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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (18 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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—Ya he soportado antes todas esas penurias, mamá, y no me asustan. Siempre sería mejor para nosotros estar juntos que separados.

—Pero hijo mío, ¡Kay no te quiere!

—Ah, ¡si pudiera llegar hasta Amsterdam! ¡Le haría cambiar de parecer!

Le parecía terrible eso de no poder ir a ver a la mujer que amaba por carecer de dinero para el viaje. Su impotencia lo exasperaba. Tenía veintiocho años y durante doce había estado trabajando penosamente, sin permitirse ninguna comodidad, y no obstante no contaba con la ínfima suma que costaba el pasaje de ferrocarril hasta Amsterdam.

Pensó en hacer a pie los cien kilómetros que lo separaban de la ciudad, pero sabía que llegaría agotado, sucio y hambriento, y no podía presentarse en lo del Reverendo Stricker como se había presentado en lo del Reverendo Pitersen! A pesar de haber escrito esa mañana una larga carta a Theo, volvió a escribirle la siguiente:

«Querido Theo: Necesito desesperadamente el dinero para el pasaje a Amsterdam. Te envío algunos dibujos. Dime por qué no se venden y qué debo hacer para que sean vendibles. Necesito ganar ese dinero para el pasaje a fin de vencer el "No, no, nunca" que tanto me atormenta.»

Y a medida que transcurrían los días, recobraba la energía. Su amor lo tornaba resuelto; ya no dudaba. Estaba seguro de que si veía a Kay conseguiría que el «No, no, nunca» se convirtiera en «Sí, sí, para siempre». Reanudó su trabajo con nuevo entusiasmo. Sabía que su dibujo era aún muy rústico pero confiaba en su triunfo futuro.

A pesar de la prohibición de su padre, escribió al Reverendo Ütricker una larga carta explicándole bien el caso. Una verdadera batalla se estaba preparando en la rectoría. Theodorus no comprendía las vicisitudes del temperamento humano; para él la vida era obediencia estricta y conducta irreprochable. Si su hijo no se podía adaptar a ese molde quería decir que era su hijo quien estaba equivocado y no el molde.

—Es la culpa de esos libros franceses que lees —díjole una noche Theodorus durante la velada alrededor de la mesa—. Quien frecuenta ladrones y asesinos no puede ser buen hijo o caballero.

Vincent elevó la vista del Michelet que estaba leyendo y dijo asombrado:

—¿Ladrones y asesinos? ¿Llamas ladrones a Víctor Hugo y Michelet ?

—No; hablan de Dios en sus libros. Son obras perniciosas.

—¡Qué disparate, padre! Michelet es tan puro como la Biblia.

—¡Te prohíbo blasfemar! —exclamó furioso su padre—. Esos libros son inmorales, y son esas ideas francesas que te han echado a perder.

Vincent se puso de pie y acercándote a su padre le colocó delante el volumen de

L'amour et la femme.


Lee unas páginas y te convencerás —dijo—. Michelet trata de ayudarnos a resolver nuestros problemas y nuestras miserias.

Theodorus arrojó al suelo el volumen como si se hubiera tratado del peor de los pecados.

—¡No necesito leer eso! —exclamó iracundo—. Un tío abuelo de los Van Gogh se dio a la bebida por culpa de esos libros franceses I

—Te pido disculpas, Padre Michelet —murmuró Vincent inclinándose a recoger el libro.

—¿Padre Michelet? —repitió fríamente Theodorus—. ¿Te propones insultarme?

—Nunca pensé tal cosa —contestó el joven—. Pero debo confesarte que si necesitase consejo se lo pediría más bien a Michelet que a ti...

—Oh Vincent —imploró la madre—. ¿Por qué dices semejantes cosas? ¿Por qué te empeñas en romper los lazos familiares?

—¡Sí, es lo que haces! —exclamó Theodorus—. ¡Rompes los lazos familiares¡. Tu conducta es imperdonable. Y harías bien en abandonar esta casa e irte a vivir a otro lado.

