Luto de miel (26 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Luto de miel
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—¡Socorro! ¡Socorro!

Venía de un maletero. El maletero de mi coche.

—¡Jopé, Franck! —refunfuñó la niña cuando abrí—. ¡Podrías haberte parado antes! ¡Me estaba ahogando ahí dentro!

Bata azul y zapatos rojos. La chiquilla saltó fuera de su escondite, se estiró, los dos brazos tendidos encima de la cabeza, mientras yo permanecía ahí, sin reaccionar, totalmente estupefacto. Luego la furia me afloró en las mejillas. Golpeé con rabia loca una papelera.

—¡Mierda! ¡Joder! ¡Joder! ¡Qué estás haciendo aquí!

La devoraba con una expresión de maldad, rechinando los dientes, mientras ella reunía las manos bajo la barbilla, como si quisiese protegerse.

—Me estás asustando, Franck… ¿No irás a golpearme, verdad?

Cabizbajo, iba y venía, con el ensañamiento de un depredador furioso.

—¡Eres tú la que me asusta! ¿Qué quieres de mí? ¡Dime por qué has entrado en mi vida! Y… ¡ahórrate esa expresión de perro maltratado!

Un tipo que salía de la cafetería se giró hacia mi dirección antes de fundirse en la noche.

—Pero… Fue… mi gato… ¡La otra vez, acuérdate! Estaba… encerrada fuera…

—¡Es mentira! ¡No vives en el siete! ¡Lo he comprobado! ¡Ese apartamento está vacío!

Sus dedos delgados subían y bajaban por su delgado pecho, al ritmo de la respiración. Metió la cabeza entre los hombros.

—¡Pero no te hablaba del siete de tu edificio! ¡El otro siete, en la residencia Los Hibiscos! ¡El edificio de al lado!

—¡Deja de mentir!

—¡Vine a tu casa porque me habían dicho que tenías trenes en miniatura por todo tu apartamento! ¡Y a mí me encantan los trenes en miniatura! Siempre he soñado con tener, pero mamá no quiere regalarme ninguno… Nunca me regala nada…

—¡Pobrecita! ¡Uno casi acabaría por compadecerse de ti!

Le mostré la cicatriz del antebrazo.

—Y esto, ¿me lo puedes explicar? ¡Mi vecino me ha contado que hablabas con la tele, que querías hacerme daño!

Se retorcía la ropa bajo las palmas menudas. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¡Éloïse y yo queríamos protegerte! ¿Tu sangre enferma, lo recuerdas?

—¡Ya basta de hablar de mi hija! Mi hija está muerta, ya no está aquí, ¿lo entiendes?

—¡Oh! ¡Franck! ¡No quiero hacerte daño! Si supieras…

Se abalanzó contra mí y me agarró con fuerza, soltando torrentes de lágrimas. Luchaba por no ceder a su dulzura testaruda, pero no lo conseguí. Quedaba una llama, en mi interior, que aún ardía.

Me agaché a su altura y le acaricié el cabello.

—Todo irá bien… ¿Vale?

Asintió, ahogada por los sollozos.

—Oyes voces en la cabeza, ¿verdad?

—Todo el tiempo… —susurró ahogando una gran pena—. No me dejan nunca tranquila… A veces… Me ordenan hacer cosas malas… Siempre lo mismo… Éloïse juega conmigo. Es tan buena…

La cogí en brazos y la obligué a mirarme.

—¿Recuerdas la historia del roble y el fresno? ¿La pesadilla que tuve?

Asintió lentamente.

—¿A quién se lo has contado?

—Pero… ¡A nadie! ¡Te pedí que me lo contases! ¡Nunca quisiste! ¡Ni siquiera sé lo que significa!

—Bueno… Tienes que decirme cómo te llamas. Unos amigos míos van a avisar a tu madre, decirle que estás bien. Luego se ocuparán bien de ti…

—¡No! ¡No! ¡No quiero verla más! ¡Nunca está en casa, todo esto es culpa suya! ¡Quiero quedarme contigo!

