—No deberías haber dejado abierto, tronco —dijo levantándose—. Uno entra en tu casa como en un molino. ¡Nada genial, para un poli!
Abrí de golpe.
—¡Maldita sea! —refunfuñé levantando los brazos—. Estaba seguro de…
—Has tenido una visita, en plena noche. La niña… Vestida de un modo curioso, con una bata azul y botines rojos.
Abrí los ojos de par en par mientras el hombre con los cabellos de serpiente se deslizaba al interior. Las sienes me latían con furia.
—Debían de ser… las tres de la madrugada. Salía a fumar mi último…, mi último cigarrillo, y he visto que tu puerta estaba entreabierta. Entonces entré, igual que hago ahora.
Señaló la maraña de raíles.
—Había un megafollón. Las locomotoras rodaban a toda velocidad, la tele babeaba toneladas de interferencias, canal cuarenta y dos. Lo apagué todo al marcharme…
Lo seguía sin decir palabra, con la boca abierta de los que no entienden nada. Willy se detuvo de repente. Una nube de humo le envolvió el rostro.
—La chiquilla estaba sentada aquí, con las piernas cruzadas como un indio. Y hablaba, eso era lo peor, ¡le hablaba a esa jodida pantalla! ¡Créeme, no era una alucinación! ¡A mí me dio un canguelo de morirse! ¡Mira, mírame los brazos, aún se me ponen los pelos de punta! Sabes, mi abuela jugaba con las cosas de vudúes, los
poltergeist
. ¡Te puedo garantizar que existen!
Me precipité a todas las habitaciones. No habían registrado nada, ni había destrozos. Los trenes en miniatura roncaban en sus alineaciones de vías, la tele estaba apagada. Le pregunté a Willy, con una ligera vibración en el timbre:
—¿Y qué decía? ¿De qué hablaba con… la tele?
El negro arrugó sus labios carnosos.
—No creo que te haga mucha gracia…
—¡Suéltalo, coño!
Me pasé una mano por la frente. Chorreaba. Las manos me temblaban sin control. Más allá del cansancio, el calvario volvía a empezar.
—Decía que lo conseguiría, que ya encontraría la manera…
Lo agarré por el cuello de su ridículo pijama.
—¿La manera de hacer qué?
—¡Eh, eh! ¡Tranqui, tío! ¡No te pongas así!
—¡La manera de hacer qué!
Se apartó dando un paso, con los brazos hacia delante. Una ceniza al rojo cayó sobre la mesa baja.
—¡La manera de matarte! ¡Por muy loco que parezca, esa niña se te quiere cargar, tío! ¿Es ella la que te hirió el antebrazo así?
Me desmoroné sobre la cama nido, con un enorme desamparo en el corazón.
—Esto no tiene ningún sentido… Ningún sentido… Esa chiquilla está loca de remate…
Willy se sentó a mi lado.
—Estaba como… catatónica, ni siquiera veía que yo estaba ahí. Miraba fijamente la pantalla y charlaba sola.
Se frotó los hombros enérgicamente, como si quisiese entrar en calor.
—Vas a tener que desconfiar de todo. Del agua que bebes, de la comida que tragas, de los pasos que das por las escaleras. He visto los ojos de esa niña cuando se largó. Es el Diablo en persona… Créeme, tío, noto esas cosas…
Hablaba con seriedad, mientras sus dedos de ébano acariciaban sus labios agrietados. La visión se me nubló de nuevo. En mí, en mi interior, el mal aire crecía. Moscas negras me zumbaban en la cabeza, golpeándose con saña en mi cerebro. ¿Y si esa niña no hubiese aparecido por casualidad? Si, de alguna manera, la utilizasen para…
Me levanté bruscamente. Tras haberme puesto una camiseta, me lancé a la escalera, golpeé como si fuese a romperme los puños la puerta número siete. Siete… Siete mariposas. Siete plagas. El siete del Apocalipsis.