Vincent subió a su cuarto y se sentó al borde de la cama, pensando maquinalmente por qué sería que cada vez que recibía un golpe doloroso prefería sentarse al borde de la cama que sobre una silla. Miró sus dibujos que pendían de las paredes. Sí había hecho progresos, pero su obra no estaba terminada aún. Mauve se hallaba todavía en Drenthe y no regresaría antes de un mes. No deseaba abandonar Etten; sentíase a gusto allí, además en cualquier otro lado tendría que gastar para vivir. Necesitaba algún tiempo para captar el verdadero tipo del Brabante antes de irse para siempre. Su padre le había sugerido irse, y hasta lo había maldecido. ¿Sería realmente tan malo como para merecer que lo rechazaran del hogar paterno?

A la mañana siguiente recibió dos cartas. Una era del Reverendo Stricker en contestación a la suya; venía acompañada de una esquela de la madre de Kay. Ambos le decían que Kay amaba a otro, y que ese otro era rico y que deseaban que Vincent dejara de molestar a su hija.

—No existe en el mundo gente más dura de corazón que los clérigos —murmuró el joven estrujando la carta de Amsterdam con el mismo placer salvaje que hubiera sentido de ser el Reverendo el que estuviese entre sus dedos.

La segunda carta era de Theo.

«Los dibujos están bien expresados —decía su hermano—, haré lo posible por venderlos. Mientras tanto te envío veinte francos para tu viaje a Amsterdam. Buena suerte, viejo».

PARA ALGUNOS, CIERTAS CIUDADES SON SIEMPRE NEFASTAS

Cuando Vincent abandonó la estación Central, comenzaba a caer la noche. Cruzó rápidamente el Damrak hasta el Dam, pasó frente al Palacio Real y al correo y se encaminó a la Keizergracht. Era la hora en que los empleados regresaban a sus hogares. Cruzó el Surgel y se detuvo un momento sobre el puente de Hecrengracht para observar a unos hombres que comían su pan y sus arenques sobre su barcaza. Luego dobló por la Keizergracht encontrándose al poco rato ante la residencia del Reverendo Stricker. Recordó la primera vez que había estado allí, y se dijo mentalmente que para algunos, ciertas ciudades son siempre nefastas.

Ahora que acababa de llegar a la meta de su viaje, sintió que se apoderaba de él el temor y la vacilación. Miró hacia arriba y advirtió un hierro horizontal que sobresalía de la ventana del desván. ¡Qué magnífica oportunidad se presentaba para un hombre que deseara colgarse!

Cruzó la calzada y se acercó a la puerta. Sabía que durante la hora subsiguiente se decidiría el curso de su vida. ¡Si al menos pudiese ver a Kay, hablarle, hacerle comprender! Pero quien poseía la llave de la puerta de calle era el padre y no la joven. ¿Si el Reverendo se rehusaba a admitirlo?

Permaneció un rato aún mirando a su alrededor sin ver nada, y por fin se decidió a subir los cinco escalones de piedra y llamar a la campanilla.

Después de un momento apareció la doncella. Miró a Vincent que se hallaba en la penumbra y reconociéndolo quiso volver a cerrar la puerta.

—¿Está el Reverendo Stricker en casa? —preguntó el joven.

—No. Ha salido —repuso la muchacha cumpliendo las órdenes recibidas.

Pero Vincent que había oído voces en el interior, la empujó bruscamente hacia un lado.

La doncella trató de cerrarle el paso diciendo:

—La familia está cenando... Usted no puede entrar.

Sin hacerle caso el joven se dirigió hacia el comedor. Al entrar en la habitación notó que por la puerta del fondo desaparecía el vestido negro de Kay que le era tan familiar. Rodeaban la mesa el Reverendo Stricker, la Tía Wilhelmina y sus dos hijos más jóvenes. En el quinto lugar hallábase un plato servido y una servilleta desdoblada.