—¡Pero es que, aunque quisiese, no puedo hacerlo!

—No te molestaré, ¡te lo prometo! —susurró poniéndose la palma abierta sobre el pecho—. ¡Voy a sentarme en el coche, sin decir nada! ¡Ni siquiera te darás cuenta de que estoy aquí!

La dejé en el suelo y la cogí de la mano.

—Ni hablar… Todo es mucho más complicado en la vida de los mayores… Vamos a ir a la cafetería y llamar a la policía. Si no quieres confiarme nada, ya no puedo hacer nada más por ti.

Se debatió con una rabia obstinada.

—¡No! ¡Quédate conmigo! ¡Por favor!

—Ni hablar. ¿Sabes que podría tener serios problemas?

—¡Pues por eso! ¡Suéltame o digo que te me has llevado a la fuerza!

Le estreché el puño con más fuerza.

—¿Qué?

—¡Para! ¡Para o me pongo a gritar! ¡Te juro que voy a gritar!

Levanté las manos al aire y retrocedí tres pasos.

—Vale, vale. Tranquilízate…

—Mírame las uñas —dijo con una mueca desagradable en los labios—. He rascado dentro de tu maletero. Estás en un área de autopista con una niña en bata y ni siquiera sabes su nombre. Las… voces… me dijeron que escondiese cosas, en tu casa. Bajo el colchón, en los armarios… Tienen muy buenas ideas, a veces, las voces…

Daba vueltas sobre mí mismo, con los dedos alzados hacia el cielo.

—¡No puede ser! ¿Qué has escondido? ¡Eres un demonio!

Estiró la boca con esa sonrisa peligrosa.

—Bra… braguitas de niña… ¿A quién piensas que creerán? ¡Y no es porque seas policía!

Tuve que emplear toda mi fuerza para contenerme y no darle una bofetada. ¡Estaba trastornado, desorientado por el chantaje de una mocosa! ¿Cantar para qué? ¡No tenía nada que reprocharme! ¡Absolutamente nada! Y sin embargo, me tenía bien pillado. Tenía a la IGS sobre las espaldas, Leclerc me observaba con una mirada curiosa estos últimos tiempos, al igual que, por otra parte, la mayoría de mis colegas. Las apariencias jugaban tremendamente en mi contra. Braguitas de niña… Era el mismísimo diablo.

¿Cómo iba a deshacerme de ella, tan lejos de París? Ni hablar de llevarla de vuelta. ¿Pero entonces qué? ¿Arrastrarla conmigo durante una investigación criminal? ¿Y si su madre la buscaba? Le eché un vistazo al reloj. Las tres de la mañana. En absoluto momento de molestar a quien fuese; me tomarían por un chalado.

«Perdone que le moleste, pero ¿sabe qué? ¡Hay una chiquilla emboscada en mi coche! ¡No quiere decirme su nombre, tan sólo quiere quedarse conmigo!».

Siete, apartamentos Los Hibiscos, decía… ¿Volvía a mentir, una vez más? Pronto lo sabría a ciencia cierta. ¡Muy pronto! ¡Hablaría, por supuesto que lo haría!

—¡Venga, al coche! Y no quiero oírte, ¿de acuerdo?

—¡Sííííí!

Hizo el trayecto de ida y vuelta al maletero.

—¡Mi libro de
Fantomette
! ¡Ves, no lo he olvidado! ¡A Éloïse le gustaban mucho, estos cuentos!

Inspiré profundamente, me despegué con un movimiento breve la camisa empapada del cuerpo y arranqué. La otra, detrás, canturreaba
Stewball
, la historia de ese caballo herido. Cada noche se la cantaba a Éloïse, mientras la arropaba… ¿Cómo podía saberlo esa chiquilla? El corazón a la derecha, ella y el asesino… Fresno lacerado… Sus apariciones nocturnas… Su violencia, su dulzura… Su madre, que nunca había visto… El apartamento vacío del siete… Siete, otra vez el siete… Algo irracional impregnaba esta historia. ¿Pero qué?