Ruido en el interior. La sangre me subió a las sienes.
—¡Sé que está ahí! ¡Conteste! ¡Conteste!
Nada. Furioso, crucé el parterre entre los edificios e hice salir al conserje a timbrazos impacientes.
—¡Venga a abrirme una puerta! —ordené cuando el joven, en tejanos y bambas, apareció al lado de un dóberman con una bonita boca de esmalte.
—¿Tiene algún problema? —replicó con aspecto cansado.
Abusé de mi placa.
—¡Espabile!
Le dio un golpecito al perro, cogió una gran anilla de llaves y me pisó los talones a la carrera.
—¡Es aquí! ¡Proceda!
—No lo acabo de entender, comisario —dijo mientras buscaba entre las copias—. Este apartamento no está…
Apenas había desbloqueado la entrada cuando lo empujé a un lado y abrí el batiente con un gesto de cólera.
Una bocanada de vacío me golpeó el rostro. Bajo mis pies, un crujido de papel. Una escritura prieta, de letras angulosas. Mi escritura. «Su hija se quedó encerrada fuera. Está en mi casa, en el tercero, segunda. Número treinta y dos. Soy policía». La nota no se había movido ni un milímetro.
El conserje hizo tintinear el juego de llaves.
—¡Eso es lo que quería decirle! ¡Este apartamento ya no está habitado, desde hace más de quince días!
Los brazos me cayeron al suelo al oírlo. Ya no había ni un solo mueble, habitaciones muertas, paredes desnudas.
—¡No… no puede ser! ¡Había una niña! ¡Vive aquí! —El joven se rascó el cabello, con expresión de fastidio.
—Eso me, me extrañaría mucho… ¿Cómo se llama?
—¡No tengo ni idea! ¡Debe de tener unos diez años, pelo castaño, ojos negros! ¡Se pasea a menudo en zapatos rojos!
Abrí un grifo. Agua cortada.
—No me sirve de gran ayuda, lo que me dice. ¡Tengo que gestionar seis edificios, más de quinientas familias! ¿Se imagina la locura que supone? Chavalitas con esa descripción, existen docenas y docenas. Quizá debería interrogar a los demás inquilinos…
Le di las gracias y llamé a casa de algunos vecinos. Cinco, seis, ocho, nueve. Siempre la misma respuesta. No la habían visto nunca. ¿Quién sabe?
Las diez de la mañana. Willy había ocupado mi sofá, con los ojos destrozados, ya no totalmente encajados en sus agujeros. Emitió un gruñido cuando lo eché fuera y cerré con dos vueltas. Los huesos me dolían muchísimo, las piernas imploraban clemencia, algunos morados cubrían aquí y allí mi cuerpo agotado. En cuanto a mi cabeza… Qué miseria…
Me desplomé sobre la cama, sin haberme duchado ni cambiado; fuera de servicio. La muerte restallaba por todos lados. La chalana, los Tisserand, esa niña, una violencia incomprensible. Hervía bajo las sábanas. ¿De qué oscura guarida salía la niña con el corazón a la derecha? Me había espiado mientras dormía. Me había cortado con un cuchillo. Me odiaba tanto como parecía quererme… La puerta… La puerta, siempre… abierta. Sin embargo…, estaba… seguro de…
… El… Diablo…
Me desperté sin violencia, en medio de una cama arrugada y del calor opresivo. El radiodespertador marcaba las 17.21. Siete horas de un sueño muy profundo y empapado, todo sin somníferos, antidepresivos y trenes que zumban. Un milagro.
Tras haberme tragado el tratamiento antipalúdico, me arrastré bajo la ducha, donde el agua templada me azotó el espinazo. Una energía nueva conectó mis primeras neuronas y, en esa tibieza apaciguadora, sentí una forma de bienestar casi olvidada. Me entretuve bajo el chorro una buena media hora.