—No pude detenerlo, señor —dijo la doncella excusándose.

Dos candelabros de plata colocados sobre la mesa iluminaban la habitación con sus altas bujías de cera blanca. De uno de los muros pendía un cuadro representando a Calvino,

y en el aparador brillaba la platería a la luz vacilante de las bujías.

—Cada día tienes modales peores, Vincent —dijo su Tío con severidad.

—Quiero hablar con Kay —repuso éste.

—No está aquí. Ha ido a visitar a unos amigos.

—Estaba sentada en ese lugar cuando yo llegue.

Stricker se volvió hacia su mujer.

—Lleva a los niños de aquí —ordenó.

—Y bien, Vincent —dijo una vez que estuvieron solos—. Nos estás causando una serie de trastornos. No sólo yo, sino toda tu familia ha perdido la paciencia. Eres un vagabundo, un haragán y un desagradecido. ¿Cómo te atreves a amar a mi hija? ¡Me insultas!

—Déjeme ver a Kay, tío Stricker. Necesito hablarle.

—Ella no quiere hablarte. ¡No quiere verte nunca más!

—¿Kay dijo eso?



.

—¡No lo creo!

Stricker se quedó atónito. Era la primera vez que lo acusaban de mentir desde que había sido ordenado. —¿Cómo te atreves a decir que no digo la verdad? —exclamó por fin.

—Nunca creeré eso hasta que no lo oiga de sus propios labios. Y aún así, tampoco lo creeré.

—¡Y pensar que he gastado tanto tiempo y dinero en ti, aquí en Amsterdam! —se lamentó el Reverendo.

Vincent se dejó caer pesadamente en la silla que Kay acababa de abandonar y colocó ambos brazos sobre la mesa.

—Tío, escúcheme un momento. Déjeme ver que aún los clérigos pueden tener un corazón humano bajo su triple armadura de acero. Amo a su hija, la amo desesperadamente. Cada hora del día y de la noche pienso en ella y ansío tenerla a mi lado. A usted que trabaja para Dios, le pido por Dios que tenga piedad de mí. No sea tan cruel. Es cierto que aún no he tenido éxito, pero déme un poco de tiempo y triunfaré. Permítame demostrar a Kay mi amor. Ayúdeme a hacerle comprender cuánto la amo. Seguramente usted ha debido estar enamorado algún día, Tío, y conoce el padecimiento terrible que se sufre. ¡Ya he sufrido tanto!..., permítame ahora un poco de felicidad. Sólo le pido que me autorice a ganar su amor. ¡No puedo soportar este sufrimiento un día más!

El Reverendo Stricker lo miró en silencio y luego dijo:

—¿Eres tan débil y cobarde que no puedes soportar un dolor? ¿Necesitas quejarte continuamente?

Vincent se puso de pie violentamente. Toda su humildad lo abandonó, y si la mesa no lo hubiera separado del clérigo, le hubiera golpeado con los puños. Largo tiempo permanecieron ambos hombres mirándose sin pestañear, hasta que Vincent acercó su mano a una de las bujías que ardía en los candelabros y dijo:

—Permítame hablarle sólo el tiempo que puedo soportar esta llama en mi mano.

Y así diciendo colocó el dorso de la mano sobre la llama. Instantáneamente la vela ennegreció la carne, y pocos segundos después se tornó roja. Vincent ni siquiera pestañeó, y siguió mirando fijamente a su Tío. Pasaron cinco segundos. Diez, y la piel comenzó a ampollarse. El Reverendo estaba atónito de horror. Parecía paralizado. Varias veces intentó hablar pero no pudo, los ojos de Vincent parecían fascinarlo. Pasaron quince segundos, la ampolla se abrió formando una llaga roja, sin que el brazo del joven temblara en lo más mínimo. Por fin el Reverendo Stricker logró reaccionar.

