Pocos días después abandono la ciudad de Kipling bajo el monzón. Camino del aeropuerto, veo sobrevolar los cuervos negros. A
«les chers corbeaux délicieux»
, a los queridos, los deliciosos cuervos que diría Rimbaud. Y si el cuervo es de color negro, lo es, según Michel Leiris, por el efecto de las comidas cadavéricas. El aeropuerto está repleto de ríos de gentes contra los que hay que combatir para llegar a tiempo a la hora del embarque. El avión despega venciendo los vientos y las lluvias. En la Vieja Delhi me reencuentro con el viejo Bombay, mientras que en la Nueva Delhi la presencia del espíritu británico está más intacta que en la otra ciudad. Paseo por los restos de las puertas que flanqueaban los varios kilómetros de muralla. Y me voy reencontrando con muchos de los antiguos olores de Bombay en los mercados, tiendas, templos sijs, hindúes, jainistas, musulmanes, etc. Al final de la Avenida Chandni Chowk está el gigantesco Fuerte Rojo o Lal Quila. Sus largas y altas murallas son de arenisca roja. Este bastión fue levantado por el emperador Shah Jahan (siglo XVII) después de haber trasladado la capital desde Agra (donde hay otro magnífico y semejante fuerte) a Delhi. Este recinto militar, que abarca muchos de los palacetes privados de los gobernantes, es una de las más grandes manifestaciones del arte mongol. La construcción fue puesta a prueba varias veces por terremotos, saqueos, asaltos o demoliciones, como las que tuvieron lugar durante el motín contra el poder británico en el año 1857. El fuerte Rojo, desde mediados del siglo XIX, fue testigo de varios acontecimientos fundamentales en la historia del país: la toma de posesión del último emperador mongol, Bahadur Shah, en el año 1857; la victoria de los héroes del ejército nacional indio; el multitudinario acto funerario celebrado tras el asesinato de Gandhi; y el despliegue, en el año 1947, de la bandera de la India por parte de Nehru. Las más bellas joyas arquitectónicas de este extenso edificio son: el Diwan-i-Am, o sala de las audiencias; el Rang Mahal, o Palacio de los Colores, un pabellón con columnas destinado a las mujeres y decorado con fuentes cuyas aguas ofrecía el vecino río Yamuna; el Khas Mahal o Palacio Privado erigido en mármol, que servía como residencia real, y está separado del Rang Mahal por el canal de Nahar-e-Bahisht o Corriente del Paraíso. En su interior había tres zonas delimitadas: la dedicada a las oraciones, los dormitorios y el salón principal. También se encontraba en este recinto la Sala de la Justicia, adornada con una estrella y una luna dorada. Junto al dormitorio aún queda la torre recubierta de cobre y oro donde el emperador iba al amanecer a rendir homenaje al sol y a recibir saludos de sus súbditos. A la izquierda del Khas Mahal se encuentra el Diwan-i- Khas, un hermoso edificio arqueado dedicado a salón de audiencias privadas. Aquí estaba el Trono del Pavo Real, recubierto de oro y piedras preciosas. El emperador, para sentarse en él, ascendía por una escalera de plata. A mediados del siglo XVIII, el emperador persa Nadir Shah lo trasladó a su país y ahora sólo puede contemplarse el pedestal. Muy cerca están los baños y la Mezquita de la Perla, levantada a finales del siglo XVII por el emperador Aurangzeb. En la parte de atrás de ambos edificios se extiende el jardín de Hayat Bakhsh-Bagh y el Zafar Mahal, un palacio levantado por el emperador Bahadur Shah. El Shah Burj o la Torre del Rey era el lugar donde el monarca celebraba sus reuniones con los ministros. La ferocidad externa de las murallas del Fuerte Rojo contrasta con la delicadeza, suntuosidad y lujo de esta gran ciudad interior donde llegaron a vivir varios miles de personas. Salgo por donde entré y se me echan encima decenas de niños y mendigos. Me escapo por Chandni Chowk donde estaban los palacios señoriales. Ahora hay infinidad de tiendas donde se puede comprar desde un sari hasta empalagosos dulces y frituras, únicamente recomendables para los estómagos de los naturales. Lo que más me llama la atención es el olor a incienso y los muchos otros perfumes que se evaden de los bazares. Un peatón tiene que ir prevenido de las emboscadas sensuales y físicas: atropellos de bicicletas, coches y de los propios peatones.