El sol glorificaba la Tierra, por la ventana del salón, halagando a mis bonitas locomotoras con un velo dorado. Vertí una gota de aceite en los ténderes de los vapores vivos, lustré sus bielas con un golpe de paño preciso antes de lanzarlas sobre los raíles. El fin de semana me gustaba ocuparme de ellas, con esos gestos de niño, hasta oírlas silbar de placer. Si Éloïse pudiese verlo…
Armado con un paquete de galletas, un tazón de café, papel y fotos del interior de La Cortesana, me instalé en el corazón de esa efervescencia metálica, rodeado por los túneles, las montañas, los prados animados por sus vacas tranquilas. Con minuciosidad, esparcí las pruebas importantes de la investigación. El mensaje grabado en la iglesia. Las fotos de los Tisserand, en su vida y en su muerte. Los primeros planos de las escarificaciones de Maria, en su rostro también, atrapado en el terror de los últimos segundos. El póster del Diluvio, con sus cuarenta y dos identidades, los carboncillos… Luego apunté, bien grande y en hojas separadas, todo lo que me venía a la mente… Diluvio, Apocalipsis, Biblia, castigo, importancia del «siete». Siete esfinges, siete trompetas, siete plagas… Trazaba flechas, marcaba líneas, rodeaba términos, planteaba preguntas…
Poco a poco, el espacio se cubrió con mis escritos, mis tachones, mis idas y venidas de pensamientos. El cerebro me carburaba con la droga pura del buen poli…
Me llevé la taza de café a los labios, pero detuve bruscamente el movimiento. «Deberás desconfiar de todo…», había advertido el negro de los pelos como espaguetis. Cogí otra hoja de papel y apunté: «¿La pequeña? ¿La habitación 7?», y luego me bebí el café de un solo sorbo.
Entonces mi atención se centró en las decenas de dibujos que me había enviado por correo electrónico el técnico. El trazo era grácil, a ese hijo de perra no le faltaba talento. Pero los asaltos de mina eran espantosamente macabros, enfocados hacia el sufrimiento y el repliegue. Se sentía sobre el trazo la presión de las falanges, la tensión de una mala mano. Incluso, en algunos lugares, se adivinaban las puntas de lápiz rotas por la insistencia. Después de todo, esas ilustraciones sólo eran la expresión de una mente enferma.
Rápidamente, surgieron temas recurrentes. La oscuridad del cielo, hinchado de nubes desgarradas. La presencia de los insectos, que se disputaban o bien el tema principal —moscas que libaban entre las costillas de un esqueleto, moscas en las entrañas de dos cadáveres en descomposición— o bien aparecían en segundo plano, sobre una ventana, una sábana, una bombilla.
Había también esos dos hombres pegados por la cabeza, con los dedos curvos, los dientes afilados, que martirizaban a un niño acurrucado al que sólo se veía de espalda.
Ese niño… ¿Podría tratarse del asesino?
Otros esbozos representaban a una mujer muy guapa, de carne pura y blanco pío, manos y pies atados por cuerdas, unidas en las extremidades a una vieja cama de hierro. Sobre el sexo rasurado, el tatuaje de un nudo, una especie de nudo marinero, y un gran número de heridas sobre el pecho, en forma de cruz, alineadas como marcas en un calendario. Un cuerpo estigmatizado.
Cada reproducción de esa cautiva presentaba similitudes —habitación siniestra, desprovista de ventanas, con el techo bajo, muy bajo—, tan sólo la expresión cambiaba, pasando de la cólera al terror, y del terror a la tristeza. Nunca una pizca de alegría. Negritud y tinieblas.
Me comí tres o cuatro galletas, hice movimientos circulares con la nuca. Me hacía viejo, las piernas aún me dolían de los días previos. La persecución del mexicano, y luego la que llevé a cabo en Haxo, sin olvidar los kilómetros en el bosque, como para torcerse los tobillos. Sí, me hacía viejo, y no me atrevía a imaginar la tristeza de mi vida en unos años, sin compañera, hijos, ni nietos. Un porvenir bien lúgubre…
Minutos… Minutos recordándolas… Suzanne, Éloïse… Imposible obtener imágenes claras, silenciosas. Cada vez, el chirrido de los frenos, sus bocas gritando… Dios mío… Una lágrima.