A pesar de la furia, de la incomprensión, no pude evitar, en el retrovisor, mirarla con esa ternura instintiva, verla dormir, mientras alrededor, las colinas crecían, los valles se hundían, ya atormentados por el gruñido lejano de los Alpes…

Capítulo 27

Los campos se habían agrietado bajo el empuje de las rocas, las carreteras se habían torcido de forma brusca, el horizonte se había rasgado en una gran mandíbula afilada, de un negro que casi daba miedo en la noche furiosa. Luego el alba había crecido, tirando de su pesado sol por el este. En ese polvo de aurora, el vapor blanco de los escapes subía todo rosa de la ciudad. Grenoble, entonces, se hinchaba de vida, estremeciéndose en la gran cuna de las montañas.

La niña, detrás. Ahí, en el sitio que solía ocupar Éloïse. En la oscuridad, sólo tuve que imaginar. Mi hija, tumbada en los asientos, dormida. La habría despertado despacito, con un beso en la mejilla. Hubiese querido su gran vaso de leche, con unas galletas troceadas dentro.

Todo eso había acabado… La imaginación. Tan sólo la imaginación.

El centro hospitalario en las alturas, a los pies del cerro Bastille y al lado de las aguas palpitantes del Isère. Era una gran nave espacial, cuyo blanco deslumbrante de los edificios ultramodernos brillaba por encima del azul grisáceo del granito alpino.

En la entrada, un vigilante me indicó la dirección de la unidad de cuidados pediátricos. Su voz sacó de sus sueños a mi pequeña pasajera, que se frotó mucho los ojos antes de pegar la frente contra el cristal.

—¡Las montañas!

—¡Exactamente! Has dormido bien, parece.

—¿Estamos de vacaciones?

—¿Y qué más?

Aparqué frente a una inmensa barra de ventanas oblongas. Tenía la nuca en plena tensión, los músculos como piedras. Me serví una taza de café templado y agité un paquete de galletas por encima de mi hombro.

—¿Quieres galletas?

Sacudió la cabeza.

—¿Y un vaso de agua? ¿Un plátano?

La misma respuesta muda.

—Como quieras, pero lo dejo todo aquí; si te apetece… Bueno… Vas a esperarme en el coche, ¿de acuerdo? Debería llevarme una hora como mucho.

—¡Quiero venir contigo! —replicó con su voz aguda de pajarillo.

—¡Chss! Recuerda lo que me has prometido. ¡Te he llevado conmigo, pero, a cambio, no me molestas!

Se resignó y se arrellanó tranquilamente en el fondo del asiento, con el libro de
Fantomette
abierto entre las piernas.

Escogí una camisa limpia de la bolsa, me pasé un poco de agua sobre el rostro y alisé los pliegues de la chaqueta.

Casi renovado, el viejo Sharko. Y no muerto del todo.

Encontrar rápidamente al interlocutor adecuado en un hospital puede, para la persona x, ser una misión imposible. Así que había que actuar con ímpetu. Con la primera bata que me crucé, en este caso una enfermera, exigí hablar al jefe de servicio lo antes posible. Había utilizado mi voz más grave, la del poli severo. Cuando, además, leyó
DIRECCIÓN DE LA POLICÍA JUDICIAL DE PAR
ÍS
sobre mi placa y entrevió el arma en su funda, casi se deshojó.

Entonces tuve derecho al desfile de grados, a quienes había que repetir una y otra vez la misma historia. Enfermera jefe, médico, jefe de médicos y, finalmente, jefe de servicio adjunto.

Este último mostraba una falsa apariencia del doctor Magoo. Cráneo moteado de un puñado de pelo, ojos brillantes y un bonito par de bambas en los pies. Su chapa indicaba
DOCTOR CROSS
.

—Debo confesarle que su visita… me sorprende un poco —dijo quitándose las gafas—. Estamos más acostumbrados a las brigadas de la zona. Pero ahora, ¿la policía de París? ¿A… las siete de la mañana?