El corazón que une la Vieja Delhi con la nueva se encuentra en Connaught Place, una plaza circular rebautizada a finales del pasado siglo como Rajiv Chowk. Fue diseñada por el arquitecto británico Robert Tor Russell. Son llamativas sus columnas blancas y sus edificios de corte colonial. Está llena de comercios y cafés. De entre las cosas más curiosas de esta parte de la ciudad están el observatorio astronómico de 1724 y el templo de Laksmi Narayan, dedicado a Vishnu y erigido en el año 1938. Al sur de Delhi se encuentran los jardines Lodi, construidos en el año 1936 por la virreina británica, lady Willingdon. En su interior están los mausoleos de las dinastías Lodi y Sayyit que reinaron en el norte de la India entre los siglos XV y XVI. Es impresionante pasear por estos cuidados jardines e irse encontrando con las tumbas-esculturas de Sikander Shah Lodi, levantada en 1518 (de forma octogonal); la tumba de Shish-Gumbad, donde se mezclan elementos hindúes e islámicos; la tumba de Bara Gumbad, como la anterior, de planta cuadrada; la tumba de Bara Gumbad Masjid levantada el año 1494 sobre cinco arcos y coronada por tres cúpulas, según las características habituales de la dinastía Tughlag del siglo XIV; o la tumba de Mohammad Shah Sayyid. Pero la tumba más sorprendente de Delhi todavía hay que encontrarla siguiendo por la Avenida Lodi hasta cruzarse con la Mathura. Aquí están otros extraordinarios jardines donde se alza la Nila Gumbad, una tumba con cúpula de azulejos azules levantada en tiempos de Akbar. Sin embargo, nada comparable con la tumba de Humayun, el segundo emperador mongol. Fue construida a mediados del siglo XVI por una de sus viudas, Hamida Bano Begum, según el diseño del arquitecto
Mirak Sayyid Ghiyas. Aquí se mezclan elementos mongoles y persas con elementos indios. Erigida sobre una gran plataforma con arcos está hecha de arenisca roja y mármol blanco, con una cúpula central flanqueada por cuatro minaretes. El Taj Mahal le debe mucho y yo no sabría decir cuál es más resplandeciente. En medio de unos jardines bellísimos, por donde corre el agua, también se encuentra la tumba de Isa Khan, un noble del siglo XVI.
Alejado de estos jardines del silencio, en Qutub Minar, donde se hallan las ruinas del fuerte de Tughlagabad (siglo XIV), hay una alta torre cuyo basamento se puso en el siglo XIII. Está compuesta por una torre de cinco plantas que llega casi a una altura de ochenta metros. Tiene cuatrocientos escalones que ascienden en caracol. La superficie de la torre está llena de inscripciones del Corán. Sus orígenes y funciones se desconocen: atalaya, monumento conmemorativo de alguna victoria o, como ahora, minarete de la cercana mezquita. Hay quienes señalan al último monarca hindú, Samrat Prethvi Raj Chauhan como primer constructor de la torre, de hecho hay señales de campanas y otros elementos propios del hinduismo. Sin embargo, podría ser una construcción conmemorativa del triunfo del islamismo en la India, a fines del siglo XII. El mameluco Aibak derrotó a la dinastía Rajput de Prituviraja. Una de sus inscripciones pone: «Para siempre cubrirá la sombra de Alá la ciudad de los infieles hindúes».