Regreso a los esbozos, que recorrí una y otra vez. Un detalle me desconcertó de repente, un detalle que no había advertido hasta ahora. Entorné un poco los ojos, descubriendo, en segundo plano, detrás de la cama de la mujer atada, un espejo que devolvía un rostro muy borroso, apenas sugerido. Un rostro infantil. Un niño agazapado en uno de los rincones de la habitación.
La sal de la excitación me invadió el paladar. Revisé los demás dibujos, contraje las pupilas, disociando el blanco del negro, lo visible de lo evocado. Como una ilusión óptica, el rostro volvió a aparecer. Muy, muy hábilmente disimulado. En el cristal de una ventana, fundido entre las nubes agitadas. Y luego ahí, reflejado en el mármol de una tumba. Y otra vez ahí, sobre la superficie de un lago en el que caía una cascada. Nunca una mirada directa, franca, perfectamente visible. Sólo reflejos ocultos.
Esos ojos de chaval le pertenecían, esos carboncillos traían a la superficie sus traumatismos pasados. Hoy igual que por aquel entones, el asesino no soportaba que lo mirasen a la cara. Los pósteres lacerados. Viviane, muerta con los párpados vendados. Su hija, violada de espaldas a su agresor. El espejo, colocado en el techo de la bodega.
Los dibujos… Techos bajos, tumbas, esqueletos, insectos. ¿Acaso lo encerraban, de niño, en algún lugar que lo aterrorizaba, un sótano amenazante con arañas, un armario en el que vibraban polillas y mosquitos? ¿Por qué esa presencia femenina atada? ¿Qué significaban esas heridas en forma de cruz, sobre el pecho? ¿La pegaban? ¿Maltratos?
¿Y qué decir de esas representaciones, las de los dos hombres con la cabeza pegada, que apuntaban sus dientes amenazantes a un chiquillo acurrucado?
¿Qué había padecido el niño para que el adulto sesgase esas vidas de forma tan cruel?
Un niño… Quizá no había que hurgar en el presente…, sino en el pasado… Volví a coger las notas relativas a los Tisserand. La clínica de evaluación de la peligrosidad, en París…
Veinte años frecuentando a miles de enfermos. Veinte años… Había que profundizar nuestras investigaciones mucho más arriba, remontar a la fuente. Cuando el asesino era muy jovencito o adolescente…
Volví a recorrer el informe de los dos médicos. Antes de París, Grenoble… Psicoterapeutas en un hospital psiquiátrico… Ninguna información sobre eso. Nada. Tracé un gran signo de interrogación rojo en el centro de la hoja.
Hice restallar los huesos carpianos, me tragué unas cuantas galletas. El asesino se acercaba cada vez más, su respiración se deslizaba, ahí, sobre cada vértebra de mi columna. A través de su vigilancia pictórica, el monstruo me observaba.
Un ruido, detrás. La cocina. Me precipité. Nada. Ventana abierta, chiquillos en el patio, perros que ladran. Y nadie debajo de la mesa…
Taza de café derramada, en medio de los raíles. Los pelos se me pusieron de punta.
«¡Que no, eres tú el que la ha tirado, al levantarte bruscamente! ¿Cómo habría entrado? ¡Has cerrado con llave!».
Fisgoneé en el apartamento, por precaución, y luego recuperé mi posición de elaborar ideas. El corazón me latía un poco más deprisa en el pecho, la frente liberaba el calor del cuerpo. En cuanto a los dedos… Los metí entre las piernas… Y luego puse en marcha los trenes eléctricos, mucho más ruidosos que los vapores vivos. Ese jaleo familiar me tranquilizó.