—¡Loco! —exclamó—. ¡Insensato!

Y arrebatando el candelabro apagó las velas con su puño, y sopló violentamente sobre las otras.

La habitación quedó en tinieblas. De cada lado de la mesa dos hombres, a pesar de no verse, se adivinaban demasiado bien.

—¡Estás loco! —gritó el Reverendo—, ¡Y Kay te desprecia con todo su corazón! ¡Vete de esta casa y no te atrevas a volver nunca más!

Lentamente, en medio de la oscuridad, Vincent se dirigió hacia la calle. Siguió caminando tristemente por las calles oscuras hasta que se encontró en los suburbios de la ciudad. Se detuvo bajo un farol y vio que su mano izquierda (su instinto le había hecho resguardar la mano con la cual dibujaba) tenía un profundo agujero negro. Ya no le quedaba ninguna esperanza. Kay no le pertenecería jamás. Su «no, no, nunca» había partido del fondo de su alma. Aquel grito parecía martillarle el cerebro con atormentadora persistencia. «No, no, nunca la volverás a ver. No, no, nunca oirás su voz ni admirarás la suave sonrisa de sus labios y de sus profundos ojos azules, ni sentirás el cálido contacto de su piel sobre tu mejilla. Nunca conocerás el amor, ni siquiera por el corto espacio de tiempo en que puedas soportar en tu carne la quemadura del fuego».

Un doloroso gruñido le subió del fondo de su ser a la garganta. Elevó su mano herida y la llevó a sus labios a fin de ahogar aquel grito de desesperación, deseoso de que nadie, ni en Amsterdam ni en el mundo entero, fuese testigo de que había sido juzgado y vencido.

—Sintió sobre los labios la amargura indecible del deseo insatisfecho.

LIBRO TERCERO

LA HAYA

EL PRIMER ESTUDIO

Tío Mauve se hallaba aún en Drenthe. Vincent buscó en los alrededores de Uileboomen y encontró detrás de la estación de Ryn un cuartito por catorce francos mensuales. El estudio —que hasta entonces había sido una sencilla pieza— era bastante grande, con una especie de alcoba para cocina y una gran ventana que daba al sur. Estaba empapelado con un papel de color neutro y por la ventana veíase el depósito de maderas que pertenecía al dueño de la finca, y una pradera verde que terminaba en una duna. La casa se hallaba situada en la calle Schenkweg, que era la que separaba La Haya del campo, por el sureste. Se hallaba totalmente ennegrecida por el hollín de las locomotoras que llegaban y salían de la Estación Ryn, poco distante de allí. Vincent compró una fuerte mesa de cocina, dos sillas sencillas, una manta para cubrirse mientras dormía en el suelo. Estos gastos fundieron su pequeño capital, pero pronto llegaría el primero de mes, y con él los cien francos que Theo había prometido enviarle mensualmente. Los fríos días de enero no le permitían trabajar afuera, y como no tenía dinero para pagarse modelos, no le quedaba otra cosa que hacer que esperar el regreso de Mauve.

En cuanto llegó el artista, Vincent fue a visitarlo. Mauve, muy excitado, estaba preparando una gran tela. Se disponía a comenzar la obra más importante del año: un cuadro para el Salón, y había elegido como tema un barco de pescadores que algunos caballos sacaban del agua sobre la playa de Scheveningen. Tanto Mauve como su mujer habían pensado que era muy problemático que Vincent viniera a La Haya. Sabían que casi todo el mundo, tarde o temprano, tiene el deseo de convenirse en artista.

—¿Así que viniste a La Haya, Vincent? —dijo su primo—. Muy bien, trataremos de convertirte en pintor. ¿Has encontrado dónde vivir?

—Sí, alquilé un cuarto en la calle Schenkweg 138, exactamente detrás de la estación Ryn.

—Es cerca de aquí. ¿Cómo andas de fondos?

—No poseo mucho dinero, pero compré una mesa y dos sillas.

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