Para ver el Taj Mahal, que se encuentra a menos de doscientos kilómetros de Delhi, salgo en coche al amanecer por una autopista que, ya desde las afueras de la ciudad, está invadida de gente caminando, en bicicleta, autobuses y otros dispares medios de comunicación, entre los cuales son muy importantes la tracción animal: mulos, camellos, elefantes, etc. El camino, que podría hacerse tranquilamente en dos horas, se convierte en un paseo de seis horas de ida y otras tantas de vuelta. La autopista o, mejor, autovía, avanza a veces ella misma de manera zigzagueante. El coche va haciendo continuas paradas y evita a las gentes que se nos acercan para requerirnos dinero o comida. El conductor se los va sacando de encima como puede. También hay numerosos controles de aduanas que no se sabe si son privados o públicos. En uno de ellos hay dos hombres que tienen encadenados a sendos osos pardos. Los animales no son muy altos, pero sí muy corpulentos. El conductor se baja para pagar las tasas y me dice que cierre la puerta con el seguro y que no se me ocurra bajar la ventanilla. Le hago caso y, después de un momento de haberse ido, veo cómo ambos osos rodean el coche y amenazan con sus empujones. Están extremadamente sucios y a pesar de mi blindaje puedo olerles su sudor de siglos. Babean y son azuzados por sus dueños al ver que no les doy ninguna moneda. Luego dan golpes con sus pezuñas contra los cristales. El coche se tambalea y pienso que puede volcar. Allí nadie pone orden. Entonces regresa su propietario y entabla una agria conversación con los domadores que, finalmente, inician la partida, como nosotros. Atravesando un pueblo nos cae una lluvia de piedras. El conductor se sobrepone a la sorpresa y yo le pregunto qué niños las habrán tirado. «No son niños sino monos.» Allí, subidos en un balcón, hay tres monos saltando y riéndose de nosotros. No tienen dueño, deambulan como perros salvajes. Si hacen daño grave y alguien les pone una denuncia, la policía los recoge y se los lleva a unas prisiones especiales destinadas a estos primates. Luego son juzgados y absueltos o condenados como cualquier mortal. A lo largo de la carretera también nos cruzamos con grupos de diversas religiones que peregrinan permanentemente. A veces la carretera hace giros raros para salvar árboles o pequeños bosquecillos. En el
Kurma Purana
se dice que quien corte un árbol, una enredadera, un matorral o incluso plantas más pequeñas, deberá realizar una penitencia. Incluso se llegaba a castigos corporales. Sin embargo también pasan camiones repletos de árboles cortados. En otras épocas, cuando se talaban, se hacía con la debida ceremonia. Kapilavatsyayan escribe que «son estos árboles y plantas vivificadoras donde residen los dioses, que han sido esenciales para el mantenimiento del equilibrio ecológico, los que hemos derribado y destruido los mitos se han forjado en torno a cada una de estas plantas y árboles». El culto al árbol en China y en la India aún se percibe a pesar de los comerciantes sin escrúpulos. Hay árboles sagrados en los templos protegidos por balaustradas y al cuidado de sacerdotes; en los campos unos árboles reciben ofrendas, mientras otros son inventariados por las autoridades, e incluso —como yo mismo comprobé— otros muchos son capaces por sí mismos de modificar el trazado de la carretera o de permanecer impasibles en medio de ella.
Finalmente alcanzamos el Taj Mahal, una montaña de mármol blanco repujado. Contiene el sepulcro de la emperatriz Arjumand Banu, esposa del emperador mongol Sha Jahan, con quien tuvo catorce hijos. Murió de parto en el año 1630. Como homenaje, su esposo mandó levantar esta delicada joya. La mejor vista es desde la lejana puerta de entrada a los jardines. Desde aquí se percibe la perfecta proporción. El blanco de la pureza compite con el azul del cielo y todo se refleja en las largas fuentes de agua. Éste es un lugar para meditar sobre el paso del tiempo y cómo, únicamente, podemos detenerlo con obras como ésta. Por detrás del Taj Mahal, al final de un largo despeñadero corre el surco de un río que, cuando yo lo contemplo está seco. El Taj Mahal es como una gran lágrima también seca colgada de la lámpara del tiempo.
A Delhi regresamos ya de noche. Por la carretera el mismo movimiento de masas y aún mayor peligrosidad. Al fin llegamos al Hotel Sangrila.
«Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Tarde, escuela de natación.» Si el autor de este comentario o anotación fuese anónimo, no sabríamos a qué guerra del siglo XX pertenecería pues, al menos, dos veces estos países se enfrentaron en el más inmediato pasado. Pero la constatación del suceso bélico viene datada un 2 de agosto del año 1914 y firmada por Franz Kafka en una página de sus
Diarios
. A Enrique Vila-Matas siempre le ha sorprendido mucho esta única reflexión de ese día por parte del autor de
Carta al padre