Una nube de enfermeras se había agrupado al final del pasillo. Susurraban sin ambages, pero el corral se volatilizó en cuanto Cross echó unas cuantas miradas furibundas. Me reajusté la chaqueta sobre los hombros y expliqué:

—Tenemos razones para pensar que una persona que buscamos fue hospitalizada en su establecimiento. Estoy aquí para comprobarlo.

—En ese caso, vamos a resolverlo enseguida. Tengo muchísimo trabajo y muy poco tiempo para llevarlo a cabo.

El médico me rogó que lo siguiese y se dirigió con paso de granadero tras el mostrador de la recepción para instalarse frente a una pantalla.

—¡Bien! ¡Vamos allá! ¿Su nombre?

—Desgraciadamente, no todo es tan fácil. Tan sólo conozco su nombre… Y… esa hospitalización se remonta a hace veinticinco años…

El médico se perdió en un largo silbido.

—¡Ah, vale! Y… ¿qué quiere que haga?

—Que consulte los archivos. Ese niño permaneció varias semanas en coma. Es…

—Espere —zanjó Cross apagando la pantalla—. Ya no tenemos esos historiales.

Una bofetada en pleno rostro. El doctor Magoo se metió las manos en los bolsillos de la bata.

—Hay centenares y centenares de metros cuadrados de historiales muertos bajo el suelo de este hospital. Historiales de entradas, de salidas, de consultas, los protocolos quirúrgicos, establecidos mucho antes de que la informática se convirtiese en algo habitual. La mayoría de esos historiales están en curso de informatización, pero el Código Civil nos autoriza a destruir los que tienen más de veinte años. Y debo decirle que no nos privamos de ello.

Seis horas de carretera en las piernas para oír decir eso. Las venas se me hincharon todas azules en los antebrazos.

—¿Y los médicos, las enfermeras que se ocuparon de él? Dispondrá de los medios para encontrarlos, ¿no? ¡Año mil novecientos ochenta! ¡Deme los nombres, sólo los nombres!

Apareció una mujer con un bebé en brazos. Chillaba más que el niño.

—¡Por favor! ¡Que venga alguien! ¡Doctor! ¡Doctor!

—¡Urgencias! —espetó casi sin mirarla—. ¡Hay que pasar por urgencias de pediatría antes de venir aquí! ¡La otra ala del edificio, a la izquierda!

—¡Pero qué hace! ¡Ha tenido más de cuarenta de fiebre! ¡Toda la noche! ¡Doctor!

Una enfermera alejó a la madre alarmada, bajo la mirada censora de Cross.

—¡Fiebres, fiebres y más fiebres! ¡Estos golpes de calor saturan las urgencias! ¡No para desde hace unos días! Jóvenes, viejos, niños. Todo el mundo pasa por el aro. ¡Maldita canícula!

Recobró la calma tras unos pequeños movimientos de pecho, y luego me comió con los ojos.

—A ver, ¿por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Un coma, hace veinticinco años… Y le gustaría dar con los facultativos de la época… ¿Sabe a cuántos pacientes tratamos al año, comisario? Más de mil… ¡Esperar desterrar recuerdos viejos de hace un cuarto de siglo es una pura utopía!

—Eso es problema mío. ¿Existe un medio de conseguirlo, sí o no?

El médico levantó los hombros e hizo un gesto de irritación.

—¡Pruebe con los servicios de administración! Un edificio con los cristales tintados, enfrente de la geoda de cardiología, justo detrás. Se encargan de todo eso. ¡Bueno! Discúlpeme, comisario, pero tengo cosas que hacer. Y salude a la torre Eiffel de mi parte…

Lo cogí por los pelos por un faldón trasero. No lo apreció mucho.

—¡Una última pregunta, doctor! ¿Estos nombres le evocan algo?

Me arrancó la Lista del
Diluvio
de las manos, con expresión furibunda.

—¡Menudo es usted, con sus nombres!

—Es muy importante… Tómese su tiempo…

Tras un silencio de reflexión, dijo:

—Nada que coincida. Sí que conozco a unos cuantos Olivier, Pascal, Jean. Pero… La primera letra del apellido no corresponde… Lo siento…

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