, es el nombre de una diosa local, Mumbadevi. Antes de Cristo, Ptolomeo la bautizó como Heptanesia, la ciudad de las siete islas. Luego nuestros vecinos portugueses la llamaron Bom Bahía, Buon Bahía o Bombaim, que significa “buena bahía”. A mediados del siglo XVI, ellos mismos también la conocían como Boa-Vida, la isla de la buena vida. Tenía bosques maravillosos con caza abundante y agua. También otros fijan el origen del nombre de la ciudad en el sultán Kutb-ud-din, Mubarak Shah I, señor de las islas en el siglo XIV. Otros nombres hindúes con que se conocen estas islas — Bombay es una gran isla entre islas, convertida por la ingeniería en una península—son: Manbai, Mambai, Mambe, Mumbadevi, Bambai y Mumbai. En realidad son dos islas situadas frente a la costa unidas por puentes. El centro urbano de Mumbai se asienta en la isla del mismo nombre, de 70 km2 de superficie, situada al sur. El resto de la ciudad está hacia el norte, en la isla de Salsette. La isla de Mumbai se encuentra por debajo del nivel del mar. Es la capital del estado federal de Maharashtra. La más importante ciudad portuaria. Es una estrecha franja de terreno que surge de la costa pantanosa de Maharashtra y se adentra en el mar arábigo. Su población censada ronda los veinte millones de personas, pero hay otras tantas sin control. Es una de las urbes con mayor número de seres en el mundo. En el siglo XVI se establecieron los portugueses. Levantaron un fuerte y les fueron cedidas varias islas. En el siglo XVII apareció la Compañía Británica de las Indias Orientales, lo que provocó una guerra entre las dos potencias coloniales. Se resolvió con la expulsión de los portugueses. La soberanía sobre el puerto y la isla de Bombay formó parte del matrimonio entre Carlos II y la infanta Catalina de Portugal. Por aquí penetró el Imperio colonial británico en la India, que duró hasta agosto de 1947.
En Bombay el hinduismo y el islamismo no son las únicas religiones. Sí las mayoritarias. A estas dos se unen otras muchas minoritarias como el budismo, cristianismo, jainistas, judíos, parsis, sijs, etc. A los jainistas les hubiera horrorizado la historia de los pájaros. Esta religión milenaria, defensora a ultranza de la no violencia, enseña el camino para que el alma, después de haber disfrutado de una existencia beatífica o desdichada, en el más allá, en un mundo extraterrestre, se reencarne inexorablemente. «Es la ley de la transmigración, samsara, que, una vez descubierta, ha venido dominando el pensamiento religioso y filosófico de la India, tanto el ortodoxo como el heterodoxo (el budismo y el jainismo)», según Eliade. Durante el monzón, durante estos cuatro meses de lluvias, de junio a septiembre, los más ortodoxos no salen al aire libre, porque si pisan distraídos un charco estarán quitando vidas, matando no sólo los minúsculos organismos del agua sino también la unidad del agua. Los jainistas, al menos los monjes, se cortan el pelo arrancándoselo desde la raíz. Los pájaros para ellos son una manifestación del alma. Muchos sacerdotes se dedican a pedir dinero para pagar por ellos y liberarlos de los vendedores y las jaulas privadas. Esos pájaros libres corren luego más peligro que en sus cárceles, pues son fáciles presas de cuervos y águilas. Esos cuervos con los que me voy encontrando por las calles de Bombay.
«¡Armée étrange aux cris sévéres!»
(«¡Hueste extraña de gritos severos!»), canta Arthur Rimbaud. En Nueva Delhi, en realidad en la Vieja Delhi, en Chandni Chowk, frente al memorable Fuerte Rojo, entré en el templo jainista Digamber. La calle Chandni esta siempre muy concurrida. En otras épocas era una de las arterias principales de la antigua capital. Hay tiendas de todo tipo, donde se puede comprar ropa, dulces o perfumes. Dejo mis zapatos a la entrada, entre cientos de otros muchos que esperan el retorno de sus propietarios, sin vigilancia alguna. No son zapatos caros ni bellos, pues el monzón invita a las vulgares chanclas. El peligro no está en que a uno le roben los zapatos, sino en que, involuntariamente, se los cambien por otros; o que, entre tantos cientos de pares, uno pueda llegar a descubrir los propios, enterrados. Mantengo mis calcetines y esto me lleva a entablar una larga discusión con uno de los guardas. Podré subir con ellos puestos a visitar el Hospital de Aves, pero tendré que quitármelos si quiero entrar en el templo. El hospital alberga y asiste a cualquier ave necesitada. Abarca dos plantas y tiene capacidad para acoger a más de tres mil ejemplares. Son animales depositados allí por personas anónimas o por la policía. Una vez curados los dejan libres. Al visitar este lugar me encuentro con que, además de aves, tienen otras razas de animales: conejos, gatos y aves grandes como faisanes o pavos reales. A algunos de estos últimos les fueron arrancadas las plumas y tienen el cuerpo repleto de sangrantes cicatrices. El olor y la suciedad son nauseabundos. Los instrumentales médicos dejan mucho que desear. No sé si allí los curan o los enferman aún más, pero la intención de estas gentes no puede ser mejor, teniendo los escasos medios de los que disponen. Dejo una propina y el hombre que los cuida me lo agradece con una gran sonrisa de dientes postizos de oro. Después de otra polémica con los guardas, finalmente me quito los calcetines y entro en el templo. Muchas gentes, acompañadas de niños, hacen las ofrendas a los ídolos. Figuras relacionadas con las fuerzas de la naturaleza, como en nuestra antigua mitología. En la calle, doy con mis zapatos y compro algún libro sobre esta religión en la contigua librería Sahitya Sadam. Los jainistas son hindúes especialmente ortodoxos. Manejan el mercado de diamantes y son una comunidad pequeña pero pudiente.
La caridad es una virtud muy practicada por estas gentes. Se ayuda a los necesitados tanto jainistas como ajenos y, también, a las plantas y animales. Hay escuelas gratuitas y casas de caridad, así como hospitales para personas y veterinarios, puesto que el concepto jainista de ser vivo no distingue entre humanos y animales. Hay, por ejemplo, «asilos» para terneros ciegos o vacas viejas e, igualmente, para búfalos, camellos, cabras, monos, ratas, gallinas, loros, palomas y otros cientos de aves diversas. En estos lugares incluso existen espacios cerrados para insectos. Los jainistas creen que todos los animales, desde los más grandes a los más insignificantes, tienen sentimientos. El jainismo es una religión, o una filosofía, con más de tres mil años de antigüedad. Su influencia sobre el hinduismo y el budismo fue muy grande. El vegetarianismo y la no violencia son ideas puramente jainistas que ayudaron a desterrar los crueles sacrificios de animales. Para los indios el conocimiento a través de la existencia está basado en la progresión espiritual, la purificación y la búsqueda de la emancipación, lo que se conoce como yoga; mientras que el jainismo se basa en el saber gnóstico y las prácticas éticas, rituales y contemplativas para conducir a sus practicantes a lo más alto. El jainismo propone un camino de salvación libre de toda intervención sobrenatural. En realidad esta «religión» no necesita de Dios. Son, aunque parezca raro, ateístas, si les aplicamos nuestras reglas monoteístas. De ahí que muchos hablen de «filosofía» en vez de «religión».