. Y tantas veces me la repite que la va mejorando con el tiempo. La última vez que se la oí pronunciar en la misma ciudad de Praga era: «Alemania declara la guerra a Rusia. Me fui a nadar». Si ya la frase auténtica contenía en sí todo un enigma, la apócrifa lo aumentaba. Yo no sé qué comentario hubiéramos hecho, Enrique o yo, encontrándonos en similares circunstancias, pero estoy seguro de que otro más exageradamente terrible y meditabundo, aunque menos contundente. Kafka llevaba cuatro años redactando sus
Diarios
y le quedaban nueve más para cerrarlos definitivamente, un 12 de junio de 1923, de la siguiente manera: «Cada vez me da más miedo escribir cosas». El año 1914, quedó muy densamente anotado en sus
Diarios
. Franz vive uno de sus momentos más complejos de su existencia. Hacía dos años que, en la casa de su mejor amigo, Max Brod, en la calle Skorepka, había conocido a Felice Bauer, empleada de una empresa comercial. Después de una relación de dos años, en mayo de 1914, en Berlín, Kafka había celebrado su compromiso matrimonial con aquella muchacha de veintiséis años, de «rostro huesudo», que llevaba su vacío al descubierto. Cuello claro. Nariz casi quebrada. Cabellos rubios, algo tiesos y sin encanto, barbilla robusta… El novio había dado un paso muy delicado. Estaba a punto de casarse, formar una familia burguesa y abandonar la soledad, condición que él consideraba imprescindible para llevar a cabo la labor creadora. Consciente de la gravedad de la decisión, prolongó aquel pacto hasta su extinción, a través de una abundante correspondencia. Esta angustia sobre el futuro de su estado civil, quedó muy profundamente reflejada en sus
Diarios
. ¿Podrá hacer compatible su vida de casado y funcionario con la de escritor? Social y familiarmente sería mejor aceptado y respetado pero «todo en mí se rebelaba contra ello, por mucho que quisiera a F. Era, principalmente, la consideración hacia mi actividad de escritor lo que me detenía, porque creía que dicha actividad se vería comprometida por el matrimonio». Semejantes reflexiones mantendrá Pessoa con Ophélia Queirós. El caso es que Kafka, indeciso, deja de escribir y se confiesa desesperado, pues la soltería tampoco le da la tranquilidad suficiente para continuar su obra. Este desasosiego lo lleva a confesar sus instintos suicidas. Kafka desea irse de Praga, abandonar su empleo seguro, alejarse de la familia y de los amigos, evitar definitivamente el insomnio y los males que se inflige a sí mismo y por ende a los demás. Pero ¿adónde ir? Praga no le gusta, pero aún menos Viena, «a la que odio y donde sería forzosamente desdichado», puesto que iría ya con la más profunda convicción de que había de serlo. Kafka se ve condenado a salir de Austria y entonces se da cuenta de que nunca ha poseído «ningún talento para los idiomas y a duras penas podría realizar un trabajo físico o comercial». Su única alternativa, como siempre, sería Alemania, Berlín, la ciudad que tanto admiraba y en donde se sentía libre. ¡Qué curioso! De Alemania y de Berlín, de haber vivido algunos años más, le hubiera llegado la muerte como al resto de su familia. Pero aquella otra Alemania del 14 estaba también en guerra. Franz pensaba, en la nueva tierra de promisión, abrazar como profesión el periodismo. Rebajar sus dotes de escritor, en el periodismo, y obtener así unos ingresos medianamente adecuados. Sin embargo, después de estallar la guerra, se vio obligado a hacerse cargo de la fábrica de su cuñado, ya que éste había sido llamado a filas. El novelista era apto para incorporarse al ejército, pero se le consideró más útil y necesario en la dirección de la compañía de seguros y así quedó exento. Aquel oficio tan detestado le salvó seguramente la vida. ¿Hubiera sido el mismo de haber participado en la contienda? En aquellos momentos Kafka no la tenía en mucho valor. Kafka muestra varias veces el recelo mutuo entre él y su padre. El 6 de mayo de ese año 14, semanas antes del inicio de la contienda, escribe el siguiente comentario tras mostrarse reticente a las circunstancias de la boda: «A ver si también me colocarán en la tumba, después de una vida feliz, gracias a sus atenciones». Así fue. Franz se quedó solo en Praga, pues la mayoría de sus amigos fueron movilizados inmediatamente. Quien páginas atrás había clamado por la soledad, al obtener su deseo de manera tan drástica, confesará que ella, la soledad, «reporta castigos». En las páginas de sus
Diarios
apenas aparecen comentarios sobre la primera guerra mundial. Su guerra interior le ocupa todo el tiempo y hacia la otra no muestra ni siquiera la indiferencia del comentario del 2 de agosto. A veces, sin embargo, escribe cosas tan terribles como la siguiente: «En mí no descubro más que mezquindad, incapacidad para tomar decisiones, envidia y odio contra los combatientes, a quienes deseo apasionadamente lo peor» (6 de agosto, 1914). Kafka no la temía, por aquel entonces y quizá nunca le tuvo miedo, a la muerte, sino al eterno suplicio del morir. El año 1914 es el de la constatación de todos los fracasos. Su derrota se adelanta a la de su imperial Estado. El año 1918, el del armisticio, ni siquiera aparece reflejado en los cuadernos.